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100 Clásicos de la Literatura

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Entonces, después del período de admiración que no podía vencer, sufría la fiebre de la envidia, ese mal que roe el pecho y que transforma el corazón en una miríada de pequeñas serpientes que se devoran la una a la otra, fuente infame de horribles dolores.

Cuántas voces en medio de sus torturas, de las que ninguna descripción podría dar una idea, Boxtel estuvo tentado de saltar por la noche al jardín, destrozar las plantas, devorar las cebollas con los dientes, y sacrificar a su cólera al mismo propietario si se atrevía a defender sus tulipanes.

¡Pero matar un tulipán, a los ojos de un verdadero horticultor, es un crimen tan espantoso!

Matar a un hombre, puede ser excusable.

Sin embargo, gracias a los progresos que realizaba todos los días Van Baerle en la ciencia que parecía adivinar por instinto, Boxtel llegó a tal paroxismo de furor que pensó tirar piedras y palos en los parterres de tulipanes de su vecino.

Pero como reflexionó que al día siguiente, a la vista del destrozo, Van Baerle se informaría, que se comprobaría entonces que la calle estaba lejana, que las piedras y los palos no caen del cielo en el siglo XVII como en los tiempos de los amalecitas, que el autor del crimen, aunque hubiera operado por la noche, sería descubierto y no solamente castigado por la ley, sino también deshonrado para siempre a los ojos de la Europa tulipanera, Boxtel aguzó el odio por la astucia y resolvió emplear un medio que no le comprometiera.

Una noche, ató dos gatos, cada uno por una pata trasera con un bramante de tres metros de longitud, y los lanzó desde lo alto del muro, en medio de la platabanda maestra, de la platabanda magnífica, de la platabanda real, que no solamente contenía el Corneille de Witt, sino también el Babangonne, blanco de leche, púrpura y rojo; el Marbrée, de Rotre, gris amarillo, rojo y encarnado brillante; y el Merveille, de Haarlem; el tulipán Colombin obscur y Colombin clair terni.

Los asustados animales, cayendo de lo alto al pie del muro, rodaron primero sobre la platabanda, intentando huir cada uno por su lado, hasta que el hilo que los retenía juntos quedó tenso; pero entonces, sintiendo la imposibilidad de ir más lejos, vagaron inciertos con espantosos maullidos, segando con su cuerda las flores en medio de las cuales se debatieron hasta que, por último, después de un cuarto de hora de lucha encarnizada, habiendo conseguido romper el hilo que los unía, desaparecieron.

Boxtel, oculto detrás de su sicomoro, no veía nada a causa de la oscuridad de la noche; pero a juzgar por los maullidos rabiosos de los dos gatos, lo suponía todo, y su corazón, aliviado de la hiel, se hinchaba de alegría.

El deseo de asegurarse del destrozo cometido era tan grande en el corazón de Boxtel, que se quedó hasta el alba para juzgar por sus propios ojos del estado en que la lucha de los dos gatos por la libertad había dejado las platabandas de su vecino.

Estaba helado por la neblina de la madrugada, pero no sentía el frío: la esperanza de su venganza le mantenía caliente.

El dolor de su rival iba a pagarle todas sus penas.

A los primeros rayos del sol, la puerta de la casa blanca se abrió, apareció Van Baerle y se acercó a sus platabandas, sonriendo como un hombre que ha pasado la noche en su lecho, teniendo buenos sueños.

De repente, percibió los surcos y los montículos en aquel terreno la víspera más liso que un espejo; enseguida, percibió las filas simétricas de sus tulipanes, desordenadas como quedan las picas de un batallón en medio del cual hubiera caído una bomba.

Acudió muy pálido.

Boxtel se estremecía de alegría. Quince o veinte tulipanes yacían desgarrados, destrozados, los unos curvados, los otros completamente rotos y ya descoloridos; la savia corría de sus heridas; la savia, esa sangre preciosa que Van Baerle hubiera querido rescatar al precio de la suya.

Pero, ¡oh sorpresa!, ¡oh alegría de Van Baerle!, ¡oh dolor inexpresable de Boxtel! Ninguno de los cuatro tulipanes amenazados por el atentado de aquél había sido alcanzado. Alzaban orgullosamente sus nobles cabezas por encima de los cadáveres de sus compañeros. Esto era bastante para consolar a Van Baerle, bastante para hacer reventar de disgusto al asesino, que se arrancaba los cabellos a la vista de su crimen cometido inútilmente.

Van Baerle, mientras deploraba la desgracia que acababa de golpearle, desgracia que, por lo demás, por la providencia de Dios, era menos grande de lo que hubiera podido ser, no pudo adivinar la causa de la misma. Se informó solamente y supo que toda la noche había sido turbada por maullidos terribles. Por lo demás, reconoció el paso de los gatos por el rastro dejado por sus garras, por el pelo que había en el campo de batalla y en el cual las gotas indiferentes del rocío temblaban como lo hacían al lado, sobre las hojas de una flor rota, y para evitar que desgracia semejante se reprodujera en el porvenir, ordenó que un muchacho jardinero se acostara todas las noches en el jardín, en una caseta, al lado de las platabandas.

Boxtel oyó dar la orden. Vio alzarse la caseta en el mismo día, y muy feliz por no haber sido considerado como sospechoso del estropicio y más animado que nunca contra el feliz horticultor, esperó mejores ocasiones.

Fue hacia aquella época cuando la sociedad tulipanera de Haarlem propuso un premio para el descubrimiento, no nos atrevemos a decir para la fabricación, del gran tulipán negro y sin mácula, problema no resuelto y considerado como insoluble, si se considera que en aquella época ni siquiera existía la especie de color pardo en la Naturaleza.

Lo que hacía decir a todos, que los fundadores del premio hubieran podido ofrecer dos millones en lugar de las cien mil libras, dado que la cosa resultaba imposible.

El mundo tulipanero, sin embargo, no se quedó menos emocionado por la posibilidad de su realización.

Algunos aficionados acogieron la idea, pero sin creer en su aplicación; tal es el poder imaginativo de los horticultores que, aun considerando su especulación como fallida por adelantado, no pensaron al principio más que en este gran tulipán negro reputado quiméricamente como el cisne negro de Horacio, y como el mirlo blanco de la tradición francesa.

Van Baerle fue uno de los tulipaneros que acogieron la idea; Boxtel fue de los que pensaron en la especulación. Desde el momento en que Van Baerle tuvo incrustada esta tarea en su perspicaz e ingeniosa cabeza, comenzó lentamente las siembras y las operaciones necesarias para llevar del rojo al pardo, y del pardo al marrón oscuro, los tulipanes que había cultivado hasta entonces.

A partir del año siguiente, obtuvo especies de un pardo perfecto, y Boxtel los percibió en su platabanda, cuando él no había encontrado todavía más que el castaño claro.

Tal vez resultaría interesante explicar a los lectores las bellas teorías que tienden a demostrar que el tulipán toma sus colores de los elementos; tal vez nos agradaría establecer que nada es imposible para el horticultor que pone a contribución, con su paciencia y su genio, el fuego del sol, el candor del agua, los jugos de la tierra y los soplos del aire. Pero éste no es un tratado del tulipán en general; es la historia de un tulipán en particular lo que hemos resuelto escribir; nos ceñiremos a él por atrayentes que sean los incentivos del sujeto yuxtapuesto al que nos proponemos.

Boxtel, una vez más vencido por la superioridad de su enemigo, se aburrió del cultivo y, medio loco, se dedicó por entero a la observación.

La casa de su rival era una claraboya. jardín abierto al sol, cuartos vidriados penetrables a la vista, casilleros, armarios, botes y etiquetas en los cuales el telescopio se sumergía fácilmente; Boxtel dejó pudrirse las cebollas en sus camas, secar los capullos en sus cajas, morir los tulipanes en sus platabandas, y, desde entonces, concentrando su vida en su vista, no se ocupó más que de lo que ocurría en casa de Van Baerle: respiró por el tallo de sus tulipanes, apagó su sed con el agua que les echaban, y se sació con la tierra blanda y fina que espolvoreaba el vecino sobre sus queridas cebollas. Pero lo más curioso del trabajo no se operaba en el jardín.

Sonaba una hora, la una de la noche, y Van Baerle subía a su laboratorio, en el cuarto vidriado donde el telescopio de Boxtel penetraba también, y allí, cuando las luces del sabio sucediendo a los rayos del día iluminaban paredes y ventanas, Boxtel veía funcionar el genio inventivo de su rival.

Le contemplaba escoger sus granos, regándolos con sustancias destinadas a modificarlos o a colorearlos. Lo adivinaba, cuando calentando algunos de aquellos granos, humedeciéndolos luego, combinándolos después con otros en una especie de injerto, operación minuciosa y maravillosamente realizada, encerraba en las tinieblas los que debían dar el color negro, exponía al sol o a la lámpara los que debían dar el color rojo, miraba en el eterno reflejo del agua los que debían proporcionar el color blanco, cándida representación hermética del elemento húmedo.

Esta magia inocente, fruto del sueño infantil y del genio viril conjuntamente, ese trabajo paciente, eterno, del que Boxtel se reconocía incapaz, vertía en el telescopio del envidioso toda su vida, todo su pensamiento, toda su esperanza.

¡Cosa extraña! Tanto interés y el amor propio del arte no había apagado en Isaac la feroz envidia, la sed de venganza. Algunas veces, teniendo a Van Baerle bajo su telescopio, se hacía la ilusión que lo apuntaba con un mosquete infalible, y buscaba con el dedo el gatillo para soltar el disparo que debía matarlo; pero ya es tiempo de que volvamos de aquella época de los trabajos de uno y del espionaje del otro a la visita que Corneille de Witt, Ruart de Pulten, acababa de hacer a su ciudad natal.

 

VII

EL HOMBRE FELIZ ENTABLA CONOCIMIENTO CON LA DESGRACIA

Corneille después de haber atendido los asuntos de su familia, llegó a casa de su ahijado, Cornelius van Baerle, en el mes de enero del año de gracia de 1672.

Caía la noche.

Corneille, aunque poco dado a la horticultura, y menos todavía a las artes, visitó toda la casa, desde el taller hasta el invernadero; desde los cuadros hasta los tulipanes. Agradeció a su sobrino el haberle dejado en buen lugar sobre el puente de la nave almirante Les Sept Provinces durante la batalla de Southwood—Bay, y el haber dado su nombre a un magnífico tulipán, y todo ello con la complacencia y la afabilidad que pudiera tener un padre hacia su hijo; y mientras inspeccionaba así los tesoros de Van

Baerle, la muchedumbre se estacionaba con curiosidad, incluso con respeto, delante de la puerta del hombre feliz.

Todo este ruido despertó la atención de Boxtel, que cenaba cerca de su fuego.

Se informó de lo que ocurría, lo supo y trepó a su laboratorio.

Y allí, a pesar del frío, se instaló, con el ojo en el telescopio.

Este telescopio no le era ya de gran utilidad desde el otoño de 1671. Los tulipanes, frioleros como verdaderos hijos de Oriente, no se cultivan en la tierra en invierno. Necesitan el interior de la casa, el lecho mullido de los cajones y las dulces caricias de la estufa. Así, Cornelius se pasaba todo el invierno en su laboratorio, en medio de sus libros y de sus cuadros. Raramente iba a la habitación de las cebollas si no era para dejar entrar allí algunos rayos de sol, que sorprendía en el cielo, y a los que forzaba, abriendo una trampilla vidriada, a caer de buen o mal grado en su casa.

La noche de la que hablamos, después de que Corneille y Cornelius hubieron visitado juntos los apartamentos, seguidos de algunos criados, aquél le confió en voz baja a Van Baerle:

—Hijo mío, alejad a vuestras gentes y procurad que nos quedemos unos momentos a solas y sin oídos indiscretos.

Cornelius se inclinó en señal de obediencia.

—Señor—preguntó luego en voz alta—, ¿os agradaría visitar ahora mi secadero de tulipanes?, os agradará.

¿El secadero? Ese pandemónium de la tulipanería, ese tabernáculo, ese sanctasanctórum estaba, como Delfos antiguamente, prohibido para los no iniciados.

Jamás criado alguno había puesto allí un pie audaz, como hubiera dicho el gran Racine, que florecía por aquella época. Cornelius no dejaba penetrar en él más que la escoba inofensiva de una vieja sirvienta frisona, su nodriza, la cual, desde que Cornelius se dedicaba al cultivo de los tulipanes, no se atrevía a poner cebollas en los guisos, por temor a mondar y condimentar el «corazón de su niño».

Así, a la sola palabra «secadero», los criados que llevaban las antorchas se apartaron respetuosamente. Cornelius cogió las velas de manos del primero y precedió a su padrino en la habitación.

Añadamos a lo que acabamos de decir que el secadero era aquel mismo cuarto vidriado sobre el que Boxtel asestaba incesantemente su telescopio.

El envidioso estaba más que nunca en su lugar.

Vio primero iluminarse las paredes y las vidrieras.

Luego aparecieron dos sombras.

Una de ellas, grande, majestuosa, severa, se sentó al lado de la mesa donde Cornelius había depositado las velas.

En esta sombra, Boxtel reconoció el pálido rostro de Corneille de Witt, cuyos largos cabellos negros separados en la frente caían sobre sus hombros.

El Ruart de Pulten, después de haber dicho a Cornelius algunas palabras de las que el envidioso no pudo comprender el sentido por el movimiento de los labios, sacó de su pecho y le tendió un paquete blanco cuidadosamente sellado, paquete que Boxtel, por la forma con que Cornelius lo cogió y lo depositó en un armario, supuso eran papeles de la mayor importancia.

Pensó en principio que aquel precioso paquete encerraba algunos bulbos recién llegados de Bengala o de Ceilán, pero enseguida recordó que Corneille apenas cultivaba tulipanes y no se ocupaba casi más que del hombre, mala planta, mucho menos agradable de ver y sobre todo mucho más difícil de hacerla florecer.

Entonces le vino la idea de que ese paquete contenía pura y simplemente papeles y que estos papeles se referían a la política.

Mas ¿por qué entregar unos papeles que se relacionaban con la política a Cornelius, que no solamente era, sino que se alababa de ser enteramente extraño a aquella ciencia, por otra parte más oscura, a su parecer, que la química, la astronomía a incluso que la alquimia?

Aquél era sin duda un depósito que Corneille, ya amenazado por la impopularidad con la que comenzaban a honrarle sus compatriotas, entregaba a su ahijado Van Baerle, y la cosa era tanto más hábil por parte del Ruart por cuanto no sería en la casa de Cornelius, extraño a toda intriga, donde irían a perseguir este depósito.

Por otra parte; si el paquete hubiera contenido bulbos, otra hubiera sido la reacción de su vecino: Cornelius no lo habría guardado, y en el mismo instante habría apreciado, como estudiante aficionado el valor de los regalos que recibía.

Por el contrario, Cornelius había recibido respetuosamente el depósito de manos del Ruart, y, siempre respetuosamente, lo había metido en un cajón, empujándolo hasta el fondo, primero, seguramente para que no fuera visto, luego, para que no ocupara un espacio demasiado grande al lugar reservado a sus cebollas.

Una vez el paquete en el cajón, Corneille de Witt se puso de pie, estrechó las manos de su ahijado y se encaminó hacia la puerta.

Cornelius agarró vivamente las velas y se adelantó para pasar el primero y alumbrar convenientemente.

Entonces la luz se extinguió insensiblemente en el cuarto vidriado para reaparecer en la escalera, luego en el vestíbulo y por último en la calle, todavía llena de gente que quería ver al Ruart subir a su carroza.

El envidioso no se había equivocado en sus suposiciones. El depósito entregado por el Ruart a su ahijado y cuidadosamente encerrado por éste, era la correspondencia de Jean con el señor De Louvois.

Sólo que era confiado, como le había dicho Corneille a su hermano, sin que Corneille hubiese dejado suponer en lo más mínimo a su ahijado la importancia política que tenía.

La única recomendación que le hizo era la de no entregar este depósito más que a él, o con una palabra de él, a cualquiera que fuera que viniera a reclamarlo.

Y Cornelius, como hemos visto, había encerrado el depósito en el armario de los bulbos raros.

Luego, una vez partido el Ruart y los ruidos y las luces extinguidas, nuestro hombre no había pensado más en ese paquete, en el que por el contrario pensaba mucho Boxtel que, parecido a un piloto hábil, veía en él la nube lejana a imperceptible que crece al avanzar y encierra la tormenta.

Y ahora, ya tenemos todos los jalones de nuestra historia plantados en esta fértil tierra que se extiende de Dordrecht a La Haya. Los seguirá el que quiera, en el porvenir de los capítulos siguientes; en cuanto a nosotros, hemos sostenido nuestra palabra, probando que jamás ni Corneille ni Jean de Witt habían tenido tan feroces enemigos en toda Holanda como el que tenía Van Baerle en su vecino, Mynheer Isaac Boxtel.

Sin embargo, floreciendo en su ignorancia, el tulipanero había seguido su camino hacia el fin propuesto por la sociedad de Haarlem: había pasado del tulipán pardo al tulipán café tostado; y volviendo a él, ese mismo día en que ocurría en La Haya el gran suceso que hemos narrado, vamos a hallarle hacia la una de la tarde sacando de su platabanda las cebollas, infructuosas todavía de una siembra. de tulipanes café tostado, tulipanes cuya floración malograda hasta entonces estaba fijada para la primavera del año 1673, y que no podían por menos que dar el gran tulipán negro pedido por la sociedad de Haarlem.

El 20 de agosto de 1672, a la una de la tarde, Cornelius estaba pues en su secadero, con los pies sobre la barra de la mesa y los codos sobre el tapete, contemplando con delicia tres bulbos que acababa de separar de su cebolla: bulbos puros, perfectos, intactos, principios inapreciables de uno de los más maravillosos productos de la ciencia y de la Naturaleza, en esta combinación cuyo éxito debía ennoblecer para siempre el nombre de Cornelius van Baerle.

«Hallaré el gran tulipán negro —decía para sí Cornelius mientras separaba sus bulbos—. Ganaré los cien mil florines de premio ofrecidos. Los distribuiré a los pobres de Dordrecht; de esta forma, el odio que todo rico inspira en las guerras civiles se apaciguará, y yo podré, sin temer nada de los republicanos o de los orangistas, continuar teniendo mis platabandas en magnífico estado. No temeré tampoco que un día de alboroto, los tenderos de Dordrecht y los marineros del puerto vengan a arrancar mis cebollas para alimentar a sus familias, como me han amenazado por lo bajo a veces, cuando recuerdan que he comprado una cebolla a dos o trescientos florines. Esto está resuelto, daré pues a los pobres los cien mil florines del premio de Haarlem.

»Aunque…»

Y a este «aunque», Cornelius van Baerle hizo una pausa y suspiró.

«Aunque —continuó pensando—hubiera sido realmente un hermoso destino el de los cien mil florines aplicados al engrandecimiento de mi parterre o incluso a un viaje al Oriente, patria de bellas flores.

»Mas, ¡por desgracia!, no hay que pensar en todo eso; ¡mosquetes, banderas, tambores y proclamaciones, es lo que domina la situación en este momento!»

Van Baerle levantó los ojos al cielo y lanzó otro suspiro.

Luego, volviendo la mirada hacia sus cebollas, que en su espíritu pasaban muy por delante de aquellos mosquetes, de aquellas banderas, de aquellos tambores y de aquellas proclamaciones, cosas todas ellas propias solamente para turbar el espíritu de un hombre honrado, se dijo:

«He aquí, mientras tanto, unos bulbos bien bonitos. ¡Qué lisos son, qué bien hechos están, cómo tienen ese aire melancólico que promete el negro de ébano a mi tulipán! Sobre su piel, los nervios de circulación ni siquiera aparecen a simple vista. ¡Oh! Evidentemente, ni una mancha estropeará la ropa de luto de la flor que me deberá su existencia.

»¿Cómo se llamará esta hija de mis desvelos, de mi trabajo, de mi pensamiento? Tulipa nigra Barloensis.

»Sí, Barloensis; bonito nombre. Toda la Europa tulipanera, es decir, toda la Europa inteligente se estremecerá cuando este rumor corra como el viento por los cuatro puntos cardinales del globo.

»¡Ha sido hallado el gran tulipán negro! ¿Su nombre, preguntarán los aficionados? Tulipa nigra Barloensis. ¿Por qué Barloensis? A causa de su inventor Van Baerle, se responderá. ¿Quién es ese Van Baerle? El que ha hallado cinco especies nuevas: la Jeanne, la Jean de Witt, la Corneille, etcétera. Pues bien, ésta es mi ambición. No costará nunca lágrimas a nadie. Y se hablará todavía de la Tulipa nigra Barloensis cuando tal vez mi padrino, ese sublime político, no sea ya conocido más que por el tulipán al que le di su nombre.»

¡Los admirables bulbos…!

«Cuando mi tulipán haya florecido —continuó pensando Cornelius—, quiero, si la tranquilidad ha vuelto a Holanda, dar solamente a los pobres cincuenta mil florines; a fin de cuentas, ya es mucho para un hombre que no debe absolutamente nada. Luego, con los otros cincuenta mil, realizaré experimentos. Con esos cincuenta mil florines, quiero llegar a perfumar el tulipán. ¡Oh! Si llegara a dar al tulipán el olor de la rosa o del clavel, o incluso un olor completamente nuevo, lo cual aún sería mejor; si devolviera a este rey de las flores ese perfume natural genérico que ha perdido al pasar de su trono de Oriente a su trono europeo, el que debe de tener en India, en Goa, en Bombay, en Madrás, y sobre todo en aquella isla donde antiguamente, según me aseguran, estuvo el paraíso terrenal y que se llama Ceilán. ¡Ah! ¡Qué gloria! Preferiría, digo, preferiría ser entonces Cornelius van Baerle que Alejandro, César o Maximiliano.»

¡Los admirables bulbos…!

Y Cornelius se deleitaba en su contemplación, absorbiéndose en los más dulces sueños.

De repente, la campanilla de su cuarto sonó más fuerte que de costumbre.

Cornelius se sobresaltó, extendió la mano sobre sus bulbos y se volvió.

—¿Quién va? —preguntó.

—Señor —respondió el servidor—, es un mensajero de La Haya.

—Un mensajero de La Haya… ¿Qué quiere?

 

—Señor, es Craeke.

—¿Craeke, el criado de confianza del señor Jean de Witt? ¡Bueno! Que espere.

—No puedo esperar —dijo una voz en el corredor.

Y al mismo tiempo, forzando la consigna, Craeke se precipitó en el secadero.

Esta aparición casi violenta era una infracción tal a las costumbres establecidas en la casa de Cornelius van Baerle, que éste, al percibir a Craeke que se precipitaba en el secadero, hizo con la mano, que cubría los bulbos, un movimiento casi convulsivo, que envió rodando a dos de las preciosas cebollas, una bajo una mesa vecina a la gran mesa, y la otra a la chimenea.

—¡Al diablo! —exclamó Cornelius precipitándose en persecución de sus bulbos—. ¿Qué ocurre, Craeke?

—Ocurre, señor —contestó Craeke, depositando el papel sobre la gran mesa donde seguía la tercera cebolla—, ocurre que se os invita a leer este papel sin perder un solo instante.

Y Craeke, que había creído notar en las calles de Dordrecht los síntomas de un tumulto parecido al que acababa de dejar en La Haya, huyó sin volver la cabeza.

—¡Está bien! ¡Está bien, mi querido Craeke! —dijo Cornelius, extendiendo el brazo bajo la mesa para recuperar la preciosa cebolla—. Se leerá tu papel.

Luego, recogiendo el bulbo, que colocó en el hueco de su mano para examinarlo, pensó:

«¡Bueno! Éste está intacto. ¡Vaya con el diablo de Craeke! ¡Entrar así en mi secadero! Veamos el otro, ahora.»

Y sin soltar la cebolla fugitiva, Van Baerle avanzó hacia la chimenea, y de rodillas, con la punta de los dedos, se puso a palpar las cenizas que afortunadamente estaban frías.

A1 cabo de un instante, sintió el segundo bulbo.

«Bueno. Aquí está.»

Y contemplándolo con una atención casi paternal dijo en voz alta:

—Intacto como el primero.

En el mismo instante, y cuando Cornelius, todavía de rodillas, examinaba el segundo bulbo, la puerta del secadero fue sacudida rudamente y se abrió de tal forma a continuación que sintió subir a sus mejillas, a sus orejas, la llama de esta mala consejera que se llama cólera.

—¿Qué más hay? —preguntó—. ¿Se han vuelto locos todos los de ahí dentro?

—¡Señor! ¡Señor! —exclamó un criado precipitándose en el secadero con el rostro más pálido y el aspecto más asustado aún del que tenía Craeke momentos antes.

—¿Y bien? —preguntó Cornelius, presagiando una desgracia ante esta doble infracción de todas las reglas.

—¡Ah, señor! ¡Huid, huid deprisa! —gritó el criado.

—Huir, ¿y por qué?

—Señor, la casa está llena de guardias de los Estados.

—¿Qué quieren?

—Os buscan.

—¿Para qué?

—Para arrestaros.

—¿Para arrestarme, a mí?

—Sí, señor, vienen precedidos de un magistrado.

—¿Qué significa esto? —preguntó Van Baerle apretando sus dos bulbos en la mano y dirigiendo su mirada asombrada hacia la escalera en la que se oía gran tumulto.

—¡Suben, suben! —gritó el servidor.

—¡Oh! Mi querido niño, mi digno amo —exclamó la nodriza entrando a su vez en el secadero—. ¡Recoged vuestro oro, vuestras joyas, y huid, huid!

—Mas, ¿por dónde quieres que huya, nodriza? —preguntó Van Baerle.

—Saltad por la ventana.

—Siete metros.

—Caeréis sobre dos metros de tierra blanda.

—Sí, pero caeré sobre mis tulipanes.

—No importa, saltad.

Cornelius cogió el tercer bulbo, se acercó a la ventana, la abrió, pero ante el destrozo que iba a ocasionar en sus platabandas, mucho más todavía que a la vista de la distancia que tenía que franquear, resolvió:

Jamás.

Y dio un paso hacia atrás.

En este momento se veía apuntar a través de los barrotes de la barandilla de la escalera las alabardas de los soldados.

La nodriza alzó los brazos al cielo.

En cuanto a Cornelius van Baerle, hay que decirlo en elogio, no del hombre, sino del tulipanero, su única preocupación fue para sus inestimables bulbos.

Buscó con los ojos un papel donde envolverlos, percibió la hoja de la Biblia depositada por Craeke sobre el secadero, la cogió sin acordarse, tan grande era su turbación, de dónde procedía aquella hoja, envolvió en ella sus tres bulbos, los ocultó en su pecho y esperó.

Los soldados, precedidos por el magistrado, entraron en el mismo instante.

—¿Sois vos el doctor Cornelius van Baerle? —preguntó el magistrado, aunque reconoció perfectamente al joven; pero en esto, se ajustaba a las reglas de la justicia, lo que daba, como se ve, una gravedad a la interrogación.

—Lo soy, maese Van Spennen —respondió Cornelius saludando graciosamente al juez—, y vos lo sabéis bien.

—Entonces, entregadnos los papeles sediciosos que ocultáis en vuestra casa.

—¿Papeles sediciosos? —exclamó Cornelius completamente aturdido por el apóstrofe.

—¡Oh! No os hagáis el sorprendido.

—Os juro, maese Van Spennen —replicó Cornelius—, que ignoro completamente lo que vos queréis decir.

—Entonces, voy a explicároslo, doctor —dijo el juez—. Entregadnos los papeles que el traidor Corneille de Witt depositó en vuestra casa en el mes de enero último.

Un relámpago cruzó por la mente de Cornelius.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Van Spennen—. Ahora comenzáis a recordar, ¿verdad?

—Sin duda; pero vos habláis de papeles sediciosos, y yo no poseo ningún papel de ese género.

—¡Ah! ¿Lo negáis?

—Naturalmente.

El magistrado se volvió para abarcar de una ojeada todo el cuarto.

—¿Cuál es la habitación de vuestra casa que se llama el secadero? —preguntó.

—Justamente ésta en la que nos hallamos, maese Van Spennen.

El magistrado miró de reojo una pequeña nota colocada en la primera fila de sus papeles.

—Está bien —dijo como un hombre que está convencido.

Luego, volviéndose hacia Cornelius, preguntó:

—¿Queréis entregarme esos papeles?

—Pero no puedo, maese Van Spennen. Esos papeles no son míos: me los han entregado a título de depósito, y un depósito es sagrado.

—Doctor Cornelius —dijo el juez—, en nombre de los Estados, os ordeno abrir aquel cajón y entregarme los papeles que están allí encerrados. No me obliguéis a usar la violencia.

Y con el dedo el magistrado señalaba justo el tercer cajón de un cofre—armario situado al lado de la chimenea.

Era en aquel tercer cajón, en efecto, donde se hallaban los papeles entregados por el Ruart de

Pulten a su ahijado, prueba de la que la policía había sido perfectamente informada.

—¡Ah! ¿No queréis? —dijo Van Spennen, viendo que Cornelius permanecía inmóvil de estupefacción—. Pues voy a abrir yo mismo.

Y abriendo el cajón en toda su longitud, el magistrado puso al descubierto primeramente una veintena de cebollas, alineadas y etiquetadas con cuidado, luego el paquete de papeles que seguían en el mismo estado exactamente como había sido entregado a su ahijado por el desgraciado Corneille de Witt.

El magistrado rompió los sellos, desgarró el sobre, lanzó una ávida mirada sobre las primeras hojas que aparecieron ante sus ojos, y exclamó con una voz terrible:

—¡Ah! ¡La justicia no había, pues, recibido un falso aviso!

—¡Cómo! —dijo Cornelius—. ¿Qué es esto?

—¡Ah! No os hagáis más el ignorante, señor Van Baerle —respondió el magistrado—, y seguidme.

—¡Cómo! ¡Que os siga! —exclamó el doctor.

—Sí, porque en nombre de los Estados, yo os arresto.

No se arrestaba todavía en nombre de Guillermo de Orange. No hacía bastante tiempo que era estatúder para esto.

—¡Arrestarme! —exclamó Cornelius—. Pero ¿qué he hecho entonces?

—Esto no me compete, doctor, os explicaréis ante vuestros jueces.

—¿Dónde?

—En La Haya.

Cornelius, estupefacto, abrazó a su nodriza, que perdió el conocimiento, dio la mano a sus servidores; que se deshacían en lágrimas, y siguió al magistrado, el cual lo encerró en un coche como un prisionero de Estado, y lo hizo conducir al galope a La Haya.