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100 Clásicos de la Literatura

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Sin intentar refutar al fondista en su declaración, Fetiukovitch le recordó que el cochero Timoteo y el campesino Akim se habían encontrado en el vestíbulo de su fonda un billete de cien rublos perdido por Mitia en su primer viaje a Mokroie. Dmitri estaba ebrio, y Akim y Timoteo le habían entregado el billete a él, a Trifón Borisytch, que les dio un rublo a cada uno.

—¿Devolvió usted esos cien rublos a Dmitri Karamazov? —preguntó el abogado.

Trifón Borisytch empezó por insinuar que no sabía nada de tal pérdida, pero una vez se hubo interrogado al cochero y al campesino, afirmó que había devuelto los cien rublos a Dmitri Fiodorovitch, como es propio de un hombre honrado, pero «que era muy probable que el señor Karamazov no lo recordara, ya que en aquellos momentos estaba embriagado». No obstante, como antes había negado el hallazgo de los cien rublos. su declaración de que los había devuelto fue acogida con desconfianza. Así, pues, uno de los testigos de cargo más temidos quedó eliminado.

Lo mismo sucedió a los polacos. Se presentaron con gran desenvoltura, afirmando que «habían servido a la Corona» y que «el pan Mitia les había ofrecido tres mil rublos a cambio de su honor». El pan Musalowicz intercalaba en sus frases términos polacos y, al advertir que con ello se atraía la consideración del presidente y del fiscal, se enardeció y empezó a hablar en polaco. Pero Fetiukovitch lo cogió en sus propias redes. Trifón Borisytch fue llamado de nuevo a declarar y, tras una serie de vacilaciones y rodeos, reconoció que el pan Wrublewski había cambiado la baraja de la casa por otra de su propiedad y que el pan Musalowicz, que era el banquero, hacía trampas. Esto fue confirmado por Kalganov, al que se interrogó seguidamente, y los panowie se retiraron avergonzados, entre las risas del público.

La misma suerte corrieron los demás testigos importantes de la acusación: Fetiukovitch consiguió desacreditarlos a todos sacando a relucir sus faltas. Despertó la admiración tanto en los profesionales de la ciencia jurídica como en los simples aficionados, aunque unos y otros se preguntaban qué provecho podría obtener de semejante táctica, ya que la culpa del acusado aparecía con creciente evidencia. Pero el tono en que hablaba el «mago del foro» denotaba una calma y una seguridad en sí mismo que hacían esperar algo. No se concebía que hubiera hecho el viaje desde Petersburgo por nada y que se resignara a regresar sin ningún resultado positivo.

III. El peritaje médico y una libra de avellanas

El informe de los peritos médicos no fue favorable al acusado. Pero se veía claramente que Fetiukovitch no había depositado en él la menor esperanza. Este peritaje se verificó únicamente por haberlo solicitado Catalina Ivanovna, que había traído de Moscú a un médico eminente. La defensa, si bien no esperaba nada de este informe, también sabía que nada podía perder.

El desacuerdo entre los médicos motivó un incidente cómico. Los peritos eran el famoso especialista de que hemos hablado; el doctor Herzenstube, que ejercía en nuestra localidad, y el joven Varvinski. Los dos últimos estaban, además, citados como testigos por el fiscal. Primero se llamó al doctor Herzenstube, septuagenario canoso y casi calvo, de mediana estatura y robusta constitución. Era un hombre de conciencia, que gozaba de la estimación general, un corazón excelente, una especie de hermano moravo. Hacía mucho tiempo que vivía en nuestra ciudad. Era persona austera e inclinada a la filantropía. Visitaba a los pobres y a los campesinos en sus chozas, y no sólo no les cobraba nada, sino que les daba dinero para medicinas. En cambio, era testarudo como una mula: cuando se aferraba a una idea, no había medio humano de hacerle renunciar a ella. En la ciudad se sabía que el famoso especialista llegado de Moscú hacía poco se había permitido hacer observaciones francamente molestas sobre la capacidad del doctor Herzenstube. Aunque el doctor de Moscú no cobraba menos de veinticinco rublos por visita, no pocos aprovecharon su estancia en nuestra localidad para consultarlo. Los consultantes eran clientes del doctor Herzenstube, y el renombrado especialista criticó ante ellos los métodos curativos del doctor local. Llegó al extremo de preguntar a los pacientes apenas aparecía: «¿Quién lo ha engañado? ¿Herzenstube? ¡Ja, ja!» Como es natural, Herzenstube se enteró de esto.

Los tres médicos citados comparecieron como peritos. El doctor Herzenstube dijo que saltaba a la vista que el acusado «era un anormal». Después de exponer sus argumentos, añadió que esta anormalidad se evidenciaba no sólo en la conducta anterior del acusado, sino también en su actitud presente, y cuando se le rogó que se explicara, el viejo doctor declaró ingenuamente que Dmitri Fiodorovitch, al entrar en la sala, no tenía un aspecto adecuado a las circunstancias. «Avanzaba como un soldado, mirando hacia e frente, sin volver la vista a la izquierda, donde estaban las damas, cuya opinión debía preocuparle, ya que era un gran amante de bello sexo». Herzenstube se expresaba en ruso, pero con acento alemán, cosa que no le preocupaba. Siempre había creído que hablaba un ruso excelente, mejor que el de los mismos rusos. Le encantaba citar proverbios, y cada vez que mencionaba uno afirmaba que los proverbios rusos eran singularmente expresivos. Cuando conversaba con alguien, olvidaba a veces las palabras más vulgares. Las conocía perfectamente, pero huían de su memoria de pronto. Esto le sucedía tanto si hablaba en ruso como en alemán. Entonces agitaba la mano ante su rostro, como para atrapar la palabra perdida, y nadie en el mundo habría logrado que continuar si no daba con ella. El viejo contaba con la estimación de nuestras damas: sabían que aquel hombre que había permanecido soltero era piadoso y honesto en sus costumbres y consideraba a las mujeres como seres ideales y superiores. Sus inesperadas observaciones parecieron extravagantes y divirtieron a la concurrencia.

El especialista de Moscú declaró categóricamente que el acusado padecía una aguda perturbación mental. Se extendió en sabía consideraciones sobre la obsesión y la manía, y concluyó que, según todos los datos recogidos, en los días que precedieron a su detención, Dmitri Fiodorovitch sufría, sin duda alguna, una de las obsesiones que había descrito. Si había cometido el crimen, habría obrado involuntariamente, como arrastrado por una fuerza desconocida. Pero el doctor no había observado en el acusado únicamente el mal de la obsesión, sino también el de la manía, lo que constituía, a su entender, el primer paso hacia la demencia.

(N. B.: Refiero todo esto en lenguaje corriente. El doctor se expresaba con los tecnicismos propios de los sabios.)

—Todos sus actos son contrarios a la lógica y al buen sentido —prosiguió—. Sin hablar de lo que no he visto, es decir, del crimen y todo el drama que lo rodea, anteayer estuve hablando con el acusado y vi que tenía la mirada fija y extraña. Se echaba a reír repentinamente y sin motivo y era presa de una irritación continua inexplicable. Decía cosas extrañas, como «Bernard, la ética y otras cosas innecesarias».

El doctor vio un indicio de manía sobre todo en el hecho de que el acusado no pudiera hablar sin indignación de los tres mil rublos que a su juicio le habían robado, mientras conservaba la calma a recordar otras ofensas y otros fracasos.

—Al parecer, siempre se ha enfurecido ante la menor alusión esos tres mil rublos. Sin embargo, se sabe que no es interesado ni codicioso. En cuanto a la opinión de mi eminente colega —terminó irónicamente el as de la medicina—, según la cual el acusado debió mirar a las damas al entrar, es una nota graciosa, pero también un error. Estoy de acuerdo en que el acusado, al entrar en la sala donde se va a decidir su suerte, no debió mirar hacia delante fijamente y que esto puede revelar un trastorno mental, pero también afirmo que debió dirigir la vista no a la izquierda, donde están las damas, sino a la derecha, buscando la mirada de su defensor, del que depende su suerte.

El especialista se había expresado en tono firme y enérgico. El desacuerdo entre este perito y el doctor Herzenstube adquirió un matiz cómico al exponer el doctor Varvinski una tesis inesperada. Según él, el acusado había sido y seguía siendo un hombre perfectamente normal. El hecho de que antes de su detención hubiera dado pruebas de una excitación extraordinaria no quería decir nada, ya que tal estado podía proceder de causas tan evidentes como los celos, la cólera, la embriaguez continua... Desde luego, esta excitación nerviosa no tenía nada que ver con la obsesión de que acababa de hablar el doctor forastero.

—En cuanto a la dirección en que debía mirar el acusado, mi humilde opinión es que debía hacerlo como lo ha hecho, es decir, hacia el frente, donde están los jueces de los que depende su futuro. Por lo tanto, Dmitri Fiódorovitch ha dado una prueba de que su estado es perfectamente normal.

—¡Muy bien dicho, matasanos! —exclamó Mitia.

Se le hizo callar inmediatamente. Pero la opinión de Varvinski tuvo una influencia decisiva en el público y en el tribunal, como se verá muy pronto.

El doctor Herzenstube, al declarar como testigo, prestó un inesperado apoyo a Mitia. Al ser antiguó habitante de la localidad conocía a fondo a la familia Karamazov. Empezó por dar de ella informes de los que se aprovechó el fiscal; pero añadió:

—Sin embargo, este desdichado merecía mejor suerte, pues tenía buen corazón, tanto cuando era niño como en su adolescencia: lo puedo asegurar. Un proverbio ruso dice: «Si tienes inteligencia, puedes estar satisfecho, y si un hombre inteligente se une a ti, tu satisfacción debe ser mayor, pues entonces sois dos inteligencias en vez de una...»

—¡Claro! Dos pensamientos valen más que uno solo —exclamó el fiscal, perdiendo la paciencia, pues sabía que el viejo Herzenstube, enamorado de su abrumadora facundia germánica, hablaba con lenta prolijidad, sin importarle hacer esperar a sus oyentes.

 

—Eso mismo digo yo —continuó Herzenstube obstinadamente—. Dos inteligencias valen más que una. Pero él permaneció solo y perdió la suya... ¿Dónde la perdió? Pues... Se me ha olvidado la palabra —dijo agitando la mano ante sus ojos—. ¡Ah, sí! Spazieren...

—¿Paseando?

—Eso quería decir. Su inteligencia empezó a vagabundear y se perdió. Sin embargo, era un joven agradecido y de fina sensibilidad. Me acuerdo perfectamente de cuando era un niño pequeño y correteaba por las cercanías de la casa de su padre, en el mayor abandono, descalzo y con un solo botón en los pantalones.

La voz del viejo se empañó de emoción. Fetiukovitch se estremeció como presintiendo que iba a ocurrir algo.

—Entonces yo era todavía joven; tenía treinta y cinco años y acababa de llegar aquí. Me compadecí del niño y me dije: «Le voy a comprar una libra de...» Ahora no me acuerdo del nombre. Es ese fruto que gusta tanto a los niños y que se coge de cierto árbol...

El doctor volvía a agitar la mano ante sus ojos.

—¿Manzanas? —le preguntaron.

—No, las manzanas se venden por docenas, y lo que yo quiero decir se vende por libras. Es una cosa pequeña que se mete en la boca, y ¡crac!...

—¿Avellanas?

—Exacto, avellanas; no me ha dado usted tiempo a decirlo —aprobó el doctor imperturbable, como si no hubiera hecho ningún esfuerzo por buscar la palabra—. Le llevé al niño una libra de avellanas. Nunca le había regalado ni una sola. Levanté el dedo y le dije:

»—Hijo mío, Gott der Vater.

»Él se echó a reír y repitió:

»—Gott der Vater.

»—Gott der Sohn.

»De nuevo se echó a reír y murmuró:

»—Gott der Sohn.

»—Gott der heilige Geist.

»Al día siguiente, al verme pasar, me gritó:

»—¡Señor, Gott der Vater, Gott der Sohn!

»Se había olvidado de Gott der heilige Geist. Pero yo se lo recordé, y otra vez lo compadecí. Se lo llevaron y ya no lo volví a ver. Veintitrés años después, cuando mi cabeza está ya cubierta de canas, apareció de pronto ante mí, en mi sala de consulta, un joven en la flor de la vida, al que no pude reconocer. El visitante levantó el dedo y dijo, echándose a reír:

»—Gott der Vater, Gott der Sohn and Gott der hellige Geist!

Acabo de llegar y quiero darle las gracias por la libra de avellanas. Fueron las primeras que me regalaron.

»Entonces me acordé de mi feliz juventud y del pobre niño de pies descalzos. Y le dije:

»—Eres una persona agradecida, ya que no has olvidado la libra de avellanas que te regalé cuando eras niño.

»Lo estreché en mis brazos y lo bendije, llorando. Él se reía, pues los rusos se ríen a veces cuando tienen ganas de llorar. Pero acabó llorando también: yo lo vi. Y ahora, ya ven ustedes...

—¡Y ahora —exclamó Mitia— estoy llorando, alemán! ¡Si, santo varón: ahora estoy llorando!

Este relato produjo una impresión favorable; pero lo que más favoreció al acusado fue la declaración de Catalina Ivanovna, de la que hablaré oportunamente. En general, la suerte sonrió a Dmitri cuando comparecieron los testigos à décharge, cosa que sorprendió a la misma defensa. Pero antes que a Catalina Ivanovna, se interrogó a Aliocha, el cual, por cierto, se acordó de pronto de un hecho que, al parecer, refutaba uno de los puntos clave de la acusación.

IV. La suerte sonríe a Mitia

El hecho acudió a su memoria de improviso. Aliocha no prestó juramento y, desde el principio de su declaración, los dos bandos le demostraron una viva simpatía. Era evidente que la fama de sus excelentes cualidades le había precedido. Se mostró reservado y modesto, pero su afecto por su desgraciado hermano se percibió a través de sus palabras. Dijo que Mitia era sin duda una persona de carácter violento, que se dejaba arrastrar por las pasiones, pero también un hombre noble y generoso, capaz de cualquier sacrificio que se le pidiera. Además, reconoció que, últimamente, la pasión de Mitia por Gruchegnka y su rivalidad con su padre le habían llevado a una tensión de ánimo intolerable. Admitió que aquellos tres mil rublos habían acabado por constituir una obsesión para Dmitri, que no podía hablar de ellos sin enfurecerse, por considerar que su padre se los había apropiado fraudulentamente, ya que pertenecían a su herencia materna; pero rechazó indignado la hipótesis de que Dmitri hubiera podido cometer un parricidio para robar. Respecto a aquella rivalidad que había reconocido, respondió al fiscal con vaguedades, a incluso se negó a responder a algunas preguntas.

—¿Le dijo su hermano que tenía el propósito de matar a su padre? —inquirió el fiscal. Y añadió—: Puede usted dejar de contestar a esta pregunta si lo cree conveniente.

—Directamente, nunca me lo dijo.

—Entonces, ¿se lo dijo indirectamente?

—Me habló una vez de su odio por nuestro padre, y de que temía llegar a matarlo en un momento de desesperación.

—¿Y usted lo creyó?

—No me atrevo a afirmarlo. Siempre creí que un alto sentimiento lo salvaría en el momento decisivo. Y así ocurrió, ya que no fue él quien mató a mi padre.

Aliocha dijo esto con seguridad y energía. El fiscal se estremeció como un caballo de batalla cuando la trompeta da la señal de ataque.

—Le aseguro —dijo el acusador— que no pongo en duda su sinceridad ni que su declaración sea un acto independiente de su afecto fraternal por ese desdichado. El sumario nos ha informado ya de su opinión sobre el trágico episodio ocurrido en su familia. Pero no puedo menos de hacer constar que esta opinión de usted es única y está en contradicción con las declaraciones de los demás testigos. Por lo tanto, considero necesario rogarle que me diga en qué se funda para estar tan convencido de la inocencia de su hermano y de la culpabilidad de otra persona a la que mencionó usted en la instrucción del sumario.

—Entonces me limité a responder a las preguntas que se me hacían —dijo Aliocha con calma—. No acusé a Smerdiakov.

—Sin embargo, lo nombró usted.

—Repitiendo las palabras de mi hermano. Yo sabía que Dmitri, cuando lo detuvieron, acusó a Smerdiakov. Estoy convencido de la inocencia de mi hermano. Y si mi hermano es inocente...

—El culpable es Smerdiakov. ¿Verdad que es eso lo que quiere decir? ¿Por qué acusa usted a Smerdiakov? ¿Y por qué está tan convencido de la inocencia de su hermano?

—No puedo dudar de él. Sé que no miente. Leí en su rostro que me decía la verdad.

—¿De modo que solo se funda en lo que leyó en su rostro? ¿No tiene más prueba que ésa?

—No tengo ninguna más.

—¿Tampoco de la culpabilidad de Smerdiakov tiene más pruebas que las palabras y la expresión del rostro de su hermano?

—Tampoco.

El fiscal no insistió. Las respuestas de Aliocha defraudaron profundamente al público. Habían corrido rumores de que Aliocha podía demostrar la inocencia de su hermano y la culpabilidad de Smerdiakov... Sin embargo, no presentaba prueba alguna, sino una convicción de tipo moral que no podía ser más lógica en un hermano del acusado. Cuando le tocó el turno a la defensa, Fetiukovitch preguntó a Aliocha en qué momento le había hablado Dmitri Fiodorovitch de su odio a su padre y de sus absurdas tentaciones de matarlo.

—¿Fue acaso en la última entrevista que tuvieron ustedes?

Aliocha se estremeció como si de pronto se acordara de algo.

—Ahora recuerdo un detalle que había olvidado por completo. Entonces no lo vi claro, pero ahora...

Y Aliocha refirió con palabra vehemente que cuando vio a su hermano por última vez, ya de noche y debajo de un árbol, al regresar al monasterio, Mitia le había dicho, golpeándose el pecho, que disponía de un medio para salvar su honor, y que este medio estaba allí, en su pecho.

—Entonces creí que se refería a su corazón, a la energía que podría desarrollar para librarse de una espantosa vergüenza que le amenazaba y que no se atrevía a confesarme. A decir verdad, al principio creí que aludía a nuestro padre, que se estremecía de horror al pensar que podía cometer algún acto de violencia contra él. Pero después advertí que se daba los golpes no en el corazón, sino más arriba, cerca del cuello, y entonces pensé que se refería a algo que llevaba sobre el pecho y que este algo podía ser la bolsita de cuero donde guardaba los mil quinientos rublos.

—¡Exacto, Aliocha! —exclamó Mitia—. Era la bolsita de cuero lo que yo señalaba.

Fetiukovitch le rogó que se calmase y volvió a dirigirse a Aliocha, que, enardecido por el inesperado recuerdo, expuso con vehemencia la hipótesis de que la vergüenza de su hermano procedía de que, pudiendo restituir aquellos mil quinientos rublos a Catalina Ivanovna para saldar la mitad de su deuda, había decidido compartirlos con Gruchegnka si ésta lo aceptaba.

—¡Eso fue, eso fue! —exclamó Aliocha con creciente ardor—. Mi hermano me dijo que podría borrar la mitad de su vergüenza..., así lo dijo: «la mitad». Lo repitió varias veces..., y añadió que la debilidad de su carácter se lo impedía... ¡Sabía de antemano que era incapaz de semejante acción!

Fetiukovitch le preguntó:

—¿Está usted seguro de que se golpeaba la parte superior del pecho?

—Segurísimo, pues me pregunté por qué se daría los golpes cerca del cuello, siendo así que el corazón estaba más abajo... Lo recuerdo perfectamente. No comprendo cómo he podido olvidarlo. Mi hermano señalaba su bolsita de cuero, los mil quinientos rublos que no se decidía a devolver. Por eso, cuando lo detuvieron en Mokroie, exclamó, según me han dicho, que el acto más bochornoso de su vida había sido quedarse aquellos mil quinientos rublos, prefiriendo aparecer como un ladrón a los ojos de Catalina Ivanovna que pagarle la mitad..., precisamente la mitad..., de lo que le debe.

—¡Cómo le atormentaba esta deuda!

Naturalmente, el fiscal intervino. Rogó a Aliocha que describiera de nuevo la escena y le preguntó si verdaderamente Mitia parecía señalar algún objeto al golpearse el pecho.

—Tal vez lo hiciera al azar, sin dirigir el puño hacia ningún punto determinado.

—No se daba los golpes con el puño —replicó Aliocha—, sino con los dedos, señalando aquí, muy arriba... ¡No comprendo cómo me he podido olvidar de este detalle!

El presidente preguntó al acusado si tenía algo que decir sobre esta declaración, y Mitia confirmó que señalaba la bolsita de cuero que contenía los mil quinientos rublos, y que la posesión de este dinero constituía para él una vergüenza.

—¡Sí, una vergüenza, el acto más vil de mi vida! Pude devolver aquellos mil quinientos rublos, y no lo hice. Preferí que ella viese en mi un ladrón. Y lo peor es que yo sabía de antemano que procedería de este modo. ¡Has dicho la pura verdad, Aliocha! ¡Gracias!

Así terminó la declaración de Aliocha, que aportó un indicio de prueba de la existencia de la bolsita que contenía los mil quinientos rublos, y de que el acusado decía la verdad al declarar en Mokroie que hacía tiempo que poseía este dinero.

Aliocha estaba radiante de satisfacción. Sus mejillas se habían coloreado. Mientras ocupaba el asiento que se le indicó, se preguntaba: «¿Cómo se explica que me olvidara de este detalle? Es incomprensible que no me haya acordado hasta ahora.»

Seguidamente se llamó a Catalina Ivanovna. Su entrada en la sala produjo sensación. Algunas damas levantaron sus gemelos; los hombres se agitaron, y algunos incluso se pusieron en pie para ver mejor a la joven. Mitia palideció. Iba vestida de negro. Avanzó hasta la barandilla en actitud modesta, casi tímida. Su cara no revelaba ninguna emoción, pero la resolución brillaba en sus ojos oscuros. En aquellos momentos estaba muy hermosa. Habló sin levantar la voz, pero con gran claridad y serenamente, aunque tal vez se esforzara por aparecer serena. El presidente la interrogó con suma prudencia, como si temiese tocar alguna fibra sensible. Catalina Ivanovna empezó por manifestar que había sido la prometida del acusado hasta el momento en que éste la abandonó. Cuando se le preguntó por los tres mil rublos entregados a Mitia para que los enviara por correo a los padres de Catalina Ivanovna, ésta respondió con firmeza:

—No le entregué esa cantidad para que la enviase inmediatamente. Sabía que Dmitri estaba entonces algo apurado. Le entregué los tres mil rublos para que los mandara a Moscú, si le parecía, en el espacio de un mes. No ha debido atormentarse por esta deuda.

 

Debo advertir que no reproduzco las preguntas y las respuestas textualmente, sino que me limito a exponer lo esencial.

—Estaba segura —continuó— de que haría llegar esa suma a su destino tan pronto como la recibiera de su padre. He tenido siempre absoluta confianza en su honradez, para los asuntos de dinero. Dmitri Fiodorovitch contaba con que su padre le entregara esos tres mil rublos, según me dijo más de una vez. Yo sabía que estaban desavenidos y siempre creí que Fiodor Pavlovitch lo había perjudicado. No recuerdo que profiriese amenazas contra su padre, por lo menos en mi presencia. Si Dmitri Fiodorovitch hubiera venido a verme, lo habría tranquilizado respecto a esos malditos tres mil rublos. Pero no volvió, y yo... yo no podía llamarlo. Mi situación no me lo permitía... Por otra parte, no tenía ningún derecho a mostrarme exigente respecto a esta deuda, puesto que recibí de él un día una cantidad superior, y la tomé sin saber cuándo podría devolverla.

En su acento había algo de desafío. Entonces llegó para Fetiukovitch el momento de interrogarla.

—Pero eso debió de ser al principio de sus relaciones, ¿no? —preguntó el abogado defensor, presintiendo que iba a ocurrir algo favorable a su cliente.

(Entre paréntesis, el abogado de Petersburgo, aunque llamado por Catalina Ivanovna, ignoraba el episodio de los cinco mil rublos entregados por Mitia y el detalle de la «profunda reverencia». Catalina se lo había ocultado, inexplicablemente. Parece lógico suponer que la joven esperaba alguna inspiración y que por eso no se atrevió a hablar hasta el último instante.)

Jamás olvidaré aquel momento. Catalina Ivanovna lo contó todo, relató enteramente los hechos referidos por Mitia a Aliocha, el detalle de la profunda reverencia y sus causas, el papel que en esto había desempeñado su padre... No hizo la menor alusión al detalle de que Dmitri pidió que fuera ella misma a recoger el dinero. Guardó sobre este punto un silencio magnánimo y dijo que había ido por su propio impulso a casa del oficial, aunque esperaba que no le entregaría el dinero sin ninguna compensación, sin bien no sabía en qué podía consistir ésta. Fue algo emocionante. Yo me estremecí al oírla; el público era todo oídos. En la conducta de Catalina Ivanovna había algo inaudito. Nunca se podía esperar, ni siquiera de una muchacha tan enérgica y altiva como ella, tanta franqueza y un sacrificio tan extraordinario.

¿Y por qué todo esto? Por salvar al hombre que la había traicionado y ofendido, por contribuir a sacarlo del atolladero, presentando una imagen favorable de él. En efecto, la figura de aquel oficial que entregaba cinco mil rublos, todo lo que poseía, a la inocente muchacha y se inclinaba respetuosamente ante ella, resultaba simpática en extremo.

Pero no pude menos de experimentar una profunda inquietud. Temí que este sacrificio fuera terreno abonado para la calumnia, y mis temores se cumplieron. Con perversa ironía, se hizo correr por la ciudad la opinión de que el relato de Catalina Ivanovna no podía ser exacto en cierto punto: el de que el oficial le permitiera marcharse con sólo un respetuoso saludo. Se afirmaba que aquí había una laguna. «Aunque todo hubiera ocurrido así —decían las más respetables de nuestras damas—, no podría considerarse prudente la conducta de esa joven. Ni siquiera el propósito de salvar a un padre puede justificar semejante proceder.»

¿Es posible que Catalina Ivanovna, pese a su enfermiza perspicacia, no hubiera presentido estas habladurías? No, Catalina Ivanovna sabía lo que iba a suceder y, sin embargo, lo contó todo. Naturalmente, estas insultantes dudas sobre la veracidad del relato de Catalina Ivanovna no surgieron hasta más tarde: en el primer momento, la emoción fue general. Los magistrados escucharon la declaración con un silencio respetuoso. El fiscal no se permitió dirigir ni una sola pregunta sobre esta cuestión. Fetiukovitch se inclinó con reverencia ante Catalina. El defensor se sentía triunfante. Pretender que un hombre que, en un arranque de generosidad, se había desprendido de sus últimos cinco mil rublos, hubiera matado después a su padre para robarle tres mil, no tenía pies ni cabeza. Ahora Fetiukovitch podría, por lo menos, eliminar la acusación de robo. Las cosas tomaban un nuevo rumbo. Las simpatías se concentraban en Dmitri. Durante la declaración de Catalina Ivanovna, Mitia había intentado levantarse, pero, apenas iniciado el movimiento, había vuelto a dejarse caer en el banquillo, cubriéndose el rostro con las manos. Cuando la testigo terminó, Mitia exclamó tendiendo los brazos hacia ella:

—¿Por qué me has perdido, Katia?

Prorrumpió en sollozos, pero se recobró en seguida y añadió: —¡Ahora estoy irremisiblemente condenado!

Y desde este instante permaneció rígido en su asiento, con las mandíbulas apretadas y los brazos cruzados.

Catalina Ivanovna se quedó en la sala de la audiencia. Estaba pálida y su mirada se fijaba en el suelo. Los que se hallaban a su alrededor contaron más tarde que temblaba como si tuviera fiebre. Le tocó el turno a Gruchegnka.

Ya explicaré por qué tenía razón Mitia al decir que estaba perdido. No me cabe duda —y todos los juristas acabaron por estar de acuerdo conmigo— que, de no haberse producido los incidentes que acabamos de referir, el culpable habría obtenido el beneficio de ciertas circunstancias atenuantes. Pero dejemos esto para más adelante; ahora hemos de hablar de Gruchegnka.

Se presentó también vestida de negro y con los hombros cubiertos por su magnífico chal. Avanzó hacia la barandilla con su paso silencioso y con un leve contoneo. Su mirada estaba fija en el presidente. A mi juicio, su aspecto era excelente y no estaba pálida, como dijeron las damas después. Se dijo también que tenía una expresión reconcentrada y maligna. A mi entender, sólo estaba molesta al sentir concentradas sobre ella las miradas despectivas y curiosas de un público ávido de escándalo. Era uno de esos caracteres altivos que no pueden sufrir el desdén ajeno y se dejan llevar de la cólera y el espíritu de resistencia apenas se ven despreciados. También había en ella, seguramente, algo de timidez y de la vergüenza de ser tímida, lo que explica la irregularidad de su voz, que oscilaba entre la irritación y el grosero desdén, y en la que a veces, cuando Gruchegnka se acusaba a sí misma, había una nota de sinceridad. En algunos momentos hablaba sin preocuparse por las consecuencias. «No me importa lo que venga después —pensaba—. Diré lo que tengo que decir.» Al referirse a sus relaciones con Fiodor Pavlovitch, observó con acento tajante:

—Eso son tonterías. Si se enamoró de mí, yo no tengo la culpa.

Y un momento después añadió:

—La culpa fue mía. Me burlaba del viejo y de su hijo; les hice perder la cabeza a los dos. Yo he sido la causante de todo.

Cuando se le habló de Samsonov, replicó violentamente:

—¡Eso no le importa a nadie! Ese hombre fue mi bienhechor. Él me recogió cuando los míos me echaron de casa y me encontré en la miseria.

El presidente le recordó que debía limitarse a responder a las preguntas que se le hicieran, sin entrar en detalles superfluos. Gruchegnka enrojeció y sus ojos relampaguearon. Luego declaró que no había visto el sobre de los tres mil rublos y que sólo sabía de él lo que le había dicho aquel «malvado».

—¡Pero eso es una estupidez! ¡Ni por todo el oro del mundo habría ido a casa de Fiodor Pavlovitch!

—¿A quién se refiere usted al decir «aquel malvado»? —preguntó el fiscal.