Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Quiero hacer constar que no me habría entretenido en referir estos detalles insignificantes si tan singular encuentro del funcionario con una viuda todavía joven no hubiera influido en la carrera del metódico Piotr Ilitch. En nuestra ciudad todavía se recuerdan con asombro estos hechos, de los que tal vez digamos algo más al final de esta larga historia de los hermanos Karamazov.

II. La alarma

El ispravnik Mikhail Makarovitch, teniente coronel retirado que había pasado a ser consejero de la corte, era una buena persona, y ya gozaba de las simpatías de todos por su tendencia a reunir a los elementos de la buena sociedad. Siempre tenía invitados en su casa, aunque sólo fuera un par de comensales en su mesa. Sin esto no habría podido vivir. Sus invitaciones se fundaban en los pretextos más diversos. La comida no era exquisita, pero sí copiosa; las tortas de pescado, excelentes; la abundancia de los vinos compensaba todas las deficiencias.

En la primera habitación había una mesa de billar, y en sus paredes, grabados de cameras inglesas con marcos negros, la que, como es sabido, constituye el ornamento de todas las salas de billar de los pisos de soltero.

Todas las tardes se jugaba a las cartas; pero lo corriente era que las clases distinguidas de nuestra localidad se reunieran en casa del consejero para entregarse al pasatiempo del baffle. Las madres acudían con las hijas. Mikhail Makarovitch, aunque era viudo, vivía en familia, con una hija mayor, que era viuda también, y dos hijas menores. Éstas habían terminado ya sus estudios, y eran tan simpáticas y alegres, que, a pesar de no tener dote, atraían a su casa a la juventud distinguida de la ciudad.

Aunque su inteligencia era limitada y escasa su instrucción, Mikhail Makarovitch desempeñaba sus funciones tan bien como el primero. Cierto que se equivocaba al juzgar ciertas reformas del reinado de la época, pero esto se debía más a la indolencia que a la incapacidad, pues no las había estudiado. «Tengo alma de militar más que de paisano», decía. Aunque poseía tierras en el campo, no tenía una idea clara de la reforma agraria, y la iba comprendiendo poco a poco, por sus resultados y contra su voluntad.

Piotr Ilitch estaba seguro de que se encontraría en casa del consejero con más de un invitado, y, en efecto, allí estaban el procurador, que había ido a jugar una partida, y el doctor Varvinski, perteneciente al zemstvo y que era un joven recién llegado de la Academia de Medicina de Petersburgo, donde había obtenido uno de los primeros puestos.

Hipólito Kirillovitch, el procurador —en realidad era el suplente, pero todos lo llamaban así—, era un hombre de personalidad poco corriente, todavía joven —treinta y cinco años—, predispuesto a la tuberculosis, que estaba casado con una mujer obesa y estéril, orgullosa a irascible, pero que poseía también excelentes cualidades. Para desgracia suya, se hacía demasiadas ilusiones respecto a sus méritos, lo que le mantenía en una inquietud constante. Tenía inclinaciones artísticas y cierta penetración psicológica respecto a los criminales y al crimen. Por eso estaba convencido de que no estimaban su valía en las altas esferas y consideraba que era víctima de una injusticia. En los momentos de decepción decía que iba a dedicarse a la abogacía criminalista. El asunto Karamazov lo galvanizó de pies a cabeza. Se dijo que era un caso que podía apasionar a toda Rusia... Pero no nos anticipemos.

En la habitación inmediata estaban las señoritas y el joven juez de instrucción Nicolás Parthenovitch Neliudov, llegado de Petersburgo hacía dos meses. Más tarde llamó la atención que los personajes citados estuvieran reunidos, como si lo hubiesen hecho adrede, en casa del poder ejecutivo la noche del crimen. Sin embargo, la reunión no podía ser más natural. La esposa de Hipólito Kirillovitch padecía desde el día anterior un fuerte dolor de muelas, y el procurador, para librarse de sus lamentos, se había ido a casa del ispravnik. El médico sólo pasaba a gusto las veladas ante una mesa de juego. Y Neliudov había decidido visitar aquella noche a Mikhail Makarovitch, fingiendo que lo hacía casualmente, a fin de sorprender a la hija menor del ispravnik, Olga Mikhailovna, que cumplía años aquel día, lo que mantenía en secreto, a juicio de Neliudov, para no verse obligada a ofrecer un baile: no quería revelar su edad, ya que era demasiado joven, y temía que la fiesta transcurriera entre alusiones burlonas. Y al día siguiente se hablaría de ello en toda la ciudad.

El apuesto Neliudov era un libertino. Así lo calificaban nuestras damas, sin que él se molestase. Pertenecía a la buena sociedad, a una familia honorable; se comportaba siempre con la mayor corrección, y, a pesar de su inclinación a los placeres, era completamente inofensivo. En sus frágiles dedos llevaba varias gruesas sortijas; era bajito y de complexión delicada. En el ejercicio de su cargo se comportaba con extrema gravedad, pues tenía un alto concepto de su misión y de sus obligaciones. Tenía la especialidad de confundir a los asesinos y malhechores de baja estofa en sus interrogatorios y provocaba en ellos cierto estupor, ya que no respeto a su persona.

Al llegar a casa del ispravnik, Piotr Ilitch advirtió que todo el mundo estaba al corriente de lo sucedido, lo que le sorprendió sobremanera. Se había suspendido el juego y se había entablado una discusión general sobre el suceso. Nicolás Parthenovitch mostraba una actitud belicosa. Piotr Ilitch se enteró, con profundo estupor, de que Fiodor Pavlovitch había sido asesinado aquella misma noche en su casa, asesinado y desvalijado. He aquí cómo se descubrió el trágico suceso.

Marta Ignatievna, la esposa de Grigori, se despertó de pronto de su profundo sueño, sin duda al oír los gritos de Smerdiakov, que se hallaba en la reducida habitación vecina. No había podido acostumbrarse a los gritos del epiléptico, aquellos gritos aterradores que precedían a los ataques. Todavía no despierta del todo, se levantó y entró en el cuarto de Smerdiakov. En la oscuridad, el enfermo respiraba penosamente y se debatía. Marta se asustó y llamó a su marido, pero en esto se acordó de que Grigori no estaba a su lado al despertar ella. Volvió a su habitación, tanteó el lecho y vio que estaba vacío. Corrió al soportal y llamó tímidamente a su esposo. La única respuesta que obtuvo fueron unos gemidos lejanos en el silencio de la noche. Aguzó el oído. Nuevos lamentos. Procedían del jardín... «¡Señor, parecen las quejas de Isabel Smerdiachtchaia!»

Bajó los escalones y vio que la puertecilla del jardín estaba abierta. «Por aquí debe de estar, el pobre.» Siguió avanzando y oyó claramente las llamadas de Grigori: «¡Marta, Marta!» Su voz era débil y estaba impregnada de dolor. «¡Ayúdame, Señor!», murmuró Marta Ignatievna mientras corría en busca de Grigori.

Lo encontró a unos veinte pasos del muro del jardín. Allí había caído. Al volver en sí, debió de ir arrastrándose largo trecho y perder el conocimiento varias veces. Marta se dio cuenta de pronto de que su marido estaba manchado de sangre y empezó a gritar. Grigori murmuró débilmente, con voz entrecortada: «Ha matado... matado a su padre... No grites:.. Corre, avisa...» Marta Ignatievna no se calmaba. En esto vio la ventana de la habitación de su dueño abierta a iluminada. Dirigió una mirada al interior de la habitación y descubrió un horrendo espectáculo: Fiodor Pavlovitch estaba tendido de espaldas, inerte. Su bata y su blanca camisa estaban impregnadas de sangre. La bujía que ardía sobre una mesa iluminaba la cara del muerto. Marta Ignatievna, enloquecida, salió corriendo del jardín, abrió la puerta principal y se dirigió como un rayo a casa de María Kondratievna. Las dos vecinas, madre a hija, estaban durmiendo. Los fuertes golpes dados en la ventana por la esposa de Grigori las despertaron. Con palabra incoherente, Marta Ignatievna les explicó lo ocurrido y les pidió ayuda. Foma, que tenía hábitos de vagabundo, dormía aquella noche en casa de las dos mujeres. Se le hizo levantar inmediatamente y todos se trasladaron al lugar del crimen.

Por el camino, María Kondratievna recordó haber oído, a eso de las nueve, un grito agudo. Este grito fue el de «¡Parricida!» proferido por Grigori en el momento de coger la pierna de Dmitri Fiodorovitch, que ya estaba en lo alto del muro.

Cuando llegaron junto a Grigori, lo levantaron entre las dos mujeres y Foma y lo transportaron al pabellón. Al encender la luz vieron que Smerdiakov seguía presa de su ataque, los ojos en blanco y la boca llena de espuma. Lavaron la cabeza del herido con agua y vinagre, y esto lo reanimó en seguida. Lo primero que preguntó fue si Fiodor Pavlovitch estaba todavía vivo. Las dos mujeres y el soldado volvieron al jardín y vieron que no sólo la ventana, sino también la puerta de la casa, estaba abierta de par en par, siendo así que, desde hacía una semana, el barine se encerraba por las noches con dos vueltas de llave y no permitía ni siquiera a Grigori que le llamara bajo pretexto alguno. No se atrevieron a entrar, por temor «a las complicaciones». Por orden de Grigori, María Kondratievna corrió a casa del ispravnik para dar la voz de alarma. Llegó cinco minutos antes que Piotr Ilitch, de modo que éste, al aparecer, fue como un testigo de cargo que confirmó con sus declaraciones las sospechas contra el presunto autor del crimen, al que el funcionario se había resistido a considerar culpable.

Se decidió obrar con energía. Las autoridades judiciales se trasladaron al lugar de los hechos y realizaron una investigación en toda regla. El doctor del zemstvo, principiante en el ejercicio de su cargo, se ofreció a acompañarlos. Voy a resumir los hechos. Fiodor Pavlovitch tenía la cabeza abierta. ¿Pero qué arma había empleado el agresor? Seguramente la misma que había servido poco después para abatir a Grigori. Éste, una vez recibidos los primeros cuidados, hizo, a pesar de su debilidad, un relato coherente de lo que le había sucedido. Se buscó con una linterna en las cercanías del muro del jardín, y se encontró la mano de mortero de cobre en medio de una avenida. En la habitación de Fiodor PavIovitch todo estaba en orden, pero detrás del biombo, cerca del lecho, se encontró un gran sobre de papel fuerte, con esta inscripción: «Tres mil rublos para Gruchegnka, mi ángel, si viene.» Y Fiodor Pavlovitch había añadido más abajo: «Para mi pichoncito.» El sobre tenía tres grandes sellos de lacre, pero estaba abierto y vacío. También se encontró en el suelo la cinta de color de rosa con que había estado atado.

 

Del relato de Piotr Ilitch, lo que más llamó la atención a los magistrados fue la sospecha de que Dmitri Fiodorovitch se iba a suicidar a la mañana siguiente, según él mismo había declarado y como parecían confirmar la pistola cargada, la nota que Mitia había escrito y otros detalles. Piotr Ilitch añadió que le amenazó con denunciarlo para evitar que se suicidase, y que Dmitri le respondió con una sonrisa: «No tendrás tiempo.» Por lo tanto, había que dirigirse a toda prisa a Mokroie para detener al asesino antes de que se quitara la vida.

—¡La cosa está clara, clarísima! —exclamó el procurador, acalorado—. Todos esos locos proceden así: se divierten antes de poner fin a sus días.

Al enterarse de las compras que había hecho Dmitri, se enardeció más todavía.

—Acuérdense, señores, del asesino del traficante Olsufiev, que robó a su víctima mil quinientos rublos. Lo primero que hizo fue rizarse el pelo. Después se dedicó a divertirse con las chicas y no se preocupó de ocultar el dinero.

Pero las formalidades de la investigación requerían tiempo. Se envió a Mokroie al isprvvnik Mavriki Mavrikievitch Chmertsoy, que habia llegado a la ciudad para cobrar su sueldo. Se le encargó la vigilancia del «asesino» hasta que llegasen las autoridades competentes. Debía procurarse la ayuda necesaria, etc., etc. Ocultando que obraba oficialmente, enteró de parte del asunto a Trifón Borisytch, conocido suyo desde hacía mucho tiempo. Entonces fue cuando Mitia, al dejar la galería, se encontró con el dueño del parador, que lo buscaba, y observó un cambio en su semblante y en su modo de hablar.

Mitia y sus compañeros ignoraban la vigilancia de que eran objeto. En cuanto a la caja de las pistolas, hacía rato que Trifón la había escondido en lugar seguro.

Hasta las cinco, o sea casi al amanecer, no llegaron las autoridades. Ocupaban dos coches. El médico se había quedado en casa de Fiodor Pavlovitch para hacerle la autopsia y, sobre todo, porque el estado de Smerdiakov le interesaba extraordinariamente.

—Un ataque de epilepsia tan violento y largo como éste, que ya dura dos días, es sumamente raro a interesante desde el punto de vista científico —dijo a sus compañeros cuando los vio partir.

Y todos lo felicitaron, entre risas, por la oportunidad que se le había presentado inesperadamente. El médico afirmó que Smerdiakov no llegaría con vida a la mañana siguiente.

Tras esta digresión un tanto extensa, pero necesaria, reanudamos nuestra historia en el punto en que la dejamos.

III. Las tribulaciones de un alma. Primera tribulación

Mitia paseó por todos los presentes una mirada atónita, sin comprender lo que decían. De pronto se irguió, levantó los brazos al cielo y exclamó:

—¡Yo no soy culpable de ese crimen! ¡Yo no he derramado la sangre de mi padre! Quería matarlo, pero soy inocente. ¡No he sido yo!

Apenas habla terminado de decir esto, Gruchegnka salió de detrás de la cortina y se arrojó a los pies del ispravnik.

—¡Soy yo la culpable! —exclamó tendiendo hacia él los brazos y bañada en lágrimas—. Lo ha matado por culpa mía. He torturado a ese pobre viejo que ya no existe. Soy yo la principal culpable.

—¡Sí, criminal: tuya es la culpa! —vociferó el ispravnik amenazándola con el puño— ¡Eres una mala mujer, una libertina!

Lo hicieron callar en seguida. El procurador incluso lo cogió por la cintura para contenerlo.

—¡Su actitud está fuera de toda regla, Mikhail Makarovitch! ¡Está usted dificultando la investigación! ¡Lo echa todo a perder!

La indignación lo ahogaba.

—¡Hay que tomar medidas, hay que tomar medidas! —exclamó Nicolás Parthenovitch—. ¡Esto no se puede tolerar!

—¡Juzgadnos juntos! —continuó Gruchegnka, que seguía arrodillada—. ¡Ejecutadnos juntos! ¡Estoy dispuesta a morir con él!

—¡Grucha! ¡Mi vida, mi corazón, mi tesoro! —dijo Mitia arrodillándose junto a ella y rodeándola con sus brazos—. ¡No la crean! ¡Es inocente!

Los separaron a viva fuerza y se llevaron a la joven. Mitia perdió el conocimiento y, cuando lo recobró, se vio sentado ante una mesa y rodeado de personas que ostentaban placas de metal. Frente a él, sentado en el diván, estaba Nicolás Parthenovitch, el juez de instrucción, que le invitaba con toda cortesía a beber un poco de agua.

—El agua lo refrescará y lo calmará. No se inquiete. No tiene nada que temer.

A Mîtia le interesaron extraordinariamente las gruesas sortijas del juez, adornadas una con una amatista y la otra con una piedra de un amarillo claro, de hermosos destellos. Mucho tiempo después recordaría con estupor que estas sortijas lo fascinaban en medio de las torturas del interrogatorio, hasta el extremo de que no podía apartar los ojos de ellas. A la izquierda de Mitia estaba sentado el procurador; a la derecha, un joven que llevaba una chaqueta de cazador bastante deteriorada y que tenía delante un tintero y papel: era el escribano del juez de instrucción. En el otro extremo de la habitación, junto a la ventana, estaban el ispravnik y Kalganov.

—Beba un poco —dijo por enésima vez y amablemente el juez de instrucción.

—Ya he bebido, señores, ya he bebido. —Y añadió, mirándolos fijamente—: ¡Aplástenme, condénenme, decidan mi suerte!...

—¿De modo que sostiene usted que no ha matado a su padre, Fiodor Pavlovitch?

—Lo sostengo. He derramado la sangre de otro viejo, pero no la de mi padre. Estoy apenado. He matado, pero es muy duro para mí verme acusado de un crimen horrible que no he cometido. Esta terrible acusación, señores, me produce el efecto de un mazazo. ¿Pero quién ha matado a mi padre? ¿Quién ha podido matarlo sino yo? Es algo inaudito, increíble.

—Debe usted saber... —empezó a decir el juez.

Pero el procurador, después de cambiar una mirada con él, dijo a Mitia:

—Deseche su preocupación por el viejo criado Grigori Vasilev. Está vivo. Ha recobrado el conocimiento y, a pesar del tremendo golpe que usted le ha asestado... (y digo tremendo fundándome en las declaraciones de la víctima y de usted), puede darse por seguro que se curará. Por lo menos, ésta es la opinión del médico.

—¿Vivo? ¿Está vivo? —exclamó Mitia con el rostro resplandeciente y enlazando las manos—. ¡Señor, gracias por tu magnífico milagro en favor de este malvado, de este pecador! ¡Gracias por haber escuchado mis oraciones! ¡Toda la noche he estado rezando!

Se santiguó tres veces. El procurador continuó:

—Pero ese Grigori ha hecho una declaración que le compromete a usted gravemente; tanto le compromete, que...

Mitia le interrumpió, levantándose:

—¡Por favor, señores; un momento, sólo un momento! ¡He de hablar con ella!...

—Perdone, pero no puede marcharse ahora —dijo Nicolás Parthenovitch levantándose también.

Los testigos sujetaron a Mitia, que volvió a sentarse sin protestar.

—¡Qué lástima! ¡Sólo quería que ella supiese que no soy un asesino, que la sangre cuyo recuerdo me ha torturado toda la noche está lavada! Señores, es mi prometida —dijo mirando a todos los presentes con gesto grave y respetuoso—. Estoy muy agradecido a ustedes. Me han devuelto la vida... Ese viejo me llevó en brazos y me lavó en una artesa cuando yo tenía tres años y vivía en el mayor abandono. Hizo conmigo las veces de padre...

—Pues resulta que... —continuó el juez.

—Un minuto más, señores —le interrumpió Mitia acodándose en la mesa y cubriéndose la cara con las manos—. ¡Déjenme reconcentrarme, respirar un poco!... Estoy trastornado. Golpear a un hombre no es golpear un tambor.

—Beba un poco de agua.

Mitia descubrió su cara y sonrió. En sus ojos había un brillo vivaz; parecía transformado. También habían cambiado sus modales. Se volvía a sentir al mismo nivel que aquellos hombres que le rodeaban, todos antiguos conocidos suyos. Tenía la impresión de haberse encontrado con ellos en una fiesta de sociedad el día anterior, antes del suceso. Hay que advertir que Mitia había tenido relaciones cordiales con el ispravnik. Con el tiempo, este trato amistoso se había ido enfriando, y en el mes último apenas se habían visto. Cuando se encontraba con Mitia en la calle, el ispravnik arrugaba las cejas y lo saludaba sólo por pura fórmula, cosa que Dmitri no dejaba de notar. Al procurador lo conocía menos, pero a veces visitaba, sin saber por qué, a su esposa, mujer nerviosa y antojadiza. Ésta lo recibía siempre con amabilidad a interés. En cuanto al juez, sus relaciones con él se limitaban a haber sostenido un par de conversaciones sobre mujeres.

—Usted, Nicolás Parthenovitch —dijo Mitia alegremente—, es un juez de instrucción muy hábil, y yo lo voy a ayudar. Señores, me siento resucitado. No se molesten ante mi franqueza. Además, les confieso que estoy un poco bebido. Me parece, Nicolás Parthenovitch, que ya tuve el honor, el honor y el placer, de saludarlo en casa de mi pariente Miusov. Señores, yo no pretendo que me traten como a un igual. Comprendo mi situación ante ustedes. Según la acusación de Grigori, pesa sobre mí una culpa horrenda. Comprendo perfectamente mi situación. Pero estoy dispuesto a facilitarles el trabajo, y pronto habremos terminado. Como estoy seguro de mi inocencia, esto abreviará las cosas. ¿No les parece?

Dmitri hablaba de prisa, con toda franqueza, como si sus auditores fueran sus mejores amigos.

—De momento —dijo gravemente Nicolás Parthenovitch—, anotaremos que usted rechaza formalmente la acusación de asesinato.

Y a media voz dictó al escribano lo procedente.

—¿Va usted a anotarlo? ¿Quiere anotar eso? De acuerdo; tienen mi pleno consentimiento, señores... Pero yo quisiera... Escriba esto también «Es culpable de graves violencias, de haber golpeado brutalmente a un pobre viejo.» Además, en mi fuero interno, en el fondo de mi corazón, yo siento esta culpa. Pero esto no hay que anotarlo, porque son secretos íntimos... Respecto al asesinato de mi padre, afirmo mi inocencia. Es una idea monstruosa. Lo probaré; pronto se convencerán ustedes. Incluso se reirán de sus sospechas.

—Cálmese, Dmitri Fiodorovitch —dijo el juez—. Antes de proseguir el interrogatorio, quisiera que me confirmara usted un hecho. Usted no quería a su difunto padre. Al parecer, tenía usted continuas querellas con él. Usted mismo ha manifestado hace un cuarto de hora, en esta habitación, que tenía la intención de matarlo. Ha dicho usted: «No lo he matado, pero he sentido el deseo de hacerlo.»

—¿Yo he dicho eso? No me extraña, pues, en efecto, y desgraciadamente, he deseado matarlo.

—¿De modo que lo ha deseado? ¿Quiere explicarnos los motivos de ese odio a muerte contra su padre?

—¿Qué necesidad hay de explicar eso, señores? —dijo Mitia con semblante sombrío y encogiéndose de hombros—. No he ocultado mis sentimientos; toda la ciudad los conoce. Hace poco, los expuse en el monasterio, en la celda del starets Zósimo. La noche de aquel mismo día golpeé a mi padre hasta dejarlo sin sentido, y juré ante testigos que lo mataría. Testigos no faltan. Llevo un mes diciendo a voces lo mismo... El hecho es patente, pero los sentimientos son otra cosa. Señores, yo estimo que no tienen derecho ustedes a interrogarme sobre esta cuestión. Pese a la autoridad de que están ustedes investidos, se trata de un asunto íntimo que sólo me concierne a mí. Pero, ya que no he ocultado anteriormente mis sentimientos, ya que incluso los pregoné en la taberna, no quiero mantenerlos, en secreto ahora. Escúchenme, señores: reconozco que hay contra mí cargos abrumadores; dije públicamente que lo mataría, y he aquí que lo han matado. ¿Cómo no he de parecer yo el culpable? Los excuso, señores; los comprendo perfectamente.

Estoy estupefacto. ¿Quién puede ser el asesino en este caso, sino yo? ¿Verdad? Si no soy yo, ¿quién puede ser? Señores, quiero saber, les exijo que me digan, dónde lo han matado, cómo, con qué arma...

 

Miró fijamente al juez y al procurador.

—Lo hemos encontrado tendido en el suelo, en su despacho, con la cabeza abierta —repuso el procurador.

—¡Es horrible!

Mitia se estremeció, apoyó en la mesa los codos y se cubrió la cara con la mano derecha.

—Continuemos —dijo Nicolás Parthenovitch—. ¿Por qué motivo odiaba usted a su padre? Tengo entendido que usted ha dicho públicamente que la causa eran los celos.

—Los celos y algo más.

—¿Asunto de dinero?

—Sí, el dinero ha sido también un motivo.

—Creo que había en juego tres mil rublos de su herencia, que usted no recibió.

—¿Cómo tres mil? Mucho más. Seis mil..., diez mil tal vez... Lo he dicho a todo el mundo, lo he pregonado por todas partes. Pero estaba resuelto, para terminar de una vez, a conformarme con tres mil rublos. Los necesitaba a toda costa. Yo consideraba como cosa propia, como algo que me habían robado, que era mío y sólo mío, el sobre destinado a Gruchegnka y escondido bajo una almohada.

El procurador cambió con el juez una mirada significativa.

—Ya volveremos sobre este punto —dijo inmediatamente el juez—. Ahora permítame registrar que usted consideraba ese sobre como cosa propia.

—Escriban, señores, escriban. Comprendo que esto es un nuevo cargo contra mí, pero no siento ningún terror. Ya ven ustedes que empiezo por acusarme yo mismo; yo mismo, señores... Caballeros —añadió amargamente—, ustedes tienen de mí un concepto completamente equivocado. El hombre que está ante ustedes posee un corazón noble; ha cometido muchas villanías, pero ha conservado la nobleza en el fondo de su ser... No sé cómo explicarlo... La sed de nobleza me ha atormentado siempre. La buscaba con la linterna de Diógenes. Sin embargo, sólo he cometido villanías. Como todos nosotros... ¿Pero qué digo? Como todos no, pues yo soy único en mi género... Señores, me duele la cabeza... Todo cuanto había en ese hombre me parecía detestable. Me repugnaban su aspecto, su grosería, su jactancia, sus payasadas, su desprecio hacia todo lo sagrado, su ateísmo... Pero ahora está ya muerto y pienso de otro modo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Realmente, no es que haya cambiado de modo de pensar. Lo que ocurre es que lamento haberlo odiado tanto.

—¿Remordimiento?

—No, no es remordimiento. Esto no lo anoten. Yo mismo, señores, no me distingo ni por mi bondad ni por mi belleza. Por lo tanto, no tenía ningún derecho a considerarlo repugnante. Esto lo pueden anotar.

Después de hablar así, Mitia cayó en una profunda tristeza que fue en aumento a medida que el juez prolongó su interrogatorio. En esto, se produjo una escena inesperada. Aunque se habían llevado a Gruchegnka, la habían dejado en la habitación inmediata. La acompañaba Maximov, que, abatido y aterrado, se aferraba a ella como a una tabla de salvación. Uno de los testigos de la placa metálica guardaba la puerta. Gruchegnka lloraba. De pronto, incapaz de sobreponerse a su desesperación, gritó: «¡Qué desgracia, qué desgracia!», y corrió a la habitación inmediata, hacia su amado, tan repentinamente, que nadie pudo detenerla. Mitia la oyó, se estremeció y fue precipitadamente a su encuentro. Pero les impidieron que volvieran a reunirse. Cogieron a Mitia del brazo y éste empezó a debatirse tan furiosamente, que hubieron de acudir tres o cuatro hombres para sujetarlo. Se llevaron también a Gruchegnka y él vio como le tendía los brazos mientras la arrastraban. Terminado el incidente, Mitia se vio en el sitio donde antes estaba, enfrente del juez.

—¿Por qué la han de hacer sufrir? —exclamó—. Es inocente.

El procurador y el juez hicieron todo lo posible por calmarlo. Así transcurrieron diez minutos.

Mikhail Makarovitch, que había salido, volvió y dijo, emocionado:

—La han llevado abajo. ¿Me permiten ustedes, señores, decide dos palabras a este desgraciado? Desde luego, en presencia de ustedes.

—Puede hacerlo, Mikhail Makarovitch —repuso el juez—. No vemos en ello ningún inconveniente.

—Escuche, Dmitri Fiodorovitch, mi desgraciado amigo —dijo el buen hombre, cuyo semblante expresaba una compasión casi paternal—. Agrafena Alejandrovna está abajo, con las hijas de Trifón Borisytch. Maximov no se separa de ella. La he tranquilizado, le he hecho comprender que tenía usted que justificarse, que necesitaba estar sereno para no agravar la acusación que pesa sobre usted. ¿Comprende?... Ella se ha hecho cargo. Es inteligente y buena. A petición de ella vengo a tranquilizarlo. Conviene que diga a esa joven que usted no se inquieta por ella. Por lo tanto debe calmarse. He cometido una injusticia con Agrafena Alejandrovna. Es un alma tierna a inocente. ¿Puedo asegurarle, Dmitri Fiodorovitch, que no perderá usted la serenidad?

El buen hombre estaba conmovido por el pesar de Gruchegnka. Las lágrimas asomaban a sus ojos. Mitia se arrojó sobre él.

—¡Perdón, señores! Permítanme esta interrupción. ¡Es usted un Santo, Mikhail Makarovitch! Muchas gracias. Estaré tranquilo y contento. Tenga la bondad de decírselo. Hasta me voy a echar a reír tanta es mi alegría al saber que usted vela por ella. Pronto pondré fin a esto y, apenas quede libre, correré a su encuentro. Que tenga un poco de paciencia. Señores, les voy a abrir mi corazón. Vamos a terminar este asunto alegremente. Acabaremos por reír todos juntos. Caballeros, esa mujer es la reina de mi alma. ¡Oh, permítanme decirlo! Yo creo que todos ustedes son hombres de nobles sentimientos. Esa joven ilumina y ennoblece mi vida. Si ustedes supieran... Ya han oído ustedes lo que ha dicho: «¡Iré contigo a la muerte!» ¿Qué puedo haberle dado yo, que no tengo nada para que me ame así? ¿Soy digno yo, un ser tan vil, de que ella me adore hasta el punto de estar dispuesta a seguirme al presidio? Hace un momento se arrastraba a los pies de ustedes por mí, a pesar de su orgullo y de su inocencia. ¿Cómo no venerarla, cómo no comer hacia ella? Perdónenme, señores. Ahora me siento consolado.

Se desplomó en una silla y, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Pero sus lágrimas eran de alegría. El viejo ispravnik estaba emocionado; los jueces, también. Advertían que el interrogatorio había entrado en una nueva fase. Cuando el ispravnik se hubo marchado, Mitia dijo alegremente:

—Bien, señores; ahora estoy enteramente a su disposición. Si no entramos en detalles, nos entenderemos en seguida. Repito que estoy a la disposición de ustedes. Pero es preciso que refine entre nosotros una confianza mutua. De lo contrario, no terminaríamos nunca. Lo digo por ustedes. A los hechos, señores, a los hechos. Y, sobre todo, no hurguen en mi alma, no me torturen con bagatelas. Limítense a lo esencial, y les aseguro que quedarán satisfechos de mis respuestas. ¡Al diablo los detalles!

Así habló Mitia. Acto seguido, se reanudó el interrogatorio.

IV. Segunda tribulación

No puede usted imaginarse, Dmitri Fiodorovitch —dijo Nicolás Parthenovitch, cuyos ojos, de un gris claro, ojos de miope, brillaban de satisfacción—, hasta qué punto nos complace su buena voluntad. Acepto su opinión de que una confianza mutua es indispensable en asuntos tan importantes como éste, cuando el inculpado desea, espera y puede justificarse. Por nuestra parte, haremos todo cuanto nos sea posible. Ya ha visto usted cómo llevamos este asunto. ¿Está usted de acuerdo, Hipólito Kirillovitch?

—Desde luego —aprobó el procurador, aunque en un tono un tanto seco.

Hay que advertir que Nicolás Parthenovitch, desde su reciente entrada en funciones, miraba al procurador con simpatía y respeto. Era casi el único que creía ciegamente en el talento psicológico y oratorio de Hipólito Kirillovitch, del que había oído hablar en Petersburgo. En compensación, el joven Nicolás Parthenovitch era el único hombre en el mundo que contaba con el afecto sincero de nuestro infortunado procurador. Por el camino se habían puesto de acuerdo acerca del asunto en que iban a intervenir, y, durante el interrogatorio, la aguda percepción del juez cazaba al vuelo cualquier señal o gesto, por insignificantes que fuesen, de su colega.