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100 Clásicos de la Literatura

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—En política —contestó su amigo—. Fui elegido representante del Parlamento cuando era aún muy joven. Me eligieron por una gran mayoría, lo que en su día fue causa de muchos vítores, aplausos y paseos triunfales por toda la ciudad. Desde entonces hasta ahora, como era de esperar, mi situación no ha estado muy clara.



—Me temo que no comprendo el significado de ese «como era de esperar» —contestó March riendo.



—No merece la pena comprender esa parte de la historia —dijo Fisher—. Pero en cambio, viejo amigo, la otra parte resulta sumamente extraña e interesante. Fue, a su manera, una auténtica historia de misterio, además de la primera lección de política moderna que recibí en mi vida. Si lo desea, puedo contarle lo que pasó.



Y lo que viene a continuación, aunque recogido omitiendo referencias personales y con menos diálogos, es la misma historia que Fisher contó aquel día.



Nadie que en aquella época gozase del privilegio de conocer a Sir Henry Harland Fisher podría llegar a creer que muchos años atrás se le había conocido simplemente como «Harry». Pero así era. Cuando no era más que un muchacho solía llamársele de dicha manera, y esa serenidad de la que siempre había hecho gala a lo largo de su vida y que se tornaba, en sus años de madurez, en un aire de gravedad, había sido una vez alegría. Sus amigos hubieran dicho de él que era tan sereno en su madurez precisamente por haber sido tan alocado durante su juventud. Sus enemigos, por el contrario, hubieran dicho que era todavía una persona brillante pero que nunca volvería a ser tan alegre como había llegado a ser en cierta época. Pero en cualquier caso, la historia completa que Horne Fisher se disponía a contar arrancaba con el suceso que acabaría convirtiendo al joven Harry Fisher en secretario privado de Lord Saltoun. De ahí su posterior relación con el Ministerio de Asuntos Exteriores, la cual le había llegado, por cierto, como una especie de legado de parte de Su Señoría cuando aquel gran hombre llegó a ostentar en su momento el poder que se oculta tras el trono. No es éste el lugar más apropiado para extenderse hablando de Saltoun, pues es poco lo que de él se sabe en comparación con lo mucho que merecería la pena que se supiera. Baste decir que Inglaterra ha tenido al menos tres o cuatro hombres de Estado cuyos nombres han permanecido, como el suyo, bajo estricto secreto. Los gobiernos dirigidos por aristócratas producen de vez en cuando algún que otro aristócrata que resulta ser alguien excepcional, un hombre de gran perspicacia y poder intelectual, una especie de Napoleón en la sombra. La mayor parte de su inmensa labor resultaba siempre invisible, y muy poco de lo relacionado con ella se filtraba a su vida privada si exceptuamos un áspero y decididamente cínico sentido del humor. Y fue, por cierto, su presencia puramente casual en una reunión familiar en casa de los Fisher, así como una inesperada opinión que manifestó, lo que convirtió en toda una aventura novelesca lo que bien pudo haberse quedado en una mera broma de sobremesa.



Con la única excepción de Lord Saltoun, en aquel momento aquélla era una fiesta compuesta sólo por miembros de la familia Fisher, pues el otro personaje distinguido que había estado presente sin llamarse Fisher se había marchado al acabar la cena dejando al resto de los invitados entregados a sus cafés y sus puros. Se había tratado de una persona de cierta relevancia: un joven de Cambridge llamado Eric Hughes, la nueva promesa del partido reformista, partido éste con el que la familia Fisher, al igual que su amigo Saltoun, había estado durante mucho tiempo formalmente comprometida. La personalidad de Hughes había quedado puesta de manifiesto claramente con el hecho de que se había pasado toda la cena hablando y dando evidentes muestras de una gran elocuencia y un fuerte poder de convicción, si bien, nada más terminar aquélla, se había despedido con el pretexto de acudir a una cita. Todo lo que hacía poseía una mezcla de ambición y euforia, por lo que, aunque no había probado el vino, las palabras habían llegado a embriagarlo ligeramente. Poco después su rostro y ciertas declaraciones suyas aparecerían en las primeras páginas de todos los periódicos por haber impugnado el escaño que Sir Francis Verner tenía prácticamente reservado para cuando concluyesen las elecciones que estaban a punto de celebrarse al oeste del país. Pero, por el momento, todo el mundo hablaba del enérgico discurso que acababa de pronunciar en contra de la aristocracia rural. Incluso en el círculo de los Fisher todos hablaban de ello. Bueno, todos excepto el propio Horne Fisher, quien permanecía sentado en un rincón inclinado sobre el fuego. En su más temprana madurez, los modales que después acabarían siendo pura languidez tenían una apariencia más bien huraña. Prefería enfrascarse y sumergirse en la lectura de toda clase de libros y materias extraños. Poco partidario de las aficiones políticas de su familia, su futuro se le antojaba a sus más allegados como algo todavía incierto e indeterminado.



—Deberíamos estarle agradecidos a Hughes por aportar algo de sangre joven al partido —decía Ashton Fisher—. Esta campaña contra la aristocracia terrateniente está socavando los cimientos de la democracia que reina en este país. Su intento de ampliar el control sobre las delegaciones del gobierno en las provincias es ya prácticamente un proyecto de ley, por lo que podría decirse que su presencia se deja notar en el Gobierno incluso antes de pasar por el Parlamento.



—Eso es así porque una cosa es más fácil que la otra —dijo Harry despreocupadamente—. Estoy absolutamente convencido de que un aristócrata terrateniente siempre resulta ser un hueso más duro de roer que el delegado del gobierno de la provincia. Verner se halla muy bien situado. Todas esas zonas rurales son lo que ustedes llaman puntos reaccionarios. Y maldecir a los aristócratas que dominan en ellas no va precisamente a cambiar las cosas en esos lugares.



—Pero hay que reconocer que Hughes los maldice con bastante éxito y estilo —dijo Ashton—. Nunca hemos tenido mitin mejor que el que celebramos en Barkington, un condado que hasta ahora siempre ha tenido mayoría conservadora. Cuando dijo que si bien Sir Francis podía alardear de sangre azul, nosotros podíamos hacer lo mismo con nuestra sangre roja, y cuando después continuó hablando sobre los hombres y la libertad, toda la sala acabó poniéndose en pie.



—Habla muy bien, es cierto —manifestó Lord Saltoun un tanto malhumorado, manifestación ésta que constituía su primera contribución hasta el momento a la conversación.



Fue entonces cuando el casi igualmente silencioso Horne Fisher habló de repente sin apartar del fuego sus melancólicos ojos.



—Lo que no logro entender —dijo— es por qué nunca se acusa a nadie con la verdad.



—¡Vaya! —observó Harry bromeando—. ¿Es que estás empezando a interesarte por el asunto?



—Tomemos a Verner, por ejemplo —continuó Horne Fisher—. Si lo que queremos es atacar a Verner, ¿por qué no arremeter contra él? ¿Por qué alabarlo diciendo que es un aristócrata romántico y reaccionario? ¿Quién es Verner? ¿De dónde procede? Su nombre suena a antiguo, pero yo nunca lo había oído antes. ¿Por qué hablar de su sangre azul? Por lo que de él se sabe, su sangre bien podría ser amarilla con puntos verdes. Todo lo que sabemos es que Hawker, el terrateniente, derrochó de alguna u otra manera todo su dinero (y el de su segunda esposa, según creo, puesto que ella era bastante rica), y tuvo que vender todas sus tierras a un hombre llamado Verner. Ahora bien, ¿de dónde sacó éste el dinero para comprarlas? ¿Del petróleo? ¿De operaciones con el ejército, quizás?



—Lo ignoro —dijo Saulton mirándole con aire pensativo.



—Es la primera vez en toda mi vida que le oigo a usted decir que ignora algo —exclamó Harry eufórico.



—Pero aún hay más —continuó Horne Fisher, quien parecía haber recuperado de repente el don de la palabra—. Si queremos que la gente del campo nos vote a nosotros, ¿por qué no encontrar a alguien que conozca a la gente del campo? Cuando le hablamos a la gente de Threadneedle Street no lo hacemos sobre nada que no sean hortalizas y animales. ¿Por qué cuando le hablamos al pueblo de Somerset no lo hacemos sobre nada que no sean suburbios y socialismo? ¿Por qué no les damos de una vez las tierras de los terratenientes a sus habitantes y arrendatarios sin necesidad de meter por medio a los delegados del gobierno?



—¡Tres acres de tierra y una vaca para cada uno! —gritó Harry profiriendo lo que en las crónicas parlamentarias solían llamarse vítores irónicos.



—Sí —contestó su hermano con terquedad—. ¿No crees acaso que los agricultores preferirían tener tres acres de tierra y una vaca antes que tres acres enteros de formularios que rellenar y un sindicato? ¿Por qué nadie funda un partido político que esté formado por labradores ricos que apelen a las viejas tradiciones de los pequeños propietarios? ¿Y por qué no se ataca a hombres como Verner por lo que son?



—¿Y por qué no vas y diriges tú mismo ese partido? —se rio Harry—. ¿No cree que sería de lo más divertido, Lord Saltoun, ver a mi hermano y a toda su cuadrilla de valientes empuñando sus pancartas y carteles y marchando en dirección a Somerset vestidos todos de verde?



—No —contestó el viejo Saltoun—. No creo que fuese algo divertido. Creo que sería una idea sumamente seria y de una gran sensatez.



—¡Vaya, hombre! ¡Que me cuelguen si…! —exclamó Harry mirándolo fijamente—. Hace un momento he dicho que es la primera vez que le oía a usted decir que ignoraba algo, pero ahora debería añadir que es la primera vez que le veo no apreciar una broma.



—En mis tiempos yo he llegado a apreciar muchas cosas —dijo el anciano con bastante amargura—. También en mis tiempos llegué a contar una buena cantidad de mentiras, algo de lo que quizás me arrepienta. Pero, con todo, no es menos cierto que hay muchas clases de mentiras. Los caballeros suelen mentir igual que los colegiales, es decir, en parte por lealtad y en parte para echarse mutuamente una mano. Pero que me cuelguen si encuentro una sola razón para mentir por todos esos terratenientes canallas que sólo saben ayudarse a sí mismos. Hace tiempo que ya no nos respaldan y, es más, siempre están intentando desplazarnos y dejarnos en mal lugar en sus dominios. Así que si un hombre como su hermano desea ingresar en el Parlamento como si fuese uno de esos pequeños propietarios, o como un caballero, o como un jacobino, o como los antiguos britanos, o como lo que él desee, yo me atrevería a decir que sería algo verdaderamente digno de elogio.

 



En el sobrecogedor silencio que siguió a sus palabras Horne Fisher se puso en pie de un salto, con lo que toda su apatía desapareció de un golpe.



—Estoy dispuesto a poner manos a la obra mañana mismo —gritó—. Supongo que ninguno de ustedes, amigos míos, me respaldará, ¿verdad?



Entonces Harry Fisher dejó aflorar el lado más admirable de toda su impulsiva personalidad haciendo un repentino ademán hacia su hermano, como queriendo felicitarlo.



—Eres un buen chico, Horne —dijo—. Yo te respaldaré si nadie más lo hace. Aunque en realidad todos nosotros te estaremos apoyando, ¿no es cierto? Comprendo lo que Lord Saulton intenta insinuar, y ni que decir tiene que está en lo cierto. Él siempre lo está.



—Entonces mañana mismo emprenderé el camino a Somerset —dijo Horne Fisher.



—Excelente. Queda de camino a Westminster —dijo Lord Saulton con una sonrisa.



Y así fue como, algunos días después, Horne Fisher se encontró en la pequeña estación de una remota ciudad comercial del oeste con la única compañía de una ligera maleta y su alegre hermano. No debe caerse en el error de pensar que el tono festivo que imperaba en su hermano se debiese por entero a los deseos de burla de éste. En realidad, apoyaba al nuevo candidato con una mezcla de esperanza y sentido del humor al mismo tiempo que, a espaldas de su bulliciosa compañía, latía en él un creciente sentimiento de compasión y aliento. Harry Fisher siempre le había tenido un especial afecto a aquel hermano suyo tan callado y excéntrico y sentía ahora, cada vez con mayor intensidad, un enorme respeto hacia él. Y conforme la campaña avanzaba, dicho respeto fue aumentando hasta convertirse en una ardiente admiración. Y es que Harry aún era joven, razón por la cual podía llegar a sentir por su líder electoral el mismo tipo de entusiasmo que puede sentir un colegial por el capitán de su equipo de críquet favorito.



Y dicha admiración no era inmerecida, ni mucho menos. Conforme la nueva disputa a tres bandas se iba desarrollando, se hizo patente para muchos, además de para sus devotos parientes, que en Horne Fisher había más de lo que ellos nunca antes habían sabido apreciar. Estaba claro que aquel arrebato que había tenido junto a la chimenea de la casa familiar no había sido más que la culminación de un largo proceso de estudio y meditación sobre el asunto. Aquel talento que poseía y que había estado reservándose para sí mismo durante toda su vida con el fin de estudiar toda clase de disciplinas, había estado concentrado durante mucho tiempo en la idea de defender un nuevo campesinado frente a una nueva plutocracia. Se dirigía a la masa dando muestras de una gran elocuencia y contestaba a cada individuo con un gran sentido del humor, dos artes políticas que parecía poner en práctica como si fuesen la cosa más natural del mundo. A decir verdad, sabía mucho más de los problemas del campo que Hughes, el candidato reformista, o Verner, el candidato conservador. Investigaba dichos problemas con una curiosidad natural e indagaba en sus orígenes hasta obtener unos resultados con los que ninguno de los otros dos se hubiera atrevido siquiera a soñar. Pronto se convirtió en la voz de todos esos sentimientos populares que nunca encuentran eco en la prensa más difundida: nuevas perspectivas de crítica, argumentos que nunca antes habían sido oídos en labios de una persona culta, pruebas y comparaciones que sólo habían visto la luz en el dialecto de los hombres que solían reunirse a beber en las pequeñas tabernas locales, oficios semiolvidados que habían sido transmitidos de boca en boca desde épocas inmemoriales cuando los padres de los hombres todavía eran libres… Todas estas cosas juntas contribuyeron a crear una excitación generalizada de lo más sorprendente en un doble plano.



Por un lado, sorprendió a los más instruidos porque era una idea nueva y brillante con la que nunca habían contado. Por otro, sorprendió también a los más ignorantes por tratarse de una idea familiar y ancestral que creyeron que nunca sería recuperada. Los hombres comenzaron a ver las cosas bajo una nueva luz, si bien aún no eran capaces de definir si se trataba de la luz del ocaso o la de un nuevo amanecer.



No tardaron en aparecer obstáculos que parecían decididos a impedir que el movimiento adquiriese dimensiones verdaderamente importantes. Mientras Fisher iba de aquí para allá recorriendo toda suerte de caseríos y mesones rurales, fue dándose cuenta poco a poco y sin la menor dificultad de que Sir Francis Verner era un administrador verdaderamente mezquino. La historia de que las propiedades que poseía habían sido compradas no era ni tan antigua ni tan respetable como él había supuesto en un principio. Es más, era conocida en toda la región y, en todos los sentidos, resultaba evidente que había algo de lo más extraño en ella. Hawker, el antiguo propietario, había sido un tipo negligente y disoluto. Había terminado de mal talante sus relaciones con su primera esposa (la cual había muerto, tal y como decían algunos, abandonada por su marido), y se había casado después con una judía sudamericana de lo más vulgar pero poseedora de una inmensa fortuna. En cuanto al dinero de ésta, debió de actuar increíblemente deprisa sobre él, pues pronto se vio obligado a vender la propiedad a Verner marchándose posteriormente a vivir a Sudamérica, seguramente a otras propiedades de su nueva esposa. No obstante, Fisher descubrió que la inoperancia del antiguo propietario resultaba en realidad mucho menos odiada que la eficiencia del nuevo. La historia de Verner parecía encontrarse repleta de astutos negocios y artimañas financieras que siempre dejaban a los demás sin dinero ni esperanzas. Pero a pesar de no hacer más que oír las muchas y repetidas historias que se contaban acerca de Verner, había algo que una y otra vez se le escapaba, algo que nadie sabía, algo de lo que ni siquiera Saltoun había oído hablar nunca: la manera en que Verner había amasado la fortuna con la que le había comprado la propiedad a Hawker.



—Debe de haberla ganado de alguna manera especialmente oscura para desear guardar el secreto tan celosamente —se decía a sí mismo Horne Fisher—. Debe de tratarse de algo de lo que realmente se avergüenza. Pero… ¿qué demonios? ¿Es que acaso puede un hombre avergonzarse de algo hoy en día?



Y mientras meditaba sobre las posibles respuestas, éstas iban adquiriendo formas cada vez más siniestras y retorcidas en su imaginación. Llegó incluso a pensar, de pasada, en cosas improbables y repulsivas, en insólitas formas de esclavitud y brujería, para pasar luego a otras aún más repugnantes y sobrenaturales pero de mayor familiaridad para sus vastos conocimientos. La figura de Verner, que parecía haberse oscurecido y transformado en su imaginación, resaltaba sobre fondos de extrañas y variadas dimensiones.



Mientras recorría las calles de un pueblo enfrascado en sus reflexiones, sus ojos tropezaron con el rostro de su otro rival, el candidato reformista, cuyas facciones ofrecían un notable contraste con las de aquel que ocupaba sus pensamientos. Eric Hughes, con sus rubios cabellos flotando al viento y su ardiente rostro de estudiante, se introducía en ese momento en su automóvil mientras le dirigía unas últimas palabras a su representante en la localidad, un tipo canoso y robusto llamado Gryce. Eric Hughes le hizo a éste un amistoso gesto con la mano, a pesar de lo cual no recibió de Gryce más que una mirada llena de hostilidad. Aunque Hughes era un joven cargado de legítimas aspiraciones políticas, tenía muy presente que los políticos rivales son gente con la que uno tiene que convivir más tarde o más temprano. En cambio, Mr. Gryce era un radical inflexible de carácter más rural, uno de esos tipos acostumbrados a triunfar con sus discursos en la capilla del pueblo, y también una de esas personas que tienen la suerte de trabajar en lo que realmente les gusta.



Cuando el coche comenzó a alejarse, Gryce dio media vuelta y echó a andar, silbando animadamente, por la soleada calle principal de aquella pequeña población con un fajo de papeles asomándole por el bolsillo. Durante un momento, Fisher permaneció observando pensativamente aquella resuelta figura mientras se alejaba. Luego, como impelido por un repentino impulso, comenzó a seguirla. El uno detrás del otro, se abrieron paso por el concurrido mercado, circularon por entre las cestas y carretas de los diferentes puestos, pasaron bajo el letrero de madera que colgaba sobre la puerta de la taberna del Dragón Verde, subieron por una oscura bocacalle lateral, pasaron bajo una arcada y atravesaron todo un dédalo de retorcidas callejuelas pavimentadas con adoquines. Y siempre la figura cuadrada y de andares resueltos en primer lugar y la figura delgada y de andares desmañados detrás de ella como si fuese su propia sombra. Por fin, ambos llegaron frente a una casa de ladrillos marrones en cuya fachada resaltaba una placa de latón en la que podía leerse el nombre de Mr. Gryce. Una vez allí, el que caminaba en primer lugar se volvió y se quedó mirando fijamente a su perseguidor.



—¿Podría tener unas palabras con usted, caballero? —acertó a preguntar entonces Horne Fisher educadamente.



El representante local de los reformistas permaneció mirándole durante algunos instantes más pero, tras asentir cortésmente, lo condujo al interior de una desordenada oficina en la que multitud de folletos se hallaban esparcidos por todas partes y donde grandes carteles de colores colgaban de las paredes asociando el nombre de Hughes con los más altos valores de la humanidad.



—Mr. Horne Fisher, según creo —dijo Mr. Gryce—. Ni que decir tiene que me honra mucho su visita, pero me temo que no puedo felicitarle por haber entrado a formar parte de la disputa, así que le ruego que no espere eso de mí. Llevamos aquí mucho tiempo manteniendo bien alto el antiguo estandarte de la libertad y la reforma para que ahora venga usted y nos desbarate el frente de batalla.



Mr. Elijah Gryce gustaba tanto de las metáforas militares como de la denuncia del militarismo. Era un hombre de mandíbula cuadrada, facciones rudas y una agresiva manera de levantar las cejas. Había estado involucrado de una u otra manera en la política de aquella zona de provincias desde que era un muchacho. Conocía por tanto los secretos de todo el mundo y podía decirse que las campañas electorales eran la pasión de su vida.



—Supongo que pensará usted que me consume la ambición —dijo Horne Fisher con su apática voz— y que mi objetivo es implantar una dictadura o algo así. Bueno, creo que puedo alejar de mí todas esas sospechas de ambición y egoísmo. Lo único que pretendo es que ciertas cosas se lleven a cabo, aunque no deseo ser yo quien las realice porque muy raramente me siento con ganas de hacer nada. He venido aquí para decirle que estoy dispuesto a retirar mi candidatura si puede usted convencerme de que en realidad ambos queremos lo mismo.



El representante del partido reformista lo miró con una expresión de extrañeza y ligera confusión pero, antes de que tuviese oportunidad de responder, Fisher continuó hablando con el mismo tono neutral que había empleado hasta entonces:



—Usted no querrá creerlo, pero tengo mis razones para decirle lo que le he dicho. Y tengo también serias dudas acerca de otras cuestiones. Por ejemplo, los dos queremos expulsar a Verner del Parlamento, pero ¿qué armas estamos empleando para conseguirlo? He oído un montón de rumores que le desacreditan, pero ¿resulta correcto actuar basándose simplemente en estos rumores? Al igual que quiero jugar limpio con usted, quiero jugar limpio también con él. Si tan sólo una pequeña parte de las cosas que he oído contar de él fuesen ciertas, deberían expulsarlo no ya sólo del Parlamento sino de cualquier club de Londres que se precie. Pero lo que no deseo es que se le expulse del Parlamento si esos rumores resultan no ser ciertos.



En ese momento el fuego de la batalla chispeó en los ojos de Mr. Gryce, quien se tornó de lo más locuaz, por no decir violento. Dijo que no tenía ni la más mínima duda de que todas aquellas historias eran ciertas. A su entender, podía incluso llegar al extremo de testificar que eran verdad. Verner no sólo era un propietario severo, sino también un hombre de lo más ruin y un ladrón que pedía unos alquileres abusivos. Cualquier hombre de bien que decidiese deshacerse de él estaría plenamente justificado. Había estafado al viejo Wilkins despojándolo de todos sus bienes con artimañas propias de un vulgar ratero. Se había encargado de enviar a Mrs. Biddle a un asilo de pobres. Había conseguido estirar el brazo de la ley para dejarlo caer sobre Long Adam, el cazador furtivo, hasta llegar a un punto en que todos los magistrados se avergonzaban de tener que tratar con él.

 



—Así que si es cierto que está usted al servicio de nuestro viejo estandarte —concluyó Mr. Gryce más suavemente— y consigue expulsar a ese tirano estafador, estoy seguro de que nunca se arrepentirá de ello.



—Entonces, si todo eso que se dice es tan cierto como asegura usted —dijo Horne Fisher—, ¿por qué no van y lo cuentan?



—¿A qué se refiere usted? ¿A que contemos la verdad? —preguntó Gryce.



—Me refiero a que cuenten toda la verdad tal y como me la acaba de contar usted ahora mismo —contestó Fisher—. A que empapelen el pueblo entero con carteles en los que se exponga la canallada que se le ha hecho al viejo Wilkins. A que divulguen en los periódicos la infame historia de Mrs. Biddle. A que eleven una denuncia contra Verner desde cualquier lugar público sacando a relucir su nombre por lo que le hizo a ese cazador al que perjudicó. Y a que averigüen por qué medios consiguió nuestro hombre el dinero con el que adquirió las tierras que posee y a que, cuando sepan la verdad, la cuenten, naturalmente, tal y como ya le dije antes. Y sólo con estas condiciones me comprometeré a ponerme al servicio de su viejo estandarte, como usted lo llama, y a arriar mi pequeña bandera.



El representante le observó con una curiosa expresión que parecía algo hosca pero que no resultaba del todo indiferente.



—Bien —dijo lentamente—. Si quiere usted hacer todas estas cosas, tendrá que hacerlas siguiendo el procedimiento habitual, ya me entiende usted, o la gente no las entenderá. Tengo una gran experiencia en estas cosas y me temo que lo que usted pretende no funcionaría. La gente comprende que, como regla general y siempre en un sentido muy amplio, se hable mal de los propietarios. Pero recurrir a esas personas para que den su testimonio no se consideraría jugar limpio. Parecería un golpe bajo.



—No creo que al viejo Wilkins le importase mucho —contestó Horne Fisher—. Verner puede atacarle cuando lo desee y nadie se atrevería a decir ni una sola palabra contra él. Evidentemente, es importante andarse con cuidado. Parece ser que uno tiene que disfrutar de una posición social acomodada para permitirse perder dicho cuidado.



—Y Wilkins no tiene precisamente una posición social de ese tipo —respondió Gryce mirando a la mesa con el ceño fruncido.



—Y Mrs. Biddle y Long Adam, el cazador, tampoco son precisamente personajes importantes, por lo que veo —dijo Fisher—. Y supongo que no podemos ir por ahí preguntando cómo consiguió Verner el dinero que le permitió convertirse en un… hombre importante, por así decirlo.



Gryce continuó mirándole por debajo de sus fruncidas cejas, si bien una luz peculiar acababa de avivar sus ojos. Finalmente, dijo con voz mucho más tranquila:



—Escúcheme bien, caballero. Usted me gusta, si no le importa que lo exprese así. Creo que realmente está de parte del pueblo y creo que es un hombre valiente. Mucho más valiente, quizá, de lo que usted mismo se imagina. Nosotros no nos atreveríamos a mezclarnos en lo que usted propone ni aunque nos pagaran y, aunque lejos de desear que se alíe usted con el partido rival, creo mi deber decirle que preferiríamos que corriera usted sus riesgos por su propia cuenta. Pero como me cae usted bien y respeto su valor, le voy a hacer un pequeño favor antes de que nos separemos porque no deseo que malgaste su tiempo buscando en el lugar equivocado. Me ha hablado usted de su intención de descubrir cómo consiguió Verner el dinero necesario para poder comprar las tierras que ahora posee, cómo llegó a la ruina su antiguo propietario y todo lo relacionado con esa cuestión. Muy bien, le voy a dar una pista, una preciosa información que muy pocos conocen.



—Se lo agradecería enormemente —dijo Fisher—. ¿De qué se trata?



—Para decirlo con pocas palabras —dijo el otro—, el actual dueño era muy pobre cuando adquirió las tierras mientras que el viejo era muy rico cuando las vendió.



Horne Fisher lo miró pensativo mientras el otro se volvía bruscamente y comenzaba a revolver entre los papeles que cubrían por completo su escritorio. Fisher le dio las gracias y se despidió con unas pocas palabras, y acto seguido salió a la calle sumido todavía en profundos pensamientos.



Sus reflexiones parecieron desembocar en una firme resolución, con lo que, acelerando el ritmo de sus zancadas, salió de la pequeña población y enfiló una carretera que conducía a las puertas de unos vastos jardines que formaban parte de la finca de Sir Francis Verner. La luz del sol convertía el recién llegado invierno en un postrero otoño mientras los oscuros bosques presentaban aquí y allá ligeras pinceladas de hojas rojas y doradas que simulaban los últimos jirones de una agonizante puesta de sol. Desde lo más alto de una elevación de la carretera había alcanzado a divisar, casi a sus pies, la larga fachada clásica, recorrida casi por completo por numerosas ventanas, del enorme caserón. Sin embargo, conforme la carretera fue descendiendo hasta llegar a la altura del muro de la finca, tras el cual se levantaban altísimos árboles que asomaban por encima de aquél, descubrió que aún le quedaba por recorrer aproximadamente media milla alrededor de la finca para llegar hasta la entrada. No obstante, tras caminar unos cuantos minutos en paralelo al muro, llegó a un lugar en el que éste se hallaba resquebrajado y todavía en proceso de reparación. Allí, entre los ladrillos de color gris, se abría un gran boquete que al principio parecía tan oscuro como una caverna y que sólo tras un segundo vistazo permitía vislumbrar a través de él la penumbra entre los árboles. Algo fascinante se percibía en aquella inesperada puerta, como si a través de ella se pudiese entrar en un cuento de hadas.



Horne Fisher tenía algo de aristócrata, lo cual es casi como decir que tenía algo de anarquista. Resultaba lógico esperar de él que utilizara aquella oscura e inusual entrada con la misma naturalidad con la que cruzaría la puerta principal de su propia casa después de pensar, sin más, que podría tratarse de un atajo que condujese a la mansión. Con cierta dificultad, se fue abriendo camino durante un buen rato a través de la tenebrosa espesura hasta que al fin comenzaron a brillar a ras de suelo y por entre los árboles unos haces de luz plateada que al principio no logró identificar. Al poco, salió a plena luz del día en lo más alto de una escarpada pendiente al fondo de la cual discurría un sendero que rodeaba el borde de un gran lago ornamental.



Aquella extensión de agua, causa de los resplandores que había visto rielar a través de los árboles, poseía un considerable tamaño, si bien se hallaba encerrada por todos sus lados por bosques que no sólo eran oscuros sino también decididamente tétricos. A un lado del sendero se levantaba una estatua clásica que representaba a una ninfa cuyo nombre fue incapaz de identificar. En el lado opuesto había un par de urnas funerarias clásicas cuyo mármol se hallaba deteriorado por la intemperie y recorrido por vetas verdes y grises. Muchos otros detalles, más pequeños pero muy significativos, le hicieron deducir que se encontraba en algún remoto rincón del terreno que se hallaba en evidente descuido y que rara vez era visitado. En medio del lago se veía lo que parecía ser una isla, y sobre la isla algo que pretendía ser un templo clásico que, en vez de ser abierto, tenía unos muros blancos entre sus columnas dóricas. Se ha dicho que tan sólo parecía una isla porque, tras un segundo vistazo, podía descubrirse casi a