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100 Clásicos de la Literatura

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Lo dejó al cabo de un rato y regresó sediento, por lo que tuvo que beber un poco de agua. Después de esa tentativa, desechamos la idea de gritar, porque repercutía en la reserva de agua.

De modo que volvimos a sentarnos apoyados contra las arcas de inútiles diamantes, en aquella terrible inacción que era una de las características más penosas de nuestro destino; y debo decir que, por mi parte, me abandoné a la desesperación. Apoyé la cabeza sobre los anchos hombros de sir Henry y rompí en llanto; creo que oí sollozar a Good al otro lado y renegar con voz ronca contra sí mismo por ello.

¡Ah, qué bueno y valiente era aquel gran hombre! No nos hubiera tratado con mayor ternura si hubiéramos sido dos niños asustados y él nuestra niñera. Olvidando sus propias desdichas, hizo todo lo posible por calmar nuestros nervios destrozados; nos contó historias sobre hombres que se habían encontrado en circunstancias semejantes a las nuestras y que habían sobrevivido milagrosamente; y, cuando esto dejó de animarnos, observó que, después de todo, no era más que la anticipación del final que a todos nos llega, que pronto acabaría todo y que la muerte por inanición es piadosa (lo que no es cierto). Después utilizó otra táctica que ya le había visto poner en práctica anteriormente, y nos sugirió que nos entregáramos a la merced del Poder Supremo, cosa que yo hice con todas mis fuerzas.

Es el suyo un carácter maravilloso, muy tranquilo pero fuerte.

Y así transcurrió el día, como había transcurrido la noche (si es que pueden utilizarse estos términos cuando se está rodeado por la más negra oscuridad), y al encender una cerilla para ver qué hora era, comprobé que eran las siete.

Volvimos a comer y a beber, y mientras tanto se me ocurrió una idea.

—¿Cómo es posible —pregunté— que el aire se mantenga fresco en este lugar? Es denso y pesado, pero sigue fresco.

—¡Cielo santo! —exclamó Good, levantándose de un salto—. No había pensado en eso. No puede entrar por la puerta de piedra, porque está cerrada herméticamente. Debe venir de otra parte. Si no existiera una corriente de aire, nos hubiéramos asfixiado desde el primer momento. Vamos a echar un vistazo.

Es portentoso el cambio que produjo en nuestro ánimo aquella chispa de esperanza. Al momento siguiente, los tres nos arrastrábamos por la cueva a cuatro patas, palpando el suelo para encontrar el menor indicio de una corriente de aire. De repente mi ardor quedó refrenado. Puse la mano sobre algo frío. ¡Era el rostro de la difunta Foulata!

Seguimos palpando durante una hora o más, hasta que finalmente sir Henry abandonó, desesperado, tras habernos hecho numerosas heridas al golpearnos la cabeza constantemente contra los colmillos de elefante, las arcas y las paredes de la cámara. Pero Good perseveró, diciendo, en un tono parecido a la jovialidad, que era mejor hacer eso que no hacer nada.

—Escúchenme, amigos —dijo de repente, con voz turbada—; vengan aquí.

No hace falta decir que nos precipitamos hacia él con toda rapidez.

—Quatermain, ponga su mano aquí, donde está la mía. ¿Siente algo?

—Creo que por aquí sube aire. —Muy bien—. Se levantó y dio una patada, y nuestros corazones se agitaron con una llamarada de esperanza. Sonaba hueco.

Encendí una cerilla con manos temblorosas. Sólo me quedaban tres. Vimos que nos encontrábamos en el ángulo del extremo opuesto de la cámara del tesoro, hecho que explicaba que no nos hubiéramos dado cuenta del sonido hueco de aquel punto en nuestro exhaustivo examen anterior. Mientras duró el resplandor de la cerilla escudriñamos el lugar. Había una juntura en el suelo de roca y, ¡cielo santo!, allí, al nivel de la roca, una anilla de piedra. No dijimos ni media palabra; estábamos demasiado nerviosos y nuestros corazones latían demasiado deprisa, animados por la esperanza, para poder hablar. Good tenía un cuchillo en uno de cuyos extremos había uno de esos ganchos que se utilizan para extraer piedras de los cascos de los caballos. Lo abrió y arañó la anilla con él. Finalmente lo metió por debajo y lo levantó suavemente por temor a romper el gancho. La anilla comenzó a moverse. Al ser de piedra, no se había oxidado durante los siglos que había estado allí, como hubiera sido el caso de haber estado hecha de hierro. Por fin quedó de pie. Entonces la agarró con las manos y tiró con todas sus fuerzas, pero no se movió.

—Déjeme intentarlo —dije impaciente, porque la piedra estaba colocada de tal forma, justo en la esquina, que resultaba imposible que dos personas tiraran de ella al mismo tiempo. La cogí y me esforcé por levantarla, sin ningún resultado.

A continuación fue sir Henry quien lo intentó, y tampoco logró nada.

Good volvió a coger el gancho y raspó en torno a la grieta por la que se sentía ascender el aire.

—Ahora, Curtis —dijo—, ataque, y déjese los riñones en ello si es necesario. Usted tiene la fuerza de dos hombres. Espere.

Sacó un fuerte pañuelo de seda negra, que, fiel a sus hábitos de limpieza, aún conservaba, y lo pasó por la anilla.

—Quatermain, sujete a Curtis por la cintura y tire con todas sus fuerzas cuando yo diga: ¡Ahora!

Sir Henry desplegó sus enormes fuerzas y Good y yo hicimos lo mismo, con toda la energía que nos había otorgado la naturaleza.

—¡Tiren! ¡Tiren! Está cediendo —dijo sir Henry con voz entrecortada, y oí crujir los músculos de su enorme espalda. De repente se oyó un ruido de algo que se rompía, sentimos una corriente de aire y caímos de espaldas al suelo con una pesada losa encima. La fuerza de sir Henry lo había logrado.

—Encienda una cerilla, Quatermain —dijo en cuanto nos levantamos y recuperamos el aliento—; tenga cuidado.

La encendí y, ¡loado sea Dios!, ante nosotros vimos el primer peldaño de una escalera de piedra.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Good.

—Pues seguir la escalera, naturalmente, y encomendarnos a la Providencia.

—¡Esperen! —dijo sir Henry—. Quatermain, coja el biltong y el agua que queda. Podemos necesitarlos.

Fui arrastrándome hasta los arcones con ese propósito, y al mismo tiempo, se me ocurrió una idea. No habíamos pensado mucho en los diamantes durante las últimas veinticuatro horas; en verdad, la idea de los diamantes nos producía náuseas al ver las consecuencias que nos habían acarreado; pero pensé que podía guardarme algunos para el caso de que saliéramos de aquel agujero asqueroso. De modo que metí la mano en el primer arca y llené todos los bolsillos de mi cazadora. El último puñado —y esto fue una idea verdaderamente feliz— fue de las joyas grandes que contenía el tercer arcón.

—¡Oigan, amigos! —grité—. ¿No van a llevarse ningún diamante? Yo me he llenado los bolsillos.

—¡Al diablo con los diamantes! —dijo sir Henry—. Ojalá no vuelva a ver uno en mi vida.

Good no hizo el menor comentario. Creo que estaba despidiéndose de los restos de la pobre muchacha que tanto le había amado. Y por extraño que pueda parecerle a usted, lector, que estará sentado cómodamente en su casa reflexionando sobre la fortuna enorme, inconmensurable, que abandonábamos en aquellos momentos, puedo asegurarle que, si hubiera pasado veintiocho horas con prácticamente nada que comer ni que beber, no se hubiera molestado en cargarse de diamantes antes de internarse en las desconocidas entrañas de la tierra, con la loca esperanza de escapar de una muerte espeluznante. De no ser por el hábito, que se ha convertido prácticamente en una segunda naturaleza, adquirido a lo largo de toda mi vida, de no desechar nada que merezca la pena si existe la mínima posibilidad de llevármelo, estoy seguro de que no me hubiera molestado en llenarme los bolsillos de diamantes.

—Vamos, Quatermain —dijo sir Henry, que ya se encontraba en el primer peldaño de la escalera de piedra—. Tenga cuidado. Yo iré delante.

—Fíjense dónde ponen los pies; puede haber algún agujero debajo —dije.

—Es mucho más probable que haya otra habitación —dijo sir Henry mientras descendía lentamente, contando los peldaños.

Al llegar al decimoquinto peldaño se detuvo.

—Esto es el final —dijo—. ¡Gracias a Dios! Creo que hay un pasadizo. Bajen.

Good bajó a continuación y yo le seguí, y al llegar al final, encendí una de las dos cerillas que quedaban. A su luz vimos que nos encontrábamos en un estrecho túnel que discurría a izquierda y derecha, formando ángulo recto con la escalera que acabábamos de bajar. Sin darnos tiempo a descubrir nada más, la cerilla me quemó los dedos y se apagó. Entonces se nos planteó el delicado problema del camino que debíamos seguir. Naturalmente, era imposible saber cómo era el túnel ni hacia dónde se dirigía, y tomar un camino determinado podía conducirnos a la salvación, y el otro a la muerte. Nos quedamos absolutamente perplejos; finalmente Good cayó en la cuenta de que al encender la cerilla, la corriente de aire del pasadizo había hecho que la llamase torciera hacia la izquierda.

—Vayamos contra la corriente —dijo—; el aire va hacia adentro, no hacia afuera.

Nos pareció bien la sugerencia y, palpando las paredes con las manos, mientras tanteábamos el suelo a cada paso, salimos de aquella maldita cámara en nuestra desesperada lucha por sobrevivir. Si vuelve a entrar en ella algún ser vivo, cosa que no creo que suceda, encontrará huellas de nuestra presencia allí en las arcas abiertas llenas de joyas, en la lámpara vacía y en los blancos huesos de la pobre Foulata.

Tras caminar a tientas durante un cuarto de hora por el pasadizo, éste presentaba una curva o estaba simplemente interceptado por otro pasadizo, que seguimos para desembocar en un tercero. Así seguimos durante varias horas. Al parecer, nos encontrábamos en un laberinto de piedra que no llevaba a ninguna parte. Por supuesto, no sé qué eran todos esos pasadizos, pero pensamos que serían las galerías de una antigua mina, cuyos pozos se entrecruzaban una y otra vez dependiendo del lugar en que se encontrase la veta del mineral. Ésta es la única explicación que se nos ocurrió para justificar tal cantidad de pasadizos.

 

Nos detuvimos al cabo de un rato, completamente agotados por el cansancio y por la ansiedad que atenaza el corazón de los que ven sus esperanzas pospuestas, y devoramos los escasos restos de biltong y bebimos el último sorbo de agua, porque teníamos la garganta como hornos de cal. Teníamos la sensación de haber escapado a la Muerte en la oscuridad de la cámara del tesoro para encontrarnos con ella en la oscuridad de los túneles.

Mientras descansábamos, completamente deprimidos una vez más, me pareció oír un ruido, hecho que señalé a mis compañeros. Era muy débil y venía de muy lejos, pero era un ruido, un sonido, un murmullo apagado, porque los otros también lo oyeron. No hay palabras para describir lo que sentimos tras todas aquellas horas de espantoso silencio absoluto.

—¡Cielos! Es agua —gritó Good—. Vamos.

Nos dirigimos hacia el lugar de donde parecía provenir el débil murmullo, caminando a tientas por el pasadizo. A medida que avanzábamos se hizo cada vez más audible, hasta que, finalmente, pudimos oírlo perfectamente en medio del silencio. Seguimos caminando hasta que distinguimos claramente el inconfundible rumor de un torrente de agua. Pero, ¿cómo es posible que hubiera un torrente en las entrañas de la tierra? Ya habíamos llegado muy cerca, y Good, que marchaba a la cabeza del grupo, juró que podía olerla.

—Vaya con cuidado, Good —dijo sir Henry—. Debemos estar casi encima. Se oyó un chapoteo y un grito de Good.

Había caído al agua.

—¡Good! ¡Good! ¿Dónde está? —gritamos angustiados. Con intenso alivio por nuestra parte, oímos que una voz sofocada nos contestaba:

—Estoy bien; me he agarrado a una roca. Enciendan una cerilla para ver dónde están.

Así lo hice a toda prisa. Era nuestra última cerilla. Su débil resplandor nos mostró una oscura masa de agua que corría a nuestros pies. No podíamos ver qué profundidad tenía, pero sí que nuestro compañero estaba allí, a poca distancia, agarrado a una roca que sobresalía.

—Prepárense para cogerme —dijo Good—. Voy a tener que nadar un poco.

A continuación oímos un chapoteo y un ruido de forcejeo. A los pocos segundos se aferró a la mano extendida de sir Henry y le pusimos a salvo en el suelo del túnel.

—¡Caramba! —exclamó entre jadeos—. A esto le llamo yo llegar y besar el santo. Si no es porque pude agarrarme a esa roca y porque sé nadar, no lo cuento. Es como un canal de molino, y no se toca fondo.

Estaba claro que no podíamos seguir por allí, así que, después de que Good hubo descansado un poco, de habernos saciado con el agua del río subterráneo, que era dulce y fresca, y de habernos lavado la cara, que buena falta nos hacía, nos alejamos de las riberas de aquella laguna Estigia africana y volvimos sobre nuestros pasos por el túnel, con Good chorreando agua a la cabeza del grupo. Al cabo de un rato llegamos a otro túnel que se dirigía a la derecha.

—Podríamos seguir por aquí —dijo sir Henry con voz cansada—; todos los caminos son parecidos. Lo único que podemos hacer es seguir caminando hasta que caigamos desfallecidos.

Seguimos caminando a trompicones y lentamente durante un largo rato, completamente agotados, con sir Henry a la cabeza del grupo.

De repente se detuvo y chocamos con él.

—¡Miren! —dijo en un susurro—. O me estoy volviendo loco, o ahí hay luz.

Concentramos nuestras miradas y, en efecto, allá a lo lejos vimos un punto reluciente, no más grande que un ventanuco. Era tan pequeño que dudo que lo hubieran podido percibir otros ojos que no fueran los nuestros, que durante tantos días no habían visto otra cosa que oscuridad.

Exhalamos un gemido de esperanza y nos apresuramos. Al cabo de cinco minutos, ya no nos cabía ninguna duda: era, efectivamente, una mancha de débil luz. Otro minuto más y recibimos un soplo de aire fresco. Seguimos avanzando. El túnel se estrechó súbitamente. Sir Henry cayó de rodillas. El túnel se hizo aún más estrecho, hasta convertirse en un tubo poco más grande que una guarida de zorros excavada en la tierra, y en verdad tierra era. Ya no había rocas.

Sir Henry logró salir tras muchos forcejeos, y lo mismo le ocurrió a Good, y también yo lo logré, y por encima de nuestras cabezas vimos las benditas estrellas, y en nuestras fosas nasales penetró el aire fresco. De súbito, el suelo cedió bajo nuestros pies y todos caímos rodando entre hierba y arbustos por la tierra húmeda y suave.

Me agarré a lo primero que pude y me detuve. Me incorporé y grité con voz potente. Oí un grito que respondía desde abajo, donde se había detenido sir Henry en su loca carrera al llegar a terreno llano. Me arrastré hasta él, y le vi sano y salvo, aunque jadeante. Después nos pusimos a buscar a Good. Le encontramos a poca distancia, encajado en una raíz en forma de horquilla. Presentaba un buen número de magulladuras, pero pronto se recuperó.

Nos sentamos en la hierba, con tal mezcla de sentimientos que realmente creo que llegamos a gritar de alegría. Habíamos escapado de aquella espantosa mazmorra, que estuvo a punto de convertirse en nuestra tumba. Sin duda, un poder misericordioso había guiado nuestros pasos hasta la guarida de chacales en que desembocaba el túnel (porque eso debía ser). Y allá arriba, en las montañas, la aurora que creímos no volver a ver jamás se encendía con tonos rosados.

Al cabo de un rato, la luz grisácea se deslizó por las laderas y comprobamos que nos encontrábamos en el fondo, o casi en el fondo, del enorme foso de la entrada de la caverna. Podíamos distinguir las oscuras siluetas de los tres colosos que estaban sentados en el borde. Con toda seguridad, los espantosos pasadizos por los que habíamos deambulado en aquella noche interminable estaban conectados en un principio con la gran mina de diamantes. En cuanto al río subterráneo en las entrañas de la tierra, sólo Dios sabe qué era, o de dónde venía ni adónde iba. Yo, desde luego, no siento ningún deseo de conocer su curso.

La claridad aumentó y siguió aumentando. Ya podíamos vernos las caras, y nunca he posado los ojos en un espectáculo semejante antes de ese momento, ni tampoco después. Con las mejillas chupadas, los ojos hundidos, cubiertos de polvo y barro de pies a cabeza, magullados, ensangrentados, con los caracteres del miedo a una muerte inminente aún grabados en el rostro, éramos en verdad una aparición que podía haber asustado a la mismísima luz del día. Pero afirmo con toda solemnidad que Good aún llevaba su monóculo en la misma posición. Dudo que se lo haya quitado jamás. Ni la oscuridad, ni el chapuzón en el río subterráneo, ni el rodar por la ladera habían podido separar a Good de su monóculo. Nos levantamos al cabo de un rato, por temor a que nuestros miembros se quedasen rígidos si permanecíamos allí sentados, y empezamos a ascender las empinadas laderas del gran foso. Durante una hora o más caminamos penosamente por la arcilla azul, arrastrándonos con la ayuda de las raíces y matojos que la cubrían. Por fin llegamos a la gran carretera, en el lado del foso frente al que se alzaban los colosos.

Junto a la carretera, a una distancia de cien yardas, ardía un fuego entre unas chozas, y alrededor de la hoguera se veían varias siluetas. Nos dirigimos hacia allí, apoyándonos unos en otros y deteniéndonos a cada pocos pasos. Una de las siluetas se levantó, nos vio y cayó al suelo, gritando de miedo.

—¡Infadoos, Infadoos! ¡Somos nosotros, tus amigos!

Nos pusimos de pie. Él corrió hacia nosotros, mirándonos con los ojos desorbitados y aún temblando de miedo.

—¡Oh, mis señores, mis señores!… ¡Sois realmente vosotros, que habéis vuelto de la muerte! ¡Habéis vuelto de la muerte!

Y el viejo guerrero se postró a nuestros pies, se abrazó a las rodillas de sir Henry y lloró de alegría.

19. La despedida de Ignosi

Diez días después de aquella memorable mañana nos encontrábamos de nuevo en nuestro viejo cuartel general de Loo y, por extraño que parezca, no nos sentíamos demasiado mal tras la terrible experiencia, salvo por el hecho de que mis hirsutos cabellos, tras salir de aquella caverna, estaban tres veces más canosos que al entrar, y porque Good no volvió a ser el mismo tras la muerte de Foulata, que pareció conmoverlo terriblemente. Debo decir que, considerando el asunto desde el punto de vista de un viejo hombre de mundo, pienso que su desaparición fue un acontecimiento afortunado, ya que, en otro caso, hubiera traído complicaciones. La pobre criatura no era una muchacha nativa corriente, sino una persona de gran belleza, casi diría que extraordinaria, y de espíritu sumamente refinado. Pero ni la belleza ni el refinamiento hubieran bastado para hacer deseable una unión entre ella y Good, porque, como ella misma dijo: «¿Acaso puede el sol desposarse con la oscuridad, o lo blanco con lo negro?».

No creo necesario decir que no volvimos a penetrar en la cámara del tesoro del rey Salomón. Tras recuperarnos de nuestras fatigas, proceso en el que tardamos cuarenta y ocho horas, bajamos al gran foso con la esperanza de encontrar el agujero por el que habíamos salido de la montaña, pero sin éxito. En primer lugar, había llovido, con lo que se habían borrado nuestras huellas; y además, las laderas del enorme foso estaban llenas de guaridas de osos hormigueros y todo tipo de agujeros. Era imposible saber a cuál de ellos debíamos nuestra salvación. Asimismo, el día antes de regresar a Loo, examinamos con mayor detenimiento las maravillas de la cueva de estalactitas y, empujados por una sensación de inquietud, incluso penetramos una vez más en la cámara de los muertos, y al pasar bajo la lanza de la Muerte Blanca, miramos, con una mezcla de sentimientos que me resulta imposible describir, la mole de roca que nos cortó el camino de salida, pensando en los inconmensurables tesoros que había detrás, en la misteriosa bruja cuyos restos yacían aplastados debajo de ella y en la hermosa muchacha de cuya tumba era pórtico. He dicho que miramos la «roca», porque, a pesar de examinarla detenidamente, no pudimos encontrar señales de la juntura de la puerta deslizante. Tampoco dimos con el secreto, que ahora se ha perdido para siempre, que la ponía en funcionamiento, a pesar de que lo intentamos durante una hora o más. Era verdaderamente un mecanismo increíble, característico, por su imponente e inescrutable simplicidad, de la era en que fue concebido; y dudo que el mundo posea otro semejante.

Finalmente, abandonamos la tarea, contrariados, aunque si la mole se hubiese alzado de repente ante nuestros ojos, dudo que hubiéramos tenido suficiente valor para pisar los restos machacados de Gagool y para entrar una vez más a la cámara del tesoro, incluso con la esperanza de encontrar innumerables diamantes. No obstante, hubiera llorado ante la idea de dejar todo aquel tesoro, quizá el más grande que se haya acumulado a lo largo de la historia, en aquel lugar. Pero no quedaba más remedio. Sólo con la dinamita hubiéramos podido abrirnos paso a través de cinco pies de roca sólida.

Así que lo dejamos. Quizá un explorador de una época futura y remota se tope con el «Ábrete, Sésamo», e inunde el mundo de gemas. Pero lo dudo. Tengo el presentimiento de que aquellas joyas por valor de millones de libras, escondidas en tres cofres de piedra, no brillarán en el cuello de una bella mujer terrenal. Ellas y los huesos de Foulata se harán compañía hasta el fin de todas las cosas.

Iniciamos el camino de regreso con un suspiro de decepción y al día siguiente partimos hacia Loo. Pero era una ingratitud por nuestra parte sentirnos decepcionados; porque, como recordará el lector, yo había tomado la precaución, gracias a una idea luminosa, de llenarme de gemas los bolsillos de mi vieja cazadora antes de abandonar aquella mazmorra. Muchas desaparecieron al rodar por la pendiente del foso, y entre ellas se contaban la mayoría de los diamantes grandes que había colocado encima de los otros. Pero, hablando en términos relativos, aún quedaba una enorme cantidad, que incluía dieciocho grandes piedras que oscilaban entre los cien y los treinta quilates cada una. Mi vieja cazadora aún contenía suficientes tesoros como para convertirnos a todos, si no en millonarios, sí al menos en hombres extraordinariamente ricos, y para conservar suficientes piedras como para formar las tres mejores colecciones de gemas de Europa. Así que no nos había ido tan mal.

 

Al llegar a Loo, fuimos cordialmente recibidos por Ignosi, a quien encontramos bien y muy ocupado en consolidar su poder y en reorganizar los regimientos que habían sufrido mayor cantidad de pérdidas en la gran batalla contra Twala.

Escuchó con profundo interés nuestra increíble historia; pero cuando le contamos el horripilante fin de Gagool, se quedó pensativo.

—Ven aquí —gritó a un induna (‘consejero’) muy anciano, que estaba sentado con otros en círculo, rodeando al rey, pero a una distancia que le impedía oír. El anciano se levantó, se acercó, saludó al rey y se sentó.

—Tú eres viejo —dijo Ignosi.

—¡Sí, mi señor y rey!

—Dime: cuando eras niño, ¿conociste a Gagool, la maestra de brujas?

—Sí, mi señor y rey.

—¿Cómo era ella entonces? ¿Joven como tú?

—¡No, mi señor y rey! Era como ahora; vieja y seca, muy fea y llena de maldad.

—Ya no. Ha muerto.

—Entonces, ¡oh rey!, ha desaparecido una maldición de esta tierra.

—¡Vete!

—¡Kootn! Me voy, cachorro negro que desgarró la garganta del viejo perro. ¡Koom!

—Ya veis, hermanos —dijo Ignosi—; era una mujer extraña, y me alegro de que haya muerto. Os hubiera dejado morir en aquel lugar tenebroso, y quizá hubiera encontrado la forma de asesinarme, como encontró la forma de asesinar a mi padre y de coronar como rey a Twala, a quien amaba de todo corazón. Pero continuad vuestra historia. ¡Sin duda no existe otra similar!

Tras haberle narrado todos los detalles de la huida, aproveché la oportunidad de dirigirme a Ignosi para hablarle de nuestra marcha de Kukuanalandia.

—Y ahora, Ignosi, ha llegado el momento de decirte adiós y de empezar a buscar una vez más nuestra propia tierra. Ten en cuenta, Ignosi, que llegaste con nosotros como sirviente, y ahora, al dejarte, eres un rey poderoso. Si nos estás agradecido, recuerda que debes hacer lo que prometiste: gobernar con justicia, respetar la ley y no enviar a nadie a la muerte sin juicio previo. Así prosperarás. Mañana, al despuntar el día, nos darás una escolta que nos conduzca más allá de las montañas. ¿No es así, oh rey?

Ignosi se cubrió la cara con las manos durante un rato antes de contestar.

—Mi corazón está triste —dijo al fin—. Tus palabras me parten el corazón en dos. ¿Qué he hecho yo, Incubu, Macumazahn y Bougwan, para que me dejéis desolado? Vosotros, que estuvisteis junto a mí en la rebelión y la batalla, ¿vais a dejarme en tiempos de victoria y paz? ¿Qué deseáis? ¿Mujeres? ¡Elegidlas por todo el país! ¿Un lugar para vivir? Sabed que la tierra es vuestra hasta donde alcanza la vista. ¿Queréis las casas del hombre blanco? Vosotros enseñaréis a mi pueblo a construirlas. ¿Queréis ganado para tener carne y leche? Todo hombre casado os traerá un buey o una vaca. ¿Animales salvajes para cazar? ¿Acaso no camina el elefante por mis bosques y duerme el hipopótamo entre los juncos? ¿Queréis hacer la guerra? Mis impis (‘regimientos’) sólo esperan vuestras órdenes. Si hay algo más que pueda loros, os lo daré.

—No, Ignosi, no queremos esas cosas —repliqué—; deseamos volver a nuestro país.

—Ahora comprendo —dijo Ignosi con amargura y ojos centelleantes— que amáis a las piedras brillantes más que a mí, vuestro amigo. Ya tenéis las piedras. Ahora marcharéis a Natal y atravesaréis la negra agua movediza y las venderéis, y seréis ricos; tal es el deseo del hombre blanco. Malditas sean las piedras y malditos los que las buscan. Que la muerte caiga sobre aquel que ponga el pie en el Lugar de la Muerte para buscarlas. He dicho, hombres blancos; podéis marchar.

Posé mi mano en su brazo.

—Ignosi —repliqué—, dinos: cuando viajaste por Zululandia y estuviste entre los hombres blancos de Natal, ¿no anhelaba tu corazón volver a la tierra de la que te habló tu madre, tu tierra natal, donde viste por primera vez la luz, y donde jugaste cuando eras niño, la tierra en que está tu hogar?

—Así es, Macumazahn.

—De la misma forma anhelan nuestros corazones volver a nuestra tierra y a nuestro hogar.

Se hizo el silencio. Cuando Ignosi lo rompió, el tono de su voz era diferente.

—Comprendo que tus palabras son, como siempre, sabias y razonables, Macumazahn; al que vuela por el aire no le gusta correr por la tierra. Al hombre blanco no le gusta vivir codo con codo con el negro. Bien; debéis partir y dejar triste mi corazón, porque para mí estaréis como muertos, puesto que no pueden llegarme noticias desde el lugar en que estaréis.

»Pero escuchad y haced saber a todos los hombres blancos mis palabras. Ningún otro hombre blanco cruzará las montañas; ni siquiera si llega a vivir hasta tan lejos. No quiero ver mercaderes con sus pistolas y su ginebra. Mi pueblo luchará con la lanza y beberá agua, como lo hicieron sus antepasados. No dejaré que ningún predicador siembre el miedo en el corazón de los hombres ni que los incite contra el rey ni que abra caminos a los hombres blancos. Si un hombre blanco llega a mi puerta, lo haré retroceder; si llegan cien, los echaré; si llega un ejército, lucharé contra él con todas mis fuerzas, y no me vencerá. Nadie vendrá a buscar las piedras brillantes, no; ni siquiera un ejército, porque, si viene, yo enviaré a mis regimientos a cegar el foso, a romper las columnas blancas de las cuevas y a llenarlas de rocas, de modo que nadie pueda llegar a la puerta de la que habláis, cuya forma de abrirse se ha perdido. Pero para vosotros tres, Incubu, Macumazahn y Bougwan, el camino estará siempre abierto, porque sabed que os amo más que al aire que respiro.

»Y así os marcharéis. Infadoos, mi tío, y mi induna os tomarán de la mano y os guiarán, con un regimiento. Sé que existe otro camino para atravesar las montañas, y ellos os lo mostrarán. Adiós, hermanos míos, valientes hombres blancos. No me veáis más, porque mi ánimo no podría soportarlo. Daré un decreto que será anunciado de una montaña a otra, por el que vuestros nombres, Incubu, Macumazahn y Bougwan, serán como los nombres de los reyes muertos, y aquel que los pronuncie morirá. Y así vuestro recuerdo permanecerá en el país para siempre.

»Id, o mis ojos se llenarán de lágrimas como los de una mujer. A veces, cuando volváis la vista atrás hacia el sendero de la vida, o cuando seáis viejos y os reunáis para sentaros junto al fuego, porque el sol ya no dé más calor, pensaréis en cómo luchamos codo con codo en aquella gran batalla que planeaste con tus sabias palabras, Macumazahn, o en que tú fuiste la punta del cuerno que desgarró el flanco de Twala, Bougwan; en tanto que tú, Incubu, estuviste en el anillo de los «grises», y los hombres cayeron bajo tu hacha como el maíz bajo la hoz, ¡ay!, y pensarás en cómo tú doblegaste la fuerza del toro salvaje (Twala) y tiraste su orgullo sobre el polvo. Adiós para siempre, Incubu, Macumazahn y Bougwan, mis señores y amigos.

Se puso de pie, nos miró intensamente durante unos segundos y después se cubrió la cabeza con un pliegue de su kaross, como para ocultar la cara a nuestras miradas.

Nos fuimos en silencio.

Al amanecer del día siguiente salimos escoltados por nuestro viejo amigo Infadoos, que tenía el corazón roto por nuestra partida, y por el regimiento de «búfalos». A pesar de lo temprano de la hora, la calle principal de la ciudad estaba flanqueada por multitud de personas que nos dirigían el saludo real al pasar, a la cabeza del regimiento, en tanto que las mujeres nos bendecían por haber librado al país de Twala y arrojaban flores a nuestro paso. Fue una despedida verdaderamente conmovedora, nada parecido a lo que suele ocurrir con los nativos.