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100 Clásicos de la Literatura

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A pesar del hecho de que, aparentemente, no tiene problemas en mantenerlos a raya, todo el tiempo me los manda… sobre todo a los Pringle. Sé que lo hace con deliberación y tengo la triste certeza de que se alegra ante mis dificultades y que le gustaría verme humillada.

Rebecca Dew opina que nadie puede entablar amistad con ella. Las viudas la han invitado varias veces a cenar los domingos (las queridas ancianas siempre hacen eso con la gente solitaria y siempre preparan una deliciosa ensalada de pollo) pero ella nunca venía. Así que se dieron por vencidas porque, como dice la tía Kate, «todo tiene su límite».

Corren rumores de que es muy inteligente y que sabe cantar y recitar, «declamar» es el término usado por Rebecca Dew, pero nunca hace ninguna de las dos cosas. La tía Chatty una vez le pidió que recitara en una cena a beneficio de la iglesia.

«Nos pareció que se negó de muy malos modos», afirmó la tía Kate.

«Gruñó, directamente», acotó Rebecca Dew.

Katherine tiene una voz profunda y grave, casi masculina, y realmente su voz se parece a un gruñido cuando no está de buen humor.

No es guapa, pero podría sacar más provecho de su físico. Es de tez morena, con un magnífico pelo negro siempre peinado hacia atrás y recogido en un rodete en la nuca. Los ojos no van con el pelo, pues son de un claro color ámbar que resalta bajo las cejas negras. Tiene orejas que no debería darle vergüenza mostrar y las manos más hermosas que he visto. Tiene una boca bien delineada, también. Pero se viste pésimamente. Parece tener el don de elegir los colores y estilos que no debería usar. Verdes apagados y grises tristes, cuando es demasiado oscura para esos tonos y rayas que hacen que su cuerpo alto y delgado lo parezca más todavía. Y siempre parece que hubiera dormido con la ropa puesta.

Su actitud es repelente, como diría Rebecca Dew, siempre anda buscando pelea. Cada vez que me la cruzo por las escaleras, siento que está pensando cosas horribles sobre mí. Cuando le hablo, me hace sentir que dije algo inadecuado. No obstante, me da mucha lástima… aunque sé que se enfurecería al saberlo. No puedo hacer nada para ayudarla, puesto que no quiere que la ayuden. Es realmente odiosa conmigo. Un día, cuando los tres maestros estábamos en el salón de profesores hice algo que, al parecer, transgredía alguna de las reglas no escritas de la escuela, y Katherine dijo, cortante: «Tal vez usted piense que está por encima de las reglas, señorita Shirley». En otro momento, cuando yo sugerí unos cambios que me parecía que redundarían en beneficio de la escuela, dijo, con una sonrisa desdeñosa:

«No me interesan los cuentos de hadas».

En una oportunidad, cuando hice algunos comentarios positivos sobre su trabajo y sus métodos, replicó:

«¿Y qué píldora hay debajo de tanta palabrería dorada?».

Pero lo que más me fastidió fue… bueno, un día, por casualidad cogí un libro suyo en el salón de profesores, eché un vistazo a la cubierta y dije:

«Qué suerte que escribe su nombre con K. Katherine es mucho más atractivo que Catherine… La K es una letra mucho más gitana que la prosaica C».

¡No respondió, pero la siguiente nota que me envió estaba firmada «Catherine Brooke»! Estornudé todo el camino de regreso a casa. Realmente abandonaría mis intentos de entablar amistad con ella, si no fuera porque intuyo, inexplicablemente, que por debajo de tanta aspereza y frialdad está hambrienta de compañía.

En fin, entre el antagonismo de Katherine y la actitud de los Pringle, no sé qué haría si no fuera por la querida Rebecca Dew y tus cartas… y por la pequeña Elizabeth.

Porque he conocido a la pequeña Elizabeth y es un encanto. Hace tres noches, llevé el vaso de leche al hueco en la pared y la pequeña Elizabeth estaba allí, esperando para recibirlo, en lugar de la «mujer». La cabeza le asomaba apenas por encima del portón y su carita quedaba enmarcada por la enredadera. Los ojos que me miraban a la luz del crepúsculo otoñal eran grandes y de un color castaño dorado. El pelo rubio plateado estaba peinado con raya al medio y le caía en ondas sobre los hombros. Llevaba un vestidito celeste de guinga y su expresión era la de una princesa del País de los Duendes. Tenía lo que Rebecca Dew llama «un aire delicado», y me dio la impresión de una criatura más o menos desnutrida… no en cuerpo sino en alma. Más parecida a un rayo de luna que a un rayo de sol.

«¿Y tú eres Elizabeth?», pregunté.

«Esta noche, no», respondió, seria. «Hoy soy Betty porque hoy me encanta todo lo que hay en el mundo. Anoche fui Elizabeth y mañana por la noche es probable que sea Beth. Todo depende de cómo me sienta».

Un alma gemela, como verás. Me recorrió un estremecimiento de emoción.

«Es bonito tener un nombre que puedes cambiar con tanta facilidad y seguir sintiendo que es tuyo».

La pequeña Elizabeth asintió.

«Puedo construir muchos nombres con él. Elsie, Betty, Bess, Elisa, Lisbeth y Beth… pero no Lizzie. Nunca me siento como Lizzie».

«¿Quién podría?», dije yo.

«¿Le parece una tontería de mi parte, señorita Shirley? Abuela y la "mujer" opinan que lo es».

«No es una tontería… es muy inteligente y encantador», respondí.

La pequeña Elizabeth me miró con ojos como platos por encima del borde del vaso. Sentí que me estaba pesando en alguna balanza espiritual secreta y poco después comprendí, agradecida, que mi peso no había resultado insuficiente. Pues la pequeña Elizabeth me pidió un favor… y ella no pide favores a la gente que no le gusta.

«¿Le molestaría levantar al gato y permitirme acariciarlo?», preguntó tímidamente.

Dusty Miller se estaba restregando contra mis piernas. Lo levanté y la pequeña Elizabeth extendió una manita y le acarició la cabeza, encantada.

«Me gustan más los gatitos que los bebés», afirmó, mirándome con un curioso aire desafiante, como si supiese que me escandalizaría pero le resultara necesario decir la verdad, a pesar de todo.

«Supongo que nunca has tenido mucho que ver con bebés, y por eso no sabes lo dulces que son», dije, sonriendo. «¿Tienes un gatito?».

Elizabeth sacudió la cabeza.

«No, no. A mi abuela no le gustan los gatos. Y la "mujer" los detesta. Hoy ella ha salido, por eso pude venir a buscar la leche. Me encanta venir, porque Rebecca Dew es una persona muy agradable».

«¿Lamentas que no haya venido esta noche?», le pregunté, sonriendo. Sacudió la cabeza.

«No. Usted también es muy agradable. Tenía ganas de conocerla pero temía que no fuera a suceder antes de que llegara Mañana».

Nos quedamos allí, hablando, mientras Elizabeth bebía delicadamente la leche; me contó todo sobre Mañana. La «mujer» le había dicho que Mañana nunca llega, pero Elizabeth sabe que no es así. Sí que llegará. Algún hermoso amanecer sencillamente se despertará y descubrirá que es Mañana. No Hoy, sino Mañana. Y entonces sucederán cosas… cosas maravillosas. Tal vez hasta tenga un día para hacer todo lo que se le antoje, sin que nadie la vigile… aunque pienso que Elizabeth siente que eso es demasiado bueno hasta para suceder Mañana y quizá descubra lo que hay al final del camino del puerto… ese camino sinuoso como una bonita víbora roja que lleva, según Elizabeth, al fin del mundo. Tal vez allí esté la Isla de la Felicidad. Elizabeth está segura de que en alguna parte existe la Isla de la Felicidad, donde están anclados todos los buques que nunca vuelven y la encontrará cuando llegue Mañana.

«Y cuando llegue Mañana», dijo Elizabeth, «tendré un millón de perros y cuarenta y cinco gatos. Se lo dije a la abuela cuando no quiso permitirme tener un gatito, señorita Shirley, y se enfadó y respondió: "No estoy acostumbrada a que me hablen de ese modo, señorita Impertinencia". Me enviaron a la cama sin cenar… pero no fue mi intención ser impertinente. Y no pude dormir, señorita Shirley, porque la "mujer" me dijo que había oído decir que una chica había muerto mientras dormía después de haber sido impertinente».

Cuando Elizabeth terminó la leche, se oyeron unos golpecitos fuertes en una ventana invisible detrás de los pinos. Pienso que nos habían estado observando todo el tiempo. Mi duendecito huyó; su cabecita dorada brilló por el oscuro pasadizo de pinos hasta que desapareció.

«Es una criatura fantasiosa», dijo Rebecca Dew cuando le conté mi aventura. (De verdad, Gilbert, tuvo algo de aventura, no sé por qué). Y agregó: «Un día me dijo: "¿Les tienes miedo a los leones, Rebecca Dew?". "Nunca vi uno, así que no podría decírtelo", respondí. "En Mañana habrá cantidad de leones", dijo ella, "pero serán leones bonitos y amistosos". "Chiquilla, te convertirás en un par de ojos si miras así", le dije. Miraba a través de mí, como si estuviera viendo algo en ese Mañana suyo. "Estoy pensando pensamientos profundos, Rebecca Dew", me dice. El problema de esa criatura es que no ríe lo suficiente».

Recordé que Elizabeth no había reído ni una vez durante nuestra charla. Me da la impresión de que no sabe. Esa casona es tan silenciosa, solitaria y carente de risas. Se la ve apagada y triste aun ahora, cuando el mundo es un alboroto de colores otoñales. La pequeña Elizabeth escucha demasiados susurros perdidos.

Creo que una de mis misiones en Summerside será la de enseñarle a reír.

Su más tierna y fiel amiga,

ANA SHIRLEY

Posdata: ¡Otra joya de la abuela de la tía Chatty!

3

Álamos Ventosos,

Calle del Fantasma,

Summerside

25 de octubre

Querido Gilbert:

¿Qué te parece? ¡Estuve cenando en Maplehurst!

La señorita Ellen en persona escribió la invitación. Rebecca Dew estaba entusiasmadísima… no creía que fueran a prestarme atención. Y estaba absolutamente segura de que no me habían invitado por amabilidad.

 

«¡Tienen algún motivo siniestro, no lo dudo!», exclamó.

Yo también pensaba algo parecido.

«No olvide ponerse lo mejor que tenga», me ordenó Rebecca Dew.

De modo que me puse el bonito vestido color crema con florecillas violetas, y me hice el nuevo peinado, con el mechón en la frente. Me sienta muy bien. Las damas de Maplehurst son decididamente encantadoras a su modo, Gilbert. Las adoraría, si me lo permitieran. Maplehurst es una mansión orgullosa y exclusiva que cierra su cortina de árboles y no entabla relación alguna con casas comunes. Tiene en el huerto una enorme figura de mujer, tallada en madera, proveniente del famoso navío del capitán Abraham, el Ve y Pregúntaselo; alrededor de los escalones del frente hay cascadas de abrótano, traído de Inglaterra hace más de cien años por el primer Pringle que emigró. Tienen otro antepasado que luchó en la batalla de Minden, y su espada cuelga en la pared de la salita, junto al retrato del capitán Abraham. El capitán Abraham era el padre de las ancianas, y es evidente que están muy orgullosas de él. Tienen elegantes espejos encima de las antiguas repisas negras de los hogares, una vitrina con flores de cera, cuadros de navíos antiguos, una corona tejida con cabellos de todos los Pringle conocidos, enormes caracolas y un edredón sobre la cama del dormitorio de huéspedes, con una labor de acolchado que forma abanicos diminutos.

Nos sentamos en la salita, en sillones Sheraton de caoba. Las paredes estaban cubiertas con un empapelado con rayas plateadas. Pesadas cortinas de brocado colgaban en las ventanas. Había mesas con tablero de mármol; sobre una de ellas se veía un hermoso modelo de un navío con casco rojo y velas blancas, el Ve y Pregúntaselo. Una enorme araña de cristal colgaba del techo. Había un espejo redondo con un reloj en el centro, traído por el capitán Abraham de «puertos lejanos». Era estupendo. Me gustaría algo así para nuestra casa de los sueños.

Hasta las sombras eran elocuentes y tradicionales. La señorita Ellen me mostró millones de fotografías de parientes Pringle; muchas eran daguerrotipos en estuches de cuero. Un gran gato con pelaje del color del caparazón de una tortuga entró y saltó sobre mis rodillas. De inmediato, lo echaron y la señorita Ellen lo llevo a la cocina, luego se disculpó conmigo. Pero creo que antes se había disculpado con el gato, en la cocina.

La señorita Ellen fue la que más habló. La señorita Sarah (una cosilla ínfima, triste, preciosa, suave, con vestido negro de seda, enagua almidonada, cabello blanco como la nieve y ojos negros como el vestido, manos delgadas y venosas apoyadas sobre las rodillas entre finos puños de encaje) parecía casi demasiado frágil para poder hablar. Y no obstante, me dio la impresión, Gilbert, de que todos los Pringle del clan, hasta la propia señorita Ellen, bailan al son de su gaita.

La cena estuvo deliciosa. El agua estaba helada, la mantelería era preciosa, los platos y la cristalería, elegantes. Nos sirvió una criada tan reservada y aristocrática como ellas. Pero la señorita Sarah fingía ser un poquito sorda cada vez que yo le hablaba, y yo tenía la sensación de que me atragantaría con cada bocado. El valor se me escurrió del cuerpo como agua. Me sentía como una pobre mosca atrapada en papel engomado. Gilbert, jamás podré conquistar a la Familia Real ni ganármela. Me veo renunciando en Año Nuevo. No tengo posibilidad alguna contra un clan como éste.

Pese a todo, no pude evitar sentir un dejo de compasión por las ancianas cuando eché una mirada a la casa. En un tiempo, la casa había vivido… había habido nacimientos, muertes, alegrías… sus habitantes habían conocido el sueño, la desesperación, el miedo, el gozo, la esperanza, el odio. Y ahora no tiene nada, salvo los recuerdos por los cuales ellas viven… y el orgullo que sienten por ellos.

La tía Chatty está muy afligida porque hoy, cuando desdobló sábanas limpias para mi cama, encontró una arruga con forma de diamante en el centro. Está segura de que anuncia una muerte en la casa. La tía Kate está disgustadísima con tanta superstición. Pero creo que a mí me gusta la gente supersticiosa. Le da color a la vida. ¿No sería aburrido el mundo, si todos fueran sabios, sensatos y buenos? ¿De qué hablaríamos?

Hace dos noches tuvimos una catástrofe. Dusty Miller pasó la noche afuera, a pesar de los enérgicos gritos de Rebecca en el jardín de atrás. Y cuando apareció por la mañana… ¡ay, qué aspecto! Un ojo estaba cerrado por completo y había una hinchazón grande como un huevo sobre su mandíbula. Tenía el pelo duro de barro y un mordisco en la pata. ¡Pero qué expresión triunfante y nada arrepentida se le veía en el ojo sano! Las viudas se horrorizaron, pero Rebecca Dew exclamó, jubilosa:

«"Ese gato" nunca había tenido una buena pelea en su vida. ¡Apuesto a que el otro gato quedó peor!».

Está entrando niebla desde el puerto, y difumina el camino rojo que la pequeña Elizabeth quiere explorar. En todos los jardines del pueblo se están quemando malezas y hojas y la combinación de humo y niebla convierte a la Calle del Fantasma en un sitio misterioso, fascinante, mágico. Se está haciendo tarde y mi cama me dice: «Tengo sueños para ti». Me he acostumbrado a trepar los escalones hasta la cama y bajarlos por la mañana. Ay, Gilbert, no le he contado esto a nadie, pero es demasiado gracioso para seguir manteniéndolo en secreto. La primera mañana en Álamos Ventosos olvidé los escalones y bajé de la cama con un alegre salto. Me vine abajo como una tonelada de ladrillos, como diría Rebecca Dew. Por suerte no me rompí ningún hueso, pero tuve magulladuras que me duraron una semana. La pequeña Elizabeth y yo ya somos buenas amigas. Viene todas las noches a buscar la leche porque la «mujer» está postrada por lo que Rebecca Dew llama «bronquitis». Siempre me la encuentro en el portón, esperándome, llenos de luz sus ojazos. Conversamos por encima del portón, que no ha sido abierto en años. Elizabeth bebe la leche lo más lentamente posible, para poder extender la charla. Siempre, cuando termina la última gota, se oyen los golpes en la ventana.

He descubierto que una de las cosas que sucederá Mañana es que recibirá una carta de su padre. Nunca ha recibido ninguna, hasta ahora. Me pregunto en qué puede estar pensando ese hombre.

«Señorita Shirley, lo que pasa es que no podía soportar verme», me contó. «Pero tal vez no le importe escribirme».

«¿Quién te dijo que no podía soportar verte?», quise saber, indignada.

«La "mujer"».

Siempre que Elizabeth dice la «mujer», la veo como una gran censuradora, llena de ángulos y puntas.

«Y debe de ser cierto, de lo contrario vendría a verme alguna vez». Era Beth esa noche… solamente cuando es Beth habla de su padre. Cuando es Betty hace muecas detrás de las espaldas de su abuela y de la «mujer»; pero cuando se convierte en Elsie, se arrepiente y piensa que debería confesarlo, pero tiene miedo. Muy raras veces es Elizabeth, y en esos momentos, tiene la expresión de alguien que oye música de las hadas y sabe qué se susurran las rosas y los tréboles. Es encantadora, Gilbert… sensible como una de las hojas de los álamos ventosos, y la adoro. Me enfurece saber que esas dos espantosas ancianas la hacen irse a dormir a oscuras.

«La "mujer" dijo que ya tenía edad para dormir sin luz. Pero me siento tan pequeña, señorita Shirley, porque la noche es tan grande y terrible. Y en mi cuarto hay un cuervo embalsamado que me da miedo. La "mujer" me dijo que me sacaría los ojos, si lloraba. No la creí, desde luego, señorita Shirley, pero igual tengo miedo. Todo susurra tanto de noche. Pero en Mañana no tendré miedo de nada… ¡ni siquiera de que me rapten!».

«Pero no hay peligro alguno de que te rapten, Elizabeth».

«La "mujer" dijo que sí, si iba a algún lado sola o hablaba con personas desconocidas. Pero usted no es una desconocida, ¿verdad, señorita Shirley?».

«No, tesoro. Nos conocemos desde siempre en Mañana», le dije.

4

Álamos Ventosos,

Calle del Fantasma,

Summerside

10 de noviembre

Queridísimo:

No había persona que más odiara en el mundo que aquella que me arruinaba la plumilla. Pero no puedo odiar a Rebecca Dew, a pesar de su costumbre de usar mi pluma para copiar recetas cuando estoy en la escuela. Lo ha estado haciendo de nuevo, y en consecuencia, esta vez no recibirás una carta de amor ni una carta muy larga. (Amor mío).

Los grillos han cantado su última canción. Las tardes son tan frías ahora, que tengo una pequeña, regordeta y ovalada estufa de leña en mi habitación. Rebecca Dew me la trajo… le perdono lo de la pluma por eso. No hay nada que esa mujer no pueda hacer; y siempre la tiene encendida cuando llego de la escuela. Es una estufa diminuta… podría levantarla en mis manos. Parece un avispado perrito negro sobre sus patitas arqueadas de hierro negro. Pero cuando la llenas con pequeños troncos de madera dura, florece en color rojo y arroja un delicioso calor. No imaginas lo acogedora que es. Estoy sentada delante de ella ahora, con los pies frente al fuego, escribiéndote con el papel sobre las rodillas.

Todo el resto de Summerside, más o menos, está en el baile ofrecido por la familia de Hardy Pringle. A mí no me invitaron. Y Rebecca Dew está tan furiosa al respecto, que no me gustaría ser Dusty Miller. Pero cuando pienso en la hija de Hardy, Myra, bella y carente de cerebro, tratando de demostrar en su hoja de examen que los ángulos de la base de un triángulo isósceles son iguales, perdono a todo el clan Pringle. ¡Y la semana pasada incluyó, con toda seriedad, al «árbol genealógico» en una lista de árboles! Pero para ser justa, no todos los horrores se originan en los Pringle. Blake Fenton definió hace poco a un caimán como «una especie de insecto grande». ¡Éstos son ejemplos de los momentos de mayor emoción en la vida de una maestra!

Esta noche tengo la sensación de que nevará. Me gustan las noches así. El viento sopla «en torres y árboles» y mi habitación me resulta todavía más acogedora. La última hoja dorada caerá de los álamos esta noche.

Creo que a esta altura, ya he sido invitada a cenar a todas partes… me refiero a las casas de mis alumnos, tanto en la ciudad como en el campo. ¡Ay, Gilbert, querido, estoy harta de melocotón en almíbar! Nunca, nunca tengamos un frasco de melocotón en almíbar en nuestra casa de los sueños. En casi todas las casas donde he ido a cenar en este último mes, he comido M. en A. La primera vez me encantó, estaba tan dorado, que me parecía estar comiendo sol en almíbar, e inocentemente canté sus loas. Corrió la voz de que el M. en A. me gustaba mucho y comenzaron a servirlo especialmente en mi honor. Anoche estaba invitada a cenar en casa del señor Hamilton, y Rebecca Dew me aseguró que allí no habría M. en A. porque a ninguno de los Hamilton les gustaba. Pero cuando me senté a cenar, allí, en el aparador, estaba el inevitable frasco de cristal con M. en A.

«No tenía melocotón en almíbar en casa», explicó la señora Hamilton, mientras me servía una generosa porción, «pero me enteré de que a usted le gustaba muchísimo, de modo que cuando fui a ver a mi prima en Lowvale, el domingo pasado, le dije: "Viene la señorita Shirley a cenar esta semana y le gusta muchísimo el melocotón en almíbar. ¿Podrías darme un frasco para ella? Y me lo dio, aquí está, y puede llevarse a su casa lo que queda».

¡Deberías haber visto la cara de Rebecca Dew cuando llegué a casa con un frasco casi lleno de M. en A.! A nadie le gusta aquí, así que, en la oscuridad de la noche, lo enterramos en el jardín.

«¿No pondrá esto en una historia, verdad?», me preguntó Rebecca Dew, nerviosa.

Desde que descubrió que de tanto en tanto escribo algo de ficción para las revistas, vive con el temor (o la esperanza, no sé) de que volcaré en una historia todo lo que sucede en Álamos Ventosos. Quiere que «escriba sobre los Pringle y los aniquile». Pero, ay, son los Pringle los que me aniquilan, y entre ellos y mi trabajo en la escuela, es poco el tiempo que tengo para escribir ficción.

Sólo quedan hojas marchitas y tallos escarchados en el jardín, ahora. Rebecca Dew ha protegido los rosales con paja y bolsas de papas, y a la luz del crepúsculo, parecen un grupo de ancianos encorvados apoyados sobre bastones.

Recibí hoy una postal de Davy con diez besos representados por cruces, y una carta de Priscilla, escrita sobre un papel que le envió «un amigo desde Japón». El papel es sedoso, fino, con flores de cerezo, etéreas como fantasmas. Comienzo a sospechar de ese amigo. Pero tu carta fue el regalo del día. La leí cuatro veces para gozar mejor de su sabor… ¡como un perro relamiendo el plato! Ésa sí que no es una comparación romántica, pero es la primera que se me ha ocurrido. De todos modos, las cartas, aun las mejores, no me satisfacen. Quiero verte a ti. Me alegro de que falten solamente cinco semanas para las vacaciones de Navidad.

 

5

Ana, sentada ante la ventana de la torre un atardecer de fines de noviembre, con la pluma en la boca y sueños en los ojos, contemplaba el mundo en penumbra. De pronto, sintió deseos de dar un paseo hasta el viejo cementerio. Todavía no lo había visitado, pues prefería el bosquecillo de abedules y arces o el camino hacia el puerto para sus paseos de la tarde. Pero en noviembre hay un tiempo, después de que se han caído las hojas, en el que sentía que era casi indecente meterse en el bosque… pues éste había perdido su gloria terrenal, y la gloria celestial de espíritu, pureza y blancura todavía no había caído sobre él. De manera que Ana se encaminó al cementerio. Su estado de ánimo era tan pesimista y carente de esperanzas, que pensó que un cementerio le resultaría agradable, en comparación. Además, estaba lleno de Pringle, según había dicho Rebecca Dew. Se habían hecho enterrar allí durante generaciones, prefiriéndolo al nuevo cementerio hasta «que ya no podían apretujarse más». A Ana le pareció que sería decididamente alentador ver cuántos Pringle había allí, donde ya no podían fastidiar a nadie.

Con respecto a los Pringle, Ana sentía que ya habían llegado al límite de lo tolerable. La situación se parecía cada vez a una pesadilla. La sutil campaña de insubordinación e irrespetuosidad organizada por Jen Pringle había acabado por explotar. Un día de la semana anterior, Ana había pedido a sus alumnos que escribieran una composición sobre «El acontecimiento más importante de la semana». Jen Pringle había escrito un texto brillante, la chiquilla era inteligente, sin ninguna duda, y había insertado en él una mordaz ofensa a su maestra, tan evidente, que era imposible pasarla por alto. Ana la envió a su casa y le dijo que tendría que disculparse antes de poder regresar. Ahora sí que quedaba declarada la guerra entre ella y los Pringle. Y la pobre Ana no dudaba sobre qué estandarte se posaría la victoria. La junta escolar apoyaría a los Pringle, y a ella le harían elegir entre dejar volver a Jen o presentar su renuncia. Sentía mucha amargura. Había dado lo mejor de sí y sabía que podría haber logrado un buen resultado, si hubiera tenido, por lo menos, la posibilidad de luchar.

«No es mi culpa», pensó con tristeza. «¿Quién podría tener éxito contra semejante falange y semejantes tácticas?».

¡Pero volver a Tejas Verdes derrotada! ¡Soportar la indignación de la señora Lynde y el júbilo de los Pye! Aun la compasión de los amigos resultaría angustiosa. Y con el fracaso de Summerside en su haber, nunca podría conseguir otro cargo en una escuela.

Pero al menos no se habían salido con la suya en el asunto de la obra de teatro. Ana rio con algo de malicia y los ojos se le llenaron de gozo travieso al recordarlo.

Había organizado un Club de Arte Dramático en la escuela secundaria y lo había dirigido en una obra montada rápidamente para conseguir fondos para uno de sus planes: comprar buenos grabados para las aulas. Se había obligado a pedirle ayuda a Katherine Brooke, puesto que ésta siempre parecía dejada de lado. Lo lamentó muchas veces, ya que Katherine se mostró más áspera y sarcástica que nunca. Casi no dejaba pasar un ensayo sin hacer algún comentario corrosivo y arqueaba las cejas sin cesar. Lo peor fue que Katherine insistió en darle el papel de María, Reina de Escocia, a Jen Pringle.

—No hay nadie más en la escuela que pueda representarlo —decretó Katherine con impaciencia—. Nadie tiene la personalidad necesaria.

Ana no estaba tan segura. Le parecía que Sophy Sinclair, que era alta, de ojos color avellana y hermoso pelo castaño rojizo, sería una mejor María que Jen. Pero Sophy ni siquiera era miembro del club y jamás había tomado parte en una obra.

—No queremos novatas en esto. No voy a mezclarme con nada que no sea un éxito —había dicho Katherine malhumorada y Ana había cedido.

No se podía negar que Jen era muy buena para el papel. Tenía talento natural para la actuación y aparentemente se esmeraba mucho. Ensayaban cuatro tardes por semana, y aparentemente, todo iba bien. Jen parecía tan interesada en su papel, que su conducta era adecuada en todo lo referente a la obra. Ana no se metía con ella, si no que la dejaba en manos de Katherine. De tanto en tanto, le parecía ver una expresión furtiva de triunfo en el rostro de Jen, y eso la desconcertaba. No podía adivinar qué significaba.

Una tarde, poco después del comienzo del ensayo, Ana encontró a Sophy Sinclair llorando en un rincón del guardarropa de las niñas. Al principio, Sophy parpadeó con fuerza y negó que estuviera llorando, pero luego el llanto la venció.

—Yo… tenía tantos deseos de actuar… de ser la reina María —sollozó—. No he tenido ninguna oportunidad. Papá no me dejó unirme al club porque había que pagar y en casa cuenta cada centavo… Y no tengo experiencia. Es que… siempre me encantó la reina María… solamente su nombre me estremece hasta los huesos. No creo… jamás creeré que haya tenido algo que ver con el asesinato de Darnley. ¡Hubiera sido hermoso imaginarme que era ella por un rato!

Más tarde, Ana llegó a la conclusión de que fue su ángel guardián el que le sopló la respuesta.

—Te escribiré una copia del papel, Sophy, y te enseñaré a representarlo. Será un buen entrenamiento para ti. Y puesto que planeamos representar la obra en otros lugares, si todo va bien aquí, no nos vendrá mal tener una suplente, por si Jen no puede ir siempre. Pero no le contaremos nada a nadie.

Sophy memorizó el papel para el día siguiente. Todas las tardes, volvía a Álamos Ventosos con Ana después de clase y ensayaba en la torre. Se divertían mucho juntas, pues Sophy poseía una serena vivacidad. La obra se representaría el último viernes de noviembre; se hizo mucha propaganda y las localidades numeradas se vendieron en su totalidad. Ana y Katherine pasaron dos noches decorando el salón, se contrató a una banda y una conocida soprano vendría de Charlottetown para cantar en los entreactos. El ensayo general fue un éxito. Jen estuvo soberbia y el resto del elenco también se lució. El viernes por la mañana, Jen no fue a la escuela; por la tarde, su madre envió una nota para informar que Jen estaba enferma de la garganta; temían que fuera amigdalitis. Todos lo lamentaban mucho, pero de ninguna manera podría tomar parte en la obra esa noche.

Katherine y Ana se miraron; por una vez, el horror compartido las unía.

—Tendremos que aplazarlo —dijo Katherine—. Y eso es sinónimo de fracaso. En diciembre hay tantas cosas… Bien, desde el principio me pareció una tontería querer representar una obra en esta época del año.

—No vamos a aplazarlo —afirmó Ana, con los ojos de un verde más intenso que los de la propia Jen.

No se lo iba a comentar a Katherine Brooke, pero tenía la certeza absoluta de que Jen Pringle corría tan poco peligro de tener amigdalitis como ella. Estuvieran los Pringle al tanto o no, se trataba de una treta para arruinar la obra porque ella, Ana Shirley, la había patrocinado.

—¡Bueno, si lo dice de ese modo…! —se quejó Katherine, encogiéndose de hombros—. ¿Pero qué piensa hacer? ¿Buscar a alguien para que estudie el papel? Sería un desastre… María es toda la obra.