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100 Clásicos de la Literatura

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Los rusos vuelven a rehacerse con la misma tenacidad que antes: sus jefes los hacen avanzar y acercarse en columnas compactas para recobrar el reducto que tan caro han pagado los franceses. Eugène los deja aproximarse a tiro de fusil, y después descubre sus treinta cañones, que abren fuego todos a la vez: los rusos se arremolinan sin orden durante un instante, pero se reforman de nuevo, y esta vez se acercan hasta casi tocar las bocas de las piezas, que los destrozan con su fuego: Eugène, Murat y Ney envían continuas misivas a Napoleón, pidiendo a gritos la guardia, porque el ejército ruso quedará destruido del todo si Napoleón los apoya; Belliard, Daru y Berthier se unen al ruego.

—¿Y si hay una segunda batalla —pregunta el Emperador—, con qué me sostendré?

La victoria y el campo de batalla son franceses, pero no pueden perseguir al enemigo, que se retira bajo una lluvia de fuego sin dejar de responder a él. Muy pronto se detiene y se atrinchera en una segunda posición.

Entonces Napoleón monta a caballo, avanza hacia Semenofskoe, visita todo el campo de batalla adonde llega de vez en cuando alguna bala perdida; y al fin, llama a Portier y le ordena que haga avanzar la guardia joven, pero sin pasar del nuevo barranco que la separa del enemigo. Después vuelve a su tienda.

A las diez de la noche, Murat, que se bate desde la seis de la mañana, acude para anunciar que el enemigo cruza en desorden el Moscova y que escapará irremediablemente de nuevo. Pide otra vez apoyo de aquella guardia que no ha combatido en todo el día y se compromete a sorprender a los rusos y rematarlos, pero también esta vez, como las otras, Napoleón rehúsa y deja escapar aquel ejército que tanto anhelaba alcanzar. Al día siguiente los rusos habían desaparecido del todo, dejando a Napoleón dueño del más horrible campo de batalla que jamás existió: ¡sesenta mil hombres!, de los que una tercera parte eran franceses, estaban tendidos en la tierra. El enemigo había eliminado nueve generales y herido a treinta y cuatro, y las pérdidas eran inmensas, sin resultados que las compensasen.

Con fecha de 14 de septiembre, el ejército victorioso entró en Moscú.

En aquella guerra todo debía ser sombrío, hasta los triunfos. El ejército francés se había acostumbrado a entrar en capitales y no en necrópolis y Moscú parecía una inmensa tumba: por todas partes desierta y silenciosa. Napoleón se alojó en el Kremlin, mientras que el ejército se dispersó por la ciudad. Después llegó la noche, y en mitad de ella Napoleón se despertó al grito de «¡Fuego!». Rojizos resplandores penetraban hasta su lecho y corrió a la ventana: Moscú entero estaba ardiendo. ¡Eróstrato sublime, Rostopchine había inmortalizado su nombre salvando a la vez su país!

Fue forzoso escapar de aquel océano de llamas que crecía como una marea. El 16, Napoleón, rodeado de ruinas, envuelto por un incendio infinito, tuvo que salir del Kremlin y retirarse al palacio de Peteroskoi. Aquí empieza su lucha con sus generales, que le aconsejan que se ponga a salvo mientras aún está a tiempo y abandone su fatal conquista. Al oír este tipo de consejo, extraño, inusitado para él, vacila y vuelve alternativamente su mirada hacia París y San Petersburgo: ciento cincuenta leguas de frente solamente le separan de esta última ciudad y ochocientas atrás de la primera. Marchar sobre San Petersburgo es demostrar su victoria al mundo mientras que retroceder a París sería confesar su derrota.

Entretanto el terrible invierno ruso llega, que no aconseja, sino que ordena. Los días 15, 16, 17 y 18 de octubre se envían los enfermos a Mojaisk y Smolensko. El 22, Napoleón sale de Moscú. Por espacio de once días se verifica la retirada sin grandes desastres, pero el 7 de noviembre el termómetro baja de pronto de 5 a 18 grados bajo cero. El día 29, el boletín con fecha del 14 lleva a París la noticia de los inauditos desastres a los cuales no darían crédito los franceses si no fuese el mismo Emperador quien se los contara.

Desde aquel día todo deriva en un continuo desastre que igualaba a las más grandes victorias conseguidas hasta ahora. Es Cambises sepultado entre las arenas del desierto de Ammón, es Jerjes repasando el Helesponto en una barca, es Varrón llevando a Roma las reliquias del ejército de Cannas. De los setenta mil jinetes que han cruzado el Niémen, apenas se pueden formar cuatro compañías de ciento cincuenta hombres cada una para servir de escolta a Napoleón. Es el batallón sagrado, en el que los oficiales ocupan el puesto de simples soldados, los coroneles el de subalternos y los generales el de capitanes. Hay un mariscal por coronel, un rey por general y el depósito que le está confiado, el paladión que defienden, es el Emperador.

En cuanto al resto del ejército, ¿queréis saber qué fue de él? ¿Qué hacen en mitad de aquellas infinitas estepas inundadas? ¿A dónde se dirigen estos hombres envueltos entre un cielo que no deja de nevar y que pesa sobre sus cabezas, y lagos congelados en los que se hunden las plantas de sus pies?

Generales, oficiales y soldados; todos estaban medio desnudos y marchaban confundidos. La situación límite en la que se hallaban había borrado las clases y las categorías: caballería, artillería, infantería, etc. Todo andaba revuelto.

La mayoría llevaban a la espalda unas alforjas llenas de harina y al costado un jarro atado con una cuerda; otros de las bridas no arrastraban caballos, sino sombras de caballos, que iban cargados con los utensilios de cocina y con escasas e insuficientes provisiones.

Los mismos caballos transportaban parte de esas provisiones teniendo la ventaja de que no tenían que ser transportadas: cuando sucumbía alguno servía de alimento a sus amos. No se esperaba a que hubiesen expirado para descuartizarlos. Apenas caían, se echaban los famélicos soldados encima de ellos y se apresuraban a aprovechar todas las partes carnosas.

La mayor parte de los cuerpos del ejército estaban disueltos y se habían ido formado un puñado de pequeñas agrupaciones compuestas de entre ocho a diez individuos que se reunían para marchar juntos, y cuyos recursos servían para todos.

Muchas de estas agrupaciones tenían un caballo para llevar sus equipajes, los chismes de cocina y las provisiones, o bien cada uno de sus individuos iba provisto de un mortal destinado a este uso.

Esas pequeñas comunidades cerradas, enteramente separadas de la masa general, tenían una forma de actuar y sobrevivir aislada del resto, y rechazaban en su seno a todo extraño ajeno a ellos. Todos los individuos de la familia marchaban como pegados, por decirlo de alguna forma, cuidando mucho de no dividirse en medio de la muchedumbre. ¡Desgraciado de aquel que perdía su corporación! Pues en ninguna otra parte encontraba luego quien se tomara por él el menor interés ni quien le prestara el auxilio más insignificante. Donde iba, lo maltrataban y perseguían con dureza; se le arrojaba despiadadamente de todos los sitios en que quería refugiarse, e incluso le acometían cuando había conseguido ya reunirse con los suyos. Napoleón vio pasar ante sus ojos esa masa, verdaderamente increíble, de hombres fugitivos y desorganizados.

Es difícil imaginar a estos cien mil desdichados, todos con un morral a la espalda y apoyando su paso en largos palos, cubiertos grotescamente de andrajos, llenos de parásitos y sufriendo los horrores del hambre. Y a esos atavíos, indicio de la miseria más espantosa, añádase además las fisonomías más descompuestas por el sufrimiento de todos estos males. Eran hombres pálidos, cubiertos de tierra de las tiendas, ennegrecidos por el humo, con la barba larga y sucia. Si se intenta representar la escena sólo se conseguirá una débil idea, un esbozo del cuadro que presentaba el ejército.

Caminaban penosamente, abandonados a ellos mismos, en medio de las nieves, por caminos sin trazar a través de desiertos y de inmensos pinares.

Algunos infelices, en un estado de absoluta desesperación, minados hacía largo tiempo por las enfermedades, sucumbían bajo el peso de sus males, y expiraban al fin sufriendo inefables tormentos. Se lanzaban con furor sobre aquel desesperado que sospecharan que llevaba provisiones, y se las arrebataban a pesar de su porfiada resistencia y de sus horribles juramentos.

Pareciera que estuvieran atravesando el infierno. Por un lado, se oía el ruido que producían los cadáveres, ya mutilados, al triturarlos los caballos con sus patas o las ruedas de los carros; por otro, los gritos y los gemidos de las víctimas a quienes habían faltado las fuerzas, y que, tendidas en el camino y luchando desesperadamente con la más espantosa agonía, no paraban de gemir esperando la muerte.

Más lejos, se veían grupos reunidos alrededor del cadáver de un caballo, luchando entre sí para disputarse sus trozos; y mientras unos cortaban las partes carnosas exteriores, otros se metían hasta la cintura en las entrañas para arrancar el corazón y el hígado.

Dondequiera que se mirase sólo se podía ver caras siniestras, aterradas, mutiladas por la congelación; esto es, la consternación, el dolor, el hambre, la muerte…

Para soportar estas espantosas calamidades que pesaban sobre sus cabezas, era menester estar dotado de una fortaleza inusual y a prueba de bombas. Era indispensable ser un tipo de hombre cuya fuerza moral creciese a medida que las circunstancias se hacían más peligrosas. Dejarse afectar por la visión de las escenas deplorables de las que uno era testigo, equivalía a condenarse a sí mismo: había que cerrar el corazón a todo sentimiento de piedad. Los que fueron bastante aguerridos como para encontrar dentro de sí mismos la suficiente fuerza de reacción para resistir tantos males, hicieron gala de la más fría insensibilidad y de la entereza más imperturbable.

 

En medio de los horrores que les rodeaban, se les veía serenos e intrépidos, soportado las vicisitudes, arrostrando todos los peligros, y a fuerza de ver la muerte presentarse ante ellos bajo las más asquerosas formas, se acostumbraban, por decirlo de algún modo a contemplarla sin temor ninguno.

Ajenos a los gritos de dolor que de todas partes amartillaban sus oídos, si algún infortunado sucumbía en su presencia, volvían fríamente la vista, y sin sentir la menor emoción, proseguían su camino.

Así era como estas desgraciadas víctimas quedaban abandonadas en la nieve, levantándose de nuevo mientras tenían fuerza, cayendo luego insensiblemente, sin obtener de nadie una mera palabra de conmiseración, y sin que nadie se creyera obligado a prestarles el menor de los auxilio. Marchaban siempre con grandes pasos, silenciosos y cabizbajos y no se detenían hasta muy entrada la noche.

Muertos de cansancio y de necesidad, cada cual tenía que ocuparse entonces de buscar, ya no alojamiento, sino también un abrigo donde guarecerse de la aspereza de la brisa glacial, y todos se precipitaban hacia las casas, las granjas, los cobertizos y todas las construcciones que se pudieran encontrar a su paso. A los pocos instantes estaban tan amontonados en ellas, que ya no se podía entrar ni salir. Los que no podían penetrar, se instalaban fuera, detrás de los muros o cerca de ellos. Su primera preocupación consistía en proporcionarse leña y paja para dormir. Escalaban las casas para arrancar primero las techumbres, y luego si era menester quitar las vigas de los graneros, los tabiques, de modo que acababan por destruir el edificio, lo arrasaban por completo quitando el cobijo de los que en él se habían refugiado y que lo defendían con su vida. Si no mataban a aquellos que buscaban asilo en las cabañas y para los que no había espacio suficiente, corrían el riesgo de ser devorados por las llamas, pues con frecuencia, cuando no se podía entrar en las casas, se les pegaba fuego para hacer salir a cuantos allí había. Esto es lo que sucedía principalmente cuando los oficiales generales se apoderaban de ellas, tras haber expulsado a los primeros ocupantes.

Había, pues, que resignarse a vivaquear, y en lugar de cobijarse en las casas, se acostumbraron a derribarlas y a dispersar los materiales por los campos para construir abrigos aislados. Tan pronto como se conseguía esto, en cuanto lo permitía el terreno, se encendía fuego, y cada uno de los individuos de estas pequeñas corporaciones espontáneas se apresuraba a tomar parte en la preparación de la cena.

Mientras unos se ocupaban en preparar gachas, los otros amasaban galletas para cocerlas al rescoldo. Cada cual sacaba de su morral las lonjas de carne de caballo que había conservado, y las echaba sobre las brasas para asarlas.

Las gachas eran el alimento más frecuente y eran preparadas de una forma muy peculiar. Como era imposible proporcionarse agua, porque el hielo cubría todas las fuentes y todos los pantanos, se derretía en una marmita una gran cantidad de nieve para producir la de agua que se necesitaba. En esta agua, negra y cenagosa, se diluía enseguida una porción de harina, y se espesaba esta mezcla hasta darle la consistencia de una papilla. Enseguida se sazonaba con sal, o a falta de ella se echaban dos o tres cartuchos que, dándole el gusto de la pólvora, le quitaban su gran insipidez, y la teñían de un color oscuro, haciéndola parecer mucho a la menestra negra de los espartanos.

Mientras se preparaba una especie de sopa, se iba echando en las brasas carne de caballo, cortada en delgadas lonjas, que eran espolvoreadas de pólvora. Terminada la cena, cada cual se dormía en seguida, abrumado de fatiga de todo tipo de males, para volver empezar al día siguiente la dura jornada que les esperaba.

Al rayar el día, sin que ningún instrumento militar diese la señal de marcha, la masa entera levantaba espontáneamente sus tiendas y emprendía otra vez su movimiento.

De este modo transcurrieron veinte días, durante los cuales el ejército fue dejando en el camino un reguero de hasta doscientos mil hombres y quinientas piezas de cañón; que fue todo a parar al Berézina como un torrente a un precipicio.

El 5 de diciembre, mientras los restos del ejército agonizaban en Vilna, Napoleón, a instancias del rey de Nápoles, del virrey de Italia y de sus principales capitanes, partió en trineo desde Smorgoni a Francia. El frío llegaba entonces a 27 grados bajo cero.

El 18 por la noche, Napoleón se presentaba en un mal pertrechado carruaje en las puertas de las Tullerías. En un principio no quisieron abrirle: todo el mundo le creía aún en Vilna.

A los dos días, las grandes corporaciones del Estado acudieron a felicitarle por su llegada. El 12 de enero de 1813, un senado-consulto puso a disposición del ministro de la Guerra trescientos cincuenta mil reclutas. El 10 de marzo se supo la defección de Prusia. Por espacio de cuatro meses Francia entera fue una plaza de armas. El 15 de abril, Napoleón salía de nuevo de París, a la cabeza de nuevas y jóvenes legiones.

El 1 de mayo estaba en Lutzen listo para atacar al ejército combinado ruso y prusiano, con doscientos cincuenta mil hombres, doscientos mil de los cuales pertenecían a Francia, y los otros cincuenta mil eran sajones, bávaros, Westfalianos, Wurtembergueses y del gran ducado de Berg. El gigante, al que se creía batido, se había levantado de súbito: Anteo había mordido el polvo momentáneamente pero no estaba ni mucho menos derrotado.

Como de costumbre, sus primeros golpes fueron terribles y decisivos. Los ejércitos combinados dejaron en el campo de batalla de Lutzen quince mil hombres muertos o heridos, y en poder de los vencedores dos mil prisioneros. Los jóvenes reclutas se habían puesto desde el primer momento al nivel de las tropas veteranas. Napoleón se había expuesto como si fuera un subteniente.

Al siguiente día dirigió al ejército esta proclama:

Soldados:

Me siento muy orgulloso: habéis hecho cuanto esperaba de vosotros. La batalla de Lutzen figurará por encima de las de Austerlitz, Jena, Friedland y Moscú. En un solo día habéis frustrado todos los complots parricidas de vuestros enemigos. Atrojaremos a los tártaros a sus horrendos climas, de los que no deben salir, que se queden en sus desiertos de hielo, mansión de esclavitud, de barbarie y de corrupción en donde el hombre no tiene más remedio que estar relegado a la categoría de animal. Habéis merecido bien de la Europa civilizada. Soldados: Italia, Francia y Alemania os dan las gracias.

La victoria de Lutzen abrió de nuevo al rey de Sajonia las puertas de Dresde.

El 8 de mayo, el ejército francés penetró en la ciudad. El 9, el Emperador mandó construir un puente sobre el río Elba, ya que el anterior había sido destruido por los enemigos después de retirarse. El 20 alcanzó a las tropas enemigas y las venció en la posición atrincherada de Bautzen. El 21 continuó la victoria de la víspera, y en estos dos días, en las que Napoleón desarrolló las maniobras más sabias de estrategia, rusos y prusianos perdieron dieciocho mil hombres, muertos o heridos, y tres mil quedaron prisioneros.

Al otro día, en un desgraciado encuentro de retaguardia, el general Bruyére perdió las dos piernas y un mismo cañonazo mató a los generales Kirgener y Duroc.

El ejército combinado está en plena retirada. Ha atravesado el Neisse, el Queiss y el Bober. Es acorralado una vez más en el combate de Sprotteau, en el que Sebastiani le coge veintidós cañones, ochenta cajones y quinientos hombres. Napoleón le sigue pisándole los talones y no le da un momento de tregua. Sus campamentos de un día son usados de tiendas por los franceses al día siguiente.

El 29, el conde Schouvalov, ayudante de campo del emperador de Rusia y el general prusiano Kleist, se presentan en las avanzadas para pedir un armisticio.

El 30 se celebra una nueva conferencia en el castillo de Liegnitz, pero es infructuosa completamente.

Austria se debatía ante un nuevo cambio de alianza. Para permanecer neutral el mayor tiempo posible, se presentó a sí misma como mediadora y se la aceptó en calidad de tal. El resultado de la mediación fue un armisticio pactado en Pleisswitz el 4 de junio.

Enseguida se reunió un congreso en Praga para negociar la paz, que parecía a estas alturas imposible. Las potencias confederadas exigieron que el Imperio quedara limitado a sus fronteras del Rin, de los Alpes y del Mosa. Napoleón consideró estas pretensiones como un insulto y se rompieron las negociaciones. Austria pasó a la coalición y la guerra, que era lo único que podía terminar este gran proceso diplomático, empezó de nuevo.

Los adversarios marcharon de nuevo hacia el campo de batalla. Los franceses, con trescientos mil hombres, destacando los cuarenta mil de caballería, que ocupaban el corazón de la Sajonia a la orilla derecha del Elba; los soberanos aliados, con quinientos mil hombres, de los cuales cien mil eran de caballería, amenazaban al ejército francés desde tres direcciones: Berlín, Silesia y Bohemia. Napoleón, sin pararse a sopesar esta gran diferencia numérica, toma la ofensiva con su acostumbrada rapidez. Divide su ejército en tres grandes grupos: el primero lo envía hacia Berlín, donde debe operar contra los prusianos y los suecos, deja el segundo estacionado en Dresde, para observar al ejército ruso de Bohemia y él, marcha al frente de la tercera división que va contra Blücher, dejando una reserva en Littaw.

Alcanza a Blücher y le derrota; pero mientras está dando caza a su enemigo, llega a su conocimiento que ciento ochenta mil aliados están atacando a los sesenta mil franceses que ha dejado en Dresde, por lo que destaca de su cuerpo de ejército unos treinta y cinco mil hombres, y mientras le creen en persecución de Blücher, cae rápido y mortal sobre sus enemigos como un relámpago. El 29 de agosto los aliados atacan de nuevo Dresde y son rechazados. Al siguiente día vuelven a la carga con todos sus efectivos, pero sus masas están ya rotas, deshechas y aniquiladas. Todo este ejército, que combate a la vista de Alejandro, está a un instante de la destrucción total y no consigue salvarse sino dejando cuarenta mil hombres en el campo de batalla.

Es en esta batalla, donde una de las primeras balas de cañón dirigida por el mismo Napoleón, arranca de cuajo las dos piernas de Moreau. La reacción esperada finalmente llega: al día siguiente de esta terrible carnicería, un agente de Austria se presenta en Dresde, portador de proposiciones amistosas. Pero mientras se discuten las primeras negociaciones, Napoleón es informado de que el ejército de Silesia, al que él había encomendado la misión de seguir a Blücher, ha perdido veinticinco mil hombres, que el que marchaba sobre Berlín ha sido batido por Bernadotte y, finamente, que casi todo el cuerpo del general Vandamme, que estaba persiguiendo a los rusos y a los austriacos con una tercera parte de ejército que el de estos, ha sido rechazado por la fuerza enemiga, que ha descubierto la inferioridad numérica de su perseguidor.

Así, esa famosa creencia establecida a partir de 1814, de que Napoleón será vencedor donde quiera que se presente personalmente y vencido allí donde no esté en persona, comienza en 1813.

Al saberse estas noticias, quedan rotas las negociaciones.

Napoleón, apenas repuesto de una indisposición que se cree efecto de un envenenamiento, marcha al punto sobre Magdeburgo con la intención de avanzar hacia Berlín y apoderarse de ella bordeando el Elba por Wittemberg. Muchos cuerpos habían llegado ya a esta población, cuando una carta del rey de Wurtemberg anuncia que Baviera ha cambiado de bando y que sin declaración de guerra alguna ni previo aviso se han reunido los dos ejércitos, austriaco y bávaro, acantonados en el Inn. Ochenta mil hombres, a las órdenes del general Urede, dirigen su marcha hacia el Rin y Wurtemberg, siempre leal de corazón en su alianza, pero forzado por semejante ejército, se ha visto obligado a reunir allí su contingente. Dentro de quince días, cien mil hombres bloquearán Maguncia.

Austria ha dado un ejemplo de defección y muy pronto surgirán imitadores.

El plan de Napoleón y las disposiciones de fortalezas y almacenes, meditado por espacio de dos meses y para el cual todo estaba preparado, queda cambiado en una hora. En lugar de intentar empujar a los aliados entre el Elba y el Saale, maniobrando bajo la protección de las plazas de Torgau, Wittemberg, Magdeburgo y Hamburgo, y establecer la guerra entre el Elba y el Order, donde el ejército francés posee a Glaugau, Custrin y Stettin, Napoleón decide replegarse sobre el Rin. Pero antes es preciso herir de muerte a los aliados y evitar cualquier intento de persecución en su retirada. Por eso, marcha contra ellos sorpresivamente en lugar de esquivarlos y el 16 de octubre chocan ambos ejércitos en Leipzig. Los franceses y los aliados se encuentran frente a frente, los primeros con ciento cincuenta y siete mil combatientes y seiscientos cañones; y los segundos con trescientos cincuenta mil hombres y el doble de artillería.

 

Aquel mismo día se combate ocho horas seguidas. El ejército francés se hace con la victoria, pero un esperado cuerpo de ejército que se aguarda de Dresde no acude para sentenciar la derrota de los enemigos. Los franceses, a pesar de ello, pernoctan en el campo de batalla.

El 17, los ejércitos de Rusia y Austria reciben un refuerzo. El 18, atacan de nuevo.

Durante cuatro horas se combate con ventaja francesa hasta que treinta mil sajones que ocupan una de las posiciones más importantes de la línea, de repente se pasan al enemigo y vuelven contra los franceses sesenta piezas de artillería. Todo parece perdido en aquella inaudita defección: la situación había dado un vuelco.

Napoleón en persona acude con la mitad de su guardia, ataca a los sajones, los hace retroceder, les quita una parte de su artillería y los abrasa con los cañones cargados por ellos mismos. Los aliados retroceden: en estas dos jornadas han perdido ciento cincuenta mil hombres de sus mejores tropas y aquella noche los franceses vuelven a dormir en el campo de batalla.

El cañón, siempre leal a Napoleón, si no ha establecido un completo equilibrio, ha hecho desaparecer por lo menos la gran desproporción. Todo parece favorable para la victoria francesa en una tercera batalla cuando Napoleón es informado de que no quedan en los parques más que dieciséis mil tiros, habiéndose disparado doscientos veinte mil durante las últimas batallas: la retirada es obligada. Se ha malogrado el resultado de dos victorias y se han sacrificado inútilmente cincuenta mil hombres.

A las dos de la mañana comienza el movimiento de retirada con dirección Leipzig. El ejército se retira por detrás del Elster para comunicarse con Etfurth, donde se guardan las municiones de las que carecen. Pero no logran retirarse tan furtivamente como para que el ejército aliado no lo sospeche, aunque tardan en darse cuenta porque se hallaban en posición de guardia esperando el ataque francés. Al rayar el día los aliados atacan la retaguardia y penetran en Leipzig. Los soldados franceses se revuelven, hacen frente al enemigo y defienden el terreno palmo a palmo para dar tiempo al ejército de pasar el único puente sobre el Elster por el cual se efectúa la retirada. De pronto suena una terrible detonación y saltan las alarmas: un sargento ha volado el puente sin haber recibido la orden de su jefe. Cuarenta mil franceses perseguidos por doscientos mil rusos y austriacos, quedan separados de su ejército por un río torrencial. Sólo queda rendirse o dejarse matar. Una parte de ellos se ahoga y la otra queda sepultada bajo los escombros del arrabal de Ranstadt.

El 20, el ejército francés llega a Weissenfels y se pasa por primera vez revista. El príncipe Poniatovski, los generales Vial, Dumoutier y Rochambeau se han ahogado o han perecido; el príncipe del Moscú, el duque de Ragur, los generales Souham, Compáns, La Tour-Maubourg y Friedrichs están heridos; el príncipe Emilio de Darmstadt, el conde de Hochberg, los generales Lauriston, Delmas, Rozniecky Krasinsky, Valory, Bertrand, Dorsenne, d’Etzko, Colomy, Bronikovsky, Sliwowitz, Mahlakovsky, Rautenstrauch y Stockhorn han caído prisioneros. Diez mil muertos, quince mil prisioneros, ciento cincuenta piezas de artillería y quinientos carros han sido la factura que han tenido que pagar en el Elster y en los arrabales de la ciudad.

Por lo que respecta a las tropas de la confederación que aún quedaban, han desertado en el trayecto de Leipzig a Weissenfels.

El ejército francés llega a Erfuth el 23, reducido a sus mínimas fuerzas, pues sólo cuenta ochenta mil hombres aproximadamente.

El 28, al llegar a Schluchtern, Napoleón tiene noticias sobre los movimientos del ejército austro-bávaro, que ha conseguido llegar al Mein a marchas forzadas.

El 30, el ejército francés lo encuentra formado en batalla delante de Hanau e interceptando el camino de Francfurt. No tiene más remedio que abrirse paso a través de él perdiendo seis mil hombres y cruza el Rin en los días 5, 6 y 7 de noviembre.

El 9, Napoleón está de regreso en París.

Allí se persiguen las defecciones, que como una plaga, desde el exterior van a extenderse al interior: después de Rusia, Alemania; después de Alemania, Italia; después de Italia, Francia.

La batalla de Hanau ha dado lugar a nuevas conferencias. El barón de Saint-Aignan, el príncipe de Metternich, el conde Nesselrode y Lord Aberdeen se reúnen en Francfort. Napoleón conseguiría la paz abandonando la confederación del Rin, renunciando a Polonia y a los departamentos del Elba. Francia quedaría en sus límites naturales, los Alpes y el Rin. Luego se discutiría en Italia una frontera que les separara de la casa de Austria.

Napoleón aceptó estas bases y sometió a la consideración del Senado y del cuerpo legislativo los documentos relativos a las negociaciones, declarando que estaba dispuesto a hacer los sacrificios exigidos. El cuerpo legislativo, descontento porque el Emperador le había impuesto un presidente sin previa presentación de candidatos, nombró una comisión de cinco individuos para examinar estas actas. Los cinco dictaminadores, conocidos por su oposición al sistema imperial, eran MM. Lainé, Gallois, Flaugergues, Raynouard y Maine de Birau. Redactaron un dictamen en el que aparecía, después de once años de olvido, la palabra libertad. Napoleón rompió el dictamen y despidió al cuerpo legislativo. Mientras tanto, iban revelándose las verdaderas intenciones de los soberanos en medio de sus falaces protocolos. Lo mismo que en Praga, donde sólo habían querido ganar tiempo, rompieron de nuevo las conferencias, indicando la reunión de un próximo congreso en Châtillon-sur-Seine. Era a la vez un reto y un insulto. Napoleón aceptó el uno y juro vengarse del otro. El 25 de enero de 1814 partió de París, dejando a su mujer y a su hijo bajo la protección de los oficiales de la guardia nacional.

El Imperio estaba invadido por todas partes. Los austriacos avanzaban en Italia, los ingleses habían pasado el Bidasoa y aparecían en los Pirineos; Schwartzemberg, con su gran ejército de ciento cincuenta mil hombres, desembocaba en Suiza; Blücher había entrado por Francfort con ciento treinta mil prusianos; Bernadotte había invadido Holanda y penetraba en Bélgica con diez mil suecos y sajones. Setecientos mil hombres formados, por sus derrotas mismas, en la gran escuela de la guerra napoleónica, avanzaban hacia el corazón de Francia, sin detenerse a atacar las plazas fuertes y respondiendo unos a otros con un solo grito: «¡París! ¡París!».

Napoleón se queda solo contra el mundo entero. Apenas dispone de ciento cincuenta mil hombres para oponerlos a tan inmensas masas, pero ha recobrado, si no la confianza, al menos el genio de sus juveniles años: la campaña de 1814 será su gran obra maestra en lo tocante a la estrategia.

Con una rapidez inusitada lo ve todo, lo abarca todo y, todo cuanto está en sus manos lo atiende sin demora. Maisón queda encargado de contener a Bernadotte en Bélgica; Augereau marchará el encuentro de los austriacos en Lion; Soult contendrá a los ingleses detrás del Loira; Eugène defenderá Italia y él se encargará de Blücher y de Schwartzemberg.