Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Cuánto has tardado! —dijo—: Creí que no ibas a venir... ¿Está mejor tu padre?

—Debías serme sincero —indicó Catalina— y decirme francamente que no te hago falta. ¿Por qué me haces venir si sabes que esto no vale más que para disgustarnos?

Linton tembló de pies a cabeza, y la miró suplicante y avergonzado; pero ella no estaba en humor de soportar su extraña conducta.

—Mi padre está muy enfermo —siguió Cati. —Si no tenías ganas de que te viniese a ver, debiste haberme avisado, y así, no habría tenido que separarme de papá. Explícate claramente: no andemos con tonterías. No voy a estar andando de la ceca a la meca por esas afectaciones tuyas.

—¡Mis afectaciones! —murmuró el muchacho. —¿A qué afectaciones te refieres, Cati? No te enfades, ¡por Dios! ...

Despréciame si quieres, porque verdaderamente soy despreciable; pero no me odies. Reserva el odio para mi padre. Respecto a mí, debe bastarte con el desdén.

—¡Chico!, ¿Qué absurdo estás diciendo? —exclamó Cati, excitada. —¿Pues no estás temblando? ¡Cualquiera diría que teme que le pegue! Anda, vete... Es una barbaridad hacerte salir de casa con el propósito de que... ¿De qué? ¿Qué nos proponemos? ¡Suéltame la ropa! Nunca debiste haberte manifestado complacido de la compasión que yo sentía hacia ti cuando te veía llorando. Elena, dile tú que ese proceder suyo es vergonzoso. Levántate. ¡No te arrastres como un reptil!

Linton, sollozante, se había dejado caer en el suelo, y parecía sentir un terror convulsivo.

—¡Oh, Cati! —exclamó, llorando. —Estoy procediendo como un traidor, si, pero si tú me dejas, ellos me matarán. Querida Cati: mi vida depende de ti. ¡Y tú has dicho que me amabas! ¡No te vayas, mi buena, mi dulce y amada Cati! Si tú quisieras... él me dejaría morir a tu lado.

Viéndole tan acongojado, la señorita se compadeció. —¿Si yo quisiera el qué? —preguntó. ¿Quedarme? Explícate y te complaceré. Me vuelves loca con todo lo que dices. Ábreme tu corazón, Linton. ¿Verdad que no te propones ofenderme? ¿No es cierto que evitarías que me hiciesen daño alguno si estuviera en tu mano? Yo creo que para ti mismo eres, en efecto, cobarde; pero que no serías capaz de traicionar a tu mejor amiga.

—Mi padre me ha amenazado —declaró el muchacho, —y le tengo miedo... ¡No, no me atrevo a decírtelo!

—Pues guárdatelo —contestó Cati desdeñosamente. —Yo no soy cobarde. Ocúpate de ti. Yo por mí no tengo miedo.

Él se echó a llorar y comenzó a besar las manos de la joven, pero no se resolvió a hablar. Yo, por mi parte, meditaba en aquel misterio, y había resuelto en mi interior que ella no padeciese ni por Linton ni por nadie. Entretanto, oí un ruido entre los matorrales y vi al señor Heathcliff, que se dirigía hacia nosotros. Aunque oía, sin duda, los sollozos de Linton, no miró a la pareja, sino que me habló a mí, empleando el tono casi amistoso con que siempre me trataba, creo que sinceramente, y me dijo:

—Me alegro de verte, Elena. ¿Cómo os va? —y agregó en voz baja—: Me han dicho que Eduardo Linton se está muriendo. ¿Es tal vez una exageración?

—Es absolutamente cierto —repuse—, y si para nosotros es muy triste, creo que para él constituye una dicha.

—¿Cuánto tiempo crees que vivirá? —me preguntó.

–No sé. Es que —prosiguió, mirando a Linton, que no se atrevía ni a levantar la cabeza (y la propia Cati parecía estar en el mismo caso bajo el poder de su mirada)— se me figura que este muchacho va a darme mucho que hacer aún, y sería de desear que su tío se largase de este mundo antes que él. ¿Cuánto hace que este cachorro se dedica a esos lloros? Ya le he dado algunas leccioncitas de llanto. ¿Suele encontrarse a gusto con la muchacha?

—¿A gusto? Lo que se muestra es angustiadísimo. Creo que, en vez de pasear por el campo con su novia, debía estar en la cama cuidadosamente atendido por un médico.

—Así sucederá dentro de dos días —respondió Heathcliff. —¡Linton, levántate! ¡No te arrastres por el suelo!

Linton había vuelto a dejarse caer, sin duda asustado por la mirada de su padre. Trató de obedecerle, pero sus escasas fuerzas se habían agotado, y volvió a caer lanzando un gemido. Su padre le incorporó y le hizo recostarse sobre un pequeño talud recubierto de césped.

—Levántate, maldito —dijo brutalmente, aunque procuraba reprimirse.

—Lo intentaré, padre —respondió, jadeando—; pero déjame solo. Cati, dame la mano. Ella te podrá decir que... estuve alegre, como tú querías.

—Cógete a mi mano —respondió Heathcliff. —Cati ahora te dará el brazo. ¡Así! Sin duda, pensará usted, joven, que soy el diablo cuando tanto me teme. ¿Quiere usted acompañarle hasta casa? En cuanto le toco, se echa a temblar...

—Querido Linton —manifestó Catalina—, no puedo acompañarte hasta Cumbres Borrascosas, porque papá no me lo permite. Pero tu padre no te hará nada. ¿Por qué le temes?

—No entraré más en esa casa —aseguró él— si no me acompañas tú.

—¡Silencio! —gritó su padre. Es preciso respetar los escrúpulos de Catalina. Elena, acompáñale tú. Será preciso que siga tus consejos: llamaremos al médico.

—Acertará usted —contesté— pero el acompañar a su hijo no me es posible. Tengo que quedarme con mi señorita.

—Sigues tan altanera como de costumbre —comentó Heathcliff. — Y, ya que no te compadeces del chiquito, vas a hacerme que le pinche sin quererlo. ¡Ea!, valiente, ven acá. ¿Quieres volver conmigo a casa?

E hizo ademán de sujetar al joven; pero él se apartó, se cogió a su prima y le suplicó, frenético, que le acompañase. Verdaderamente resultaba difícil negarse a lo que se pedía de tal modo. Las causas de su terror permanecían ocultas; pero lo cierto es que el muchacho estaba espantado y con todas las apariencias de volverse loco si el acceso nervioso aumentaba.

Llegamos, pues, a la casa. Cati entró y yo permanecí fuera esperándola, pero el señor Heathcliff me empujó y me forzó a entrar, diciéndome:

—Mi casa no está apestada, Elena. Me siento hospitalario. Pasa. Con tu permiso, voy a cerrar la puerta.

Y echó la llave. Yo sentí un vuelco en el corazón.

—Tomaréis el té antes de volveros —siguió diciendo. —Hoy estoy solo. Hareton ha salido con el ganado, y Zillah. y José se han ido a divertirse. Yo estoy acostumbrado a la soledad; pero cuando encuentro buena compañía, lo prefiero. Siéntese junto al muchacho, señorita Linton. Ya ve que le ofrezco lo que tengo, me refiero a Linton, y si no es gran cosa, lo lamento mucho. ¡Cómo me mira usted! Es curioso que siempre me siento atraído hacia los que parecen temerme. De vivir en un país menos escrupuloso y donde la ley fuera menos rígida, creo que me dedicaría a hacer la vivisección de esos dos como entretenimiento vespertino.

Dio un puñetazo en la mesa y exclamó:

—¡Voto a... !¡Les odio!

—No tengo miedo de usted —dijo Cati, que no había percibido la última parte de la charla de Heathcliff.

Y se acercó a él. Brillaban sus ojos.

—¡Venga la llave! —exigió. —No comeré aquí aunque me muera de hambre.

Heathcliff cogió la llave y se quedó mirando a Cati, sorprendido. La joven se precipitó sobre él y casi logró arrancársela. Heathcliff reaccionando, aferró la llave.

—Sepárese de mí, Catalina Linton —ordenó—, o la tiro al suelo de un puñetazo, por mucho que ello conturbe a la señora Dean.

Pero ella, sin atenderle, volvió a agarrarse a la llave.

—¡Nos iremos! —exclamó. Y viendo que con las manos y las uñas no lograba hacer abrir la mano cerrada de Heathcliff, le clavó los dientes. Heathcliff me lanzó una mirada que me paralizó momentáneamente. Cati, atenta a sus dedos, no le veía la cara. Entonces él abrió la mano y soltó la llave, pero a la vez cogió a Cati por los cabellos, la derribó de rodillas y le golpeó violentamente la cabeza. Aquella diabólica brutalidad me puso fuera de mí. Me lancé hacia él gritando:

— ¡Villano, villano!

Pero un golpe en pleno pecho me hizo enmudecer. Como soy gruesa, me fatigo en seguida, y entre la rabia que me dominaba y una cosa y otra sentí que el vértigo me ahogaba como si se me hubiera roto una vena. Todo concluyó en dos minutos. Cati, al quedar suelta, se llevó las manos a las sienes, cual si creyese que ya no tenía la cabeza en su sitio. Temblando como un junco, la pobrecita fue a apoyarse en la mesa.

—Ya ves —dijo el malvado, agachándose para coger la llave que había caído al suelo— que sé castigar a los niños traviesos. Ahora vete con Linton y llora cuanto se te antoje. Dentro de poco seré tu padre, y tu único padre, además, y cosas como las de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres débil y estás en condiciones de aguantar lo que sea... ¡Cómo vuelva ese mal genio a subírsete a la cabeza, tendrás todos los días una ración como la de ahora!

Cati corrió hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y rompió a llorar. Su primo permanecía silencioso en un rincón, contento, al parecer, de que la tormenta hubiera des—cargado sobre cabeza distinta a la suya. Heathcliff se levantó, y él mismo preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida en las tazas.

—Fuera tristeza —me dijo, ofreciéndome una taza—, y sirve a esos niños traviesos. No tengas miedo; no está envenenada. Me voy a buscar vuestros caballos.

En cuanto se fue, comenzamos a buscar una salida. Pero la puerta de la cocina estaba cerrada, y las ventanas eran excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de Cati.

—Señorito Linton —dije yo—, ahora va usted a decirnos qué es lo que su padre se propone, y de lo contrario cuente que yo le vapulearé a usted como él ha hecho con su prima.

—Sí, Linton, dínoslo —agregó Catalina. — Todo ha sucedido por venir a verte, y si te niegas a hablar serás un ingrato.

 

—Dame el té y luego te lo diré —repuso el joven. —Señora Dean, márchese un momento. Me molesta tenerla siempre delante. Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No quiero ésa. Dame otra.

Cati le entregó otra y se limpió las lágrimas. Me molestó la serenidad del muchacho. Comprendí que había sido amenazado por su padre con un castigo si no lograba atraernos a aquella encerrona, y que, una vez conseguido, no temía ya que cayese sobre él mal alguno.

—Papá quiere que nos casemos —dijo, después de beber un sorbo de té. —Y como sabe que tu padre no lo permitirá ahora, y, además el mío tiene miedo de que yo me muera antes, es preciso que nos casemos mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte toda la noche aquí y luego de hacer lo que quiere mi padre venir a buscarme al día siguiente y llevarme contigo.

—¿Llevarle con ella? —exclamé. —¿Ese hombre está loco o cree que los demás somos idiotas? Pero ¿es posible que usted se imagine que esta robusta y hermosa joven se va a casar con un miserable desdichado como usted? ¿Se figura que nadie en el mundo le aceptaría a usted por marido? Se merece usted una buena zurra por habernos hecho venir con sus cobardes mañas y... ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su maldad y su estupidez con una paliza!

Le di un empujón y sufrió un ataque de tos. Enseguida empezó a llorar. Cati me impidió hacerle nada.

—¡Quedarme aquí toda la noche! —dijo. —¡Si es preciso, quemaré la puerta para salir!

E iba a poner en práctica su amenaza. Pero Linton, asustado por las consecuencias que ello acarrearía para él, se incorporó, la sujetó entre sus débiles brazos y dijo entre lágrimas:

—¿No quieres salvarme, Cati? ¿No quieres llevarme contigo a la Granja? No me abandones, Catalina. Debes obedecer a mi padre.

—Debo obedecer al mío —replicó ella. —¿Qué ocurriría si yo pasase toda la noche fuera de casa? Ya debe de estar angustiado viendo que no vuelvo. He de salir de aquí a toda costa. Tranquilízate, no te pasará nada. Pero no te opongas, Linton. A mi padre le quiero más que a ti.

El muchacho sentía tanto miedo a Heathcliff, que se sintió hasta elocuente. Cati, a punto de enloquecer, rogó a Linton que dominase su vergonzoso miedo. Y, entretanto, nuestro carcelero volvió a entrar.

—Vuestros caballos se han escapado —anunció. —Pero, ¡Linton! ¿Estás llorando otra vez? ¿Qué te ha hecho tu prima? Anda, vete a acostar. Dentro de poco podrás devolver a tu prima sus violencias. Suspiras de amor, ¿eh? ¡Claro, no hay nada mejor en el mundo! Bueno, acuéstate. Zillah no está hoy aquí, así que tendrás que arreglártelas solo. ¡Silencio! Cuando estés acostado no temas que yo vaya. Has tenido la fortuna de hacer bastante bien las cosas. Yo me ocuparé del resto.

Mientras hablaba, había abierto la puerta de la habitación de su hijo, y éste penetró por ella con el aspecto de un perro temeroso de un castigo. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Heathcliff se acercó al fuego, junto al cual nosotras permanecíamos silenciosas. Cati levantó la mirada, y de un modo instintivo se llevó la mano a la mejilla al ver acercarse a Heathcliff. Él la miró y dijo:

—Conque no me temías, ¿eh? Pues ahora tu valentía está bien escondida. Pareces terriblemente asustada.

—Claro que lo estoy —respondió la joven—, porque si me quedo aquí, papá se llevará un disgusto horrible. ¡Oh, no quiero causárselo cuando él se encuentra como está! ... Señor Heathcliff, déjeme marchar. Me casaré con Linton. Papá está conforme. ¿Para qué obligarme a lo que estoy dispuesta a hacer?

—¡Que la obligue, si se atreve! —grité. —Hay leyes, gracias a Dios. ¡Las hay, hasta en este rincón del mundo! ¡Yo misma lo denunciaría! ¡Lo haría aunque fuese mi propio hijo! ¡Qué canallada!

—¡Silencio! —ordenó el malvado. —¡Demonio con el alboroto! No me interesa oíros. Catalina, me alegraría extraordinariamente saber que tu padre está desconsolado. La satisfacción no me dejaría dormir. No podías haber encontrado mejor medio para persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y respecto a casarte con Linton, es bien cierto que sucederá, puesto que no saldrás de aquí hasta haberlo hecho.

—Entonces envíe a Elena a decir que no me pasa nada, y cáseme ahora mismo —dijo Catalina, llorando con desconsuelo. ¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos perdido. ¿Qué haremos, Elena?

—Tu padre se figurará que te has cansado de cuidarle y que te has ido a expansionarte un poco —contestó Heathcliff. —No negarás que has entrado en mi casa voluntariamente, aunque él te lo tenía prohibido. Y es muy natural que te aburras de cuidar a un enfermo que, al fin y al cabo, no es más que tu padre. Mira, Catalina: cuando naciste, tu padre había dejado ya de ser feliz. Probablemente te maldijo por venir al mundo (y yo lo hice también, desde luego) justo es, pues, que te maldiga al salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto mucho de quererte. Llora, llora, ésta será en adelante tu principal distracción. ¡A no ser que Linton te consuele, como parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad leyendo sus cartas a Linton, con sus consejos y los ánimos que le daba. En su última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya cuando la tuviera en su poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal! Pero Linton tiene necesidad de su capacidad de afecto para sí mismo. Y sabrá muy bien hacer el papel de tiranuelo doméstico. Es muy capaz de atormentar a todos los gatos que se le presenten, siempre y cuando se les limen los dientes y se les corten las uñas. ¡Cuándo vuelvas a tu casa podrás contar a su tío mucho sobre sus gentilezas!

—Tiene usted razón —dije. —Explíquele a Cati que el carácter de su hijo se parece al de usted, y supongo que la señorita Catalina lo pensará otra vez antes de consentir en contraer matrimonio con semejante reptil...

—Por ahora no tengo ganas de hablar de sus buenas cualidades —repuso él. —O le acepta, o se queda encerrada aquí, y tú con ella, hasta que se muera tu amo. Puedo teneros aquí tan ocultas como haga falta. ¡Y si lo dudas, anímala a que rectifique, y verás!

—No rectificaré —intervino Cati. —Si es preciso, me casaré ahora mismo, con tal de poder ir enseguida a la Granja. Señor Heathcliff, es usted un hombre cruel, pero no un demonio, y creo que no se propondrá por maldad destrozar mi felicidad de un modo irreparable. Si papá cree que he huido de su lado y muere antes de mi regreso, no podré soportar la vida. Mire: no lloro ya, pero me arrodillo ante usted y no me levantaré ni apartaré mi vista de su rostro hasta que usted me mire. ¡Míreme, no vuelva la cara! No estoy ofendida porque me haya usted pegado. ¿No ha amado nunca a nadie, tío? ¿Nunca? Míreme, y si me ve tan desdichada, no podrá por menos de compadecerme.

—¡Suéltame y apártate, o te pateo! —gritó Heathcliff. —¡No sueñes con halagarme! ¡Te odio!

Y una sacudida recorrió su cuerpo, como si, en efecto, el contacto de Catalina le repugnase. Me puse en pie y me preparé a lanzarle un torrente de insultos; pero al primero que proferí me amenazó con encerrarme en una habitación a mí sola, y hube de callar. Mientras tanto, empezaba a oscurecer. A la puerta sentimos ruido de voces. Heathcliff se precipitó fuera. Conservaba su perspicacia, bien al contrario que nosotras. Le oímos hablar con alguien dos o tres minutos. Volvió solo al cabo de un rato.

—Creí —dije a Cati— que sería su primo Hareton. ¡Si llegara, tal vez se pusiese de nuestra parte!

—Eran tres criados de la Granja —replicó Heathcliff, que me oyó. —Podías haber abierto la ventana y chillar. Pero estoy seguro que esa muchacha se alegra de que no lo hayas hecho. En el fondo celebra tener que quedarse.

Ambas comenzamos a lamentarnos de la ocasión que habíamos perdido. A las nueve nos mandó que subiésemos al cuarto de Zillah. Yo aconsejé a mi compañera que obedeciésemos, pues tal vez desde allí podríamos salir por la ventana o una claraboya. Pero la ventana era muy estrecha, y una trampilla que daba al desván estaba bien cerrada, de modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de las dos nos acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que llegase la aurora, y sólo respondía con suspiros a mis ruegos de que descansase un poco. Por mi parte, me senté en una silla y comencé a hacer un severo examen de conciencia sobre mis faltas, de las que me imaginaba que provenían todas las desventuras de mis amos.

Heathcliff vino a las siete y preguntó si la señorita estaba levantada. Ella misma corrió a la puerta y contestó afirmativamente.

—Vamos, pues —dijo Heathcliff, llevándosela fuera. Quise seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogué me soltase.

—Ten un poco de paciencia —contestó. Dentro de un rato te traerán el desayuno.

Golpeé la puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte. Cati inquirió los motivos de prolongar mi encierro. Él repuso que duraría una hora más. Y los dos se fueron. Al cabo de dos o tres horas oí pasos, y una voz que no era la de Heathcliff me dijo:

—Te traigo comida. Abre.

Obedecí, y vi a Hareton, que traía provisiones para todo el día.

—Toma —dijo, entregándomelas.

—Atiéndeme un minuto —comencé a decir.

—No —respondió, marchándose sin hacer caso de mis súplicas.

Todo el día y la noche siguientes seguí encerrada. Pero mi prisión se prolongó más aún: cinco noches y cuatro días en total. A nadie vi sino a Hareton, que venía todas las mañanas. Cumplía bien su papel de carcelero, ya que era insensible, sordo y mudo a todo intento de excitar sus instintos de justicia o su compasión.

CAPITULO VEINTIOCHO

La mañana —mejor dicho, la tarde— del quinto día sentí aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y Zillah penetró en el aposento, ataviada con su chal encarnado y con su sombrero de seda negra y llevando una cestilla colgada al brazo.

—¡Oh, querida señora Dean! —exclamó al verme. —¿No sabe usted que en Gimmerton se asegura que se había usted ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo creí hasta que el amo me dijo que las había encontrado y las había hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué les pasó? Encontrarían ustedes alguna isla en el fango, ¿no es eso? ¿Las salvó el amo, señora Dean? En fin: lo importante es que no ha padecido usted mucho, por lo que veo.

—Su amo es un canalla —contesté—, y esto le costará caro. El haber inventado esa historia no le servirá de nada. ¡Ya se sabrá todo!

—¿Qué quiere usted decir? —exclamó Zillah. —En todo el pueblo no se hablaba de otra cosa. Como que al entrar dije a Hareton: «¡Qué lástima de aquella mocita y de la señora Dean, señorito! ¡Qué cosas pasan!» Hareton me miró asombrado, y entonces le conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba oyéndonos, y me dijo:

»“Sí, Zillah, cayeron en el pantano, pero se salvaron. Elena Dean está instalada en tu cuarto. Cuando vayas dile que ya se puede ir; toma la llave. El agua del pantano se le subió a la cabeza, y hubiera vuelto a su casa delirando. En fin: la hice venir, y ya está bien. Dile que si quiere que se vaya corriendo a la Granja y avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al funeral del señor.”

—¡Oh, Zillah! —exclamé. — ¿Acaso ha muerto el señor Linton?

—Cálmese, amiga mía; todavía, no. Siéntese, aún no está usted bien. He encontrado al doctor Kennett en el camino y me ha dicho que el enfermo quizá resista un día más.

Pero en vez de sentarme me precipité fuera. En el salón busqué a alguien que pudiese hablarme de Cati. La habitación tenía las ventanas abiertas y estaba llena de sol, pero no se veía a nadie. No sabía adónde dirigirme, y vacilaba sobre lo que debía hacer, cuando una tos que venía del lado del fuego llamó mi atención. Y entonces vi a Linton junto a la chimenea, chupando un terrón de azúcar y mirándome con indolencia.

—¿Y la señorita Catalina? —pregunté, creyendo que, al encontrarlo solo, le haría confesar por temor.

Pero él siguió chupando como un tonto.

—¿Se ha marchado? —pregunté.

—No —me contestó. —Está arriba. No se irá; no la dejaríamos.

—¿Que no la dejarían? ¡Mentecato! Dígame dónde está o verá usted lo que es bueno.

—Papá sí que te hará ver lo que es bueno a ti como intentes subir —contestó Linton. —Él me ha dicho que no tengo por qué andarme con contemplaciones con Cati. Es mi mujer, y es vergonzoso que quiera marcharse de mi lado. Papá asegura que ella desea que yo muera para quedarse con mi dinero, pero no lo tendrá ni se irá a su casa, por mucho que llore y patalee.

 

Siguió en su ocupación, entornando los ojos.

—Señorito —le dije, —¿ha olvidado lo bien que ella se portó con usted el invierno pasado, cuando usted le aseguraba que la quería y ella venía diariamente, lloviese o nevase, para traerle libros y cantarle canciones? ¡Pobre Cati! Cada vez que dejaba de venir lloraba pensando en que se entristecería usted, y que entonces afirmaba que ella era demasiado buena para usted. Ahora, en cambio, finge creer en las mentiras que le dice su padre y se pone con él de acuerdo, a pesar de saber que les engaña a los dos... ¡Bonito modo de demostrar gratitud!

Linton torció los labios y se quitó de ellos el terrón de azúcar.

—¿Es que venía a Cumbres Borrascosas precisamente porque le odiaba a usted? —proseguí. —¡Usted mismo lo diría! ¡Y de su dinero, ella no sabe siquiera si tiene usted un poco o mucho! ¡Y la abandona, sola, ahí arriba, en una casa extraña! ¡Usted, que tanto se lamentaba de su ausencia! Cuando se quejaba de sus penas, ella se compadecía, y ahora usted no se apiada de ella. Yo, que no soy más que una antigua criada suya, he llorado por Cati, como puede ver, y usted, que ha asegurado quererla y que tiene motivos para adorarla, se reserva sus lágrimas para sí mismo y se está ahí sentado tranquilamente... ¡Es usted un egoísta cruel!

—No puedo con ella —dijo él. —No quiero estar a su lado. Llora de un modo inaguantable. Y no cesa de llorar aunque la amenace con llamar a mi padre. Ya le llamé una vez y él la amenazó con ahogarla si no se callaba; pero en cuanto salió, ella empezó otra vez con sus gemidos, a pesar de las muchas veces que le grité que me estaba importunando y no me dejaba dormir.

—¿Está ausente el señor Heathcliff? —me limité a preguntar, viendo que aquel cretino era incapaz de comprender el dolor de su prima.

—Está hablando en el patio con el doctor Kennett — contestó. —Creo que el tío, al fin, se está muriendo. Y lo celebro, porque de ese modo yo seré el dueño de su casa. Cati dice siempre «mi casa», pero en realidad es mía. Míos son sus lindos libros, y sus pájaros, y su jaca Minny. Así se lo dije cuando ella me prometió regalármelo todo si le daba la llave y la dejaba salir. Entonces se echó a llorar, se quitó un dije que llevaba al cuello con un retrato de su madre y otro del tío cuando eran jóvenes y me lo ofreció si le permitía escaparse. Esto sucedió ayer. Le dije que también me pertenecían y fui a quitárselos.

»Entonces, esa vengativa mujer me dio un empellón y me lastimó. Yo lancé un chillido —lo cual la espanta siempre— y acudió papá. Al sentir que venía rompió en dos el medallón, y me dio el retrato de su madre mientras intentaba esconder el otro, pero cuando papá llegó y yo le expliqué lo que sucedía, me quitó el que ella me había dado y le mandó que me entregase el otro. Ella no quiso y él la tiró al suelo, le arrancó el retrato y lo pisoteó.

—¿Y qué le pareció a usted el espectáculo? —interrogué, para llevar la conversación adonde me convenía.

—Yo hice un guiño —respondió. —Siempre guiño los ojos cuando mi padre pega a un perro o a un caballo, porque lo hace muy reciamente. Al principio me alegré de que la castigara. También ella me había hecho daño al empujarme. Cuando papá se fue, ella me hizo ver cómo le sangraba la boca, porque se había cortado con los dientes cuando papá le pegó. Después recogió los restos del retrato, se sentó con la cara a la pared y no ha vuelto a dirigirme la palabra. Creo a veces que la pena no la deja hablar. Pero es un ser avieso; no hace más que llorar, y está tan pálida y tan huraña que me asusta.

—¿Puede usted coger la llave cuando le parece bien? —pregunté.

—Cuando estoy arriba, sí —contestó— pero ahora no puedo subir.

—¿En qué sitio está? —volví a preguntar.

—Es un secreto, y no te lo diré –respondió. —No lo saben ni siquiera Hareton ni Zillah. ¡Ea! Estoy cansado de hablar contigo. Márchate.

Apoyó la cara en un brazo y cerró los ojos.

Yo pensé que lo mejor era ir a la Granja sin ver a Heathcliff y en ella buscar auxilio para la señorita. El asombro de la servidumbre al verme llegar fue tan grande como su alegría. Al advertirles que la señorita estaba a salvo también, varios se precipitaron a anunciárselo al señor, pero yo me anticipé a todos. Había cambiado mucho en tan pocos días. Esperaba, resignado, la muerte. Estaba muy joven. Aún no tenía más que treinta y nueve años, pero representaba diez menos. Al verme entrar pronunció el nombre de Cati. Me incliné hacia él y le dije:

—Luego vendrá Catalina, señor. Está bien, y creo que vendrá esta noche.

Al principio temí que la alegría le perjudicase, y, en efecto, se incorporó en el lecho, miró en torno suyo y se desmayó. Pero se recobró enseguida, y entonces le conté lo ocurrido, asegurando que Heathcliff me había obligado a entrar, lo que, en rigor, no era totalmente cierto. De Linton hablé lo menos que pude y no detallé las brutalidades de su padre para no causar al señor mayor amargura. Él comprendió que uno de los objetivos que se proponía su enemigo era apoderarse de su fortuna y de sus propiedades para su hijo, pero no alcanzaba a adivinar el porqué no había querido esperar hasta su muerte, ya que el señor Linton ignoraba que él y su sobrino se llevarían poco tiempo el uno al otro en abandonar este mundo. En todo caso, resolvió modificar su testamento, dejando la herencia de Cati no en sus manos, sino en las de otros herederos, personas de confianza, concediéndole sólo el usufructo y luego la plena posesión a sus hijos, caso de que los tuviera. Así, los bienes de Catalina no irían a Heathcliff aunque muriese su hijo.

De acuerdo con sus instrucciones, envié a un hombre en busca del procurador, y a otros cuatro, estos armados, a buscar a la señorita. El primero de ellos volvió anunciando que había tenido que estar dos horas esperando al señor Green, y que éste vendría al siguiente día, ya que tenía que hacer en el pueblo. En cuanto a los otros, regresaron sin cumplir su misión, y dijeron que Cati estaba tan enferma que no podía salir de su cuarto, y que Heathcliff no había permitido que la vieran. Les reproché como se merecían, y resolví no decir nada a mi amo, porque estaba resuelta a presentarme en Cumbres Borrascosas en cuanto amaneciera, llevando una tropa entera, si era menester, para tomar al asalto las Cumbres si no me entregaban a la cautiva. Me juré repetidas veces que su padre había de verla, aunque aquel endemoniado villano encontrara la muerte en su casa intentando impedirlo.

Afortunadamente, no hubo necesidad de emplear tales recursos. A eso de las tres, bajaba yo a buscar un jarro de agua, cuando, atravesando el vestíbulo, sentí un golpe en la puerta. Me sobresalté.

«Debe de ser Green», pensé, sosegándome.

Y seguí con la intención de mandar que abrieran. Pero el golpe se repitió, y entonces, dejando el jarro, fui a abrir yo misma. Fuera, brillaba la luna. El que venía no era el procurador. La señorita me saltó al cuello, exclamando:

—¿Vive papá todavía?

—Sí, ángel mío —respondí. —¡Gracias a Dios que ha vuelto usted con nosotros!

Ella quería ir sin descanso al cuarto del señor, pero yo la hice sentarse un momento para que descansara, le di agua y le froté el rostro con el delantal para que le salieran los colores. Luego añadí que convenía que entrara yo primero para anunciar su llegada y le rogué que dijese que era feliz con el joven Heathcliff. Al principio me miró con asombro, pero luego comprendió.

No pude asistir a la entrevista de ella y su padre, así que me quedé fuera y esperé un cuarto de hora, al cabo del cual me atreví a entrar y acercarme al enfermo. Todo estaba tranquilo. La desesperación de Cati era tan silenciosa como el placer que su padre experimentaba. Con los ojos extasiados contemplaba el rostro de su hija.