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100 Clásicos de la Literatura

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—Martin, antes de que nos despidamos, asegúreme, con toda seriedad y dándome su palabra de honor, que el señor Moore está mejor.

—¡Sí que le interesa ese Moore!

—No… pero… muchos de sus amigos podrían preguntarme por él, y quisiera ser capaz de decirles la verdad.

—Puede decirles que está perfectamente, sólo le sobra pereza. Puede decirles que toma chuletas de cordero para comer y un exquisito arrurruz para cenar. Una noche, yo mismo intercepté un plato que iba de camino a su habitación, y me comí la mitad.

—¿Y quién se ocupa de él, Martin? ¿Quién lo cuida?

—¿Quién lo cuida? ¡El bebé grande! Pues una mujer tan grande y gorda como nuestro aljibe más grande; una vieja ordinaria y fea. No dudo de que con ella se lo pasa la mar de bien. No dejan que se le acerque nadie más y está casi siempre a oscuras. Yo creo que ella lo maltrata en esa habitación. Algunas veces, cuando estoy acostado en mi cama, escucho a través de la pared y me parece oírla dándole golpes. Debería ver sus puños: en una de sus palmas cabrían media docena de manos como las de usted. Después de todo, a pesar de las chuletas y las gelatinas que le dan, no me gustaría estar en su piel. De hecho, personalmente opino que ella se zampa la mayor parte de lo que suben en la bandeja para el señor Moore. Espero que no lo esté matando de hambre.

Silencio profundo y meditación por parte de Caroline, mientras Martin la observaba furtivamente.

—Supongo que usted no lo ha visto nunca, ¿no, Martin?

—¿Yo? No. Por mi parte, no me interesa verlo para nada.

De nuevo silencio.

—¿No vino usted un día a casa con la señora Pryor, hace unas cinco semanas, para preguntar por él? —preguntó Martin.

—Sí.

—Y diría que deseaba que la llevaran a su dormitorio, ¿no?

—Las dos lo deseábamos, lo suplicamos, pero su madre se negó.

—¡Sí! Se negó. Lo oí todo. Mi madre la trató como le gusta tratar a las visitas de vez en cuando: se comportó con usted con severidad y rudeza.

—No fue amable; porque somos parientes, ¿comprende, Martin?, y es natural que nos interesemos por el señor Moore. Pero ahora tenemos que despedirnos; hemos llegado a la verja de la casa de su padre.

—Muy bien, ¿y qué? La acompañaré hasta su casa.

—Lo echarán en falta y se preguntarán dónde está.

—Que hagan lo que quieran… creo que puedo cuidar de mí mismo.

Martin sabía que había incurrido ya en el castigo de un sermón y pan duro para el té. No le importaba, la noche le había proporcionado una aventura, y eso era mejor que los bollos y las tostadas.

Acompañó a Caroline a su casa. Por el camino prometió visitar al señor Moore, a pesar del dragón que guardaba su dormitorio, y señaló una hora para el día siguiente para que Caroline volviera al bosque de Briarmains a recibir noticias suyas; se encontrarían junto a cierto árbol. Aquella intriga no conducía a nada, pero a él le gustaba.

Cuando llegó a casa, lo esperaban sin falta el pan seco y el sermón, y se le ordenó que se acostara temprano. Aceptó el castigo con el mayor estoicismo.

Antes de subir a su habitación, hizo una visita furtiva al comedor, estancia majestuosamente fría que raras veces se utilizaba, pues la familia solía comer en la salita de la parte posterior de la casa. Se acercó a la chimenea y alzó la bujía que portaba para iluminar los dos retratos colgados encima de la repisa; eran dos mujeres: una, de una belleza serena, feliz e inocente; la otra, más hermosa, pero con expresión triste y desesperada.

—Así estaba ella cuando se ha puesto pálida y se ha apoyado en el árbol, sollozando —dijo, mirando el segundo retrato—. Supongo —prosiguió, cuando estaba ya en su dormitorio, sentado en el borde de su jergón—, supongo que eso es lo que llaman «estar enamorado». Sí, está enamorada de ese tipo larguirucho de la habitación de al lado. ¡Chitón! ¿Ésa es Horsfall golpeándolo? Me extraña que Moore no grite. Realmente suena como si hubiera caído sobre él con uñas y dientes, pero supongo que está haciendo la cama. Una vez vi cómo la hacía: golpeaba el colchón como si estuviera boxeando. Es extraño, Zillah (así la llaman), Zillah Horsfall es una mujer y Caroline Helstone es una mujer; son dos individuos de la misma especie, pero no se parecen en nada. ¿Es bonita esa Caroline? Sospecho que sí. Es agradable de ver; su rostro tiene una especie de claridad y sus ojos son tan dulces… Me gusta que me mire, me sienta bien. Tiene las pestañas largas, su sombra parece descansar sobre lo que ella mira e infundir paz y reflexión. Si se porta bien y sigue complaciéndome como hoy, puede que le haga un favor. Me encanta la idea de burlar a mi madre y a esa ogresa, la vieja Horsfall. No es que me entusiasme satisfacer a Moore, pero exigiré una recompensa por mi intervención, y en la moneda que yo elija. Ya sé cuál será: algo desagradable para Moore y agradable para mí.

Martin se acostó.

CAPÍTULO XXXIII

LA TÁCTICA DE MARTIN

A fin de llevar a cabo sus planes, era preciso que Martin se quedara en casa aquel día. Así pues, no tuvo apetito durante el desayuno y, justo a la hora de salir de casa, sintió un intenso dolor en el pecho, lo que hizo aconsejable que, en lugar de salir con Mark rumbo a la escuela de enseñanza secundaria, heredara el sillón de su padre junto a la chimenea y también su periódico matutino. Una vez resuelto este punto satisfactoriamente, con Mark en la clase del señor Sumner y Matthew y el señor Yorke metidos en la oficina de contabilidad, sólo quedaban otras tres hazañas, no, cuatro, por lograr.

La primera de ellas era comerse el desayuno que aún no había probado y del que sus quince años difícilmente podían prescindir; la segunda, tercera y cuarta eran conseguir librarse de su madre, de la señorita Moore y de la señora Horsfall, sucesivamente, antes de las cuatro de la tarde.

La primera era, por el momento, la más acuciante, puesto que la tarea que pensaba abordar exigía cierta cantidad de energía que su juvenil estómago vacío no parecía capaz de aportar.

Martin conocía el camino de la despensa y, puesto que lo conocía, tomó esa dirección. Los sirvientes estaban en la cocina, desayunando solemnemente con las puertas cerradas; su madre y la señorita Moore estaban tomando el aire en el jardín y hablando sobre las susodichas puertas. A salvo en la despensa, Martin hizo una cuidada selección de provisiones; estaba decidido a compensar la demora con un desayuno rebuscado. Le pareció deseable y aconsejable variar su dieta habitual, y algo insípida, de pan con leche, y se le ocurrió que podía combinar lo sabroso con lo saludable. En un estante había una cantidad de rosadas manzanas guardadas entre paja; cogió tres. Había pastas en una bandeja; escogió un buñuelo de albaricoque y una tarta de ciruelas damascenas. No demoró la vista en el sencillo pan casero, pero inspeccionó con interés unos pastelillos de grosella para el té, y se dignó elegir uno. Gracias a su navaja de muelle pudo apropiarse de un ala de pollo y de una lonja de jamón; pensó que unas natillas armonizarían con las demás viandas y, habiéndolas añadido a su botín, salió finalmente al vestíbulo. Se encontraba a medio camino de la salita de atrás —tres pasos más y habría anclado ya en aquel puerto seguro— cuando se abrió la puerta principal y apareció Matthew en el umbral. Mucho mejor habría sido ver aparecer al viejo caballero con toda su parafernalia de cuernos, cola y pezuñas.

A Matthew, escéptico y sarcástico, le había costado dar crédito al dolor del pecho desde un principio: había mascullado unas palabras, entre las que la frase «enfermedad fingida» había sido perfectamente audible, y la sucesión de la butaca y el periódico le había causado, al parecer, espasmos mentales. El espectáculo que tenía ahora ante sus ojos, las manzanas, las tartas, el pastelillo, el pollo, el jamón y las natillas, era una prueba que no podía por menos que inflar su opinión sobre su propia sagacidad.

Martin se quedó parado, interdit, durante unos instantes; al poco sabía el terreno que pisaba y dictaminó que todo iba bien. Con la auténtica perspicacia des âmes élites, comprendió de inmediato cómo podía manejar la situación para garantizar que se cumpliera la segunda tarea, es decir, deshacerse de su madre. Sabía que un enfrentamiento entre Matthew y él sugería siempre a la señora Yorke la conveniencia de un ataque de histeria; sabía también que, basándose en el principio de la calma que sucede a la tormenta, tras una mañana de histeria era cosa segura que su madre se permitiría el lujo de pasarse la tarde en la cama. Esto le convenía perfectamente.

El enfrentamiento se produjo debidamente en el vestíbulo. Una carcajada irónica, una burla insultante, una pulla despectiva, recibidas con una réplica despreocupada, pero mordaz, fueron la señal. Los dos hermanos la obedecieron, lanzándose el uno contra el otro. Martin, que solía hacer poco ruido en tales ocasiones, hizo en ésta grandes aspavientos. Allí irrumpieron las criadas, la señora Yorke, la señorita Moore; no hubo mano femenina que pudiera separarlos: se llamó al señor Yorke.

—Hijos —dijo él—, si esto vuelve a ocurrir, uno de vosotros tendrá que abandonar mi techo. No toleraré peleas fraternales como la de Caín y Abel en mi casa.

Pronto Martin se dejó conducir. Había salido magullado; era el más joven y delgado. Estaba muy tranquilo, no se había enfadado; sonreía incluso, contento de haber concluido con la parte más difícil de su tarea.

En una ocasión pareció flaquear en el curso de la mañana.

«No vale la pena que me moleste por esa tal Caroline», se dijo. Pero un cuarto de hora más tarde volvía a estar en el comedor, mirando la cabeza de trenzas despeinadas y ojos turbios por la desesperación. «Sí —añadió—. Por mi culpa lloró, se estremeció, casi se desmaya, ahora voy a hacer que sonría; además, quiero burlar a todas estas mujeres».

 

Inmediatamente después de comer, la señora Yorke cumplió las expectativas de su hijo y se retiró a su dormitorio. Le tocaba el turno a Hortense.

Esta señora estaba cómodamente instalada en la salita de atrás, remendando calcetines, cuando Martin —dejando a un lado el libro que había estado hojeando tumbado en el sofá, con la voluptuosa tranquilidad de un inmaduro pachá (afirmaba hallarse todavía indispuesto)— inició perezosamente un discurso sobre Sarah, la criada del Hollow. En el curso de su sinuosa verborrea, insinuó que se decía que dicha damisela tenía tres pretendientes: Frederic Murgatroyd, Jeremiah Pighills y John, hijo de Mally, hija de Hannah, hija de Deb, y que la señorita Mann había afirmado a ciencia cierta que la muchacha, sola y con la casa a su cargo, invitaba a menudo a sus galanes a comer en el Hollow y les ofrecía los mejores manjares de que disponía.

No fue necesario más. Hortense no podría haber vivido ni una hora más sin acudir al escenario de estos inicuos manejos para inspeccionar la situación en persona. Sólo quedaba la señora Horsfall.

Con el campo libre, Martin sacó un manojo de llaves del costurero de su madre; con una de estas llaves abrió el aparador, del que extrajo una botella negra y un vaso pequeño; los dejó sobre la mesa, subió la escalera ágilmente, se dirigió a la habitación del señor Moore, llamó a la puerta y la enfermera la abrió.

—Si le parece bien, señora, está invitada a ir a la salita de atrás y tomar algo; no la molestarán. Toda la familia está fuera.

Martin en persona la acompañó escalera abajo, la introdujo en la salita y cerró la puerta; Horsfall estaba a buen recaudo.

El trabajo más arduo había terminado; había llegado el momento de hacer lo más placentero. Agarró la gorra y se encaminó al bosque.

Aún no eran más que las tres y media. La mañana había sido radiante, pero el cielo se había encapotado, empezaba a nevar y soplaba un viento frío: el bosque tenía un aire tenebroso y el viejo árbol se alzaba sombrío, pero a Martin le agradó el camino umbrío y encontró cierto encanto en el aspecto espectral del viejo roble sin ramas.

Tuvo que esperar. Se paseó de un lado a otro bajo la copiosa nevada y el viento, que al principio sólo gemía, pero que ahora ululaba lastimeramente.

—Tarda mucho en venir —musitó, mirando hacia el otro lado del estrecho sendero—. ¿Por qué tengo tantas ganas de verla? —añadió—. No viene por mí. Pero tengo poder sobre ella y quiero que venga para poder ejercerlo. —Siguió paseándose—. Bueno —dijo, reanudando su soliloquio después de un rato—, si no viene, la odiaré y la despreciaré.

Dieron las cuatro: Martin oyó el reloj de la iglesia en la distancia. Unos pasos tan rápidos y ligeros que, de no haber sido por el crujido de las hojas, apenas habrían sonado en el sendero del bosque, contuvieron su impaciencia. El viento soplaba ahora con violencia y la densa tormenta blanca podía desorientar a cualquiera, pero ella avanzaba sin desaliento.

—Bueno, Martin —dijo Caroline ansiosamente—, ¿cómo está?

«Es extraño cómo se desvive por él —pensó Martin—. Creo que la nieve cegadora y el frío penetrante no le importan nada, y eso que no es más que una “mocosa”, como diría mi madre. Siento deseos de tener una capa con la que abrigarla».

Sumido en estas meditaciones, olvidó responder a la señorita Helstone.

—¿Lo ha visto?

—No.

—¡Oh! Prometió que iría a verlo.

—Pienso hacer algo mucho mejor por usted. ¿No le dije que yo no tengo ningún interés en verlo?

—Pero tardaré mucho en tener noticias ciertas sobre él, y estoy harta de esperar. Martin, vaya a verlo, por favor, y dele recuerdos de Caroline Helstone, y dígale que desearía saber cómo está y si puedo hacer algo por él.

—No.

—Está usted muy cambiado. Anoche se mostraba mucho más amigable.

—Venga, no debemos quedarnos en el bosque, hace demasiado frío.

—Pero, antes de irme, prométame que volverá mañana con alguna noticia de él.

—Ni hablar. Soy demasiado delicado para estas citas en pleno invierno. Si supiera usted cuánto me dolía el pecho esta mañana y que he tenido que pasar sin desayuno y que, además, me han tirado por los suelos, comprendería que es una temeridad hacerme venir aquí en medio de una nevada. Venga, le digo.

—¿Es verdad que está delicado de salud, Martin?

—¿No lo parezco?

—Tiene las mejillas sonrosadas.

—Eso es la fiebre. ¿Viene o no viene?

—¿Adónde?

—Conmigo. He sido un estúpido por no traer una capa; le habría venido bien para calentarse.

—Váyase a casa. Mi camino está en la dirección opuesta.

—Cójase de mi brazo. Yo la ayudaré.

—Pero el muro… el seto… es difícil de trepar, y usted es demasiado delgado y joven para ayudarme sin hacerse daño.

—Entrará por la puerta.

—Pero…

—¡Pero!, ¡pero! ¿Confía en mí o no?

Ella lo miró a la cara.

—Creo que sí. Cualquier cosa antes que volver tan preocupada como he venido.

—De eso no puedo responder. Pero le prometo una cosa: déjese guiar por mí y verá a Moore en persona.

—¿Verlo yo en persona?

—Usted.

—Pero, querido Martin, ¿lo sabe él?

—¡Ah! Ahora soy querido. No, no lo sabe.

—¿Y su madre y los demás?

—Todo está en orden.

Caroline se sumió en una larga y silenciosa reflexión, pero siguió caminando con su guía hasta que tuvieron a la vista Briarmains.

—¿Se ha decidido ya? —preguntó.

Ella seguía muda.

—Decídase. Hemos llegado. Yo no pienso ir a verlo, eso se lo aseguro, salvo para anunciarle su llegada.

—Martin, es usted un muchacho extraño, y este paso que vamos a dar también lo es, pero todo lo que siento es y ha sido extraño durante mucho tiempo. Lo veré.

—Habiendo dicho eso, ¿no vacilará luego ni se retractará?

—No.

—Allá vamos, pues. No tema pasar por delante de la ventana de la salita; no la verá nadie. Mi padre y Matthew están en la fábrica, Mark está en el colegio, las criadas están en la cocina, la señorita Moore está en su casa del Hollow, mi madre está acostada y la señora Horsfall en el Paraíso. Fíjese… no tengo que llamar; abro la puerta, el vestíbulo está vacío, la escalera está en silencio, igual que la galería; toda la casa y sus moradores se hallan bajo un hechizo, que no romperé hasta que usted se haya ido.

—Martin, confío en usted.

—No ha dicho jamás nada más cierto. Deme su chal, le sacudiré la nieve y lo pondré a secar. Está helada y mojada; no se preocupe, hay una chimenea encendida arriba. ¿Está lista?

—Sí.

—Sígame.

Martin dejó sus zapatos en la estera y subió la escalera descalzo; Caroline lo siguió sigilosamente. Arriba había una galería y un corredor; al final de éste, Martin se detuvo ante una puerta y llamó; tuvo que dar dos golpes… tres; una voz, que al menos uno de los que aguardaban conocía bien, dijo por fin:

—Entre.

El muchacho entró con determinación.

—Señor Moore, ha venido una señora a preguntar por usted. Las mujeres no están; es día de colada, y las criadas están sumergidas en agua jabonosa en la trascocina, así que le he pedido que suba.

—¿Aquí, señor mío?

—Aquí, señor, pero si a usted no le parece bien, volverá a bajar.

—¿Es éste un lugar, o soy yo una persona a la que se le pueda traer una señora de visita, muchacho absurdo?

—No, así que me la llevo.

—Martin, quédese donde está. ¿Quién es?

—Su abuela, la de ese castillo junto al Scheldt del que habla la señorita Moore.

—Martin —dijo la señorita Helstone en un susurro apenas audible—, no sea tonto.

—¿Está ahí? —preguntó Moore rápidamente. Había captado un sonido imperfecto.

—Ahí está, a punto de desmayarse. Está en el umbral, escandalizada por su falta de afecto filial.

—Martin, es usted un maléfico cruce entre trasgo y paje. ¿Cómo es ella?

—Más parecida a mí que a usted, pues es joven y hermosa.

—Hágala pasar. ¿Me oye?

—Entre, señorita Caroline.

—¡Señorita Caroline! —repitió Moore.

Y cuando la señorita Caroline entró, le salió al paso, en medio de la habitación, una figura alta y enflaquecida que le cogió ambas manos.

—Les doy un cuarto de hora —dijo Martin antes de retirarse—, nada más. Díganse lo que tengan que decirse en ese tiempo; mientras, yo esperaré en la galería. No se acercará nadie. Luego la acompañaré fuera sin que la vean. Si se obstinara usted en quedarse más tiempo, la abandonaría a su suerte.

Martin cerró la puerta. En la galería estaba exultante como un rey: jamás se había metido en aventura que le gustara tanto como aquélla, pues ninguna otra aventura le había otorgado tanta importancia, ni le había inspirado tanto interés.

—Por fin has venido —dijo el hombre flaco, mirando a su visitante con ojos hundidos.

—¿Me esperabas?

—Durante un mes, casi dos meses, hemos estado muy cerca el uno del otro, y yo he sufrido mucho, y ha peligrado mi vida, y me he sentido muy desgraciado, Cary.

—No he podido venir.

—¿No? Pero la rectoría y Briarmains están muy cerca, apenas a tres kilómetros.

El rostro de Caroline expresó dolor y placer al escuchar aquellos reproches implícitos; fue dulce, fue amargo defenderse de ellos.

—Cuando digo que no he podido venir quiero decir que no he podido verte, pues vine con mamá el mismo día en que nos enteramos de lo que te había ocurrido. El señor MacTurk nos dijo que las visitas estaban prohibidas.

—Pero después, todas las tardes apacibles de estas largas semanas he esperado y aguzado el oído. Algo aquí, Cary —se puso la mano sobre el pecho—, me decía que era imposible que no pensaras en mí. No porque me lo merezca, pero hace tiempo que nos conocemos, somos primos.

—Volví, Robert. Mamá y yo volvimos.

—¿Sí? Vamos, eso tienes que explicármelo. Ya que volviste, nos sentaremos y hablaremos.

Se sentaron. Caroline acercó su silla. Empujada violentamente por un viento polar, la nieve había oscurecido el día. La pareja no oyó el bramido «borrascoso» del viento, ni vio la blanca carga de nieve que arrojaba; los dos parecían ser conscientes tan sólo de una cosa: la presencia del otro.

—¿De modo que volviste otra vez con tu madre?

—Y la señora Yorke nos trató de una forma extraña. Pedimos verte. «No —dijo ella—, en mi casa no. En estos momentos soy responsable de su vida; no la pondré en peligro por media hora de cotilleos frívolos». Pero no quiero repetir todo lo que dijo, fue muy desagradable. Sin embargo, volvimos una vez más, mamá, la señorita Keeldar y yo. Aquella vez pensábamos que venceríamos, porque éramos tres contra una y Shirley estaba de nuestra parte, pero la señora Yorke disparó toda su batería.

Moore sonrió.

—¿Qué dijo?

—Cosas que nos dejaron atónitas. Al final Shirley se echó a reír, yo lloré, mamá se enojó muchísimo: nos barrieron del campo de batalla a las tres. Desde entonces paso todos los días por delante de la casa por la mera satisfacción de mirar tu ventana, que se distingue de las otras por las cortinas echadas. La verdad es que no me atrevía a entrar.

—Deseaba tanto que vinieras, Caroline.

—No lo sabía. Ni por un instante llegué a soñar que pensaras en mí. Si hubiera imaginado siquiera remotamente tal posibilidad…

—La señora Yorke te habría vencido de todas formas.

—No. Habría intentado alguna estratagema, si hubiera fallado con la persuasión. Habría acudido a la puerta de la cocina, la criada me habría dejado entrar y yo habría subido directamente hasta aquí. En realidad, lo que me detuvo fue más el miedo a parecer una intrusa, el miedo a ti, que el miedo a la señora Yorke.

—Anoche mismo desesperaba de volver a verte. La debilidad me ha llevado a una terrible depresión… unas terribles depresiones.

—¿Y estás siempre solo?

—Peor que solo.

—Pero debes de estar mejor, puesto que puedes levantarte ya de la cama.

—Dudo de que sobreviva; no veo perspectiva alguna, después de tan gran agotamiento, sino la postración definitiva.

—Tienes… tienes que volver a tu casa del Hollow.

—Me acompañaría la monotonía; no hay nada que venga a alegrarme.

 

—Yo pondré remedio a eso; lo voy a remediar aunque tenga que luchar contra diez señoras Yorke.

—Cary, me haces sonreír.

—Sonríe, sonríe otra vez. ¿Te digo lo que me gustaría?

—Dime cualquier cosa, pero no dejes de hablar. Soy como Saúl: de no ser por la música perecería.

—Me gustaría que te trajeran a la rectoría para que mamá y yo pudiéramos cuidarte.

—¡Menudo regalo! Desde que me dispararon no había vuelto a reír hasta hoy.

—¿Tienes dolores, Robert?

—Ahora ya no me duele demasiado, pero estoy muy débil y mi estado de ánimo es indescriptible: sombrío, estéril, impotente. ¿No lo lees acaso en mi rostro? No soy más que un espectro de mí mismo.

—Estás cambiado, pero yo te habría reconocido en cualquier parte. Sin embargo, comprendo tus sentimientos; yo he experimentado algo parecido. Desde la última vez que nos vimos, también yo he estado muy enferma.

—¿Muy enferma?

—Creí morir. Mi vida parecía un libro a punto de acabar. Todas las noches, alrededor de las doce, me despertaba con espantosas pesadillas, y el libro estaba abierto ante mis ojos en la última página, donde ponía «Fin». Tenía extraños presentimientos.

—Lo mismo me ocurre a mí.

—Creía que no volvería a verte jamás, y me quedé muy delgada, tanto como tú ahora. No podía hacer nada por mí misma, ni acostarme ni levantarme, y no podía comer, pero ya ves que estoy mejor.

—¡Tu consuelo es tan dulce como triste! Estoy demasiado débil para saber qué es lo que siento, pero mientras te oigo, vuelvo a sentir.

—Aquí estoy, a tu lado, cuando pensaba que no volveríamos a estar juntos. Te hablo, veo cómo escuchas de buen grado y me miras con amabilidad. ¿Contaba con ello? No, había perdido toda esperanza.

Moore suspiró; su suspiro fue tan hondo que casi se convirtió en gemido. Se cubrió los ojos con la mano.

—¡Ojalá viva para reparar mi culpa!

Ésta fue su plegaria.