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100 Clásicos de la Literatura

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Jean se volvió sorprendido.

—¡Oh! —continuó Corneille con su dulce sonrisa—. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito que le he confiado.

—¡Deprisa, entonces! —exclamó Jean—. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.

—¿Con quién le damos esa orden?

—Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.

—Reflexionad antes de quemar esos títulos gloriosos, Jean.

—Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?

—¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?

Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones de clamores feroces.

—Sí, sí —dijo Corneille—, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?

Jean abrió la ventana.

—¡Muerte a los traidores! —aullaba el populacho.

—¿Oís ahora, Corneille?

—¡Y los traidores, somos nosotros! —exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.

—Somos nosotros —repitió Jean de Witt.

—¿Dónde está Craeke?

—Al otro lado de esta puerta, imagino.

—Hacedle entrar, entonces.

Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.

—Venid, Craeke, y retened bien lo que mi hermano va a deciros.

—Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.

—¿Y por qué?

—Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.

—Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? —preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y martirizadas.

—¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!—dijo Corneille.

—Aquí hay un lápiz, por lo menos.

—¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.

—Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.

—Bien.

—Pero vuestra escritura ¿será legible?

—¡Adelante! —dijo Corneille mirando a su hermano—. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.

Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.

Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.

El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.

Corneille escribió:

20 de agosto de 1672

Querido ahijado:

Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.

Adiós, y quiéreme.

CORNEILLE DE WITT.

Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.

—Ahora —explicó—, cuando ese valiente Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero… Entonces, partiremos a nuestra vez.

No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.

Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

—Y ahora —dijo—partamos, Corneille.

III

EL DISCIPULO DE JEAN DE WITT

Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería de De Tilly.

No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoogstraet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien detrás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.

Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enjugarse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.

Con la mirada fija como un pájaro de presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater, si Lavater hubiese vivido en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.

Entre el rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.

La serenidad o la inquietud.

Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buytenhoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamente optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.

Por otra parte, vestía sencillamente y sin armas aparentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compañero se puso en camino y lo arrastrara con él, contemplado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.

Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.

A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.

—¿Quién aparece en el balcón? —preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre ella.

—Es el diputado Bowelt —explicó el oficial.

—¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?

—Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.

El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir: —Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de Bowelt.

—Hombre valiente —repitió el que era llamado monseñor—. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?

—¡Ah!, monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.

—Al grano —murmuró el joven—, esperemos, y vamos a ver.

El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.

—Si ese Bowelt es un hombre valiente —continuo Su Alteza—, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.

Y el movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.

Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.

—Señores —repitió por segunda vez De Bowelt—, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.

—¡La orden! ¡La orden! —gritaron varios millares de gargantas.

El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en gestos múltiples y desesperados.

Pero viendo que no podía hacerse entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.

D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.

Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'Asperen.

—Vamos —dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet—parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a oírla.

—¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!

—¿A qué?

—Entre esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra Alteza.

—Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón —dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos—. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.

 

—Pero —observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor—Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?

—¿Por qué? —preguntó fríamente el joven.

—Porque si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille y Jean de Witt.

—Ya veremos —respondió fríamente Su Alteza—. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.

El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció.

Este oficial era a la vez un hombre valiente y un valiente hombre.

Desde el lugar donde permanecían, Su Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las escaleras del Ayuntamiento.

Luego se oyó crecer ese ruido y extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo balcón habían aparecido De Bowelt y D'Asperen, los cuales habían entrado al interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera saltar por encima de la balaustrada.

Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.

La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.

De repente, cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de explosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.

Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.

En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.

Era el cirujano Tyckelaer.

—¡La tenemos! ¡La tenemos! —gritó agitando un papel en el aire.

—¡Tienen la orden! —murmuró el oficial estupefacto.

—¡Y bien! Ya me he fijado —dijo tranquilamente Su Alteza—. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo otro.

Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:

—Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.

El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.

El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la misma firmeza.

Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.

Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas resplandecientes.

—¡Eh! —exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada—. Creo que los miserables han conseguido su orden.

—¡Cobardes bribones! —gritó el teniente.

Era en efecto la orden, que la compañía de burgueses recibió con rugidos de alegría.

Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.

Pero el conde no era hombre que les dejara aproximarse más de lo conveniente.

—¡Alto! —gritó—. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.

—¡Aquí está la orden! —respondieron cien voces insolentes.

La cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:

—Los que han firmado esta orden son los verdaderos verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden —y rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió—: Un momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.

Plegó el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca.

Luego, volviéndose hacia su tropa, gritó:

—¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la derecha!

Luego, a media voz, y no obstante de forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:

—Y ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.

Un grito furioso compuesto de todos los odios sedientos y de todas las alegrías feroces que reinaban en la Buytenhoff, acogió esta partida.

Los jinetes desfilaron lentamente.

El conde se quedó atrás, haciendo frente hasta el último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a medida que lo perdía el caballo del capitán.

Como se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apremiaba a salir.

Corneille descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio.

Al pie de la escalera halló a la bella Rosa toda temblorosa.

—¡Oh, Mynheer Jean! —exclamó—. ¡Qué desgracia!

—¿Qué ocurre, hija mía? —preguntó De Witt.

—Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Jean—. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para nosotros.

—Si me atreviera a daros un consejo… —aventuró la joven temblando.

—Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?

—¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.

—¿Y por qué, ya que los jinetes de De Tilly permanecen en su puesto?

—Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.

—Sin duda.

—¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?

—No.

—¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis sobrepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.

—Pero ¿y la guardia burguesa?

—¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.

—¿Qué hacer, entonces?

—En vuestro lugar, Mynheer Jean —continuó tímidamente la joven—, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.

—Pero mi hermano no podrá caminar —objetó Jean.

—Lo intentaré —respondió Corneille con una expresión sublime de firmeza.

—Pero ¿no tenéis vuestro coche? —preguntó la joven.

—El coche está en el umbral de la gran puerta.

—No —replicó la joven—. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a esperaros en la poterna.

Los dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su reconocimiento, se concentró sobre la joven.

—Ahora —dijo el ex gran pensionario—queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.

—¡Oh, no! —exclamó Rosa—. No querrá.

—¡Y bien! ¿Entonces?

—Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cárcel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.

—¿Y la tienes?

—Aquí está, Mynheer Jean. —

—Hija mía —dijo Corneille—, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.

—Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás —respondió la joven.

Luego para sí misma y suspirando, añadió:

—¡Qué desgracia que no sepa leer!

—Los clamores se están redoblando, hija mía —lijo Jean—. Creo que no hay un instante que perder.

—Venid, pues —invitó la bella frisona, y por un pasillo interior condujo a los dos hermanos al lado opuesto de la prisión.

Siempre guiados por Rosa, descendieron una escalera de una docena de peldaños, atravesaron un pequeño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.

—¡Eh! Deprisa, deprisa, mis amos, ¿los oís? —gritó el cochero asustado.

Pero después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.

—Adiós, hija mía —dijo—. Todo lo que pudiéramos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recordará que acabas de salvar la vida de dos hombres, como espero.

Rosa cogió la mano que le tendía el ex gran pensionario y la besó respetuosamente.

—Marchaos —apremió—, marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.

Jean de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gritando:

—¡A la TolHek!

La TolHek era la verja que cerraba la puerta que conducía al pequeño puerto de Schweningen, en el cual un pequeño buque esperaba a los dos hermanos.

El coche partió al galope de dos vigorosos caballos flamencos y se llevó a los fugitivos.

Rosa los siguió con la mirada hasta que hubieron doblado la esquina de la calle.

Después entró para cerrar la puerta a su espalda y echó la llave a un pozo.

Aquel ruido que había hecho presentir a Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en efecto del pueblo que, después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la entrada de la misma.

Por sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.

Se volvió y vio a Rosa.

—¿Oyes a esos furiosos? —dijo.

—Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar…

—Abrirías, ¿verdad?

—No, les dejaría hundir la puerta.

—Pero van a matarme.

—Sí, si os ven.

—¿Cómo quieres tú que no me vean?

—Escondeos.

—¿Dónde?

—En el calabozo secreto.

—Pero ¿y tú, hija mía?

—Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.

—Tienes razón, pardiez —exclamó Gryphus—. Resulta asombroso —añadió—cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.

Pronto, la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.

—Venid, venid, padre mío —apremió Rosa abriendo una pequeña trampilla.

—Pero ¿y nuestros prisioneros? —preguntó Gryphus.

—Dios velará por ellos, padre mío —contestó la joven—. Permitidme velar por vos.

Gryphus siguió a su hija, y la trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en que la puerta rota daba paso al populacho.

Por lo demás, este calabozo al que Rosa hacía descender a su padre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forzados a abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a voces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.

El pueblo se precipitó en la prisión gritando:

—¡Muerte a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!

IV

LOS ASESINOS

El joven, siempre protegido por su gran sombrero, siempre apoyándose en el brazo del oficial, siempre enjugando su frente y sus labios con su pañuelo, inmóvil, desde un rincón de la Buytenhoff, perdido en la sombra de un saledizo de una tienda cerrada, contemplaba el espectáculo que le ofrecía aquel populacho furioso, que parecía aproximarse a su desenlace.

—¡Oh! —le dijo al oficial—. Creo que teníais razón, Van Deken, y que la orden que los señores diputados han firmado es la verdadera sentencia de muerte del señor Corneille. ¿Oís a esa gente? ¡Decididamente, señor coronel, quieren mucho a los señores De Witt!

—En verdad —replicó el oficial—yo nunca he oído clamores parecidos.

 

—Es de suponer que han hallado la celda de nuestro hombre. ¡Ah! Observad aquella ventana. ¿No es la del aposento donde ha sido encerrado el señor Corneille?

En efecto, un hombre agarraba con ambas manos y sacudía violentamente el enrejado que cerraba la ventana del calabozo de Corneille, y que éste acababa de abandonar no hacía más de diez minutos.

—¡Eh! ¡Eh! —gritaba aquel hombre—. ¡No está aquí!

—¿Cómo que no está? —preguntaron desde la calle los que, llegados los últimos, no podían entrar de tan llena como estaba la prisión.

—¡No! ¡No! —repetía el hombre, furioso—. No está, debe de haber huido.

—¿Qué dice ese hombre? —preguntó palideciendo Su Alteza.

—¡Oh, monseñor! Anuncia una noticia que sería muy afortunada si fuese verdad.

—Sí, sin duda, sería una afortunada noticia si fuese verdad —asintió el joven—. Desgraciadamente, no puede serlo...

—Sin embargo, mirad… —señaló el oficial.

En efecto, otros rostros furiosos, gesticulando de cólera, se asomaban a las ventanas gritando:

—¡Salvado! ¡Evadido! Lo han dejado escapar.

Y el pueblo que quedaba en la calle, repetía con espantosas imprecaciones: —¡Salvados! ¡Evadidos! ¡Corramos tras ellos, persigámosles!

—Monseñor, parece que el señor Corneille de Witt se ha salvado realmente —observó el oficial.

—Sí, de la prisión, tal vez —respondió aquél—, pero no de la ciudad; veréis, Van Deken, cómo el pobre hombre hallará cerrada la puerta que él cree encontrar abierta.

—¿Ha sido dada la orden de cerrar las puertas de la ciudad, monseñor?

—No, no lo creo, ¿quién habría dado esa orden?

—¡Pues bien! ¿Qué os hace suponer…?

—Existen fatalidades —respondió negligentemente Su Alteza—y los más grandes hombres han caído a veces víctimas de estas fatalidades.

Ante esas palabras, el oficial sintió correr un temblor por su cuerpo, porque comprendió que, de una forma o de otra, el prisionero estaba perdido.

En aquel momento, los rugidos de la muchedumbre estallaban como un trueno, porque quedaba bien demostrado que Corneille de Witt no estaba ya en la prisión.

En efecto, Corneille y Jean, después de haber pasado el vivero, rodaban por la gran calle que conduce a la TolHek, mientras recomendaban al cochero que retardara la andadura de sus caballos para que el paso de su carroza no despertara ninguna sospecha.

Pero llegado a la mitad de esta calle, cuando vio a lo lejos la verja, cuando sintió que dejaba tras él la prisión y la muerte y que tenía delante la vida y la libertad, el cochero olvidó toda precaución y puso la carroza al galope.

De repente, se detuvo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jean sacando la cabeza por la portezuela.

—¡Oh, mis amos! —exclamó el cochero—. Es que…

El terror sofocaba la voz del animoso hombre.

—Vamos, acaba —dijo el ex gran pensionario.

—Es que la verja está cerrada.

—¿Cómo que la verja está cerrada? No es costumbre cerrar la verja durante el día.

—Pues, vedlo vos mismo.

Jean de Witt se inclinó fuera del coche y vio que, en efecto, la verja estaba cerrada.

—Sigue adelante —ordenó Jean—. Llevo la orden de conmutación encima; el portero abrirá.

El vehículo reemprendió su carrera, pero era evidente que el cochero no azuzaba ya a sus caballos con la misma confianza.

Porque, al sacar su cabeza por la portezuela, Jean de Witt había sido visto y reconocido por un cervecero que, con retraso respecto a sus compañeros, cerraba su puerta a toda prisa, para reunirse con ellos en la Buytenhoff.

Lanzó un grito de sorpresa, y siguió en pos de otros dos hombres que corrían delante de él.

Al cabo de cien pasos se les unió y les habló; los tres hombres se detuvieron, mirando alejarse el coche, pero todavía no muy seguros de lo que en él se encerraba.

El coche, durante ese tiempo, llegaba a la TolHek.

—¡Abrid! —gritó el cochero.

—Abrir —replicó el portero apareciendo en el umbral de su casa—. Abrir, ¿y con qué quieres que abra?

—¡Con la llave, pardiez! —exclamó el cochero.

—Con la llave, sí; mas para ello sería preciso tenerla.

—¿Cómo? ¿No tenéis la llave de la puerta? —preguntó el cochero.

—No.

—¿Qué habéis hecho de ella, pues?

—¡Cáspita! Me la han quitado.

—¿Quién?

—Alguien que probablemente desea que nadie salga de la ciudad.

—Amigo mío —dijo el ex gran pensionario, sacando la cabeza del coche y arriesgando el todo por el todo—, amigo mío, es por mí, Jean de Witt y por mi hermano Corneille, a quien llevo al exilio.

—¡Oh, señor De Witt! Estoy desesperado —contestó el portero precipitándose hacia el coche—, mas por mi honor que me han quitado la llave.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿Quién?

—Un joven de veintidós años, pálido y delgado.

—¿Y por qué se la habéis entregado?

—Porque traía una orden debidamente firmada y sellada.

—¿De quién?

—De los señores del Ayuntamiento.

—Vaya —comentó tranquilamente Corneille—, parece que decididamente estamos perdidos.

—¿Sabes si se ha tomado la misma precaución en todas partes?

—No lo sé.

—Vamos —dijo Jean al cochero—. Dios ordena al hombre que haga todo lo que pueda por conservar su vida; llégate a otra puerta.

Luego, mientras el cochero hacia girar el carruaje, saludó al portero:

—Gracias por tu buena voluntad, amigo mío. La intención se considera como el hecho; tú tenías la intención de salvarnos y, a los ojos del Señor, es como si lo hubieras conseguido.

—¡Ah! —exclamó el portero—. ¿Veis ese grupo allá abajo?

—Crúzalo al galope —ordenó Jean al cochero—y toma la calle de la izquierda: es nuestra única esperanza.

El grupo del que hablaba Jean había tenido por núcleo los tres hombres a los que vimos seguir con los ojos al coche, y que desde entonces y mientras Jean parlamentaba con el portero; se había engrosado con siete u ocho nuevos individuos.

Aquellos recién llegados tenían evidentemente intenciones hostiles con respecto a la carroza.

Así, viendo a los caballos venir hacia ellos a galope tendido, se cruzaron en la calle agitando sus brazos, armados de garrotes y gritando: —¡Deteneos! ¡Deteneos!

Por su parte, el cochero se inclinó hacia ellos y los fustigó con el látigo.

El coche y los hombres chocaron al fin.

Los hermanos De Witt no podían ver nada, encerrados como estaban en el coche. Pero sintieron encabritarse a los caballos, y luego experimentaron una violenta sacudida. Hubo un momento de vacilación y de temblor en el coche que arrancó de nuevo, pasando sobre algo redondo y flexible que podía ser el cuerpo de un hombre derribado, y se alejó en medio de blasfemias.

—¡Oh! —exclamó Corneille—. Temo que hayamos causado alguna desgracia.

—¡Al galope! ¡Al galope! —gritó Jean.

Mas, a pesar de esta orden, el cochero.se detuvo de repente.

—¿Y bien? —preguntó Jean.

—Mirad —dijo el cochero.

Jean miró.

Todo el populacho de la Buytenhoff aparecía en la extremidad de la calle que debía seguir el coche, y avanzaba aullante y rápida como un huracán.

—Detente y sálvate tú —ordenó Jean al cochero—. Es inútil ir más lejos; estamos perdidos.

—¡Aquí están! ¡Aquí están! —gritaron conjuntamente quinientas voces.

—¡Sí, aquí están los traidores! ¡Los asesinos! ¡Los criminales! —respondieron a los que venían por delante del coche, los que corrían detrás de él, llevando en sus brazos el cuerpo magullado de uno de sus compañeros, que habiendo querido saltar a la brida de los caballos, había sido derribado por ellos.

Era sobre aquel por quien los dos hermanos habían sentido pasar el coche.

El cochero se detuvo; mas a pesar de las instancias que le hizo su amo, no quiso ponerse a salvo.

En un instante, la carroza se halló cogida entre dos fuegos: los que corrían a su alcance y los que venían por delante.

Por un momento, el coche dominó a toda aquella muchedumbre agitada como una isla flotante.

Más de pronto, la isla flotante se detuvo. Un herrero acababa de matar, de un mazazo, a uno de los caballos, que cayó entre las varas del tiro.

En ese momento se entreabrió el postigo de una ventana y se pudo ver los ojos sombríos del joven, de rostro lívido, clavándose sobre el espectáculo que se adivinaba.

Tras él apareció el rostro del oficial, casi tan pálido como el de aquél.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, monseñor! ¿Qué va a suceder? —murmuró el oficial.