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100 Clásicos de la Literatura

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—No, no —dijo Maximov volviéndose hacia él—; yo quiero hablar de esas panienki que, apenas bailan una mazurca con un ulano, se sientan en sus rodillas como gatas blancas, con el consentimiento de sus padres. AI día siguiente, el ulano va a pedir la mano de la joven, y ya está hecha la jugarreta. ¡Ja, ja!

—Pan lajdak —gruñó el pan de alta estatura cruzando las piernas.

Mitia sólo se fijó en su enorme y bruñida bota de suela gruesa y sucia. Los dos polacos tenían aspecto de ser poco limpios.

—¡Llamarle miserable! —exclamó Gruchegnka irritada—. ¿Es que no saben hablar sin insultar?

—Pan, Agrippina, este pan sólo ha conocido en Polonia muchachas de baja condición, no señoritas nobles.

—Mozesz a to rachowac —dijo despectivamente el pan de largas piernas.

—¿Otra vez? —exclamó Gruchegnka—. Déjenle hablar. Dice cosas que tienen gracia.

—Yo no impido hablar a nadie, pani —dijo el pan de la peluca, acompañando sus palabras de una mirada expresiva.

Y siguió fumando.

Kalganov se acaloró de nuevo, como si se estuviera tratando de un asunto importante.

—El pan tiene razón. ¿Cómo puede hablar Maximov no habiendo estado en Polonia? Porque usted no se casó en Polonia, ¿verdad?

—No. Me casé en la provincia de Esmolensco. Mi prometida había llegado antes que yo, conducida por un ulano y acompañada de su madre, una tía y otro pariente que tenía un hijo ya crecido. Todos eran polacos de pura cepa. El ulano me la cedió. Era un oficial joven y gallardo. Había estado a punto de casarse con ella, pero se volvió atrás al advertir que la joven era coja.

—Entonces, ¿se casó usted con una coja? —exclamó Kalganov.

—Si. Los dos me ocultaron el defecto. Yo creía que andaba a saltitos llevada de su alegría.

—¿De su alegría de casarse? —preguntó Kalganov.

—Si. Pero los saltitos obedecían a otras razones muy diferentes. Tan pronto como nos hubimos casado, aquella misma tarde, me lo confesó todo y me pidió perdón. Al saltar un charco siendo niña, se cayó y se quedó coja. ¡Ji, ji!

Kalganov se echó a reír como un niño, dejándose caer en el canapé. Gruchegnka se reía también de buena gana. Mitia estaba alborozado.

—Ahora no miente —dijo Kalganov a Mitia—. Se ha casado dos veces y lo que ha contado se refiere a la primera mujer. La segunda huyó y todavía vive. ¿Lo sabía usted?

—¿Es verdad eso? —dijo Mitia, volviéndose hacia Maximov con un gesto de sorpresa.

—Sí, tuve ese disgusto. Se escapó con un moussié. Antes había conseguido que pusiera mis bienes a su nombre. Me dijo que yo era un hombre instruido y que me sería fácil hallar el modo de ganarme la vida. Y entonces me plantó. Un respetable eclesiástico me dijo un día, hablando de esto: «Tu primera mujer cojeaba; la segunda tenía los pies demasiado ligeros.» ¡Ji, ji!

—Sepan ustedes —dijo Kalganov con vehemencia— que si miente lo hace únicamente para divertir a los que le escuchan. No hay en ello ningún bajo interés. A veces incluso lo aprecio. Es un botarate, pero también un hombre franco. Tengan esto en cuenta. Otros se envilecen por interés; él lo hace espontáneamente... Les citaré un ejemplo. Pretende ser un personaje de Almas muertas, de Gogol. Como ustedes recordarán, en esa obra aparece el terrateniente Maximov, que es azotado por Nozdriov, el cual es acusado «de agresión con vergajos al propietario Maximov, en estado de embriaguez». Dice que se trata de él y que lo azotaron. Pero esto no es posible. Tchitchikov viajaba en mil ochocientos treinta a lo sumo. De modo que las fechas no concuerdan. En esa época no pudo ser azotado Maximov.

La inexplicable exaltación de Kalganov era sincera. Mitia, también con toda franqueza, opinó:

—De todos modos, si lo azotaron...

Se echó a reír.

—No es que me azotaran en realidad —dijo Maximov—. Pero fue como si me azotasen.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Lo azotaron o no?

—Ktora godzina, panie? —preguntó con un gesto de hastío el pan de la pipa al pan de largas piernas.

Éste se encogió de hombros. Ninguno de los reunidos llevaba reloj.

—Dejen hablar a los demás —dijo Gruchegnka en tono agresivo—. Que ustedes no quieran decir nada no es razón para que pretendan hacer callar a los otros.

Mitia empezaba a comprender. El pan repuso, esta vez con franca irritación:

—Pani, ja nic nie mowie przeciw, nic nie powiedzilem.

—Bien. Continúe —dijo el joven a Maximov—. ¿Por qué se detiene?

—¡Pero si no tengo nada que decir! —exclamó Maximov, halagado y fingiendo una modestia que estaba muy lejos de sentir—. Son tonterías. En Gogol, todo es alegórico, y los nombres, falsos. Nozdriov no se llama así, sino Nossov. Kuvchinnikov tiene un nombre que no se parece en nada al suyo, que es Chkvorniez. Fenardi se llama así, pero no es italiano, sino ruso. La señorita Fenardi está encantadora con sus mallas y su faldita de lentejuelas, y, desde luego, hace muchas piruetas, pero no durante cuatro horas, sino durante cuatro minutos... ¡Y todo el mundo encantado!

Kalganov bramó:

—¿Pero por qué lo azotaron?

—Por culpa de Piron —repuso Maximov.

—¿Qué Piron? —preguntó Mitia.

—El famoso escritor francés. Bebimos con otros hombres en una taberna. Me habían invitado y empecé a recordar epigramas. «¡Hola, Boileau! ¡Qué traje tan raro llevas!» Boileau responde que va a un baile de máscaras, es decir, al baño, ¡ji, ji!, y mis oyentes tomaron esto como una alusión. Me apresuré a citar otro pasaje, mordaz y que todas las personas instruidas conocen:

»Tú eres Safo y yo Faon, desde luego,

pero, y a fe que me pesa,

del mar ignoras el camino.

»Entonces se sintieron aún más ofendidos y empezaron a decirme estupideces. Lo peor fue que yo, queriendo arreglar las cosas, les conté que Piron, que no había conseguido que lo nombraran miembro de la Academia, hizo grabar en la losa de su tumba, para vengarse, este epitafio:

»Aquí yace Piron, que no fue nada,

ni siquiera académico.

»Entonces fue cuando me azotaron.

—¿Pero por qué?

—Por lo mucho que sé. Hay numerosos motivos para azotar a un hombre —terminó Maximov, sentencioso.

—Basta de tonterías —dijo Gruchegnka—. Estoy ya harta. ¡Y yo que creía que iba a divertirme!

Mitia, asustado, dejó de reír. El pan de las piernas largas se levantó y empezó a ir y venir por la habitación, con la arrogancia del hombre que se aburre con una compañía que no es de su agrado.

—¡Qué modo de andar! —comentó Gruchegnka despectivamente.

Mitia se sintió inquieto. Además, había observado que el pan de la pipa lo observaba con un gesto de irritación.

—¡Panie, bebamos! —exclamó.

Invitó también al que paseaba y llenó de champán tres vasos.

—¡Por Polonia, panowie; bebo por vuestra Polonia!

—Bardzo mi to milo, panie, wypijem —dijo el pan de la pipa, jactancioso pero amable.

—Que beba también el otro pan. ¿Cómo se llama? Toma un vaso, Jasnie Wielmozny.

—Pan Wrublewski —dijo el otro.

Pan Wrubleski se acercó a la mesa contoneándose.

—¡Por Polonia, panowie! ¡Hurra! —exclamó Mitia levantando su vaso.

Bebieron y Mitia llenó de nuevo los tres vasos.

—Ahora por Rusia, panowie, y considerémonos hermanos.

—Dame un vaso —dijo Gruchengka—. Quiero beber por Rusia.

—Y yo también —intervino Maximov—. Yo también quiero beber por la abuelita.

—Beberemos todos a su salud —exclamó Mitia—. ¡Hostelero, otra botella!

Éste trajo las tres botellas que quedaban.

—¡Por Rusia! ¡Hurra!

Todos bebieron menos los panowie. Gruchegnka vació su vaso de un trago.

—¿Qué hacen ustedes, panowie?

Pan Wrublewski levantó su vaso y dijo con voz aguda:

—¡Por Rusia en sus límites de mil setecientos setenta y dos!

—O te bardzo picknie! —aprobó el otro pan.

Bebieron los dos.

—¡Son ustedes unos imbéciles, panowie! —estalló Mitia.

—Panie! —exclamaron los dos polacos irguiéndose como gallos.

El más indignado era pan Wrublewski.

—Ale nie moznomice slabosc do swego kraju?

—¡Silencio! ¡No quiero riñas! —exclamó enérgicamente Gruchegnka dando con el pie en el suelo.

Tenía la cara encendida y los ojos llameantes. La bebida había hecho efecto. Mitia se asustó.

—Perdónenme, panowie. Toda la culpa es mía. Pan Wrublewski, no lo volveré a hacer.

—¡Calla y siéntate, imbécil! —ordenó Gruchegnka.

Todos se sentaron y se estuvieron quietos.

—Señores —dijo Mitia, que no había comprendido la salida de Gruchegnka—, yo he sido el culpable de todo... Bueno, ¿qué vamos a hacer para divertirnos?

—Verdaderamente, esto es un aburrimiento —dijo Kalganov con un gesto de hastío.

—¿Y si volviéramos a jugar a las cartas? ¡Ji, ji!

—Bien pensado —dijo Mitia—. Si les parece bien a los panowie...

—Pozno, panie —repuso, fastidiado, el pan de la pipa.

—Tiene razón —apoyó pan Wrublewski.

—¡Qué compañeros tan fúnebres! —exclamó Gruchegnka—. Emanan aburrimiento y quieren imponerlo a los demás. Antes de tu llegada, Mitia, no han despegado los labios. Lo único que hacían era darse importancia.

—Mi diosa —repuso el pan de la pipa—, co mowisz to sie stanie. Widze nielaskie, jestem smutny.

Y dijo a Mitia:

—Jestem gotow.

—Empecemos, panie —dijo Dmitri sacando el fajo de billetes y separando de él dos de cien rublos que depositó en la mesa—. Quiero que gane usted mucho dinero. Tome las cartas: usted tiene la banca.

 

—Debemos jugar con la baraja de la casa —dijo el pan de escasa estatura.

—To najlepsz y sposob —aprobó el pan Wrublewski.

—De acuerdo, con la baraja de la casa. Eso está bien pensado, panowie. ¡Un juego de cartas, Trifón Borisytch!

Éste trajo una baraja, empaquetada y sellada, y anunció a Mitia que habían llegado varias chicas, que los judíos estaban a punto de llegar, pero que del coche de las provisiones no se tenía noticia. Mitia se apresuró a pasar a la habitación vecina para dar las órdenes. Sólo habían llegado tres muchachas, entre las que no figuraba María. Aturdido, sin saber qué hacer, dijo que se repartieran entre las chicas las golosinas de la caja.

—¡Y dele vodka a Andrés! —añadió—. Lo he ofendido.

Maximov, que lo había seguido, lo tocó en el hombro y murmuró:

—Présteme cinco rubios. Quiero jugar. ¡Ji, ji!

—Bien. Toma diez. Si pierdes, vuelve a recurrir a mí.

—De acuerdo —murmuró alegremente Maximov dirigiéndose a la sala.

Mitia llegó poco después, excusándose de haberse hecho esperar. Los panowie se habían sentado ya y habían abierto el paquete de las cartas. Tenían un aspecto más amable y alegre. El pan de baja estatura había vuelto a cargar su pipa y se disponía a barajar. En su rostro había un algo solemne.

—Na miejsca, panowie! —exclamó el pan Wrublewski.

—Yo no juego —dijo Kalganov—. Antes he perdido cincuenta rublos.

—El pan ha tenido mala suerte —dijo el pan de la pipa—, pero su fortuna puede cambiar.

—¿Cuánto hay en la banca? —preguntó Mitia.

—Slucham, panie, moze sto, moze dwiescie; en fin, todo lo que usted quiera jugarse.

—¡Un millón! —exclamó Mitia echándose a reír.

—Sin duda, el capitán ha oído hablar del pan Podwysocki.

—¿De qué Podwysocki?

—Una casa de juego en Varsovia. La banca acepta todas las apuestas. Llega Podwysocki. Ve miles de monedas de oro. Se dispone a jugar. El banquero le dice:

»—Panie Podwysocki, ¿va a jugar con oro o na honor?

»—Na honor, panie —responde Podwysocki.

»—Mejor.

»Empieza el juego. Podwysocki gana y empieza a recoger las monedas de oro.

»—Espere, panie —dice el banquero.

»Abre un cajón y entrega un millón a Podwysocki.

»—Tenga. Esto es lo que ha ganado.

»La banca era de un millón.

»—No sabía lo que había en la banca —dice Podwysocki.

»—Panie Podwysocki: los dos hemos jugado na honor.

»Y Podwysocki toma el millón.

—Eso no es verdad —dijo Kalganov.

—Panie Kalganov, w slachetnoj kompanji tak mowic nieprzystoi.

—Un jugador polaco no da un millón así como así —dijo Mitia. Pero rectificó en seguida—: Perdón, panie. De nuevo he dicho una tontería. Desde luego que dará un millón na honor, por el honor polaco. Diez rublos a la sota.

—Y yo un rublo a la dama de copas, la pequeña y linda panienka —dijo Maximov, y, acercándose a la mesa, hizo disimuladamente la señal de la cruz.

Mitia ganó; Maximov también.

—¡Doblo! —exclamó Dmitri.

—Y yo me juego otro rublo, otro insignificante rublo —dijo en voz baja y con acento satisfecho Maximov, tras haber ganado.

—¡Pierdo! —exclamó Mitia—. ¡Doblo otra vez!

Y perdió de nuevo.

—¡No juegue más! —dijo de pronto Kalganov.

Pero Mitia siguió doblando y perdiendo. En cambio, el de los «insignificantes rublos» ganaba siempre.

—Ha perdido usted doscientos rublos —dijo el pan de la pipa—. ¿Sigue jugando?

—¿Cómo? ¿Doscientos rublos ya? Bueno, van otros doscientos.

Mitia iba a poner los billetes sobre la dama, pero Kalganov cubrió la carta con la mano.

—¡Basta! —exclamó con su potente voz.

—¿Qué le pasa? —preguntó Mitia.

—¡No lo consiento! ¡No jugará usted más!

—¿Por qué?

—¡Déjelo ya y váyase! ¡No le permitiré que siga jugando!

Mitia lo miró asombrado.

—Sí, Mitia —intervino Gruchegnka en un tono extraño—. Kalganov tiene razón: has perdido demasiado.

Los dos panowie se pusieron en pie, visiblemente ofendidos.

—Zartujesz, panie? —dijo el pan de menos estatura mirando severamente a Kalganov.

—Jak pan smisz to robic? —preguntó, también indignado, Wrublewski.

—¡No griten, no griten! —exclamó Gruchegnka—. ¡Parecen gallos de pelea!

Mitia los miró a todos, uno a uno. El semblante de Gruchegnka tenía una expresión que lo sorprendió. Al mismo tiempo, una idea nueva y extraña acudió a su pensamiento.

—Pani Agrippina! —exclamó el pan de la pipa, rojo de cólera.

Mitia, obedeciendo a una idea repentina, se acercó a él y le dio un golpecito en el hombro.

—Jasnie Wielmozny, ¿quiere escucharme un segundo?

—Czego checs, panie.

—Pasemos a la antesala. Quiero decirle algo que le gustará.

El pan rechoncho miró a Mitia con una mezcla de asombro a inquietud. Sin embargo, aceptó al punto, con la condición de que el pan Wrublewski le acompañara.

—¿Es tu guardaespaldas? Bien, que venga. Además, su presencia es necesaria. ¿Vamos, panowie?

Gruchegnka, inquieta, preguntó:

—¿Adónde van?

—Volveremos en seguida —repuso Dmitri.

En su rostro se leía la resolución y el coraje. Tenía un aspecto muy distinto del que ofrecía al llegar hacia una hora. Condujo a los panowie no a la habitación de la derecha, donde estaban las muchachas, sino a un dormitorio en el que había dos grandes camas, montones de almohadas y multitud de maletas y baúles. En un rincón, sobre una mesita, ardía una vela. El pan de la pipa y Mitia se sentaron frente a frente. El pan Wrublewski se situó junto a ellos, con las manos en la espalda. Los dos polacos estaban serios y sus semblantes tenían una expresión de curiosidad.

—Czem mogie panu slut yo? —preguntó el pan de escasa estatura.

—Seré breve, panie. Mire este dinero —y exhibió el fajo de billetes—. Si quiere tres mil rublos, tómelos y váyase.

El pan lo miró fijamente.

—Tres tysiance, panie?

Cambió una mirada con Wrublewski.

—Tres mil, panowie, tres mil. Escuche, usted es un hombre inteligente. Acepte los tres mil rublos y váyase al diablo con Wrublewski. Pero en seguida, ahora mismo y para siempre. Saldrá usted por esta puerta. Yo le traeré su abrigo o su pelliza. Engancharán una troika para usted, y buenas noches.

Mitia esperaba la respuesta, seguro de lo que iba a oír. El rostro del pan cobró una expresión resuelta.

—¿Dónde está el dinero?

—Aquí, panie. Le daré quinientos rublos por adelantado, y los dos mil quinientos restantes, mañana, en la ciudad. Le doy mi palabra de honor de que mañana tendrá ese dinero, aunque fuera preciso sacarlo de debajo de la tierra.

Los polacos cambiaron una nueva mirada. El rostro del más bajo cobró una expresión hostil.

—Setecientos, setecientos ahora mismo —dijo Mitia advirtiendo que la cosa no iba bien—. ¿No se fía de mí, panie? No le puedo dar los tres mil rublos de una vez. Volvería a su lado mañana mismo. Por otra parte, no los llevo encima.

Empezó a balbucear. Perdía el valor por momentos.

—Los tengo en la ciudad, palabra; en un escondrijo...

En el rostro del pan de la pipa resplandeció un sentimiento de orgullo.

—Czynie potrzebujesz jeszcze czego? —preguntó irónicamente—. ¡Qué vergüenza!

Escupió, asqueado. El pan Wrublewski hizo lo mismo.

—Escupes, panie —dijo Mitia, amargado por su fracaso—, porque crees que vas a sacar más de Gruchegnka. ¡Sois idiotas los dos!

—Jestem do z ywego dotkniety? —dijo el pan de la pipa, rojo como un cangrejo.

Y salió de la habitación, indignadísimo, con Wrublewski, que andaba contoneándose. Mitia los siguió, confuso. Temía a Gruchegnka, presintiendo que el pan iba a quejarse a ella. Así ocurrió. En actitud teatral, el pan se plantó ante Gruchegnka y repitió:

—Pani Agrippina, jestem do z ywego dotkniety!

Gruchegnka se sintió herida en lo más vivo, perdió la paciencia y exclamó, roja de ira:

—¡Habla en ruso! ¡No me fastidies con tu polaco! Hace cinco años hablabas en ruso. ¿Tan pronto lo has olvidado?

—Pani Agrippina...

—Me llamo Agrafena. Soy Gruchegnka. Habla en ruso si quieres que te escuche.

Sofocado, con una indignación que le hacía farfullar, el pan exclamó:

—Pani Agrafena, he venido para olvidar el pasado y perdonarlo todo hasta el día de hoy.

—¿Qué hablas de perdonar? ¿Has venido a perdonarme? —exclamó Gruchegnka irguiéndose.

—Sí, pani. Soy generoso. Pero ja bylem sdiwiony del proceder de tus amantes. El pan Mitia me ha ofrecido tres mil rublos para que me vaya. He escupido al oír esta proposición.

—¿Cómo? ¿Te ha ofrecido dinero por mí? ¿Es eso verdad, Mitia? ¿Has tenido la osadía de considerarme como una cosa que se vende?

—Panie, panie! —exclamó Mitia—. Gruchegnka es pura y yo no he sido su amante jamás. Ha mentido usted...

—¡Qué valor tienes! ¡Defenderme ante él! No me he conservado pura por virtud ni por temor a Kuzma, sino sólo para poder llamar miserable a este hombre. ¿De veras ha rechazado el dinero que le has ofrecido?

—Al contrario: lo ha aceptado. Pero quería los tres mil rublos en el acto, y yo sólo le he ofrecido un adelanto de setecientos.

—La cosa está clara: se ha enterado de que tengo dinero, y por eso quiere casarse conmigo.

—Pani Agrippina, soy un caballero, un szlachcic polaco y no un lajdak. He venido para casarme contigo, pero no he encontrado a la misma pani. La que ahora veo es uparty y procaz.

—¡Vete por donde has venido! Diré que te arrojen de aquí. He cometido una estupidez al torturarme durante cinco años... Pero no es que me atormentara por él, sino que acariciaba mi rencor. Por otra parte, mi amante no era como es ahora. Ahora parece el padre de aquél. ¿Dónde te han hecho esa peluca? Aquél reía, cantaba y era un ciclón; tú eres solamente un pobre hombre. ¡Y pensar que he pasado por ti cinco años bañada en lágrimas! ¡Qué necia he sido!

Se desplomó en el sillón y se cubrió el rostro con las manos. En este momento, en la habitación vecina, el coro de muchachas, reunido al fin, empezó a entonar una atrevida canción de danza.

—¡Esto es detestable! —exclamó pan Wrublewski—. ¡Hostelero, despida a esas desvergonzadas!

Trifón Borisytch, que estaba al acecho desde hacía rato, al sospechar por los gritos que sus clientes disputaban, apareció en el acto.

—¿Qué voces son ésas? —preguntó a Wrublewski.

—¡Calla, bruto!

—¿Bruto? Dime con qué cartas has jugado. Yo he traído una baraja nueva. ¿Qué has hecho de ella? Has hecho el juego con cartas señaladas. ¿Sabes que por esto te podrían mandar a Siberia? Lo que has hecho es lo mismo que fabricar moneda falsa.

Se dirigió al canapé, introdujo la mano entre el respaldo y un cojín y sacó el juego de cartas sellado.

—Vean mi juego. Está intacto.

Levantó el brazo para que todos vieran la baraja.

—He visto a este hombre cambiar sus cartas por las mías. Tú eres un bribón y no un pan.

—Y yo lo he visto hacer trampa dos veces —dijo Kalganov.

Gruchegnka enrojeció.

—¡Cómo se ha envilecido, Señor! ¡Qué vergüenza!

—Ya lo sospechaba —dijo Mitia.

Entonces, el pan Wrublewski, confundido y exasperado, gritó a Gruchegnka, amenazándola con el puño:

—¡Prostituta!

Mitia se arrojó sobre él, lo cogió por la cintura, lo levantó y se lo llevó a la habitación donde habían estado poco antes. Pronto regresó, y dijo jadeante:

—Lo he dejado tendido en el suelo. El muy canalla se debate, pero no podrá volver.

Cerró una de las hojas de la puerta y, con la mano en la otra, dijo al pan rechoncho:

—Jasnie Wielmozny, le ruego que vaya a reunirse con él.

—Dmitri Fiodorovitch —dijo Trífón Borisytch—, recobre su dinero. Se lo han robado.

Kalganov declaró:

—Yo les regalo mis cincuenta rublos.

—Y yo mis doscientos. Que tengan algún consuelo.

—¡Bravo, Mitia! ¡Tienes un gran corazón! —exclamó Gruchegnka en un tono que dejaba traslucir una viva indignación.

El pan de la pipa, rojo de cólera pero conservando toda su arrogancia, se dirigió a la puerta. De pronto se detuvo y dijo a Gruchegnka:

—Panie, jezeli chec pojsc za mno, idzmy, jezeli nie, bywaj sdrowa.

 

Herido en su orgullo, salió de la pieza a paso lento y grave. Su extremada vanidad le hacía esperar, incluso después de lo sucedido, que la pani lo seguiría. Mitia cerró la puerta.

—Dé la vuelta a la llave —le dijo Kalganov.

Pero la cerradura rechinó por la parte interior: los polacos se habían encerrado ellos mismos.

—¡Perfectamente! —exclamó Gruchegnka, implacable—. ¡Ellos lo han querido!

VIII. Delirio

Entonces empezó una fiesta desenfrenada, que rayaba en la orgia. Gruchegnka fue la primera en pedir bebida.

—Quiero embriagarme como la otra vez. ¿Te acuerdas, Mitia? Fue cuando nos conocimos.

Mitia era presa de una especie de delirio. Presentía su felicidad. Gruchegnka lo enviaba a la habitación vecina a cada momento.

—Ve a divertirte. Diles que bailen y que se diviertan ellas también. Como la otra vez.

Estaba excitadísima. En la habitación de al lado se oía el coro. La pieza donde estaban era exigua, y una cortina de indiana la dividía en dos. Tras la cortina había una cama con un edredón y una montaña de almohadas. Todas las habitaciones importantes de la casa tenían un lecho. Gruchegnka se instaló junto a la puerta. Desde allí estuvo viendo bailar y cantar al coro en la primera fiesta. Ahora estaban allí las mismas muchachas; los judíos habían llegado con sus violines y sus citaras, y también el carricoche de las provisiones. Mitia iba y venía entre la concurrencia. Llegaban hombres y mujeres que se habían despertado y esperaban ser obsequiados espléndidamente como la vez anterior. Mitia invitaba a beber a todos los que iban llegando y saludaba y abrazaba a los conocidos. Las muchachas preferían champán; los mozos, ron o coñac, y sobre todo ponche. Dmitri dispuso que se hiciera chocolate para las mujeres y que se mantuvieran hirviendo toda la noche samovares para dar a los hombres tanto té y tanto ponche como quisieran. En suma, que fue un jolgorio extravagante.

Mitia estaba en su elemento y se animaba cada vez más a medida que aumentaba el desorden. Si alguno de los clientes le hubiese pedido dinero, él habría sacado el fajo y repartido billetes a derecha a izquierda. A esto se debía indudablemente que Trifón Borisytch, que no se había acostado, no se separase de él. El fondista bebió muy poco, un vaso de ponche como total de todas sus libaciones, para poder velar, a su modo, por los intereses de Mitia. Cuando era necesario, lo frenaba, zalamero y obsequioso, y lo sermoneaba, aconsejándole que no repartiera cigarros y vinos del Rin, y menos dinero, entre los desharrapados, como había hecho la otra vez. Se indignaba al ver a las muchachas comiendo golosinas y saboreando licores.

—Están minadas de piojos, Dmitri Fiodorovitch. Si les diera un puntapié en cierta parte, aún les haría un honor.

Mitia se acordó de Andrés y dijo que le llevaran ponche.

—Lo he ofendido —repitió apenado.

Kalganov, al principio, no quiso beber y las canciones del coro le desagradaron; pero cuando se había bebido dos vasos de champán sintió una alegría desbordante y todo le pareció magnífico, tanto los cantos como la música.

Maximov, beatífico y achispado, no se movía de su sitio. A Gruchegnka se le había subido el vino a la cabeza. Señalando a Kalganov, dijo a Mitia:

—¡Qué muchacho tan gentil!

Y Mitia corrió a abrazar a los dos hombres.

Dmitri presentía muchas cosas, pero Gruchegnka no le había dicho nada aún: retrasaba el momento de las confesiones. De vez en cuando le dirigía una mirada ardiente. De pronto, Gruchegnka lo cogió de la mano y lo hizo sentar junto a ella.

—¡Si vieras cómo has entrado aquí! Me has asustado. ¿De veras te conformas a que lo prefiera a él?

—No quiero turbar tu felicidad.

Gruchegnka ya no lo escuchaba.

—Ve a divertirte. No llores. Después volveré a llamarte.

Dmitri se fue. Gruchegnka se dedicó de nuevo a escuchar las canciones y ver las danzas, pero sin dejar de observar a Mitia. Al cabo de un cuarto de hora lo llamó.

—Siéntate aquí y cuéntame cómo te has enterado de mi marcha. ¿Quién te ha dado la noticia?

Mitia empezó a contarlo todo. Su relato era incoherente. A veces fruncía el entrecejo y callaba.

—¿Qué te pasa? —le preguntaba Gruchegnka.

—Nada. He dejado allí un enfermo. Por su salud, por saber que sanará, daría diez años de vida.

—No pienses en ese enfermo. ¿De modo que querías suicidarte mañana? ¡Qué tontería! ¿Por qué? Me gustan los calaveras como tú —dijo con cierta dificultad—. ¿De modo que estabas dispuesto a todo por mí?... ¿De veras querías terminar mañana?... Espera; tal vez te diga algo agradable... No hoy, mañana... Ya sé que preferirías que te lo dijera hoy, pero no quiero decírtelo hasta mañana. Anda, ve a divertirte.

Una de las veces lo llamó con semblante preocupado.

—¿Por qué estás triste, Mitia? —le preguntó mirándole a los ojos—. Pues tú estás triste. Por mucho que abraces a los mujiks y vayas de un lado a otro, advierto tu tristeza. Ya que yo estoy contenta, debes estarlo tú también. Amo a uno de los que están aquí. ¿Sabes a quién? Mira, el pobre se ha dormido. Se le ha subido el alcohol a la cabeza.

Se refería a Kalganov, que dormitaba en el canapé, bajo las brumas de la embriaguez y presa de una angustia indefinible. Las canciones de las muchachas, más lascivas y desvergonzadas a medida que las cantantes iban bebiendo, acabaron por repugnarle. Y lo mismo le ocurrió con las danzas. Dos jóvenes disfrazadas de oso actuaban bajo el mando de Stepanide, una fornida moza armada de su bastón.

—¡Hala, María! ¡Si no, pobre de ti!

l.os dos osos rodaron por el suelo, adoptando posturas indecentes, entre las risas del grosero público.

—¡Que se diviertan, que se diviertan! —dijo Gruchegnka sentenciosamente y en una especie de éxtasis—. Es su día. ¿Por qué no se han de divertir?

Kalganov dirigió al coro una mirada de desagrado.

—¡Qué bajas son las costumbres populares! —dijo apartándosé de la puerta.

Le llamó sobre todo la atención una canción «nueva», que tenía un estribillo alegre.

El señor que iba de viaje pregunta a las chicas:

—El señor preguntó a las muchachas:

Me queréis, me queréis, jovencitas?

Estas consideran que no lo pueden querer.

—El señor me azotará.

Yo no lo puedo amar.

Después aparece un cíngaro, que no tiene más éxito.

El cíngaro robará.

Y yo me hartaré de llorar.

Desfilan otros personajes, haciendo la misma pregunta. Incluso un soldado, que es rechazado con desprecio.

—El soldado llevará el saco.

Y yo, detrás de él...

Seguía a esto un verso soez, cantado con impúdica franqueza, que hizo furor en el auditorio. Finalmente aparece el comerciante.

—El mercader pregunta a las muchachas:

¿Me queréis, me queréis, jovencitas?

Y ellas dicen que lo adoran, porque

—El mercader traficará.

Y yo seré el ama.

Kalganov no disimuló su enojo:

—Es una canción reciente. ¿Quién demonios la habrá enseñado a esas chicas? Sólo falta en ella un judío o un contratista de ferrocarriles. Los dos habrían ganado a todos los demás.

Francamente contrariado, manifestó su aversión, se echó en el canapé y quedó dormido. Su bello rostro, un poco pálido, reposaba en un cojín.

—Mira, Mitia, qué guapo es —dijo Gruchegnka—. Le he pasado la mano por el cabello. Parece lino...

Se inclinó hacia Kalganov en un impulso de ternura y lo besó en la frente. Kalganov abrió en seguida los ojos, la miró, se levantó y preguntó, preocupado:

—¿Dónde está Maximov?

—¡Lo echa de menos! —dijo Gruchegnka entre risas—. Quédate un poco conmigo. Mitia irá a buscar a tu Maximov.

Maximov sólo se separaba de las muchachas del coro para ir a beberse una copa. Se había tomado dos tazas de chocolate. Se presentó con la nariz enrojecida, los ojos húmedos, la mirada dulce, y dijo que iba a bailar la danza de los zuecos.

—En mi infancia me enseñaron esos bailes mundanos.

—Vete con él, Mitia. Yo os veré bailar desde aquí.

—Yo voy con ellos para verlos de cerca —dijo Kalganov, rechazando ingenuamente la invitación de Gruchegnka a que se quedara a su lado.

Todos pasaron a la estancia contigua. Maximov bailó, como había prometido, pero con escaso éxito. Sólo Mitia lo aplaudió. La danza consistió en una serie de saltos, con abundantes contorsiones y levantando los pies hasta enseñar las suelas, en las que daba una palmada a cada salto. A Kalganov no le gustó el baile. Mitia, en cambio, abrazó al bailarín.

—Gracias por tu exhibición. Debes de estar fatigado. ¿Quieres alguna golosina? ¿Prefieres un cigarro?