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100 Clásicos de la Literatura

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Hace solamente medio día que estoy aquí, pero siento como si hubiera conocido a las viudas y a Rebecca Dew toda la vida. Ya me han pedido que las llame «tía», y yo les he pedido que me llamen Ana. A Rebecca Dew la llamé «señorita Dew» una sola vez.

«¿Señorita, qué?», exclamó.

«Dew», repetí, sumisa—. «¿No se llama así?».

«Bueno, sí, pero no me han llamado señorita Dew en tanto tiempo que me pegué un buen susto. Será mejor que no lo vuelva a hacer, señorita Shirley, pues no estoy acostumbrada».

«Lo recordaré, Rebecca… Dew», respondí. Traté de no incluir el Dew, pero no lo logré, por supuesto.

La señora Braddock tenía razón al decir que la tía Chatty era sensible. Lo descubrí a la hora de la cena. La tía Kate había dicho algo acerca del «cumpleaños número sesenta y seis de Chatty». Por casualidad, miré a Chatty y vi que… bueno, no había estallado en llanto (ésa sería una expresión demasiado fuerte para su actitud). Sencillamente se desbordó. Las lágrimas se le formaron en los grandes ojos oscuros y cayeron sin esfuerzo y en silencio.

«¿Y ahora qué pasa, Chatty?», preguntó la tía Kate, con un dejo de aspereza.

«Es… es que sólo cumplí sesenta y cinco», respondió la tía Chatty.

«Perdóname, Charlotte», se disculpó la tía Kate… y el sol volvió a salir.

El gato es un precioso animal con ojos dorados, un elegante pelaje maltés e irreprochable linaje. Las tías Kate y Chatty lo llaman Dusty Miller, puesto que ése es su nombre, y Rebecca Dew lo llama «ese gato» porque le tiene encono y no le gusta tener que darle cinco centímetros cuadrados de hígado todas las mañanas y todas las noches, ni quitar los pelos del sillón de la salita con un viejo cepillo cada vez que él se sube allí, ni ir a buscarlo por las noches, cuando el gato se va de juerga.

«A Rebecca Dew nunca le gustaron los gatos», me contó la tía Chatty, «y detesta a Dusty. El perro de la vieja señora Campbell, tenía un perro en aquel entonces lo trajo en la boca, hace dos años. Supongo que pensó que no tenía sentido llevárselo a la señora Campbell. Pobre gatito, estaba mojado y muerto de frío, con los huesecillos asomándole por debajo de la piel. Ni un corazón de piedra le hubiera negado un refugio. Así que Kate y yo lo adoptamos, pero Rebecca Dew nunca nos lo perdonó. No estuvimos nada diplomáticas aquella vez. Tendríamos que habernos negado de inmediato a alojarlo. No sé si has notado…», agregó la tía Chatty, y echó una mirada cautelosa en dirección a la puerta que separaba el comedor de la cocina, «la forma en que manejamos a Rebecca Dew».

Yo sí la había notado, y era algo digno de verse. Summerside y Rebecca Dew pueden creer que ella tiene la sartén por el mango, pero las viudas saben cuál es la verdad.

«No queríamos tomar al banquero. Un hombre joven hubiera sido muy complicado; y habríamos tenido que preocuparnos si no iba a la iglesia con regularidad. Pero fingimos que sí queríamos y Rebecca Dew se negó a oír hablar del asunto. Me alegra tanto tenerte, querida. Estoy segura de que será un placer cocinar para ti. Espero que todas nosotras te caigamos bien. Rebecca Dew tiene muy buenas cualidades. No era tan limpia como ahora cuando llegó, hace quince años. Una vez Kate tuvo que escribir su nombre "Rebecca Dew" en el espejo de la sala para que ella viera que había polvo. Pero nunca tuvo que volver a hacerlo. Rebecca Dew sabe captar las insinuaciones. Espero que tu habitación te resulte cómoda, querida. Puedes abrir la ventana por las noches. Kate no aprueba el aire nocturno, pero comprende que los pensionistas deben tener privilegios. Ella y yo dormimos juntas y nos hemos puesto de acuerdo en que una noche dejamos la ventana cerrada, por ella, y a la noche siguiente, la abrimos, por mí. Siempre se pueden arreglar los problemas de ese tipo, ¿no crees? Si hay buena voluntad, siempre se encuentran soluciones. No te asustes si oyes a Rebecca recorriendo la casa de noche. Oye ruidos todo el tiempo y se levanta a investigar. Creo que por eso no quería que alojáramos al banquero. Tenía miedo de toparse con él en camisón. Espero que no te moleste que la tía Kate hable tan poco. Es su forma de ser. Y eso que debe de tener muchas cosas para contar; anduvo por todo el mundo en su juventud, con Amasa MacComber. Ojalá yo tuviera tantos temas de conversación como ella, pero jamás salí de la isla Príncipe Eduardo. Muchas veces me he preguntado por qué habrá sido así. A mí me gusta hablar y no tengo nada para contar, y a ella no le gusta abrir la boca y podría hablar de cualquier cosa. Pero supongo que la Providencia sabe qué es lo mejor».

Si bien la tía Chatty es conversadora, de eso no hay duda, no dijo todo esto sin parar. Interpuse comentarios adecuados en los momentos debidos, pero eran cosas sin importancia.

Tienen una vaca que pasta en la propiedad del señor James Hamilton, un poco más arriba, y Rebecca Dew va hasta allí a ordeñarla. Hay cantidad de crema y tengo entendido que todas las mañanas y todas las tardes, Rebecca Dew le pasa un vaso de leche fresca por la abertura del portón a la «mujer» de la señora Campbell. Es para «la pequeña Elizabeth», que debe beberla por orden del médico. Quiénes son la «mujer» y «la pequeña Elizabeth» son cosas que todavía me quedan por descubrir. La señora Campbell es la ocupante y propietaria de la fortaleza de al lado que se llama «Siempreverde».

Creo que no dormiré esta noche; nunca duermo la primera noche en una cama desconocida, y ésta es la cama más rara que he visto en mi vida. Pero no me importará. Siempre me encantó la noche y no me importará quedarme tendida despierta, pensando en todo lo pasado, presente y futuro. Sobre todo en el futuro.

Ésta es una carta despiadada, Gilbert. No volveré a castigarte con una tan larga. Pero quería contarte todo, para que pudieras imaginar mi nuevo ambiente. Llega a su fin, ahora, pues lejos, más allá del puerto, la luna «se hunde en el reino de las sombras». Todavía me falta escribirle una carta a Marilla. La carta llegará a Tejas Verdes pasado mañana, y Davy la llevará a la casa desde el correo, y Dora y él se apretujarán alrededor de Marilla mientras ella la abre, y la señora Lynde abrirá las orejas… ¡Ayyyyyy! Esto me ha hecho sentir nostalgia. Buenas noches, mi amor, te desea alguien que es y será siempre, tuya, con todo cariño,

Ana Shirley

2

(Extractos de varias cartas de la misma remitente al mismo destinatario).

26 de septiembre

¿Sabes adónde voy a leer tus cartas? Al otro lado de la calle, al bosquecillo. Hay una hondonada donde el sol motea los helechos. Un arroyo la cruza; hay un tronco mohoso y retorcido sobre el cual me siento y una preciosa hilera de jóvenes abedules. De ahora en adelante cuando tenga un sueño especial… un sueño verde y dorado, surcado de rojo… un sueño de sueños… imaginaré que provino de mi hondonada secreta de abedules y que nació de una mística unión entre el abedul más esbelto y ligero y el arroyo susurrante. Me encanta sentarme allí y escuchar el silencio del bosque. ¿Has notado cuántos silencios diferentes existen, Gilbert? El silencio de los bosques… el de la costa… el de las praderas… el de la noche… el de las tardes de verano. Todos distintos, porque los tonos que subyacen en ellos son también diferentes. Estoy segura de que si fuera completamente ciega e insensible al calor y al frío, podría notar fácilmente dónde estaría, por la calidad del silencio que me rodea.

Hace dos semanas que empezaron las clases y tengo todo bastante bien organizado en la escuela. Pero la señora Braddock tenía razón: mi problema son los Pringle. Y todavía no veo bien cómo lo voy a resolver, a pesar de mis tréboles de la suerte. Como dice la señora Braddock, son suaves como la seda… e igual de resbaladizos.

Los Pringle son una especie de clan en el que todos se controlan mutuamente y se pelean, pero frente a un extraño, hacen frente hombro con hombro. He llegado a la conclusión de que hay solamente dos clases de personas en Summerside: los que son Pringle y los que no lo son. Mi aula está llena de Pringles, y muchos otros alumnos que tienen otros apellidos son de sangre Pringle, también. La jefa del grupo parece ser Jen Pringle, una chicuela de ojos verdes que es igual a lo que debe de haber sido Becky Sharp a los catorce años. Creo que está organizando una sutil campaña de insubordinación e irrespetuosidad con la que no me va a ser fácil lidiar. Tiene facilidad para hacer muecas irresistiblemente cómicas y cuando oigo risas ahogadas detrás de mis espaldas en la clase, sé perfectamente qué las ha provocado, pero hasta ahora, no he podido atraparla en el instante justo. Pero tiene cerebro, también, ¡la muy perversa! Escribe composiciones que son primas cuartas de la literatura, y es brillante en matemáticas… ¡por desgracia para mí! Todo lo que dice o hace tiene una cierta chispa y posee un sentido del humor que sería un lazo de unión entre las dos si no hubiera comenzado por odiarme. Tal como están las cosas, temo que pasará mucho tiempo antes de que Jen y yo podamos reír juntas de alguna cosa.

Myra Pringle, la prima de Jen, es la belleza de la escuela… y al parecer, carece de cerebro. Dice algunas burradas divertidas, no obstante, como cuando hoy, en la clase de historia, dijo que los indígenas creían que Champlain y sus hombres eran dioses o «alguna cosa inhumana». Socialmente, los Pringle son lo que Rebecca Dew llama «la elite» de Summerside. Ya he sido invitada a cenar a dos hogares Pringle… porque invitar a una maestra nueva a cenar es lo que se debe hacer y los Pringle no van a omitir los gestos requeridos. Anoche fui a casa de James Pringle, el padre de Jen. Tiene aspecto de profesor universitario, pero en realidad es estúpido e ignorante. Habló mucho sobre la «disciplina», golpeando el mantel con un dedo cuya uña no estaba impecable, y masacrando la gramática de vez en cuando. La Escuela Secundaria de Summerside siempre había requerido una mano firme… un docente experimentado y, a ser posible, varón. Temía que yo fuera un poco demasiado joven: «un defecto que el tiempo remediará con prontitud», dijo con pesar. Yo no respondí, porque si hubiera dicho algo, quizás hubiese dicho demasiado. De manera que me mostré tan suave y sedosa como cualquier Pringle, y me conformé con mirarlo con candidez y pensar para mis adentros: «¡Viejo cascarrabias lleno de prejuicios!».

 

Jen debe de haber heredado la inteligencia de la madre, que me cayó bien. Jen, en presencia de los padres, fue un modelo de decoro. Pero si bien sus palabras eran corteses, el tono era insolente. Cada vez que decía «señorita Shirley», lograba que pareciese un insulto. Y cada vez que me miraba el pelo, yo sentía que era color zanahoria. Ningún Pringle, estoy segura, admitiría jamás que es castaño rojizo.

Me gustó más la familia de Morton Pringle, a pesar de que Morton Pringle nunca escucha nada de lo que dices. Te dice algo y luego, mientras le contestas, ya está pensando en el siguiente comentario.

La señora de Stephen Pringle, la viuda Pringle (en Summerside abundan las viudas), me escribió una carta ayer; una carta amable, cortés y venenosa. Millie tiene demasiados deberes; Millie es una criatura delicada que no debe cansarse. El señor Bell nunca le daba deberes. Es una chica sensible a la que hay que comprender. ¡El señor Bell la comprendía tan bien! La señora Pringle no duda de que yo también lo haré, ¡si me esmero!

Estoy segura de que la señora de Stephen Pringle piensa que yo hice sangrar la nariz de Adam Pringle hoy en clase, razón por la cual el niño tuvo que volverse a su casa. Y anoche me desperté y no pude volver a dormirme porque recordé que no le había puesto el punto a la i de una palabra que escribí en el pizarrón. Seguro que Jen Pringle lo notó y un susurro recorrerá todo el clan.

Rebecca Dew dice que todos los Pringle me invitarán a cenar (menos las ancianas de Maplehurst) y luego me ignorarán para siempre. Como ellos son «la elite», esto puede significar que quede socialmente excluida en Summerside. Bien, veremos. La batalla no ha sido ganada ni perdida. No obstante, todo el asunto me da un poco de tristeza. No se puede razonar con los prejuicios. Sigo siendo igual que cuando era niña; no soporto que la gente no me quiera. No es agradable pensar que los familiares de la mitad de mis alumnos me odian. Y por algo que no es culpa mía. Lo que me duele es la injusticia. ¡Ahí van unas negritas! Pero unas cuantas palabras en negrita alivian los sentimientos.

Aparte de los Pringle, me gustan mis alumnos. Algunos son inteligentes, ambiciosos y trabajadores, y realmente están interesados en aprender. Lewis Allen paga su hospedaje haciendo las tareas domésticas de la pensión donde se aloja, y no se avergüenza de ello. Y Sophy Sinclair cabalga a pelo la vieja yegua de su padre, todos los días, diez kilómetros de ida y diez de vuelta. ¡Ahí tienes una chica tenaz! Si puedo ayudar a alguien como ella, ¿qué importancia pueden tener los Pringle?

El problema es que si no puedo ganarme a los Pringle, no tendré muchas posibilidades de ayudar a nadie.

Pero me encanta Álamos Ventosos. No es una pensión… ¡es un hogar! Y les caigo bien a todos… hasta a Dusty Miller, aunque a veces me censura y lo demuestra sentándose deliberadamente de espaldas a mí y dirigiéndome una ocasional mirada por encima del hombro para ver cómo lo estoy tomando. No lo acaricio mucho cuando Rebecca Dew está cerca, porque realmente le fastidia. De día es un animal tranquilo, hogareño, meditabundo… pero es decididamente una criatura extraña de noche. Rebecca opina que se debe a que nunca se le permite quedarse fuera una vez que ha oscurecido. Ella detesta salir al jardín a llamarlo. Dice que los vecinos se reirán de ella. Lo llama en tonos tan feroces y estentóreos, que en verdad deben de oírla por toda la ciudad en las noches serenas cuando grita: «Michi», «Michi». ¡Michi!… A las viudas les daría un berrinche si Dusty no estuviera dentro cuando se van a dormir.

«Nadie sabe lo que he pasado por culpa de "ese gato"… nadie», me ha asegurado Rebecca.

Con las viudas no voy a tener problemas. Cada día las quiero más. La tía Kate no aprueba la lectura de novelas, pero me ha informado que no tiene intención de censurar mi material de lectura. A la tía Chatty le encantan las novelas. Tiene un «escondite» donde las guarda (las trae de contrabando de la biblioteca pública) junto con un mazo de naipes para hacer solitarios y cualquier otra cosa que no desea que Kate vea. El escondite está en el asiento de una silla, que sólo ella sabe que no es meramente un asiento. Ha compartido el secreto conmigo porque sospecho que quiere que la ayude con el mencionado contrabando. En realidad, no tendría que haber necesidad de escondites en Álamos Ventosos, pues jamás vi una casa con tantos armarios misteriosos. Aunque desde luego, Rebecca Dew no les permite ser misteriosos. Siempre está vaciándolos. «Una casa no se limpia sola», replica cuando alguna de las viudas protesta. Estoy segura de que no se andaría con rodeos si encontrara novelas o un mazo de naipes. Ambas cosas son un horror para su alma ortodoxa. Opina que los naipes son los libros del demonio, y las novelas, algo peor todavía. Lo único que lee Rebecca Dew, aparte de su Biblia, son las columnas sociales del Guardián de Montreal. Adora enterarse de lo referente a muebles, casas y actividades de los millonarios.

«Imagine lo que será remojarse en una bañera de oro, señorita Shirley», me comentó una vez, con melancolía.

Pero en realidad es un encanto. Hizo aparecer de algún lado un sillón cómodo tapizado en brocado descolorido, que se amolda justo a mi cuerpo, y dijo:

«Este es su sillón. Se lo guardaremos».

Y no deja que Dusty Miller duerma allí, por temor a que queden pelos en la falda que uso para la escuela, y que los Pringle tengan algo de qué hablar. Las tres están muy interesadas en mi anillo de perlas… y en lo que significa. La tía Kate me enseñó su anillo de compromiso (no lo puede usar porque le queda pequeño), con turquesas engarzadas. Pero la pobre tía Chatty me confesó con lágrimas en los ojos que nunca tuvo anillo de compromiso… su marido lo consideraba «un gasto innecesario». Ella estaba en mi habitación en aquel momento, humedeciéndose la cara con suero de leche. Lo hace todas las noches para protegerse el cutis, y me ha hecho jurar que guardaré el secreto, pues no quiere que se entere la tía Kate.

«Pensaría que es vanidoso y absurdo para una mujer de mi edad. Y estoy segura de que Rebecca Dew piensa que ninguna mujer cristiana debería tratar de ser hermosa. Solía bajar a la cocina a hacerlo, una vez que Kate se había dormido, pero siempre tenía miedo de que también bajara Rebecca Dew. Tiene oídos de gato incluso cuando duerme. Si pudiera subir aquí a hacerlo todas las noches… ¿Sí? Gracias, querida».

Hice algunas averiguaciones acerca de nuestras vecinas de Siempreverde. La señora Campbell (¡que era una Pringle!) tiene ochenta años. No la he visto, pero tengo entendido que es una anciana muy severa. Tiene una criada, Martha Monkman, casi tan anciana y severa como ella, a quien todos se refieren como «la mujer de la señora Campbell». Y la bisnieta, la pequeña Elizabeth Grayson, vive con ella. Elizabeth (a quien jamás he visto en los quince días que llevo aquí) tiene ocho años y va a la escuela pública «por atrás», un atajo por los jardines, de modo que nunca me la encuentro, ni a la ida ni a la vuelta. Su madre, que ha muerto, era nieta de la señora Campbell, que también la crio, pues sus padres habían muerto. Se casó con un tal Pierce Grayson, un yanqui, como diría la señora Lynde. Ella murió al nacer Elizabeth y como Pierce Grayson tuvo que partir de inmediato de América para hacerse cargo de una rama de su empresa en París, enviaron a la niña a casa de la anciana señora Campbell. Según dicen, él no podía soportar ver a la niña, pues le había costado la vida a la madre, y nunca le ha prestado atención. Por supuesto, éstos pueden ser solamente chismes; la señora Campbell y la «mujer» jamás hablan de él.

Rebecca Dew opina que son demasiado severas con la pequeña Elizabeth, que no lo pasa demasiado bien con ellas.

«No es como las otras niñas; es demasiado madura para sus ocho años. ¡Dice cada cosa, a veces! "Rebecca", me dijo un día, "supón que justo cuando estás a punto de meterte en la cama sientes que te muerden el tobillo". Con razón tiene miedo de irse a dormir en la oscuridad. Y la obligan a hacerlo. La señora Campbell dice que no habrá cobardes en su casa. La vigilan como dos gatos a un ratón y se pasan el día dándole órdenes. Si hace el menor ruidito, les da un ataque. Chsss, Chsss, están todo el día. Le aseguro que con tanto "chsss, chsss" la van a matar, pobre chica. ¿Y qué se puede hacer al respecto? ¿Qué, realmente?».

Me gustaría verla. Me resulta un poco patética. La tía Kate dice que está bien cuidada desde el punto de vista físico. Lo que dijo realmente la tía Kate fue: «La alimentan y la visten bien», pero una criatura no puede vivir sólo de pan. Nunca olvido lo que fue mi propia vida antes de mi llegada a Tejas Verdes.

El viernes que viene voy a Avonlea, a pasar dos días maravillosos. El único inconveniente es que todos los que vea me preguntarán si me gusta enseñar en Summerside.

Pero piensa en Tejas Verdes ahora, Gilbert… el Lago de las Aguas Refulgentes cubierto por una manta de bruma azul… los arces del otro lado del arroyo comenzando a ponerse rojos… los helechos dorados en el Bosque Encantado… y las sombras del atardecer en la Senda de los Enamorados, ese lugar adorable. Descubro en mi corazón que desearía estar allí ahora con… con… ¿adivinas con quién? ¿Sabes, Gilbert, que hay momentos en que sospecho que te amo?

Álamos Ventosos,

Calle del Fantasma,

Summerside

10 de octubre.

Honrado y respetado señor:

Así comenzaba una carta de amor de la abuela de la tía Chatty. ¿No es delicioso? ¡Qué sensación de superioridad debía de darle al abuelo! ¿No lo preferirías a «Queridísimo Gilbert, etcétera»? Pero pensándolo bien, me alegro de que no seas el abuelo… ¡ni un abuelo!

Es maravilloso pensar que somos jóvenes y tenemos toda la vida por delante… juntos… ¿no?

(Se omiten varias páginas, pues la pluma de Ana evidentemente no era ni puntiaguda, ni roma, ni estaba oxidada).

Estoy sentada en el asiento de debajo de la ventana de la torre, contemplando los árboles que se agitan contra un cielo color ámbar, y más allá, el puerto. Anoche di un hermoso paseo conmigo misma. Realmente tenía que ir a alguna parte, pues el ambiente estaba un poco sombrío en Álamos Ventosos. La tía Chatty lloraba en la sala porque sus sentimientos habían sido heridos, la tía Kate lloraba en su dormitorio porque era el aniversario de la muerte del capitán Amasa y Rebecca Dew lloraba en la cocina por algún motivo que no pude descubrir. Jamás la había visto llorar antes. Pero cuando traté, con mucho tacto, de averiguar qué pasaba, quiso saber si una persona no podía echarse a llorar cuando tenía deseos de hacerlo. De manera que desmonte la tienda y abandoné el campamento, y la dejé con su llanto.

Salí y me encaminé hacia el puerto. Había un delicioso aroma a octubre en el aire, mezclado con el olor de los campos recién arados. Anduve y anduve hasta que el atardecer se convirtió en una noche otoñal iluminada por la luna. Estaba sola pero no me sentía sola. Mantuve una serie de conversaciones imaginarias con camaradas imaginarlos y pensé tantos epigramas, que me sorprendí a mí misma. No pude evitar divertirme a pesar de mis preocupaciones por los Pringle.

El espíritu me mueve a proferir gemidos con respecto a los Pringle. Odio admitirlo, pero las cosas no van demasiado bien en la Secundaria de Summerside. No hay duda de que se ha organizado una maquinación en contra de mí.

Para empezar, ninguno de los Pringle ni de los medio Pringle hace jamás los deberes. Y es en vano apelar a los padres. Se muestran suaves, amables y evasivos. Sé que todos los alumnos que no son Pringle me aprecian, pero el virus Pringle de desobediencia está minando la moral de toda la clase. Una mañana encontré el escritorio patas arriba y con todo fuera. Nadie sabía quién lo había hecho, por supuesto. Y nadie pudo ni quiso decir quién, otro día, dejó sobre el mismo escritorio una caja de la cual salió una serpiente artificial cuando la abrí. Pero todos los Pringle de la escuela soltaron una carcajada al ver mi expresión. Supongo que puse cara de susto.

 

Jen Pringle llega tarde a la escuela la mitad de las veces, siempre con alguna excusa a prueba de balas, pronunciada con tono cortés y sonrisita insolente. Pasa notas en clase, bajo mis narices. Hoy, al ponerme el abrigo, encontré una cebolla pelada en el bolsillo. Me encantaría encerrar a esa chica a pan y agua hasta que aprendiera a comportarse.

Lo peor, hasta la fecha, fue mi caricatura, que encontré una mañana en la pizarra hecha con tiza blanca y con pelo carmesí. Todos negaron haberla hecho, pero yo sabía que Jen era la única alumna del aula que sabía dibujar tan bien. Mi nariz (que como sabrás, siempre ha sido mi único orgullo) estaba curvada hacia abajo, y mi boca era la de una solterona avinagrada que había estado enseñando en una escuela llena de niños Pringle durante treinta años. Pero era yo. Esa noche me desperté a las tres de la madrugada retorciéndome ante el recuerdo. ¿No es curioso que todas las cosas por las que nos retorcemos de noche casi nunca son malas? Sólo son humillantes. Hacen correr todo tipo de rumores. Se me acusa de ponerle mala nota al examen de Hattie Pringle nada más que porque es una Pringle. Se dice que «me río cuando los chicos se equivocan». (Bueno, me reí cuando Fred Pringle definió a un centurión como «un hombre que había vivido cien años». No pude evitarlo).

James Pringle va diciendo por ahí que «no hay disciplina en el colegio, ninguna disciplina». Y circula un informe acerca de que soy una «huérfana abandonada».

Comienzo a toparme con el antagonismo Pringle en otras partes. Tanto en la vida social como en la educativa, Summerside parece estar bajo el dominio de los Pringle. Con razón los llaman «la Familia Real». No fui invitada al paseo organizado por Alice Pringle el viernes pasado. Y cuando la señora de Frank Pringle organizó un té para colaborar con un proyecto de la iglesia (Rebecca Dew me informó que las damas van a «construir» la nueva torre), fui la única chica de la iglesia presbiteriana que no fue invitada a ocupar una mesa. Tengo entendido que la esposa del ministro, que es nueva en Summerside, sugirió que me pidieran que cantara en el coro, y se le informó que todos los Pringle desertarían, si lo hacía. Eso dejaría un grupo tan magro, que el coro no podría seguir funcionando.

Por supuesto, no soy la única que tiene problemas con los alumnos. Cuando los otros maestros me envían a los suyos para que los «castigue» (¡cómo odio esa palabra!), la mitad son Pringle. Pero nunca hay quejas sobre ellos.

Hace dos días, retuve a Jen después de clase para que completara un trabajo que había dejado sin hacer. Diez minutos más tarde, el carruaje de Maplehurst se detuvo delante de la escuela y la señorita Ellen apareció en la puerta: una anciana elegantemente vestida, perfumada, sonriente, con guantes de encaje negro y una delgada nariz aguileña. Parecía recién salida de una caja de sombreros de 1840. Lo lamentaba muchísimo, pero ¿podía llevarse a Jen? Iba a visitar a unos amigos en Lowvale y les había prometido llevarla. Jen partió, triunfante, y yo volví a tomar conciencia de las fuerzas desplegadas contra mí.

Cuando mi estado de ánimo es pesimista, pienso que los Pringle son una mezcla de los Sloane y los Pye. Pero sé que no es así. Siento que podría apreciarlos, si no fueran mis enemigos. Son, en su mayoría, un grupo franco, alegre y leal. Hasta podría apreciar a la señorita Ellen. No conozco a la señorita Sarah. Al parecer, hace diez años que no sale de Maplehurst.

«Demasiado delicada… o al menos, eso piensa ella» dice Rebecca Dew con desdén. «Pero a su orgullo no le pasa nada. Todos los Pringle son orgullosos, pero esas dos viejitas no tienen parangón. Debería oírlas hablar sobre sus antepasados. Bueno, su padre, el capitán Abraham Pringle, era un viejo refinado. Su hermano Myrom no lo era tanto, pero no se oye a los Pringle hablar de él. Ay, temo que vaya a pasarlo muy mal a causa de ellos. Cuando toman una decisión respecto de algo o de alguien, nunca la cambian. Pero mantenga erguida la cabeza, señorita Shirley… ¡Arriba esa barbilla!».

«Ojalá pudiera conseguir la receta de la torta que hace la señorita Ellen», suspiró la tía Chatty. «Me la ha prometido muchas veces, pero nunca llega. Es una antigua receta inglesa de la familia. Son tan exclusivos cuando se trata de sus recetas…».

En alocados sueños fantásticos, me veo obligando a la señorita Ellen a entregarle la receta a la tía Chatty, de rodillas, y dominando a la rebelde Jen. Lo que más me fastidia es que esto podría hacerlo perfectamente, si no fuera porque todo el clan la respalda en sus travesuras.

(Se omiten dos páginas).

Su obediente servidora,

ANA SHIRLEY

Posdata: Así firmaba sus cartas de amor la abuela de la tía Chatty.

15 de octubre.

Hoy nos enteramos de que anoche hubo un robo en el otro extremo de la ciudad. Entraron en una casa y robaron dinero y una docena de cucharas de plata. De manera que Rebecca Dew ha ido a casa del señor Hamilton para ver si puede conseguir que le preste un perro. ¡Lo atará en la galería trasera y me aconseja guardar bajo llave mi anillo de compromiso!

A propósito, averigüé por qué lloraba Rebecca Dew. Al parecer, hubo una convulsión doméstica. Dusty Miller «se había portado mal» otra vez, y Rebecca Dew le dijo a la tía Kate que tendría que hacer algo con «ese gato». La tenía más que cansada. Era la tercera vez en el año que «se portaba mal», y ella sabía que lo hacía adrede. Y la tía Kate respondió que si Rebecca Dew lo soltara cada vez que maullaba, no habría peligro de que «se portara mal».

«Bueno, eso sí que es la gota que colma el vaso», dijo Rebecca Dew. En consecuencia, ¡lágrimas!

La situación con los Pringle se torna un poquito más tensa cada semana. Ayer encontré escrita una impertinencia en uno de mis libros y Homer Pringle salió por el pasillo dando vueltas de carnero a la hora del regreso a casa. Además, recibí una carta anónima hace poco, llena de mezquinas insinuaciones. No sé por qué, pero no culpo a Jen ni por lo del libro ni por la carta. Traviesa como es, hay cosas que no se rebajaría a hacer. Rebecca Dew está furiosa y me estremezco al pensar lo que haría con los Pringle si los tuviera en su poder. Los instintos de Nerón no son nada comparados con los suyos. En realidad, no la culpo, puesto que hay ocasiones en que con toda alegría daría a los Pringle un filtro envenenado, en el mejor estilo Borgia.

Creo que no te he contado mucho acerca de los otros maestros. Hay dos, sabes, la vicedirectora, Katherine Brooke, del Aula Intermedia y George MacKay, de la Preparatoria. De George tengo poco que decir. Es un muchacho tímido y amable de veinte años, con un delicioso y leve acento de las tierras altas, que sugiere pasturas ondulantes e islas brumosas (su abuelo era de la isla de Skye), y es muy capaz para enseñar en la Preparatoria. Lo aprecio, aunque lo conozco muy poco. Pero temo que me va a costar apreciar a Katherine Brooke.

Katherine es una joven de unos veintiocho años, aunque parece de treinta y cinco. Me han dicho que albergaba esperanzas de obtener la promoción al cargo de directora y supongo que debe de guardarme rencor por haberlo conseguido yo, sobre todo considerando que soy bastante menor que ella. Es una buena maestra (un poco sargento) pero nadie la quiere. ¡Y a ella no le importa en absoluto! No parece tener amigos ni parientes, y se aloja en una casa de aspecto sombrío que está en la deslucida calle Temple. Se viste muy mal, nunca sale y, según dicen, es «mala». Es muy sarcástica y sus alumnos temen ser el blanco de sus comentarios ácidos. Me han contado que la forma en que arquea las gruesas cejas negras y arrastra las palabras cuando se dirige a ellos los deja reducidos a gelatina. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo con los Pringle. Pero en realidad, no me gustaría gobernar por medio del miedo, como hace ella. Deseo que mis alumnos me quieran.