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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Oh, Eliza!, los jóvenes deben tener alguna diversión —protestó Catherine.

—No veo la necesidad. Nosotras no pendoneábamos por sitios así cuando éramos jóvenes, Catherine Andrews. Este mundo se pone peor cada día.

—A mí me parece que mejora —dijo Catherine.

—¡Te parece! —La voz de Eliza expresó el mayor desprecio—. Lo que te parezca no tiene valor, Catherine Andrews. Los hechos son hechos.

—Bueno, a mí siempre me gusta ver el lado bueno, Eliza.

—No hay tal lado bueno.

—Oh, ya lo creo que sí —gritó Ana, que no podía resistir tal herejía en silencio—. Hay muchos lados buenos, señorita Andrews. El mundo es un lugar hermoso.

—Cuando haya vivido tanto como yo, no tendrá una opinión tan elevada de él —respondió amargamente Eliza—, y tampoco tendrá tanto entusiasmo por mejorarlo. ¿Cómo está su madre, Diana? Parece muy desmejorada últimamente. Está terriblemente decaída. Dígame, Ana, ¿cuánto tiempo tardará Marilla en quedarse ciega?

—El médico cree que sus ojos no empeorarán si tiene cuidado —balbuceó Ana. Eliza movió la cabeza.

—Los médicos siempre hablan así cuando quieren mantener esperanzada a la gente. Si yo fuera ella, no me haría muchas ilusiones. Es mejor estar preparada para lo peor.

—¿No debería una estar también preparada para lo mejor? —rogó Ana—. Hay tantas posibilidades de que ocurra como de lo contrario.

—Mi experiencia afirma que sí, y tengo cincuenta y siete años contra tus dieciséis —respondió Eliza—. ¿Se van ya? Bueno, espero que esa nueva sociedad de ustedes sea capaz de evitar que Avonlea se hunda más aún, aunque tengo pocas esperanzas de ello.

Ana y Diana salieron y se alejaron a toda velocidad. Apenas pasaron la curva del bosque de hayas, una rolliza figura cruzó corriendo el prado del señor Andrews haciéndoles señas con los brazos. Era Catherine Andrews y estaba tan agitada que casi no podía hablar, pero echó un par de monedas de veinticinco centavos en la mano de Ana.

—Ésta es mi contribución a la pintura del salón —murmuró entrecortadamente—. Me hubiera gustado dar un dólar, pero no me atrevo a coger más dinero de mis gastos, pues Eliza se daría cuenta. Estoy realmente interesada en esa sociedad y creo de verdad que van a hacer mucho bien. Soy optimista. Tengo que serlo, viviendo con Eliza. Debo volver antes de que me eche de menos… cree que estoy alimentando a los pollos. Espero que tengan suerte con la colecta y no se preocupen por lo que dijo Eliza. El mundo está mejorando; claro que sí.

La casa siguiente fue la de Daniel Blair.

—Ahora bien, todo depende de si su mujer está o no en casa —dijo Diana, mientras avanzaba, dando saltos por el sendero cruzado de raíces—. Si está, no nos darán un centavo. Todo el mundo dice que Daniel Blair no se atreve a cortarse los cabellos sin pedirle permiso a su mujer que es bastante tacaña. Dice que debe ser justa antes que generosa. Pero la señora Lynde afirma que ese «antes» es tan grande, que la generosidad nunca llega.

Ana contó a Marilla su experiencia en casa de los Blair.

—Atamos el caballo y llamamos a la puerta de la cocina. Nadie acudió, pero la puerta se hallaba abierta y podíamos escuchar a alguien que andaba por la despensa, y se movía con cautela. No podíamos distinguir las palabras, pero Diana dice que le parecieron juramentos por el sonido. No pude creer que fuera el señor Blair, siempre tan callado y dócil; pero hay que reconocer que tenía razones, pues al final, Marilla, cuando el pobre hombre apareció en la puerta, rojo como una amapola, tenía puesto uno de los grandes delantales de su mujer. «No me puedo librar de esta maldita cosa», dijo, «porque está anudada muy fuerte y no puedo romperla, de manera que me tendrán que perdonar, señoritas». Le rogamos que no le diera importancia y entramos, sentándonos. El señor Blair también lo hizo; se echó el delantal a la espalda y lo enrolló, pero parecía tan avergonzado que sentí lástima de él y Diana dijo que creía que habíamos llegado en un momento inconveniente. «Oh!, no» dijo el señor Blair, tratando de sonreír, «ya sabe usted que es muy gentil. Estoy un poco atareado… preparando una tarta. Mi mujer recibió un telegrama de Montreal avisándole que su hermana llega esta noche y ha ido a esperar el tren; me ha dejado el encargo de hacer una tarta para el té. Escribió la receta y me dijo qué debía hacer, pero ya he olvidado la mitad de las instrucciones. Aquí dice: "Sazónese al gusto". ¿Qué querrá decir eso? ¿Y qué ocurre si mi gusto es diferente al de los demás? ¿Será suficiente una cucharadita de vainilla para una torta?». Sentí más piedad que nunca por el pobre hombre. No parecía hallarse en su mundo. Sabía que existían maridos dominados y ahora tuve la sensación de ver uno. Tuve la tentación de decirle: «Señor Blair, si me ofrece un donativo para pintar el edificio, le mezclaré los ingredientes». Pero de pronto pensé que no era caritativo aprovecharse de un semejante en desgracia. De manera que me ofrecí para amasarla sin condiciones. Aceptó al momento mi oferta. Dijo que acostumbraba hacer el pan antes de casarse, pero que la temida tarta podía más que él y que sin embargo deseaba no desilusionar a su mujer. Me consiguió otro delantal y Diana batió los huevos mientras yo amasaba. El señor Blair andaba entre nosotras y nos alcanzaba los ingredientes. Se había olvidado completamente de su delantal y cuando corría, éste se agitaba tras él y Diana creía morirse de risa. Dijo que sería capaz de hornear la tarta, que estaba acostumbrado… y entonces nos pidió la lista y nos dio cuatro dólares. De manera que fuimos recompensadas. Pero aunque no hubiera recibido un centavo, me parecía haber hecho una obra caritativa al ayudarle.

La siguiente parada fue en casa de Theodore White. Ni Ana ni Diana habían estado allí antes y sólo tenían una lejana amistad con la señora White, que no era muy dada a la hospitalidad. ¿Debían ir por la puerta principal o por la otra? Mientras se consultaban en voz baja, la señora White apareció en la puerta principal con un manojo de periódicos. Los puso deliberadamente uno por uno sobre el porche y los escalones y luego por el camino hasta los mismos pies de sus sorprendidas visitantes.

—¿Me harían el favor de limpiarse los pies en la hierba y luego caminar sobre estos papeles? —dijo ansiosamente—. Acabo de fregar toda la casa y no quiero más polvo dentro. Ese camino está embarrado a causa de la lluvia de ayer.

—No te vayas a reír —murmuró Ana, mientras caminaban sobre los diarios—. Te ruego que no me mires, Diana, no importa lo que diga, o no seré capaz de reprimir la risa.

Los periódicos llegaban a través del salón hasta una inmaculada sala de estar. Las muchachas se sentaron en las sillas más cercanas y explicaron su misión. La señora White las escuchó gentilmente, interrumpiendo sólo un par de veces; una, para cazar una mosca aventurera, y la otra, para levantar una brizna de hierba que cayera del vestido de Ana. Ésta se sintió horriblemente culpable, pero el ama de casa aportó dos dólares que pagó en seguida, «para evitar que volviéramos a buscarlos», como dijo Diana cuando salían. La señora White reunió otra vez los periódicos antes de que las muchachas desataran el poni y cuando salían del campo, la vieron muy ocupada pasando un cepillo al salón.

—Siempre he oído que la señora White era la mujer más pulcra del mundo y ahora lo creo —dijo Diana, dejando en libertad su risa reprimida tan pronto como pudo.

—Me alegro de que no tenga niños —dijo Ana solemnemente—. Sería algo terrible para ellos.

En casa de los Spencer, la señora Isabella les hizo pasar un mal rato diciendo cosas inconvenientes sobre todos los habitantes de Avonlea. El señor Thomas Boulter se negó a dar algo porque, cuando veinte años antes construyeron el edificio, no lo hicieron donde él recomendara. La señora Esther Bell, que era el vivo retrato de la salud, se pasó media hora detallando sus dolores y achaques y puso tristemente cincuenta centavos, pues no estaría allí el año siguiente para hacerlo otra vez; no, estaría en su tumba.

La peor recepción, sin embargo, fue en casa de Simón Fletcher. Cuando entraron al jardín, vieron dos caras que las observaban desde la ventana del porche. Pero, aunque llamaron y esperaron pacientemente, nadie acudió. Como resultado, fueron dos muchachas indignadas quienes salieron del jardín. Hasta Ana admitió que comenzaba a descorazonarse. Pero la marea cambió. Le tocaba el turno a varias casas de los Sloane, donde casi todo el mundo contribuyó y desde allí al final les fue bien, con algún tropiezo ocasional. La última visita fue a lo de Robert Dickson, junto al puente de la laguna. Se quedaron a tomar el té aunque estaban cerca de casa, para no ofender a la señora Dickson, que tenía reputación de ser una mujer muy «susceptible». Mientras estaban allí, llegó la vieja señora de James White.

—Acabo de estar en casa de Lorenzo —anunció—. En este momento es el hombre más orgulloso de Avonlea. ¿Qué les parece? Hay un nuevo muchachito allí… y después de siete chicas, es todo un acontecimiento.

Ana aguzó el oído y cuando salieron dijo:

—Voy directamente a casa de Lorenzo White.

—Pero no vive en el camino de White Sands y está bastante lejos de nuestra ruta —protestó Diana—. Gilbert y Fred le pedirán su contribución.

—No irán por allí hasta el sábado y para entonces será muy tarde —dijo Ana firmemente—. La novedad habrá desaparecido. Lorenzo White es terriblemente mezquino, pero se suscribirá a cualquier cosa en estos momentos. No debemos dejar perder una oportunidad como ésta.

El resultado justificó la previsión de Ana. El señor White las recibió en el jardín, brillante como el sol de Pascua. Cuando Ana le pidió una contribución, accedió, entusiasmado.

 

—Seguro, seguro. Póngame con un dólar más que la suscripción más alta que tengan.

—Serán cinco dólares; el señor Daniel Blair puso cuatro —dijo Ana con miedo. Pero Lorenzo no pestañeó.

—Cinco serán y aquí tienen el dinero. Ahora, quiero que vengan a casa. Hay algo que vale la pena ver… algo que pocas veces han visto aún. Entren y den su opinión.

—¿Qué diremos si el niño no es guapo? —murmuró Diana temblando mientras seguían dentro de la casa al excitado Lorenzo.

—¡Oh!, seguramente que le encontraremos algo bonito —dijo Ana—. Siempre pasa así con los niños.

Sin embargo, el bebé era precioso y el señor White tuvo por bien pagados sus cinco dólares con el honesto placer de las niñas ante el rollizo recién llegado. Pero ésa fue la primera y única vez que Lorenzo hiciera un donativo.

Ana, terriblemente cansada, hizo un esfuerzo más aquella noche por el bien público, cruzando el campo para ver al señor Harrison, quien, como de costumbre, fumaba su pipa en la galería con Ginger a su lado. Hablando con precisión, estaba en el camino a Carmody, pero Jane y Gertie, que no le conocían sino de oído y mal, habían rogado nerviosamente a Ana que lo visitara.

El señor Harrison, sin embargo, rehusó de plano suscribir un centavo y la petición de Ana cayó en saco roto.

—Pero yo creía que usted aprobaba nuestra sociedad, señor Harrison —se quejó.

—Y así es… y así es… pero mi aprobación no llega hasta mi bolsillo, Ana.

Al mirarse al espejo antes de acostarse, Ana reflexionó de la siguiente manera: «Unas pocas experiencias más como las que he tenido hoy me tornarán tan pesimista como la señorita Eliza Andrews».

CAPÍTULO SIETE

El sentido del deber

Un apacible atardecer de octubre, Ana se recostó en su silla y suspiró. Estaba sentada ante una mesa cubierta de libros de texto y ejercicios, pero las hojas de papel apretadamente escritas que se encontraban frente a ella no parecían tener ninguna relación aparente con estudios o deberes.

—¿Qué sucede? —preguntó Gilbert que había llegado a la puerta abierta de la cocina a tiempo para escuchar el suspiro.

Ana se ruborizó y escondió los papeles debajo de unas redacciones de sus alumnos.

—Nada terrible. Sólo trataba de fijar en el papel algunos de mis pensamientos, tal como me lo aconsejara el profesor Hamilton, pero no puedo hacerlo de manera que me satisfagan. Parecen tan torpes y tontos en blanco y negro. Las fantasías son como sombras, vacilantes y danzarinas. Pero si sigo probando, quizá algún día aprenda el secreto. Sabes bien que no dispongo de mucho tiempo. Cuando termino de corregir deberes y redacciones, no siempre tengo ganas de escribir algo mío.

—Te estás desenvolviendo maravillosamente en la escuela, Ana. Todos los chicos te quieren —dijo Gilbert tomando asiento sobre el escalón de piedra.

—¡Oh!, no, Anthony Pye no me quiere y no quiere hacerlo. Lo que es peor, no me respeta. Se limita a observarme con desprecio y debo confesarte que esto me preocupa muchísimo. No es que sea tan malo… sólo algo malicioso, pero no es peor que los demás. Rara vez me desobedece, pero acepta mis órdenes con un desdeñoso aire de tolerancia, como si considerara que no vale la pena discutir la cuestión… y es un mal ejemplo para los demás. He tratado por todos los medios de ganar su afecto, pero estoy empezando a temer que no lo conseguiré nunca. Me gustaría, pues es un buen chico; además es un Pye y podría quererlo, si me dejara.

—Probablemente todo sea el resultado de lo que escucha en su casa.

—No, en absoluto. Anthony es un pequeño muy independiente y se forma sus propios juicios sobre las cosas. Siempre ha acudido a los hombres y dice que las mujeres no saben enseñar. Bueno, veremos qué se consigue con paciencia y amabilidad. Me gusta salvar dificultades y enseñar es verdaderamente interesante. Paul Irving compensa por todo lo que les falta a los otros. Ese niño es un perfecto encanto, Gilbert; y un genio, por añadidura. Estoy segura de que el mundo oirá hablar de él algún día —concluyó Ana con acento conmovido.

—A mí también me gusta enseñar —respondió Gilbert—. Es un buen adiestramiento, Ana. He aprendido más en las semanas que llevo enseñando en White Sands, que en todos mis años de colegio. Parece que a todos nos va muy bien. He oído decir que a la gente de Newbridge le gusta Jane, y creo que White Sands está bastante satisfecho con éste tu humilde servidor. Todos, excepto el señor Andrew Spencer. Anoche, cuando regresaba a casa, me encontré con la señora de Peter Blewett y me dijo que creía que era su deber informarme de que el señor Spencer no aprobaba mis métodos de enseñanza.

—¿Has notado —preguntó Ana reflexivamente— que cuando alguien te dice que cree su deber informarte sobre una cosa determinada, debes prepararte para oír algo desagradable? ¿Por qué será que nunca consideran un deber decirte algo agradable que hayan escuchado sobre ti? La señora de H. B. Donnell volvió ayer otra vez a la escuela y me dijo que creía que era su deber informarme de que la señora de Harmon Andrews no aprobaba el que yo les leyera cuentos de hadas a los niños, y que el señor Rogerson pensaba que Prillie no adelantaba lo suficiente en aritmética. Si Prillie perdiera menos tiempo en hacer guiños a los muchachos por encima de su pizarra adelantaría más. Estoy completamente segura de que James Gills le hace las sumas en clase, pero nunca he podido pescarlo con las manos en la masa.

—¿Has conseguido reconciliar al vástago de la señora Donnell con su bendito nombre?

—Sí —rio Ana—; pero fue una labor verdaderamente difícil. Al principio, cuando lo llamaba «St. Clair», no hacía caso hasta que lo repetía dos o tres veces; y luego, cuando los otros niños le tocaban con el codo, miraba con un aire tan agraviado como si le hubiera llamado John o Charlie y él no hubiera tenido por qué saber a quién se refería. De manera que una tarde le hice quedar después de clase y le hablé muy amablemente. Le dije que su madre quería que le llamara St. Clair y que no podía oponerme a sus deseos. Lo comprendió así, pues es un niño muy razonable, y dijo que yo podía llamarlo St. Clair, pero que «le daría una tunda» al compañero que lo hiciera. Por supuesto, tuve que reprenderlo por usar esos términos. Desde entonces yo le llamo St. Clair, y los muchachos le dicen James y todo marcha bien. Me ha confesado que quiere ser carpintero, pero la señora Donnell dice que debo hacer de él un profesor universitario.

La mención de la universidad dio un nuevo giro a los pensamientos de Gilbert, y durante un rato hablaron de sus planes y sueños; grave, seria, esperanzadamente, como hablan los jóvenes mientras el futuro es aún un sendero no hollado, lleno de posibilidades maravillosas.

Gilbert había decidido ya que sería médico.

—Es una profesión magnífica —dijo con entusiasmo—. Un hombre debe luchar por algo durante toda su vida. ¿No ha definido alguien al hombre como un animal de lucha? Y yo deseo luchar contra la enfermedad, el dolor y la ignorancia. Quiero hacer en el mundo mi parte de trabajo real y honesto, Ana; contribuir en algo a la suma de la inteligencia humana que han venido acumulando todos los hombres de bien desde el comienzo de los siglos. Los hombres que han vivido antes que yo han hecho tanto por mí, que quiero demostrar mi gratitud haciendo algo por los que vendrán después. Me parece que es la única manera de cumplir con las obligaciones hacia la raza.

—A mí me gustaría contribuir a la vida con algo de belleza —dijo Ana soñadoramente—. No es mi deseo exacto hacer que la gente sepa más… aunque reconozco que ésa es la más noble de las ambiciones. Pero me gustaría hacer que los demás pudieran ser más felices y alegres gracias a mí; darles pequeñas alegrías que nunca hubieran disfrutado de no haber nacido yo.

—Creo que todos los días cumples tu ambición, Ana —dijo Gilbert con admiración.

Y tenía razón. Ana era una de esas criaturas que iluminaban por naturaleza. Cuando hubo pasado junto a una vida con una sonrisa o una palabra, el poseedor de aquella vida la pudo ver, por lo menos durante ese instante, hermosa y llena de esperanzas.

Por fin, Gilbert se incorporó pesarosamente.

—Bueno, debo correr a casa de los MacPherson. Moody Spurgeon llega hoy de la Academia de la Reina para pasar el domingo en su casa y va a traerme un libro que me envía el profesor Boyd.

—Y yo debo preparar el té para Marilla. Fue a ver a la señora Keith y regresará pronto.

Cuando llegó Marilla, Ana ya tenía el té preparado; los leños crepitaban en el fuego, la mesa estaba adornada con ramas de pino y rojas hojas de arce, y el aroma del jamón y las tostadas llenaba el ambiente. Pero Marilla se sentó en su silla con un profundo suspiro.

—¿Le molestan los ojos? ¿Le duele la cabeza? —inquirió Ana con ansiedad.

—No, sólo estoy cansada… y preocupada por Mary y sus niños. Mary está peor; no durará mucho. Y en cuanto a los mellizos, no sé qué será de ellos.

—¿No han tenido noticias del tío?

—Sí. Mary recibió una carta suya. Está trabajando en un aserradero y «haciéndolo temblar», aunque no sé qué quiere decir eso. De cualquier modo, dice que no tiene posibilidades de poder hacerse cargo de los niños hasta la primavera. Espera estar casado para entonces y tener una casa donde llevarlos; pero dice que Mary debe conseguir que algún vecino se los tenga durante el invierno. Ella dice que no puede atreverse a pedirle a ninguno que lo haga. Mary nunca se llevó bien del todo con la gente de East Grafton. Ahí está el asunto. Y al fin y al cabo, Ana, estoy segura que Mary quiere que me haga cargo de los niños; no dijo una palabra, pero me lo pidió con los ojos.

—¡Oh! —Ana juntó las manos estremeciéndose—. Y por supuesto que lo hará. ¿No es cierto, Marilla?

—Todavía no me he decidido —dijo ésta agriamente—. No decido las cosas tan precipitadamente como tú, Ana. El ser primos terceros es muy poco parentesco, y es una terrible responsabilidad cuidar de dos niños de seis años, mellizos para colmo.

Marilla tenía la convicción de que los mellizos eran el doble de malos que los otros niños.

—Los mellizos son muy interesantes… por lo menos un par —dijo Ana—. El asunto se torna monótono sólo cuando hay dos o tres. Y creo que a usted le vendría bien tener algo en qué entretenerse mientras yo estoy en la escuela.

—No me parece que sea como para entretenerse… yo diría que nos traerá más preocupaciones y dolores de cabeza que otra cosa. No sería un riesgo tan grande si por lo menos fueran de la edad que tú tenías cuando me hice cargo de ti. Dora no me preocupa tanto, parece buena y tranquila. Pero Davy es un chiquillo travieso.

A Ana le gustaban mucho los niños y suspiraba por los mellizos Keith. Aún se mantenía vivo en ella el recuerdo de su propia niñez desvalida. Sabía que el único punto vulnerable de Marilla era su profunda devoción hacia lo que creía su deber. Y Ana diestramente preparó su argumento con esa base.

—Si Davy es desobediente, razón de más para pensar en educarlo convenientemente; no sabemos qué será de ellos, ni qué influencias extrañas pueden recoger. Suponga que se hacen cargo de ellos los Sprott, que son sus vecinos. La señora Lynde dice que Henry Sprott es el hombre peor hablado que ha conocido en su vida y no puede usted imaginarse las palabras que dicen sus hijos. ¿No sería horrible que los mellizos las aprendieran? Suponga que se van con los Wiggins. La señora Lynde dice que el señor Wiggins vende todo cuanto puede y alimenta a su familia con leche descremada. A usted no le gustaría que sus parientes se murieran de hambre, ¿no es así? Me parece, Marilla, que es su deber hacerse cargo de ellos.

—Supongo que sí —dijo Marilla tristemente—. Creo que le diré a Mary que me haré cargo de ellos. No debes ponerte tan contenta, Ana. Eso significará un aumento de trabajo para ti. Yo no puedo coser por culpa de mis ojos, de manera que deberás hacerte cargo de la confección y el arreglo de sus ropas. Y a ti no te gusta coser.

—Lo odio —dijo Ana con calma—, pero si usted acepta hacerse cargo de esos niños por un sentido del deber, seguramente que por la misma causa yo puedo coser. Hace bien a la gente realizar cosas que no le gusten… con moderación, se entiende.

CAPÍTULO OCHO

Marilla adopta mellizos

La señora Rachel Lynde se hallaba sentada junto a la ventana de su cocina, tejiendo una colcha, tal como estuviera varios años antes, cuando Matthew Cuthbert había aparecido en su carricoche sobre la colina con lo que la señora Lynde bautizara «su huérfana importada». Pero aquello había ocurrido en primavera; esto pasaba a fines de otoño y los árboles estaban desnudos y los campos secos y pardos. El sol se ponía con abundante púrpura y oro tras los oscuros bosques del oeste de Avonlea, cuando un coche tirado por un hermoso jaco bajó la colina. La señora Lynde lo miró de hito en hito.

 

—Ahí está Marilla, que regresa del funeral —dijo a su marido, que estaba recostado en el sillón de la cocina. Thomas Lynde se recostaba más que de costumbre en su sillón por aquel entonces, pero su mujer, que era tan ducha en notarlo todo fuera de su hogar, aún no había caído en ello—. Y trae los mellizos consigo… Sí, ahí está Davy, inclinándose a tirarle de la cola al poni, mientras Marilla le riñe. Dora está sentada muy envarada. Siempre parece estar así. Bueno, la pobre Marilla va a tener bastante de qué ocuparse este invierno, no cabe duda. Y sin embargo, dadas las circunstancias, no veo que le quedara más remedio que hacerse cargo de ellos. Tendrá a Ana para que le ayude. La muchacha está contentísima. Y tiene un cierto don para tratar niños, eso es. Parece que fuera ayer cuando el pobre Matthew trajo a Ana y todos se rieron ante la idea de Marilla y la crianza de una niña. Y ahora ha adoptado mellizos. Uno nunca acaba de sorprenderse.

El gordo poni cruzó el puente del Valle de Lynde y entró al sendero de «Tejas Verdes». La cara de Marilla no era muy alegre. Desde East Grafton llevaba recorridos quince kilómetros y Davy Keith parecía poseído por el baile de San Vito. El hacerle sentar quieto escapaba a las fuerzas de Manila y durante todo el camino había estado con el temor constante de que cayera detrás del coche y se rompiera el cuello o fuera a parar a las patas traseras del poni. Finalmente, le amenazó con azotarle tan pronto llegara a casa. En seguida Davy se sentó en su regazo, haciendo caso omiso de los ruidos, le echó sus brazos regordetes al cuello y le dio un abrazo de oso.

—No creo que lo diga de veras —dijo besándole afectuosamente la arrugada mejilla—. No parece una señora capaz de azotar a un niño nada más que porque no se queda quieto. Cuando era como yo ¿no le resultaba muy difícil estarse quieta?

—No, siempre me quedaba quieta cuando me lo ordenaban —dijo Marilla, hablando secamente aunque sentía ablandársele el corazón ante las impulsivas caricias de Davy.

—Bueno, creo que eso fue porque era nena —respondió el niño, volviendo a su lugar después de otro abrazo—. Alguna vez fue una niña, supongo, aunque sea muy divertido pensarlo. Dora se puede sentar quieta… pero a mí no me parece divertido. Me parece muy tonto ser niña. Dora, te voy a despertar un poco.

El método empleado por Davy era apoderarse de los rizos de Dora y darles un tirón. Dora lanzó un chillido y se puso a llorar.

—¿Cómo puedes ser tan malo cuando tu pobre madre acaba de ser enterrada? —dijo Marilla tristemente.

—Pero a ella le gustó morirse —dijo Davy confidencialmente—. Lo sé porque me lo dijo. Estaba terriblemente cansada de estar enferma. Hablamos mucho la noche antes de que muriera. Me contó que me iba a llevar con Dora durante el invierno y me pidió que fuera bueno. Voy a ser bueno, pero ¿no se puede ser tan bueno moviéndose como estando quieto? Y dijo que también debía ser bueno con Dora y protegerla y así lo voy a hacer.

—¿Llamas ser bueno a tirarle del pelo?

—Bueno, no voy a dejar que nadie más lo haga —dijo Davy, cerrando el puño y frunciendo el ceño—. Lloró porque es una nena. Me alegro de ser hombre, pero no de ser mellizo. Cuando la hermana de Jimmy Sprott le contradice, él le dice: «Soy mayor que tú, por lo tanto sé más» y eso la hace callar. Pero no le puedo decir eso a Dora y se empeña en pensar distinto de mí. ¿Me puede dejar guiar el coche un rato, ya que soy hombre?

Marilla era la mujer más agradecida cuando entró en su campo, donde la noche otoñal danzaba entre las amarillentas hojas. Ana estaba en la puerta, lista para bajar a los mellizos. Dora se sometió con calma a que la besaran, pero Davy respondió a la bienvenida de Ana con uno de esos cariñosos abrazos y el alegre anuncio de: «Yo soy el señor Davy Keith».

Durante la cena, Dora se comportó como una señorita, pero la actitud de Davy dejó mucho que desear.

—Tengo tanta hambre que no me deja tiempo para comer correctamente —dijo cuando Marilla lo reprendió—. Dora no tiene ni la mitad de hambre que yo. Mire todo el ejercicio que hice para venir aquí. Esa torta es lo mejor de lo mejor. Hacía muchísimo tiempo que no comíamos torta en casa, porque mamá estaba demasiado enferma para hacerla y la señora Sprott decía que ya era demasiado hacernos el pan. Y la señora Wiggins nunca les pone ciruelas a sus tortas. ¿Puedo servirme otro trozo?

Marilla hubiera dicho que no, pero Ana cortó un generoso pedazo. Sin embargo, recordó a Davy que debía decir «gracias». Éste hizo una mueca y le dio un buen mordisco. Cuando hubo terminado con su trozo, dijo:

—Si me diera otro trozo, le daría las gracias por él.

—No, ya has comido bastante torta —respondió Marilla, en un tono que Ana conocía y que Davy llegaría a conocer en el futuro como definitivo.

Davy guiñó el ojo a Ana e inclinándose de pronto sobre la mesa, le quitó a Dora su trozo de torta, al cual la niña había dado sólo un pequeño bocado y, abriendo cuanto pudo la boca, se metió el trozo íntegro. Los labios de Dora temblaron y Marilla quedó muda de horror. Ana exclamó, con su tono «magistral»:

—¡Oh, Davy!, los caballeros no hacen cosas así.

—Ya lo sé —dijo el niño tan pronto pudo hablar—; pero yo no soy un caballero.

—¿Pero no lo quieres ser? —dijo la sorprendida Ana.

—Claro que sí. Pero uno no es un caballero hasta que es mayor.

—Ya lo creo que sí —se apresuró a decir Ana, creyendo ver una buena oportunidad para sembrar para el futuro—. Se puede empezar a ser caballero cuando se es pequeño. Y los caballeros nunca arrebatan cosas a las chicas, ni se olvidan de dar las gracias, ni tiran de los cabellos.

—Entonces no se divierten mucho —dijo Davy con franqueza—. Sospecho que esperaré a crecer, antes de serlo.

Marilla, con aire resignado, había cortado otro trozo para Dora. No se sentía capaz de lidiar a Davy en aquellos momentos. Había sido un día duro para ella, con el funeral y el largo viaje. En aquel momento contemplaba el futuro con un pesimismo digno de Eliza Andrews.

Los mellizos no se parecían mucho, aunque ambos eran rubios. Dora tenía largos y suaves rizos, siempre arreglados. Davy poseía unos indomables cabellos rubios. Los ojos castaños de Dora eran suaves y dulces; los de Davy, tan inquietos como los de un trasgo. La nariz de Dora era recta; la de su hermano, positivamente chata. La boca de Dora era «fruncida»; la de Davy, toda sonrisas y, además, tenía un hoyuelo en una sola mejilla, lo que le daba un aspecto cómico cuando reía. Alegría y travesuras danzaban en los rincones de su boca.

—Será mejor que os acostéis —dijo Marilla, que pensaba que ésa era la mejor forma de deshacerse de ellos—. Dora dormirá conmigo y tú puedes poner a Davy en la buhardilla del oeste. ¿Tú no tienes miedo de dormir solo, Davy?

—No, pero no pienso ir a dormir hasta dentro de un rato.

—Oh, ya lo creo que sí.

Eso fue cuanto dijo la sufrida Marilla, pero en su tono había algo que hizo callar al mismo Davy. El pequeño subió obediente con Ana.

—Cuando sea grande, lo primero que haré será estar levantado toda la noche para ver qué ocurre —le dijo en tono confidencial.

En los años que siguieron, Marilla no pudo pensar en aquella primera semana de la estancia de los mellizos sin echarse a temblar. En realidad, no fue peor que las que siguieron, pero le pareció así en razón de la novedad. Apenas había un momento del día en que Davy no estuviera portándose mal o planeando hacerlo, pero su primera hazaña notable ocurrió dos días después de su llegada, un domingo por la mañana, un día hermoso y cálido, como si fuera de septiembre. Ana le vistió para ir a la iglesia mientras Marilla arreglaba a Dora. Davy al comienzo protestó enérgicamente por tener que lavarse la cara.