Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

VIII

UNA DESAPARICION

Lo que acababa de suceder era, como se supone, la obra diabólica de Mynheer Isaac Boxtel. Recordamos que con la ayuda de su telescopio, no había perdido un solo detalle de aquella entrevista de Corneille de Witt con su ahijado.

Recordamos que no había oído nada, pero que lo había visto todo.

Recordamos que había adivinado la importancia de los papeles confiados por el Ruart de Pulten a su ahijado, viendo a éste encerrar cuidadosamente el paquete a él entregado en el cajón donde guardaba las cebollas más preciosas.

Resultaba, pues, que cuando Boxtel, que seguía la política con mucha más atención que su vecino Cornelius, supo que Corneille de Witt había sido arrestado como culpable de alta traición hacia los Estados, pensó que, por su parte, no tendría probablemente más que decir una palabra para hacer arrestar también al ahijado.

Sin embargo, por feliz que se sintiera el corazón de Boxtel, tembló al principio ante la idea de denunciar a un hombre, máxime porque aquella denuncia podía conducirle al patíbulo.

Pero lo terrible de las malas ideas, es que, poco a poco, los malos espíritus se familiarizan con ellas. Por otra parte, Mynheer Isaac Boxtel se envalentonaba con este sofisma:

«Corneille de Witt es un mal ciudadano, ya que es acusado de alta traición y arrestado.»

«Yo soy un buen ciudadano, ya que no soy acusado absolutamente de nada y soy libre como el aire.»

«Ahora bien, si Corneille de Witt es un mal ciudadano, lo cual es cosa cierta, ya que es acusado de alta traición y arrestado, su cómplice, Cornelius van Baerle, no es menos mal ciudadano que él.»

«Así pues, como soy un buen ciudadano, y es deber de los buenos ciudadanos denunciar a los malos ciudadanos, es deber mío, Isaac Boxtel, denunciar a Cornelius van Baerle.»

Pero este razonamiento no hubiera tal vez, por especioso que fuera, adquirido un imperio completo sobre Boxtel, y quizá el envidioso no hubiese cedido al simple deseo de venganza que le roía el corazón, si al unísono del demonio de la envidia no hubiera surgido el demonio de la codicia.

Boxtel no ignoraba hasta qué punto había llegado Van Baerle en su búsqueda del gran tulipán negro.

Por modesto que fuera Cornelius, no había podido ocultar a sus más íntimos que tenía la casi certeza de ganar en el año de gracia de 1673 el premio de cien mil florines instituido por la Sociedad Hortícola de Haarlem.

Y esta casi certeza de Cornelius van Baerle hacía consumir en fiebre a Isaac Boxtel.

Si Cornelius era arrestado, esto ocasionaría evidentemente un gran trastorno en la casa. En la noche que siguiera al arresto, nadie pensaría en vigilar los tulipanes del jardín.

Y en aquella noche, Boxtel saltaría el muro, y como sabía dónde encontrar la cebolla que debía dar el gran tulipán negro, se la llevaría; en lugar de florecer en la casa de Cornelius, el tulipán negro florecería en la suya, y él sería quien consiguiera el premio de los cien mil florines, en vez de Cornelius, sin contar con ese honor supremo de llamar a la nueva flor Tulipa nigra Boxtellensis.

Resultado que satisfacía no solamente su venganza, sino su codicia.

Despierto, no pensaba más que en el gran tulipán negro; dormido, no soñaba más que con él.

Por último, el 19 de agosto, hacia las dos de la tarde, la tentación fue tan fuerte que Mynheer Isaac no pudo resistirla más tiempo.

En consecuencia, envió una denuncia anónima, la cual reemplazaba la autenticidad por la precisión, y la echó al correo.

Jamás papel venenoso deslizado en los buzones de Venecia produjo un más rápido y terrible efecto.

Aquella misma noche, el principal magistrado recibió la comunicación; en el mismo instante convocó a sus colegas para la mañana siguiente. Al día siguiente por la mañana estaban reunidos, habían decidido el arresto y entregado la orden, a fin de que fuera ejecutada, a maese Van Spennen, que la había desempeñado, como hemos visto, con el deber de un digno holandés, arrestando a Cornelius van Baerle en el preciso momento en que los orangistas de La Haya asaban los despojos de los cadáveres de Corneille y de Jean de Witt.

Pero, sea por vergüenza o por debilidad ante el crimen, Isaac Boxtel no había tenido el valor de asestar aquel día su telescopio, ni sobre el jardín, ni sobre el taller, ni sobre el secadero.

Sabía muy bien lo que iba a pasar en la casa del pobre Cornelius para tener necesidad de mirar en ella. Incluso no se levantó cuando su único criado que envidiaba la suerte de los criados de Cornelius no menos amargamente que Boxtel envidiaba la suerte del amo, entró en su habitación. Boxtel le dijo:

—Hoy no me levantaré; estoy enfermo.

Hacia las nueve, oyó un gran ruido en la calle y tembló ante lo que significaba; en ese momento estaba más pálido que un verdadero enfermo, más tembloroso que un verdadero febril.

Entró su criado y Boxtel se ocultó bajo la sábana.

—¡Ah, señor! —exclamó el criado, no sin imaginarse que iba, aun deplorando la desgracia ocurrida a Van Baerle, a anunciar una buena noticia a su amo—. ¡Ah, señor! ¿No sabéis lo que pasa en este momento?

—¿Cómo quieres tú que lo sepa? —respondió Boxtel con voz casi ininteligible.

—¡Pues bien! En este momento, mi señor Boxtel, están arrestando a vuestro vecino el doctor Cornelius van Baerle, como culpable de alta traición a los Estados.

—¡Bah! —murmuró Boxtel con voz débil—. ¡No es posible!

—¡Cáspita! Esto es lo que se dice, por lo menos; por otra parte, acabo de ver entrar en su casa al juez Van Spennen y a los arqueros.

—¡Ah! Si los has visto —dijo Boxtel—es otra cosa.

—En todo caso, voy a informarme —anunció el criado—y estad tranquilo, os mantendré al corriente.

Boxtel se contentó con aprobar con un signo el celo de su criado.

Éste salió y volvió a entrar quince minutos después.

—¡Oh, señor! Todo lo que os he contado —dijo—es la pura verdad.

—¿Cómo?

—Han arrestado al señor Van Baerle; lo han metido en un coche y acaban de expedirlo a La Haya.

—¡A La Haya!

—Sí, donde, si lo que dicen es verdad, no hará buen tiempo para él.

—¿Y qué dicen? —preguntó Boxtel.

—¡Cáspita, señor! Se dice, pero no es muy seguro, que los burgueses deben de estar a esta hora asesinando a los señores Corneille y Jean de Witt.

—¡Oh! —murmuró o más bien hipó Boxtel cerrando los ojos para no ver la terrible imagen que se ofrecía sin duda a su mirada.

«¡Cáspita! —exclamó para sí el criado al salir—. Es preciso que Mynheer Isaac Boxtel esté muy enfermó para no haber saltado del lecho ante semejante noticia.»

En efecto, Isaac Boxtel estaba muy enfermo; enfermo como un hombre que acaba de asesinar a otro.

Pero él había asesinado a ese hombre con una doble finalidad; la primera estaba cumplida, faltaba cumplir la segunda.

Llegó la noche. La noche que esperaba Boxtel.

Se levantó del lecho y poco después se subía al sicomoro.

Había calculado bien: nadie pensaba en guardar el jardín; casa y criados estaban trastornados.

Oyó sonar sucesivamente las diez, las once y medianoche.

A la medianoche, con el corazón brincándole, las manos temblorosas y el rostro lívido, descendió del árbol, cogió una escalera, la aplicó contra el muro, subió hasta el penúltimo escalón y escuchó.

Todo estaba tranquilo. Ni un ruido turbaba el silencio de la noche.

Una sola luz brillaba en toda la casa.

La de la nodriza.

Ese silencio y esta oscuridad enardecieron a Boxtel.

Pasó una pierna por encima del muro, deteniéndose un momento sobre el remate; luego, bien seguro de que no había nada que temer, pasó la escalera de su jardín al de Cornelius y descendió.

Después, como sabía exactamente el lugar donde se hallaban enterrados los bulbos del futuro tulipán negro, corrió en su dirección, siguiendo sin embargo los senderos para no ser traicionado por la huella de sus pasos, y, llegado al sitio preciso, con una alegría salvaje, hundió sus manos en la tierra blanda.

No encontró nada y creyó haberse equivocado.

Mientras tanto, el sudor perlaba su frente.

Buscó al lado: nada.

Buscó a la derecha, a la izquierda: nada.

Buscó por delante y por detrás: nada.

Le faltó poco para volverse loco, cuando se dio cuenta por último que la tierra estaba removida ya desde aquella misma mañana.

En efecto, mientras Boxtel se hallaba en el lecho, Cornelius había descendido a su jardín desenterrando la cebolla, y como hemos visto, la había dividido en tres bulbos.

Boxtel no podía decidirse a abandonar el lugar. Había revuelto con sus manos más de tres metros cuadrados.

Finalmente, ya no le quedó ninguna duda de su desgracia.

Ebrio de cólera, alcanzó la escalera, pasó la pierna por encima del muro, alzó la escalera, tirándola a su jardín y saltó tras ella.

De repente, le embargó una última esperanza.

Que los bulbos estuvieran en el secadero.

Sólo se trataba de penetrar en el secadero como había penetrado en el jardín.

Allí los encontraría.

Por lo demás, la tarea no era mucho más difícil.

Las vidrieras del secadero se alzaban como las de un invernadero.

Cornelius van Baerle las había abierto aquella misma mañana y a nadie se le había ocurrido cerrarlas.

Todo consistía en procurarse una escalera bastante larga, una escalera de seis metros en lugar de cuatro.

Boxtel había observado que en la calle donde vivía había una casa en reparación; a lo largo de aquella casa habían levantado una escalera gigantesca.

 

Esa escalera era la que necesitaba Boxtel, si los obreros no se la habían llevado.

Corrió a la casa; la escalera estaba allí.

La cogió y se la llevó con gran trabajo a su jardín; con más trabajo todavía, la apoyó contra el muro que dividía su casa de la de su vecino Cornelius van Baerle.

La escalera alcanzaba de justeza las celosías.

Boxtel se metió una linterna sorda encendida en su bolsillo, subió por la escalera y penetró en el secadero.

Llegado a ese tabernáculo, se detuvo, apoyándose contra la mesa; las piernas le flaqueaban y su corazón latía hasta ahogarle.

Allí, era todavía peor que en el jardín: se diría que el aire del campo quitaba a la propiedad lo que tenía de respetable; el que salta por encima de un seto o escala un muro, se detiene ante la puerta o la ventana de una habitación.

En el jardín, Boxtel no era más que un merodeador; en la habitación, era un ladrón.

Sin embargo, recobró el valor: no había llegado hasta allí para regresar a su casa con las manos vacías.

Y se puso a buscar, a abrir y cerrar todos los cajones, a incluso el cajón privilegiado donde había estado el depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró, como en un jardín, etiquetadas las plantas, la Joannis, la Witt, el tulipán marrón, el tulipán café tostado, pero del tulipán negro o más bien de los bulbos donde estaba todavía dormido y oculto en los limbos de la floración, no había ninguna señal.

Y, sin embargo, en el registro de las simientes y de los bulbos llevado por partida doble por Van Baerle con más cuidado y exactitud que el registro comercial de las primeras firmas de Amsterdam, Boxtel leyó estas líneas:

Hoy, 20 de agosto de 1672, he desenterrado la cebolla del gran tulipán negro que he separado en tres bulbos perfectos.

—¡Esos bulbos! ¡Esos bulbos! —aulló Boxtel devastando todo el secadero—. ¿Dónde ha podido ocultarlos?

Luego, de repente, golpeándose la frente hasta aplastarse el cerebro, exclamó en voz alta:

—¡Oh! ¡Miserable de mí! ¡Ah, tres veces perdido Boxtel! ¿Es que alguien se separa de sus bulbos, es que alguien los abandona en Dordrecht cuando se parte para La Haya, es que alguien puede vivir sin esos bulbos, cuando esos bulbos son los del gran tulipán negro? ¡Habrá tenido tiempo de cogerlos, el muy infame! ¡Los tiene encima, se los ha llevado a La Haya!

Fue como un relámpago que mostrara a Boxtel el abismo de un crimen inútil.

Cayó fulminado sobre aquella misma mesa, en aquel mismo lugar donde, unas horas antes, el infortunado Baerle había admirado tan largo rato y tan deliciosamente los bulbos del tulipán negro.

«¡Pues bien! Después de todo —se dijo el envidioso, levantando su lívida cabeza—, si él los tiene, sólo puede guardarlos mientras esté vivo, y…»

El resto de su horrible pensamiento se absorbió en una espantosa sonrisa.

«Los bulbos están en La Haya —pensó—. No es, pues, en Dordrecht donde he de vivir.

»¡A La Haya a por los bulbos! ¡A La Haya!»

Y Boxtel, sin prestar atención a las inmensas riquezas que abandonaba, preocupado por aquella otra inestimable riqueza, salió por la celosía, se dejó deslizar a lo largo de la escalera, llevó el instrumento de robo adonde lo había cogido, y, parecido a un animal de presa, entró rugiendo en su casa.

IX

LA HABITACIÓN FAMILIAR

Era alrededor de la medianoche cuando el pobre Van Baerle fue encarcelado en la prisión de la Buytenhoff.

Lo que previera Rosa había sucedido. Al hallar la celda de Corneille vacía, la cólera del pueblo había sido grande, y si padre Gryphus se hubiera encontrado al alcance de aquellos furiosos habría pagado evidentemente por su prisionero.

Pero aquella cólera se había saciado largamente en los dos hermanos, que habían sido alcanzados por los asesinos, gracias a la precaución tomada por Guillermo, el hombre de las precauciones, de hacer cerrar las puertas de la ciudad.

Había llegado, pues, el momento en que la prisión se había vaciado y donde el silencio había sucedido al espantoso tronar de aullidos que rodaba por las escaleras.

Rosa había aprovechado aquel momento para salir de su escondrijo y había hecho salir a su padre.

La prisión estaba completamente desierta; ¿para qué quedarse en la prisión cuando se degollaba en la TolHek?

Gryphus salió todo tembloroso detrás de la valiente Rosa. Fueron a cerrar bien que mal la gran puerta, y decimos bien que mal, porque estaba medio desvencijada. Se veía que el torrente de una poderosa cólera había pasado por allí.

Hacia las cuatro, se oyó volver el ruido, pero ese ruido no tenía nada de inquietante para Gryphus y su hija. Ese ruido era el de los cadáveres que arrastraban y que venían a ocupar el lugar acostumbrado de las ejecuciones.

Rosa se ocultó una vez más, para no ver el horrible espectáculo.

A medianoche llamaron a la puerta de la Buytenhoff, o más bien a la barricada que la reemplazaba.

Traían a Cornelius van Baerle.

—Ahijado de Corneille de Witt —murmuró Gryphus con su sonrisa de carcelero tras leer en la tarjeta de registro la calidad del prisionero—. Ah, joven, aquí tenemos justamente la habitación familiar; os la vamos a dar.

Y encantado por el chiste que acababa de hacer, el feroz orangista cogió su farol y las llaves para conducir a Cornelius a la celda que aquella misma mañana había abandonado Corneille de Witt para ir al exilio tal como lo entienden en tiempo de revolución esos grandes moralistas que dicen como un axioma de alta política:

—Solamente los muertos no vuelven.

Gryphus se preparó, pues, para conducir al ahijado a la celda de su padrino.

Por el camino que tenía que recorrer para llegar a esa habitación, el desesperado florista no oyó nada más que el ladrido de un perro, ni vio nada más que el rostro de una joven.

El perro salió de su caseta excavada en el muro sacudiendo una gruesa cadena, y olfateó a Cornelius a fin de reconocerlo en el momento en que le ordenaran devorarlo.

La joven, cuando el prisionero hizo gemir la barandilla de la escalera bajo su mano entorpecida, entreabrió el postigo de la habitación en la que vivía en el hueco de esa misma escalera. Y con la lámpara en la mano derecha, alumbró al mismo tiempo su encantador rostro rosado enmarcado por una admirable cabellera rubia de espesas guedejas, mientras con la izquierda cruzaba sobre el pecho su blanco camisón, porque había sido despertada de su primer sueño por la inesperada llegada de Cornelius.

Aquel era realmente un hermoso cuadro para pintar y en todo digno del maestro Rembrandt: esa espiral negra de la escalera iluminada por el farol rojizo de Gryphus, con la sombría figura del carcelero en lo alto, la melancólica figura de Cornelius que se inclinaba sobre la barandilla para mirar; por debajo de él, encuadrado por el postigo luminoso, el suave rostro de Rosa, y su gesto púdico un poco inútil tal vez por la posición elevada de Cornelius, colocado sobre aquellos escalones desde donde su mirada acariciaba vaga y tristemente los hombros blancos y redondos de la joven.

Y, abajo, completamente en la sombra, en ese lugar de la escalera donde la oscuridad hace desaparecer los detalles, los ojos de carbunclo del moloso, sacudiendo su cadena de eslabones a la cual la doble luz de la lámpara de Rosa y del farol de Gryphus venía a agregarle unas brillantes lentejuelas.

Pero lo que el sublime maestro no habría podido plasmar en su cuadro, era la expresión dolorosa que apareció en el rostro de Rosa cuando vio a aquel hermoso joven, pálido, subir la escalera lentamente y pudo aplicarle esas siniestras palabras pronunciadas por su padre:

—Tendréis la habitación familiar.

Esta visión duró un momento, mucho más corto del que hemos empleado en describirla. Luego, Gryphus continuó su camino, Cornelius se vio obligado a seguirle, y cinco minutos después entraba en el calabozo que resulta inútil describir, porque el lector ya lo conoce.

Gryphus, después de haber mostrado con el dedo al prisionero el lecho sobre el que tanto había sufrido el mártir que en aquella misma jornada había rendido su alma a Dios, recogió su farol y salió.

En cuanto a Cornelius, una vez solo, se arrojó sobre el lecho, pero no se durmió. No cesó de fijar su mirada en la estrecha ventana enrejada que tomaba su día de la Buytenhoff; de esta forma vio blanquear más allá de los árboles ese primer rayo de luz que el cielo deja caer sobre la tierra como un blanco manto.

Aquí y allá, durante la noche, algunos rápidos caballos habían galopado por la Buytenhoff; los pasos pesados de las patrullas habían golpeado los pequeños guijarros redondos de la plaza, y las mechas de los arcabuces, encendiéndose al viento del oeste, habían lanzado hasta los vidrios de la prisión intermitentes destellos.

Pero cuando el naciente día argentó la techumbre acaballada de las casas, Cornelius, impaciente por saber si algo vivía a su alrededor, se acercó a la ventana y paseó circularmente una triste mirada.

En el extremo de la plaza, se alzaba una masa negruzca teñida de azul oscuro por las brumas matinales, destacando sobre las pálidas casas su silueta irregular.

Cornelius reconoció el patíbulo.

De este patíbulo colgaban dos informes pingajos que no eran más que unos esqueletos todavía sangrantes.

El buen pueblo de La Haya había despedazado las carnes de sus víctimas, pero las había traído fielmente al patíbulo para dar pretexto a una doble inscripción trazada sobre una enorme pancarta.

Y sobre aquella pancarta, con sus ojos de veintiocho años, Cornelius consiguió leer las líneas trazadas con el grueso pincel de algún embadurnador de rótulos:

Aquí cuelgan: el gran criminal llamado Jean de Witt, y el pequeño bribón Corneille de Witt, su hermano, dos enemigos del pueblo, pero grandes amigos del rey de Francia.

Cornelius lanzó un grito de horror, y en un transporte de terror delirante golpeó la puerta con pies y manos, tan rudamente y tan precipitadamente que Gryphus acudió furioso, con su manojo de enormes llaves en la mano.

Abrió la puerta profiriendo horribles imprecaciones contra el prisionero que le importunaba en horas en las que no se acostumbraba a importunar.

—¡Encima esto! Otro De Witt furioso —exclamó—. ¡Pero estos De Witt tienen el diablo en el cuerpo!

—Señor, señor—dijo Cornelius agarrando al carcelero por el brazo y arrastrándole hacia la ventana—

—. Señor, ¿qué he leído allá abajo?

—¿Dónde?

—En aquella pancarta.

Y temblando, pálido y jadeante, le señaló, en el fondo de la plaza, el patíbulo coronado por la cínica inscripción.

Gryphus se echó a reír.

—¡Ah, eso! —respondió—. Sí, la habéis leído… ¡Pues bien, mi querido señor!, ahí es donde se llega cuando se mantienen relaciones con los enemigos del señor príncipe de Orange.

—¡Los señores De Witt han sido asesinados! —murmuró Cornelius, el sudor bañándole la frente y dejándose caer sobre el colchón, los brazos colgando, los ojos cerrados.

—Los señores De Witt han sufrido la justicia del pueblo —replicó Gryphus—. ¿Llamáis a eso asesinato? Yo digo mejor, ejecutados.

Y, viendo que el prisionero no sólo se había calmado, sino que permanecía postrado, salió de la celda, tirando de la puerta con violencia, y haciendo correr los cerrojos con ruido.

Volviendo en sí, Cornelius se halló solo y reconoció el aposento en el que se encontraba, la «habitación familiar, como la había llamado Gryphus, como el paso fatal que había de conducirle a una triste muerte.

Y como era un filósofo, como era sobre todo un cristiano, comenzó por rogar por el alma de su padrino, luego por la del ex gran pensionario; después, por último, se resignó él mismo a todos los males que Dios quisiera enviarle.

Luego, después de haber descendido del cielo a la tierra, de haber entrado de la tierra a su calabozo, de haberse asegurado bien de que en el calabozo estaba solo, sacó de su pecho los tres bulbos del tulipán negro y los ocultó detrás de la piedra de arenisca sobre la que se colocaba el cántaro tradicional, en el rincón más oscuro de la celda.

¡Inútil labor de tantos años! ¡Destrucción de tan dulces esperanzas! ¡Su descubrimiento iba pues a desembocar en la nada como él en la muerte…! En esta prisión, sin una brizna de hierba, sin un átomo de tierra; sin un rayo de sol.

 

Ante ese pensamiento, Cornelius entró en una sombría desesperanza de la que no salió más que por una circunstancia extraordinaria.

¿Cuál fue esa circunstancia?

Esto es lo que nos reservamos para explicar en el capítulo siguiente.

X

LA HIJA DEL CARCELERO

Aquella misma tarde, cuando traía la pitanza del prisionero, Gryphus, al abrir la puerta de la prisión, resbaló en el húmedo enlosado y trastabilló intentando sostenerse. Pero, apoyando la mano en falso, se rompió el brazo por encima de la muñeca.

Cornelius hizo un movimiento hacia el carcelero.

—No es nada —dijo Gryphus no dándose cuenta de la gravedad del accidente—. No os mováis.

Y quiso levantarse apoyándose sobre su brazo, pero el hueso se le dobló; solamente entonces sintió Gryphus el dolor y lanzó un grito.

Comprendió que tenía el brazo roto, y este hombre tan duro para los demás cayó desmayado sobre el umbral de la puerta, donde se quedó inerte y frío, parecido a un muerto.

Durante ese tiempo, la puerta de la prisión había permanecido abierta, y Cornelius se hallaba casi libre.

Pero no se le ocurrió la idea de aprovecharse de este accidente; había visto la forma en que el brazo se había doblado y el ruido que había hecho; sabía que existía fractura y dolor; no pensó en otra cosa que en socorrer al herido, por mal intencionado que le hubiera parecido en la única entrevista que había tenido con él. Al ruido que Gryphus hizo al caer, al gemido que había dejado escapar, se oyó un paso precipitado en la escalera, y a la aparición que siguió inmediatamente al rumor de ese paso, Cornelius profirió un pequeño grito al que respondió el grito agudo de una joven.

La que había respondido al grito lanzado por Cornelius era la bella frisona, que viendo a su padre tendido en el suelo y al prisionero inclinado sobre él, creyó al principio que Gryphus, cuya brutalidad conocía, había caído a continuación de una lucha sostenida entre aquél y su padre.

Cornelius comprendió lo que ocurría en el corazón de la joven en el mismo momento en que la sospecha entraba en la mente de aquélla.

Pero traída por la primera ojeada a la verdad, y avergonzada por lo que había llegado a pensar, levantó hacia el joven sus bellos ojos húmedos, diciendo:

—Perdón y gracias, señor. Perdón por lo que había pensado, y gracias por lo que vos hacéis.

Cornelius enrojeció.

—No hago más que cumplir con mi deber de cristiano —contestó—, al socorrer a mi semejante.

—Sí, y al socorrerlo esta tarde, habéis olvidado las injurias que os dirigió esta mañana. Señor, esto es más que humanidad, es más que cristianismo.

Cornelius alzó la mirada hacia la bella niña, completamente asombrado por haber oído salir de la boca de una hija del pueblo una palabra a la vez tan noble y tan compasiva.

Pero no tuvo tiempo de testimoniarle su sorpresa. Gryphus, recobrado de su desmayo, abrió los ojos, y su acostumbrada brutalidad le volvió con la vida:

—¡Ah! Ved lo que ocurre —dijo—. Se da uno prisa en traer la cena, me caigo al apresurarme, al caer me rompo el brazo, y vos me dejáis aquí sobre los ladrillos.

—Silencio, padre mío —intervino Rosa—. Sois injusto con este joven, al que he hallado ocupado en socorreros.

—¡Él! —exclamó Gryphus con aire de duda.

—Es verdad, señor, y estoy dispuesto a socorreros más.

—¿Vos? —dijo Gryphus—. ¿Sois, pues, médico?

—Ésa es mi carrera primitiva —contestó el prisionero.

—¿De forma que podríais componerme el brazo?

—Perfectamente.

—¿Y qué necesitáis para ello, veamos?

—Dos cuñas de madera y unas tiras de tela.

—Ya oyes, Rosa —comentó Gryphus—. El prisionero va a arreglarme el brazo; esto es una economía; vamos, ayúdame a levantarme, parezco de plomo.

Rosa presentó su hombro al herido; éste rodeó el cuello de la joven con su brazo intacto, y haciendo un esfuerzo, se puso de pie, mientras Cornelius, para ahorrarle camino, empujaba hacia él un sillón.

Gryphus se sentó y luego, volviéndose hacia su hija dijo:

—¡Y bien! ¿No has oído? Ve a buscar lo que se te pide.

Rosa descendió y regresó un instante después con dos duelas de barril y una gran venda de tela.

Cornelius había empleado aquel tiempo en guitar la chaqueta al carcelero y en subirle las mangas.

—¿Esto es lo que deseáis, señor? —preguntó Rosa.

—Sí, señorita —asintió Cornelius posando los ojos sobre los objetos traídos—. Sí, eso es. Ahora, acercad esta mesa mientras sostengo el brazo de vuestro padre.

Rosa empujó la mesa. Cornelius colocó el brazo roto encima, a fin de que se hallara plano, y con una habilidad perfecta, reajustó la fractura, adaptó la cuña y apretó las vendas.

Con el último alfiler, el carcelero se desmayó por segunda vez.

—Id a buscar vinagre, señorita —pidió Cornelius—, le frotaremos las sienes y volverá en sí.

Pero en lugar de cumplir la prescripción que le había hecho, Rosa, después de asegurarse de que su padre se hallaba realmente sin conocimiento, avanzó hacia Cornelius.

—Señor —dijo—, servicio por servicio.

—¿Es decir, mi bella niña? —preguntó Cornelius.

—Es decir, señor, que el juez que debe interrogaros mañana ha venido a informarse hoy de la celda en la que os hallábais; que le han dicho que ocupábais la del señor Corneille de Witt, y que a esa respuesta, se ha reído de una forma tan siniestra que me hace creer que no os espera nada bueno.

—Pero —preguntó Cornelius—, ¿qué pueden hacerme?

—¿Veis desde aquí ese patíbulo?

—Pero yo no soy culpable en absoluto —replicó Cornelius.

—¿Lo eran ellos, los que están allá abajo, colgados, mutilados, desgarrados?

—Es verdad —dijo Cornelius entristeciéndose.

—Por otra parte —continuo Rosa—la opinión pública quiere que seáis culpable. Pero en fin, culpable o no, vuestro proceso comenzará mañana, pasado mañana seréis condenado: las cosas van deprisa en los tiempos que corren.

—¡Y bien! ¿Qué opináis de todo esto, señorita?

—Opino que yo estoy sola, que soy débil, que mi padre está desmayado, que el perro tiene el bozal puesto, que nada, por consiguiente, os impide salvaros. Salvaos, pues, esto es lo que opino.

—¿Qué decís?

—Digo que no he podido salvar a los señores Corneille y Jean de Witt, por desgracia, y que me gustaría salvaros a vos. Solo que, actuad deprisa, mirad cómo respira ya mi padre, dentro de un minuto tal vez abrirá los ojos, y entonces será ya demasiado tarde. ¿Dudáis?

En efecto, Cornelius permanecía inmóvil, contemplando a Rosa, pero como si la mirara sin oírla.

—¿No comprendéis? —insistió la joven impaciente.

—Sí, claro que comprendo —contestó Cornelius—. Pero…

—¿Pero…?

—Rehúso. Os acusarían.

—¿Qué importa? —dijo Rosa ruborizándose.

—Gracias, niña —replicó Cornelius—, pero me quedo.

—¡Os quedáis! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No habéis comprendido, pues, que seréis condenado… condenado a muerte, ejecutado sobre un patíbulo y tal vez asesinado, destrozado como han asesinado y destrozado al señor Jean y al señor Corneille! En nombre del cielo, no os ocupéis de mí y huid de esta celda en que os halláis. Tened cuidado, trae la desgracia a los De Witt.

—¡Eh! —exclamó el carcelero despertándose—. ¿Quién habla de esos bribones, de esos miserables, de esos criminales De Witt?

—No os importa, buen hombre —dijo Cornelius con su dulce sonrisa—. Lo peor que hay para las fracturas es calentarse la sangre —luego, por lo bajo, dijo a Rosa—: Niña mía, yo soy inocente, esperaré a mis jueces con la tranquilidad y la calma de un inocente.

—Silencio —advirtió Rosa.

—Silencio, ¿y por qué?

—Es preciso que mi padre no sospeche que hemos conversado.

—¿Qué mal habría?

—¿Qué mal habría…? Me impediría volver aquí para siempre —explicó la joven.

Cornelius recibió esta inocente confidencia con una sonrisa, le parecía que un poco de felicidad lucía en su infortunio.

—¡Y bien! ¿Qué masculláis los dos ahí? —dijo Gryphus levantándose y sosteniendo su brazo derecho con el brazo izquierdo.

—Nada —respondió Rosa—. El señor me prescribe el régimen que habéis de seguir.