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100 Clásicos de la Literatura

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No obstante, ocurrió un ridículo percance, que resultó oportuno porque nos proporcionó algo de que reírnos.

En el momento en que llegábamos a las puertas de la ciudad, apareció corriendo una hermosa muchacha con flores en la mano y se las ofreció a Good (al parecer, a todas les gustaba Good; yo creo que su monóculo y la media barba le proporcionaban un valor de fábula) y le dijo que quería pedirle una gracia.

—Habla.

—Que mi señor enseñe las hermosas piernas blancas a su sierva, para que su sierva pueda verlas y recordarlas durante toda su vida, y hablar de ellas a sus hijos. Su sierva ha viajado durante tres días para verlas, porque su fama se ha extendido por todo el país.

—¡Que me cuelguen si lo hago! —exclamó Good nervioso.

—Vamos, vamos, querido amigo —dijo sir Henry—, no se puede negar a complacer a una dama.

—Ni hablar —dijo Good con obstinación—; es una perfecta indecencia.

Pero finalmente consintió en levantarse los pantalones hasta las rodillas, entre exclamaciones de extasiada admiración de todas las mujeres presentes, especialmente de la joven cuyo deseo había satisfecho, y así tuvo que caminar hasta que salimos de la ciudad.

Me temo que las piernas de Good no volverán a inspirar jamás tanta admiración. De sus dientes móviles y de su «ojo transparente» llegaron a cansarse un poco, pero no de sus piernas.

Mientras viajábamos, Infadoos nos contó que había otro paso por las montañas, al norte de la gran carretera de Salomón, o más bien que había un lugar por el que se podía bajar el precipicio que separaba Kukuanalandia del desierto, interrumpido por los Senos de Saba. Al parecer, hacía más de dos años, un grupo de cazadores kukuanas había descendido por ese camino hasta el desierto, en busca de avestruces, cuyas plumas eran muy apreciadas entre ellos para confeccionar tocados guerreros, y que en el transcurso de la expedición de caza se alejaron de las montañas y sufrieron a causa de la sed. Pero, al ver árboles en el horizonte, se dirigieron hacia ellos y descubrieron un oasis grande y fértil de varias millas de extensión, con agua en abundancia. Fue por este oasis por donde nos sugirió que regresáramos. La idea nos pareció buena, porque así podríamos evitar los rigores del paso de la montaña. Teníamos a nuestra disposición a algunos de aquellos cazadores para que nos guiaran hasta el oasis, desde el cual, según afirmaron, ellos habían visto otros puntos fértiles en el desierto.

Caminando sin prisas, en la noche del cuarto día de viaje nos encontramos una vez más en la cresta de las montañas que separan Kukuanalandia del desierto, que se extendía en ondas arenosas a nuestros pies, a unas veinticinco millas al norte de los Senos de Saba.

Al amanecer del día siguiente, nos condujeron al borde de una pendiente escarpada por la que debíamos descender al precipicio para llegar al desierto, que se extendía abajo, a más de dos mil pies.

Allí nos despedimos de Infadoos, verdadero amigo y guerrero curtido, quien nos deseó toda suerte de parabienes con gran solemnidad y casi llorando de pena.

—Mis señores —dijo—, nunca verán mis viejos ojos a nadie como vosotros. ¡Ah! ¡Cómo acuchillaba Incubu a los enemigos en la batalla! ¡Ah! ¡Cómo cortó de un solo golpe la cabeza de mi hermano Twala! Fue hermoso, ¡muy hermoso! No tengo esperanzas de ver nada igual, a no ser en un sueño feliz.

Lamentamos mucho separarnos de él. Good estaban tan emocionado que le regaló un recuerdo… ¿No se lo imaginan? Un monóculo. (Después descubrimos que era uno de repuesto). Infadoos quedó encantado al comprender que la posesión de semejante objeto aumentaría su enorme prestigio y, tras varios intentos vanos, por fin consiguió ajustárselo al ojo. Nunca he visto nada tan incongruente como aquel viejo guerrero con monóculo. Los monóculos no pegan con las capas de piel de leopardo y los penachos de plumas negras de avestruz.

A continuación, tras comprobar que nuestros guías iban bien provistos de agua y víveres, y de recibir el atronador saludo de despedida de los «búfalos», estrechamos la mano del viejo guerrero e iniciamos el descenso. Resultó ser una tarea ardua, pero por la tarde nos encontrábamos en el fondo del precipicio sin haber sufrido percances.

—¿Saben una cosa? —dijo sir Henry aquella noche mientras contemplábamos los enhiestos picos que se alzaban por encima de nuestras cabezas, sentados junto al fuego—. Creo que hay lugares en el mundo peores que Kukuanalandia, y que he pasado épocas menos felices que los últimos dos meses, aunque nunca tan extrañas. ¿Y ustedes, amigos?

—A mí casi me gustaría volver —dijo Good con un suspiro.

En cuanto a mí, pensé que bien está lo que bien acaba; pero en el transcurso de una larga vida de peligros, nunca me había enfrentado con ninguno parecido a los que había sufrido últimamente. Al pensar en aquella batalla, aún me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. ¡Y con respecto a nuestra experiencia en la cámara del tesoro…!

A la mañana siguiente iniciamos una penosa marcha a través del desierto, con una buena reserva de agua que transportaban nuestros cinco guías, y por la noche acampamos a cielo abierto, para continuar al amanecer del día siguiente.

A mediodía del tercer día de viaje vimos los árboles del oasis de que hablaban los guías, y una hora antes de la puesta del sol caminábamos una vez más sobre hierba y escuchábamos el sonido del correr del agua.

20. Lo encontramos

Y ahora llego a lo que tal vez sea el hecho más extraño de esta no menos extraña historia, y que demuestra la forma increíble de suceder que tienen las cosas.

Caminaba yo tranquilamente, un poco delante de los otros dos, por las riberas del riachuelo que fluía desde el oasis hasta el punto en que se lo tragaban las sedientas arenas del desierto, cuando de repente me detuve y me froté los ojos. Allí, a menos de veinte yardas, en una situación envidiable, a la sombra de una especie de higuera, y al lado del riachuelo, había una bonita cabaña, construida más o menos al modo de los cafres, con hierba y juncos, pero con una auténtica puerta en lugar de un simple agujero.

«¿Qué demonios pinta una cabaña aquí?», me dije para mis adentros. En ese mismo momento se abrió la puerta de la cabaña y salió renqueando un hombre blanco vestido con pieles de animales y con una enorme barba negra. Ningún cazador puede llegar a semejante lugar, y sin duda ningún cazador se hubiera establecido allí. Seguí mirando y mirando, y lo mismo hizo aquel hombre, y en ese mismo instante llegaron junto a mí sir Henry y Good.

—Miren allí, amigos —dije—. ¿Es un hombre blanco o es que estoy loco?

Sir Henry miró; también miró Good, y, de repente, el hombre blanco lisiado profirió un fuerte grito y se dirigió hacia nosotros corriendo. Cuando estuvo cerca, cayó al suelo, como desmayado.

Sir Henry llegó a mi lado de un salto.

—¡Cielo santo! —gritó—. ¡Es mi hermano George!

Al ruido del alboroto, salió de la choza otra persona también cubierta de pieles, con un rifle en la mano, y vino corriendo hacia nosotros. Al verme, también profirió un grito.

—¡Macumazahn! —exclamó—. ¿No me reconoces, baas? Soy Jim, el cazador. Perdí la nota que me diste para que se la entregase al baas, y llevamos aquí casi dos años. Aquel hombre cayó a mis pies y rodó por el suelo, llorando de alegría.

—¡Insensato! —dije—. ¡Desollado tenías que estar!

Entretanto, el hombre de la barba negra se había recuperado y levantado, y él y sir Henry se estrecharon las manos con fuerza, al parecer sin decir palabra. Pero, cualquiera que hubiera sido el motivo de su riña en el pasado (sospecho que se trataba de una dama, pero nunca lo pregunté), evidentemente estaba olvidado.

—Querido muchacho —dijo al fin sir Henry—; creía que habías muerto. He ido hasta las montañas de Salomón para buscarte, y te encuentro colgado en el desierto, como un viejo aasvógel (‘buitre’).

—Intenté cruzar las montañas de Salomón hace casi dos años —replicó aquel hombre en el tono vacilante de quien ha tenido pocas oportunidades recientes de hablar en su lengua materna—, pero al llegar allí me cayó una roca en la pierna y me la rompió, y no he podido avanzar ni retroceder.

—¿Cómo está usted, señor Neville? —dije—. ¿Se acuerda de mí?

—Pero, vaya —dijo—, si es Quatermain… y Good. Esperen un momento, amigos; me estoy mareando otra vez. ¡Es todo tan extraño y, cuando se ha perdido la esperanza, tan hermoso!

Aquella noche, junto al fuego, George Curtis nos contó su historia, que, a su manera, era casi tan asombrosa como la nuestra, y que, resumida, venía a consistir en lo siguiente: hacía poco menos de dos años había salido del kraal de Sitanda con la intención de llegar a las montañas. En cuanto a la nota que yo le había enviado por mediación de Jim, resultó que el nativo la había perdido, y que Curtis no había oído hablar de ella hasta aquel día. Pero, fiándose de ciertos informes que le habían proporcionado los nativos, se dirigió, no a los Senos de Saba, sino a la pendiente en forma de escalera de la que nosotros veníamos, que, sin duda, era una ruta mejor que la que había señalado Da Silvestra en el mapa. Él y Jim sufrieron grandes penalidades en el desierto, pero finalmente llegaron al oasis, donde le ocurrió un terrible accidente a Curtis. El mismo día de su llegada se encontraba sentado junto al río, mientras Jim extraía miel de una colmena de abejas sin aguijón, que abundan en el desierto, en la pequeña elevación de terreno que formaba la ribera, justo encima de George Curtis. Al hacerlo, se desprendió una enorme roca que cayó sobre la pierna derecha de éste y la aplastó de un modo atroz. Desde ese día había quedado tan lisiado que le resultó imposible avanzar ni retroceder, por lo que prefirió la posibilidad de morir en el oasis a la certeza de perecer en el desierto.

 

En cuanto a la comida, se las habían arreglado bastante bien, ya que contaban con una buena provisión de municiones, y al oasis acudían a beber gran número de animales salvajes, especialmente por la noche. Los mataban o les tendían trampas, y utilizaban la carne como alimento y, cuando sus ropas se desgastaron, las pieles para abrigarse.

—Y así —concluyó— hemos vivido durante casi dos años, como un Robinson Crusoe con su criado Viernes, esperando contra toda esperanza que llegara algún nativo a ayudarnos a salir de aquí, pero no ha venido nadie. Anoche decidimos que Jim iba a dejarme para intentar llegar al kraal de Sitanda y traer ayuda. Iba a marcharse mañana, pero yo tenía pocas esperanzas de volver a verlo; y ahora apareces tú y de la forma más inesperada, tú, a quien imaginaba viviendo cómodamente en la vieja Inglaterra, olvidado por completo de mi persona, y me encuentras en el lugar más insospechado. Es la cosa más increíble del mundo, y también la más misericordiosa.

A continuación sir Henry se puso a contarle los acontecimientos principales de nuestra aventura, y se quedaron en vela hasta altas horas de la madrugada, hablando.

—¡Caramba! —exclamó George Curtis al mostrarle unos diamantes—. Bueno, al menos ustedes han logrado algo después de tantas desdichas, porque lo que es yo…

Sir Henry se echó a reír.

—Son de Quatermain y Good. Forman parte del trato según el cual, en caso de haber botín, debían repartírselo entre los dos.

Esta observación me hizo reflexionar y, tras hablar con Good, le dije a sir Henry que deseábamos que se llevara un tercio de los diamantes, o que, si no lo hacía así, le diera su parte a su hermano, que había sufrido incluso más que nosotros por obtenerlos. Finalmente, le convencimos para que aceptase este acuerdo, pero George Curtis no se enteró hasta que transcurrió algún tiempo.

Creo que, llegado a este punto, debo dar por terminada esta historia. El viaje de regreso al kraal de Sitanda por el desierto fue muy arduo, especialmente porque teníamos que ayudar a caminar a George Curtis, cuya pierna derecha estaba verdaderamente débil y se le astillaban los huesos continuamente. Pero lo logramos, y entrar en más detalles sólo significaría repetir lo que nos había ocurrido anteriormente.

Seis meses después de nuestro regreso al kraal de Sitanda, donde hallamos nuestras armas y otras pertenencias intactas, pese a que el viejo sinvergüenza a cuyo cuidado las habíamos dejado se sintió muy contrariado de que hubiéramos sobrevivido para reclamarlas, nos encontramos una vez más sanos y salvos en mi casita de Berea, cerca de Durban, donde ahora escribo. Allí me despedí de todos mis compañeros del viaje más extraño que he hecho en el transcurso de una vida larga y rica en experiencias.

Justo en el momento en que escribía las últimas palabras, vi llegar a un cafre por la avenida de los naranjos con una carta en un bastón hendido que acababa de recoger en la oficina de correos. Resultó ser de sir Henry y, como habla por sí misma, la reproduzco entera.

1 de octubre de 1884 Brayley Hall, Yorkshire

Estimado Quatermain:

Le envié unas líneas hace unas cuantas semanas para decirle que nosotros tres, George, Good y yo, llegamos sin novedad a Inglaterra. Desembarcamos en Southampton y nos dirigimos a la ciudad. Tendría que haber visto el magnífico aspecto que presentaba Good al día siguiente, perfectamente afeitado, con una levita que le sentaba como un guante, monóculo nuevo, etc., etc. Fui a dar un paseo con él por el parque, me encontré con algunos conocidos, y les conté inmediatamente la historia de las «hermosas piernas blancas» de Good.

El capitán está furioso, especialmente porque alguna persona con muy mala idea lo ha publicado en un periódico.

Pero vayamos al grano. Good y yo llevamos los diamantes a Streeter para que los tasaran, como habíamos acordado, y realmente no me atrevo a decirle la cifra que nos dieron, de tan grande como es. Nos dijeron que, naturalmente, los habían valorado un poco a ojo de buen cubero, porque no tenían noticias de que nadie hubiera puesto en el mercado nada parecido y en tan grandes cantidades. Al parecer son de la mejor calidad (salvo uno o dos ejemplares de los más grandes), idénticos en todos los sentidos a las mejores gemas brasileñas. Les pregunté si querían comprarlos, pero respondieron que no podían hacerlo y nos recomendaron que los fuéramos vendiendo poco a poco, por temor a inundar el mercado. No obstante, ofrecen ciento ochenta mil libras por una pequeña partida.

Tiene que volver a Inglaterra, Quatermain, para ver todos estos asuntos, especialmente si insiste en ofrecer el magnífico regalo de un tercio de los diamantes, que no me pertenece a mí, a mi hermano George. En cuanto a Good, no sirve para estas cosas. Anda demasiado ocupado en afeitarse y en otras cuestiones relacionadas con el vano adorno corporal. Creo que todavía está muy afectado por lo de Foulata. Me ha contado que, desde su regreso, no ha visto a ninguna mujer que pueda compararse con ella, ni por su figura ni por la dulzura de su expresión.

Quiero que vuelva a Inglaterra, querido y viejo camarada, y que se compre una casa cerca de aquí. Ya ha trabajado bastante, y ahora tiene un montón de dinero. Aquí cerca hay una casa en venta que le iría a las mil maravillas. Venga: cuanto antes, mejor. Puede acabar de escribir sus aventuras en el barco. Nos hemos negado a contar la historia hasta que usted lo haga por escrito, por temor a que no nos crean. Si parte al recibir la presente carta, llegará aquí por Navidades, y le invito a pasarlas conmigo. Van a venir Good y George, y su hijo Harry (esto es un soborno). Lo he llevado conmigo a una cacería que ha durado una semana y me cae muy bien. Es muy simpático. Me pegó un tiro en una pierna, me extrajo los perdigones y después hizo ciertas observaciones sobre las ventajas de llevar a un estudiante de medicina en las cacerías.

¡Adiós, viejo amigo! No puedo decirle nada más, pero sé que vendrá, aunque sólo sea por complacer a su sincero amigo:

HENRY CURTIS

P. S. —He colocado los colmillos del elefante que mató al pobre Khiva en el recibidor, sobre la cornamenta del búfalo que usted me regaló, y tienen un aspecto espléndido. El hacha con que le corté la cabeza a Twala está clavada en la pared, sobre mi escritorio. Ojalá hubiéramos podido traer las cotas de malla.

H. C.

Hoy es martes. El viernes sale un vapor, y creo que voy a hacer caso a Curtis y a tomarlo para ir a Inglaterra, aunque sólo sea para ver a mi hijo Harry y para ocuparme de la publicación de esta historia, tarea que no me gustaría confiar a nadie.

ALLAN QUATERMAIN

La Ilíada

Por

Homero

Canto I

Peste – Cólera

Después de una corta invocación a la divinidad para que cante «la perniciosa ira de Aquiles», nos refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo para rescatar a su hija, que había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón; éste desprecia al sacerdote, se niega a darle la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo, indignado, suscita una terrible peste en el campamento; Aquiles reúne a los guerreros en el ágora por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo dicho al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera que referirse a Agamenón, se sabe por fin que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote Crises ha sido la causa del enojo del dios. Esta declaración irrita al rey, que pide que, si ha de devolver la esclava, se le prepare otra recompensa; y Aquiles le responde que ya se la darán cuando tomen Troya. Así, de un modo tan natural, se origina la discordia entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. La riña llega a tal punto que Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese impedido la diosa Atenea; entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y amenaza a Aquiles con quitarle la esclava Briseida, a pesar de la prudente amonestación que le dirige Néstor; se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos heraldos a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseide; Ulises y otros griegos se embarcan con Criseida y la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que suba al Olimpo e impetre de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón comprenda la falta que ha cometido; Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce una violenta disputa entre Zeus y Hera, a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y los dioses celebran un festín espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus palacios.

1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

8 ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando redimir a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:

17 —¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! ¡Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria! Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que hiere de lejos.

22 Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras voces:

26 —No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más sano y salvo.

33 Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio por la orilla del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:

37 —¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!

43 Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.

53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:

59 —¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —pues también el sueño procede de Zeus—, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá librarnos de la peste.

68 Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante Testórida, el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo—, y benévolo los arengó diciendo:

 

74 —¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y, si bien en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.

84 Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:

85 —Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente se jacta de ser en mucho el más poderoso de todos los aqueos.

92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:

93 —No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el que hiere de lejos nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.

101 Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:

106 —¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había correspondido.

121 Replicóle enseguida el celerípede divino Aquiles:

122 —¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte algunas cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya.

130 Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:

131 Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento, pues no podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente… Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, echemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú, Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con sacrificios al que hiere de lejos.

148 Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:

149 —¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan—, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te tomas ningún cuidado, y aun me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad de los troyanos; aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y riqueza.

172 Contestó enseguida el rey de hombres, Agamenón:

173 —Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones, no me importa que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseide, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseide, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas bien cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.

188 Así dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvían en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se interesaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:

202 —¿Por qué nuevamente, oh hija de Zeus, que lleva la égida, has venido? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón Atrida? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.

206 Díjole a su vez Atenea, la diosa de ojos de lechuza:

207 —Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se interesa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúrialo de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.