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100 Clásicos de la Literatura

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-Claro, señor, conozco una buena escopeta nada más verla -respondió él, y yo le supliqué el favor de que se acercara a la casa y examinara la mía.

-Es una de verdad, señor -dijo Ikey tras inspeccionar un rifle de doble cañón que unos años antes había comprado en Nueva York-. No hay ningún error sobre ella, señor.

-Ikey-le dije yo-. No lo mencione, pero he visto algo en esta casa.

-¿No, señor? -susurró abriendo codiciosamente los ojos-. ¿La mujer capuchada, señor?

-No se asuste -repliqué yo-. Era una figura bastante parecida a usted.

-¡Dios mío, señor!

-¡Ikey! -exclamé yo estrechándole las manos calurosamente; podría decir que afectuosamente-. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas, el mayor favor que puedo hacerle es disparar a esa figura. ¡Y le prometo por el cielo y la tierra que lo haré con esta escopeta si vuelvo a verla!

El joven me dio las gracias y se despidió con cierta precipitación tras rechazar un vaso de licor. Le di a conocer mi secreto porque jamás había olvidado el momento en el que lanzó la gorra a la campana; porque en otra ocasión había observado algo muy semejante a un gorro de piel que yacía no muy lejos de la campana una noche en la que ésta había roto a sonar; y porque había observado que siempre que venía él por la tarde para consolar a las criadas luego nos encontrábamos mucho más fantasmales. Pero no debo ser injusto con Ikey. Tenía miedo de la casa y creía que estaba hechizada; aun así, estaba seguro de que él exageraría sobre el aspecto del encantamiento en cuanto tuviera una oportunidad. El caso de la Chica Extraña era exactamente similar. Recorría la casa en un estado de auténtico terror, pero mentía monstruosa y voluntariamente e inventaba muchas de las alarmas que ella misma extendía y producía muchos de los sonidos que escuchábamos Lo sabía bien porque les había estado vigilando a 1os dos. No es necesario que explique aquí ese absurdo estado mental; me contento con observar que ese es del conocimiento general de todo hombre inteligente que tenga una buena experiencia médica, 1egal o de cualquier otro tipo de vigilancia; que es un estado mental tan bien establecido y tan común como cualquier otro con el que están familiarizados los observadores; y que es uno de los primeros elementos, por encima de todos los demás, del que sospecha racionalmente; y que se busca estrictamente, separándola, cualquier cuestión de este tipo

Pero volvamos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos reunidos fue echar suertes los dormitorios. Hecho eso, y después de que todo dormitorio, en realidad toda la casa, hubiera sido minuciosamente examinado por el grupo completo, asignamos las diversas tareas domésticas como si nos encontráramos entre un grupo de gitanos, o u grupo de regatas, o una partida de caza o hubiéramos naufragado. Después les conté los rumores concernientes a la dama encapuchada, el búho y el Amo B junto con otros que habían circulado todavía con mayor firmeza durante nuestra ocupación de la casa, relativos a una ridícula y vieja fantasma que subía y bajaba llevando el fantasma de una mesa redonda; también a un impalpable borrico a quien nadie fu capaz nunca de capturar. Creo realmente que los sirvientes de abajo se habían comunicado unos a otros estas ideas de una manera enfermiza, sin transmitirlas en forma de palabras. Después, solemnemente, nos dijimos unos a otros que no estábamos allí para ser engañados ni para engañar, lo que nos parecía en gran parte lo mismo, y que con un serio sentido de la responsabilidad seríamos estrictamente sinceros unos con otros y seguiríamos estrictamente la verdad. Quedó establecido que cualquiera que escuchara ruidos inusuales durante la noche, y deseara rastrearlos, llamaría a mi puerta; y acordamos finalmente que en la noche duodécima, la última noche de la sagrada Navidad, todas nuestras experiencias individuales desde el momento de la llegada conjunta a la casa encantada serían comunicadas para el bien de todos, y que hasta entonces mantendríamos silencio sobre el tema a menos que alguna provocación notable exigiera que lo rompiéramos.

En cuanto al número y el carácter éramos como ahora describo: en primer lugar estábamos nosotros dos, mi hermana y yo. Al echar las habitaciones a suertes, a mi hermana le correspondió su dormitorio, y a mí el del Amo B. Después estaba nuestro primo hermano John Herschel, llamado así por el conocido astrónomo; y supongo de él que es mejor con un telescopio que como hombre. Con él estaba su esposa: una persona encantadora con la que se había casado la primavera anterior. Consideré que, dadas las circunstancias, había sido bastante imprudente el traerla con él, porque no se sabe lo que una falsa alarma puede provocar en esos momentos, pero imagino que él conocerá bien sus propios asuntos y sólo debo decir que de haber sido mi esposa en ningún momento habría dejado de vigilar su rostro cariñoso brillante. Les correspondió la habitación del reloj. . Alfred Starling, un joven inusualmente agradable, de veintiocho años, por el que sentía yo el mayor agrado, le correspondió la habitación doble; la que había sido mía, y que se designaba con ese nombre por tener en su interior un vestidor y que incluía dos amplias y molestas ventanas que no conseguí evitar que dejaran de moverse fuera cual fuera el tiempo, con viento o sin él. Alfredo es un joven que pretende ser «n pido» (tal como entiendo yo el término, otra palabra para decir «vago»), pero que es muy bueno y sensible para ese absurdo, y se habría distinguido antes d ahora si por desgracia su padre no le hubiera dejad una pequeña independencia de doscientas libras < año, teniendo en cuenta que su única ocupación en la vida ha sido la de gastar seiscientas. Sin embargo, tengo la esperanza de que su banquero pueda entra en quiebra o que participe en alguna especulación que garantice un veinte por ciento, pues estoy convencido de que si consiguiera arruinarse su fortuna estaría hecha. Belinda Bates, amiga íntima de mi hermana, y una joven deliciosa, amable e intelectual pasó a ocupar la habitación del cuadro. Tiene verdadero talento para la poesía, unido a una verdadera seriedad para los negocios, y «encaja», por utilizar un expresión de Alfred, en la misión de la Mujer, los de techos de la Mujer, los errores de la mujer y todo, aquello que lleve la palabra Mujer con una M mayúscula, o todo aquello que no es y debería ser, o que es y no debería ser.

-¡Mi queridísima y digna de alabanzas, que el cielo te siga haciendo prosperar! -le susurré la primera noche cuando me despedí de ella en la puerta de la habitación del cuadro-. Pero no te excedas. Y con respecto a la gran necesidad que hay, querida mía, de que haya más empleos al alcance de la mujer de los que nuestra civilización les ha asignado todavía, no arremetas violentamente contra los desafortunados hombres, incluso aquellos hombres que a primera vista se interponen en tu camino, como si fueran los opresores naturales de tu sexo; pues créeme, Belinda, que a veces se gastan el salario entre esposas e hijas, hermanas, madres, tías y abuelas; y no toda la obra es Caperucita y el Lobo, sino que tiene también otras partes.

Sin embargo, esto es una digresión. Como ya he mencionado, Belinda ocupaba la habitación del cuadro. Nos quedaban tres aposentos: la habitación de la esquina, la habitación del armario y la habitación del jardín. Mi antiguo amigo Jack Governor, «estiró el catre», tal como él lo expresó, en la habitación de la esquina. Siempre he considerado a Jack como el marinero de mejor aspecto que ha navegado nunca. Ahora tiene canas, pero sigue tan guapo como hace un cuarto de siglo... qué va, mucho más guapo. Es un hombre de hombros anchos, rollizo, alegre y bien constituido, con una sonrisa franca, ojos oscuros y brillantes y cejas espesas. Las recuerdo bajo sus cabellos oscuros y todavía parecen mejor por su tono plateado. Ha estado en todas partes en las que ondea la bandera de la Unión, y he conocido a colegas suyos, en el Mediterráneo y al otro lado de Atlántico, que se han animado sólo al oír mencionar ese nombre, y han gritado:

-¿Conoce a Jack, Governor? ¡Entonces conoce: un príncipe!

¡Y eso es lo que es! Y, además, es un oficial de La marina de manera tan inequívoca que si el lector lo viera salir de una choza de nieve esquimal vestido con pieles de foca, se sentiría vagamente persuadido de que iba vestido con el uniforme naval completo.

En un tiempo, Jack había puesto su mirada brillante en mi hermana; pero se casó con otra dama y se la llevó a Sudamérica, donde murió ésta. De ese hace doce años, o más. Trajo con él a nuestra casi hechizada un pequeño barril de vaca salada; pues está convencido de que cualquier vaca salada que no haya preparado él es pura carroña, por lo que invariablemente, cuando va a Londres, incluye un trozo en su maleta ligera. Se había ofrecido también, traer con él a un tal «Nat Beaver», un antiguo camarada suyo, capitán de un mercante. El señor Beaver con una figura y un rostro como de madera, y aparentemente tan duro como un bloque, resultó ser un hombre inteligente con todo un mundo de experiencias marinas y un gran conocimiento práctico. A veces mostraba un curioso nerviosismo, por lo visto consecuencia de una antigua enfermedad, pero rara vez duraba muchos minutos. Le correspondió la habitación del armario, que habitó al lado del señor Undery, mi amigo y procurador legal, quien acudió, como aficionado, «para examinar esto», tal como él dijo, y que es mejor jugador de «whist» que toda la lista de abogados, del extremo del principio hasta el del final.

Nunca me sentí más feliz en mi vida, y creo que ése era el sentimiento general entre nosotros. Jack Governor, un hombre siempre de recursos maravillosos, se convirtió en el jefe de cocina, e hizo algunos de los mejores platos que he comido nunca, incluyendo unos «curries» inaccesibles. Mi hermana se dedicó a las tartas y dulces. Starling y yo éramos ayudantes de cocina por turnos, aunque en las ocasiones especiales el jefe de cocina «presionaba» al señor Beaver. Hacíamos muchos ejercicios y deportes al aire libre, pero nada se olvidaba dentro de la casa, y no había mal humor ni malos entendidos entre nosotros, por lo que nuestras tardes eran tan placenteras que al menos teníamos una buena razón para no desear irnos a la cama.

 

Al principio tuvimos algunas alarmas nocturnas. La primera noche me despertó Jack llevando en la mano un maravilloso farol de barco, que asemejaba las agallas de algún monstruo de las profundidades, para decirme que «iba a arribar al palo principal» para derribar la veleta. Era una noche tormentosa y puse objeciones, pero Jack llamó mi atención sobre el hecho de que producía un sonido semejante a un grito de desesperación, y añadió que si no se hacía así alguien iba a «invocar a un fantasma». Así que subimos a la parte de arriba de la casa, donde apenas sí podía sostenerme por culpa del viento, acompañados por el señor Beaver; y allí Jack, con el farol y todo, seguido por el señor Beaver, subieron arrastrándose hasta la parte superior de la cúpula, situad-, a unos diez metros por encima de la chimeneas, sir nada sólido sobre lo que sostenerse, derribando fríamente la veleta hasta que ambos se sintieron tan animados por el viento y la altura que llegué a pensar que nunca bajarían de allí. Otra noche volvieron aparecer junto a mi puerta para derribar un sombrerete de chimenea. Otra noche se dedicaron a cortas una tubería que sollozaba y sorbía. Otra noche descubrieron algo más. En varias ocasiones, ambos, de la manera más fría, salieron simultáneamente por su; respectivas ventanas agarrándose de las colchas de la cama, para «examinar» algo misterioso que había en el jardín.

El compromiso que habíamos aceptado todos, se cumplió fielmente y nadie reveló nada. Lo único que sabíamos era que, si la habitación de alguno estaba, hechizada, nadie parecía tener peor aspecto por ello.

El fantasma de la habitación del Amo B.

Cuando me instalé en la buhardilla triangular que tan distinguida fama había obtenido, mis pensamientos se centraron, lógicamente, en el Amo B. Mis especulaciones con respecto a él eran muchas y resultaban inquietantes. Si su nombre de pila fuese Benjamin, Bissextile (por haber nacido en año bisiesto), Bartholomew o Bill. Si la inicial perteneciese a su apellido, y si éste fuese Baxter, Black, Brown, Barker, Buggins, Baker o Bird. Si fuese un inclusero, y por eso se le había bautizado como B. Si fuese un muchacho con corazón de león, y por eso B. era una abreviatura de Britano. Si pudiese ser pariente de una ilustre dama que animó mi propia infancia, y procedía de la sangre de la Brillante Madre Bunch.

Me atormenté mucho con estas inútiles meditaciones. También traté de unir la misteriosa letra con la apariencia y las actividades del fallecido, preguntándome si vestiría Bien, llevaría Botas (no debía ser Bizco), era un chico Brillante, le gustaban los Barcos, sabía jugar bien a los Bolos, tenía alguna habilidad como Boxeador, incluso si en su Boyante y Baja edad se Bañaba en una máquina de Bañar en Bognor, Bangor, Bournemouth, Brighton o Broadstairs, Botando como una Bola de Billar.

Así que para empezar me sentí hechizado por la letra B.

No pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que nunca, ni por azar, había soñado con el Ar B. ni con nada que le perteneciera. Pero en cuan despertaba del sueño, a cualquier hora de la noche mis pensamientos se centraban en él, y deambulaban tratando de unir su letra inicial con algo que fuera adecuado.

Pasé así seis noches preocupado en la habitación del Amo B. cuando empecé a darme cuenta de que las cosas estaban yendo por mal camino.

Su primera aparición se produjo a primera he de la mañana, cuando empezaba a iluminar la luz del día. Estaba de pie, afeitándome frente al espejo cuando descubrí de pronto con consternación asombro que no me estaba afeitando a mí mismo un hombre de cincuenta años, sino a un muchacho ¡Evidentemente el Amo B.!

Me eché a temblar y miré por encima del hombro, pero no había nadie allí. Volví a mirar el espejo y vi claramente los rasgos y la expresión de un muchacho que se estaba afeitando no para quitarse barba, sino para conseguir que le saliera. Extremadamente turbado en mi mente, di varias vueltas F la habitación y volví frente al espejo, resuelto a asesinarme y terminar la operación en la que me había turbado. Al abrir los ojos, que había cerrado hasta recuperar la firmeza, vi en el espejo, mirándome, rectamente, los ojos de un joven de veinticuatro veinticinco años. Aterrado por ese nuevo fantasma cerré los ojos e hice un esfuerzo voluntarioso por recuperarme. Al abrirlos de nuevo vi en el espejo afeitándose, a mi padre, quien hacía ya tiempo que había muerto. Incluso llegué a ver a mi abuelo, a quien no había llegado a conocer.

Aunque muy afectado, lógicamente, por esas visitas asombrosas, decidí guardar el secreto hasta el momento fijado para la revelación general. Agitado por una multitud de pensamientos curiosos me retiré a mi habitación esa noche dispuesto a enfrentarme a alguna experiencia nueva de carácter espectral. ¡No fue innecesaria mi preparación, pues al despertar de un inquieto sueño exactamente a las dos de la madrugada imagine el lector lo que sentí al descubrir que estaba compartiendo la cama con el esqueleto del Amo B.!

Me levanté como impulsado por un resorte y el esqueleto hizo lo mismo. Escuché entonces una voz quejumbrosa que decía:

-¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de mí?

Al mirar fijamente en esa dirección, percibí el fantasma del Amo B.

El joven espectro iba vestido siguiendo una moda obsoleta: o más bien que vestido podía decirse que iba embutido en un paño de mezclilla de calidad inferior que unos botones brillantes volvían horrible. Observé que, en una doble hilera, esos botones llegaban hasta los hombros del joven fantasma dando la impresión de que descendían por su espalda. Unas chorreras le cubrían el cuello. La mano derecha (que vi con toda claridad que estaba manchada de tinta) la tenía sobre el estómago; relacionando ese gesto con algunos granos que tenía en su semblante, y con su aspecto general de sentir náuseas, llegué a la conclusión de que era el fantasma de un muchacho que había tenido que tomas excesivas medicinas.

-¿Dónde estoy? -preguntó el pequeño espectro con voz patética-. ¿Y por qué tuve que nacer en la época del calomelanos, y por qué me tuvieron que dar tanto calomelanos?

Le contesté con la sinceridad más formal que por mi alma que no podía decírselo.

-¿Dónde está mi hermanita y dónde mi angélica y pequeña esposa, y dónde el chico con el que iba a la escuela?

Le rogué al fantasma que se consolara, pero por encima de todas las cosas me tomé muy seriamente la pérdida del muchacho con el que iba a la escuela. Traté de convencerle, partiendo de mi experiencia humana, de que probablemente de haber sabido lo que había sido de ese chico nunca le habría parecido bien. Le hice entender que yo mismo, en mi vida posterior, me había encontrado con varios chicos de los que habían sido compañeros de escuela, y ninguno de ellos había respondido a mis expectativas. Le expresé mi humilde creencia de que ese muchacho no habría respondido. Le hablé de un compañero mío que tenía un carácter mítico y que resulté un engaño y un chasco. Le conté que la última vez que lo había visto fue en una cena detrás de una enorme corbata blanca, sin ninguna opinión concluyente sobre ningún tema, y una capacidad de silencioso aburrimiento absolutamente titánica. Le relaté que como habíamos estado juntos en «Old Doylance's», se había invitado él solo a desayunar conmigo (una ofensa social de la mayor magnitud); que en un intento de reavivar las débiles ascuas de mi creencia en los muchachos de Doylance's, se lo había permitido, y que resultó ser un vagabundo terrible que perseguía a la raza de Adán con inexplicables ideas concernientes a la moneda y con la propuesta de que el banco de Inglaterra, so pena de ser abolido, debía librarse instantáneamente y poner en circulación de Dios sabe cuántos miles de millones de billetes de dieciséis peniques.

El fantasma me escuchó en silencio y con la mirada fija.

-¡Barbero! -me apostrofó cuando terminé.

-¿Barbero? -dije yo repitiendo la pregunta, pues no pertenezco a esa profesión.

-Condenado a afeitar constantemente a clientes cambiantes -añadió el fantasma-... ahora yo... luego un hombre joven... luego a sí mismo... luego su padre... luego su abuelo; condenado también a acostarse con un esqueleto cada noche, y a levantarse con él cada mañana...

(Me estremecí al escuchar ese terrible anuncio.)

-¡Barbero! ¡Sígame!

Antes incluso de que pronunciara las palabras había sentido que un hechizo me obligaría a seguir al fantasma. Lo hice así inmediatamente, y ya no me encontré en la habitación del Amo B.

Muchas personas saben las largas y fatigosas jornadas nocturnas a las que se sometía a las brujas que solían confesar, y que sin duda contaban exactamente la verdad; sobre todo porque se las ayudaba con preguntas capciosas y porque la tortura estaba siempre preparada. Pues afirmo que durante el tiempo en el que ocupé la habitación del Amo B. el fantasma, que la tenía hechizada me condujo en expediciones tan largas y salvajes como la que acabo de mencionar Claro que no me presentó a ningún anciano andrajoso con rabo y cuernos de cabra (algo situado entro Pan y un ropavejero), celebrando con ellos recepciones convencionales tan estúpidas como las de la vid, real pero menos decentes; pero encontré otras cosa, que me parecieron tener mayor significado.

Esperando que el lector confíe en que digo la ver dad, y en que seré creído, afirmo sin vacilación que seguí al fantasma, la primera vez sobre una escoba, después sobre un caballito balancín. Estoy dispuesto a jurar que incluso olí la pintura del animal, especial mente cuando al calentarse con mi roce empezó brotar. Después seguí al fantasma en un simón; una verdadera institución cuyo olor desconoce la generación actual, pero que de nuevo estoy dispuesto a jurar que es una combinación de establo, perro cae sarna y un fuelle muy viejo. (Para que me confirmes o me refuten, apelo en esto a las generaciones anteriores.) Seguí al fantasma en un asno sin cabeza, un asno tan interesado por el estado de su estómago que tenía siempre allí su cabeza, investigándolo; sobre potros que habían nacido expresamente para cocea por detrás; sobre tiovivos y balancines de las ferias, en el primer coche de punto, otra institución olvidad en la que el pasaje solía meterse en la cama y el conductor les remetía las mantas.

No le molestaré con un relato detallado de todos los viajes que hice persiguiendo al fantasma del Amo B., mucho más largos y maravillosos que los de Simbad el Marino, y me limitaré a una experiencia que le servirá al lector para juzgar las múltiples que se produjeron.

Me vi maravillosamente alterado. Era yo mismo, y, sin embargo, no lo era. Era consciente de algo que había en mi interior, que había sido igual a lo largo de toda mi vida y que había reconocido siempre en todas sus fases y variedades como algo que nunca cambiaba, y, sin embargo, no era yo el yo que se había acostado en el dormitorio del Amo B. Tenía yo el más liso de los rostros y las piernas más cortas, y había traído a otro ser como yo mismo, también con el más liso de los rostros y las piernas más cortas, tras una puerta, y le estaba confiando una proposición de la naturaleza más sorprendente.

La proposición era que deberíamos tener un harén.

El otro ser asintió calurosamente. No tenía la menor noción de respetabilidad, lo mismo que me pasaba a mí. Era una costumbre de oriente. Era lo habitual del Califa Haroun Alraschid (¡permítanme por una vez escribir mal el nombre porque está lleno de fragancias a dulces recuerdos!), su utilización era muy laudable y de lo más digno de imitación.

-¡Oh, sí! Tengamos un harén -dijo el otro ser dando un salto.

El hecho de que comprendiéramos que debía mantenerlo en secreto ante la señorita Griffin t debió a que tuviéramos la menor duda con respecto al meritorio carácter de la institución oriental nos proponíamos importar. Fue porque sabía que la señorita Griffin estaba tan desprovista de simpatías humanas que era incapaz de apreciar la grandeza del gran Haroun. Y como la señorita Griffin a quedar envuelta irremediablemente en el mismo decidimos confiárselo a la señorita Bule.

Éramos diez personas en el establecimiento señorita Griffin, junto a Hampstead Ponds; las damas y dos caballeros. La señorita Bule, quien según pensaba yo había alcanzado la edad madura a los ocho o los nueve, ocupó el papel principal sociedad. En el curso de ese día le hablé del tema y le propuse que se convirtiera en la favorita.

 

La señorita Bule, tras luchar con la timidez tan natural y encantadora resultaba en su adorable sexo, expresó que se sentía halagada por la idea deseó saber las medidas que proponíamos todo con respecto a la señorita Pipson. La señorita Bule que en Servicios y Lecciones de la Iglesia completos en dos volúmenes con caja y llave había jurado a esa joven dama una amistad compartiéndolo todo sin secretos hasta la muerte, dijo que como a mi Pipson no podía ocultarse a sí misma, ni a mí Pipson no era un ser común.

Ahora bien, como la señorita Pipson tenía cabellos claros y rizados y ojos azules (lo que se ajustaba a mi idea de cualquier ser femenino y mortal que se llamara Hada), contesté rápidamente que consideraba a la señorita Pipson como un hada circasiana.

-¿Y entonces, qué? -preguntó pensativamente la señorita Bule.

Contesté que debía ser engañada por un mercader, traída hasta mí cubierta con velos y vendida como esclava.

(El otro ser había pasado ya a ocupar el segundo papel masculino dentro del Estado y designado como Gran Visir. Más tarde se resistió a que se hubiera dispuesto así de los acontecimientos, pero le tiré del pelo hasta que cedió.)

-¿Y no me sentiré celosa? -quiso saber la señorita Bule haciendo la pregunta con la mirada baja.

-Zobaida, no -contesté yo-. Tú serás siempre la sultana favorita; el principal lugar en mi corazón, y en mi trono, serán siempre para ti.

Una vez segura de eso, la señorita Bule consintió en proponer la idea a sus siete hermosas compañeras. En el curso de ese mismo día se me ocurrió que sabíamos que podríamos confiar en un alma sonriente y afable llamada Tabby, que era la esclava servil de la casa y no representaba más valor que una de las camas, y cuyo rostro estaba siempre más o menos manchado de color plomo, por lo que tras la cena deslicé en la mano de la señorita Bule una pequeña nota a ese efecto considerando que esas manchas plomizas hubieran sido en cierta manera depositadas por el dedo de la providencia, designaba a Tabby como Mesrour, el famoso jefe de los negros del harén.

Hubo dificultades para la formación de la deseada institución, como las hay siempre en todo lo que exige combinaciones. El otro ser demostró tener u carácter bajo, y al haber sido derrotado en sus aspiraciones al trono simuló tener escrúpulos de conciencia para postrarse delante del califa; no se dirigiría a él con el título de jefe de los fieles; le hablar de manera ligera e incoherente designándole como simple «compañero»; y él, el otro ser, dijo que «n jugaría»... ¡jugar!, y fue en otros aspectos rudo ofensivo. Sin embargo, esa disposición maligna fue derrotada por la indignación general de un haré unido, y yo fui bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los hombres.

Las sonrisas sólo podían concederse cuando señorita Griffin miraba hacia otra parte, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, pues había una leyenda entre los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en medio del dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después de la cena, nos reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del harén real competían acerca de quién era la que debía divertir el ocio del Sereno Haroun en su reposo de las preocupaciones del Estado; que generalmente eran, como la mayoría de los asuntos de Estado, de carácter aritmético, y el jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro más.

En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía siempre (la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con gran vehemencia), pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama histórica. En primer lugar, su forma de pasar la escoba por el diván del califa, incluso cuando Haroun llevaba sobre sus hombros la túnica roja de la cólera (la pelliza de la señorita Pipson), aunque pudiera hacerse entender en ese momento nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En segundo lugar, su forma de irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus bellezas!» no era ni oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba especialmente que dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a diferencia de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor, mantenía la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto incongruente, e incluso una vez -con ocasión de la compra de la hermosa circasiana por quinientas mil bolsas de oro, y fue barata-, abrazó a la esclava, a la favorita, al califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios bendiga a Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan suavizado desde entonces muchos días terribles!)

La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido que, cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con paso majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la causa principal de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y misteriosa que nos inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese estado inconsciente, y una sensación formidable, predominante entre nosotros, de que había un poder temible en nuestro conocimiento de lo que no sabía la señorita Griffin (cuando en cambio sabía todas las cosas que podían aprenderse en los libros). El secreto se mantuvo maravillosamente, aunque en una ocasión estuvo a punto de traicionarse. El peligro, y la escapatoria, se produjo un domingo. Estábamos los diez situados en una zona bien visible de la iglesia, con la señorita Griffin a la cabeza, tal como hacíamos todos los domingos, percibiendo el lugar de una manera profana, cuando acertaron a leer la descripción de Salomón en su gloria. En el momento en que se referían así al monarca, la conciencia me susurró: «¡también tú, Haroun!» El ministro oficiante tenía un defecto en la vista y eso hacía que pareciera que estuviera leyendo personalmente para mí. Un sonrojo carmesí, unido a una sudoración debida al miedo, cubrió mis rasgos. El Gran Visir se quedó más muerto que vivo y todo el harén enrojeció como si la puesta de sol de Bagdad brillara directamente sobre sus rostros maravillosos. En ese momento portentoso se levantó la temible Griffin y vigiló con tristeza a los hijos del Islam. Mi propia impresión fue la de que la Iglesia y el Estada habían iniciado con la señorita Griffin una conspiración para descubrirnos, y que todos seríamos puestos en sábanas blancas y exhibidos en la nave central. Pero el sentido de la rectitud de la señorita Griffin era tan occidental, si se me permite la expresión en oposición a las asociaciones orientales, que pensó que aquello era un disparate y nos salvamos.

He solicitado una reunión del harén sólo para preguntar si el jefe de los fieles debería ejercer el derecho de besar en ese santuario del palacio en el que se dividían sus habitantes sin igual. Zobaida reivindicó como favorita su derecho a rascarse, la hermosa circasiana a poner el rostro como refugio en una bolsa verde de bayeta, pensada originalmente para libros. Por otro lado, una joven antílope de belleza trascendente que procedía de las fructíferas llanuras de Camdentown (adonde había sido llevada por unos comerciantes en la caravana que dos veces por año cruzaba el desierto intermedio tras las vacaciones), sostenía opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el beneficio de éstas a ese perro e hijo de perro, el Gran Visir, quien no tenía derecho si no estaba en cuestión. Finalmente la dificultad fue obviada mediante el nombramiento de una esclava muy joven como delegada. Ésta, en pie sobre un escabel, recibió oficialmente en sus mejillas los saludos dirigidos por el gracioso Haroun a las otras sultanas y fue recompensada privadamente por las arcas de las damas del harén.