Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Su credo! Me parece a mí que es una infiel.



—Una infiel a su religión; una atea de su dios.



—¡¡¡Una… atea!!!



—Su dios, señor, es el Mundo. A mis ojos, es usted, si no un infiel, un idólatra. Creo que su adoración es toda ignorancia; en todas las cosas me parece demasiado supersticioso. Señor, su dios, su gran Bel, su Dagón de cola de pez, se alza ante mí como un demonio. Usted y los que son como usted lo han elevado hasta un trono, lo han coronado y le han dado un cetro. ¡Contemple ahora su abominable gobierno! Vea cómo se afana en el trabajo que más le complace: el de casamentero. Une a jóvenes con viejos, a fuertes con imbéciles. Extiende el brazo de Mecencio y encadena a los muertos con los vivos. En su reino hay odio: un odio secreto; hay repugnancia: una repugnancia tácita; hay traición: una traición familiar; hay vicio: un vicio profundo, funesto, doméstico. En sus dominios, los niños crecen sin amar entre padres que nunca han amado; se los alimenta con engaños desde la cuna; se educan en una atmósfera corrompida por la mentira. Su dios, señor Sympson, gobierna el tálamo de los reyes. ¡Repare en sus dinastías reales! Su deidad es la deidad de las aristocracias extranjeras. ¡Examine la sangre azul de España! Su dios es el himeneo de Francia. ¿Cómo es la vida familiar francesa? Todo lo que rodea a su dios se corrompe rápidamente, todo degenera y entra en decadencia bajo su cetro. Su dios es una muerte enmascarada.



—¡Esa forma de hablar es abominable! Mis hijas no deben volver a relacionarse con usted, señorita Keeldar; su compañía es peligrosa. De haberla conocido un poco antes… pero, aunque me parecía singular, nunca hubiera creído…



—Bien, señor, ¿empieza a darse cuenta de que es inútil hacer planes para mí, de que, con eso, lo único que hace es sembrar viento para recoger tempestades? Yo barro de mi camino las telarañas de sus proyectos para pasar sin mancharme. He tomado una resolución que es inamovible. Serán mi corazón y mi conciencia las que dispongan de mi mano, y sólo ellos. Dese por enterado.



El señor Sympson empezaba a sumirse en el desconcierto.



—¡Jamás había oído nada semejante! —musitaba una y otra vez—. Jamás me habían hablado de esta manera, ni me habían tratado así.



—Está usted muy confuso, señor. Será mejor que se retire o lo haré yo.



Él se apresuró a levantarse.



—Tenemos que irnos de esta casa; tenemos que hacer el equipaje de inmediato.



—No dé prisa a mi tía y a mis primos, déjelos que se tomen su tiempo.



—Se acabó nuestra relación con ella; no es conveniente.



Se dirigió hacia la puerta; volvió en busca de su pañuelo; se le cayó la caja de rapé y, dejando su contenido esparcido por la alfombra, salió dando traspiés. Tartar estaba tumbado fuera, sobre la estera: el señor Sympson estuvo a punto de caer sobre él; en el apogeo de su exasperación, lanzó una imprecación al perro y un grosero epíteto a su dueña.



—¡Pobre señor Sympson! Es débil y vulgar —se dijo Shirley—. Me duele la cabeza y estoy cansada —añadió y, recostando la cabeza sobre un cojín, pasó suavemente de la excitación al reposo.



Cierta persona que entró en la estancia un cuarto de hora después la encontró dormida. Cuando Shirley se alteraba, solía descansar luego, a voluntad, de esa forma natural.



El intruso se detuvo ante la presencia inconsciente y dijo:



—Señorita Keeldar.



Tal vez su voz armonizara con algún sueño que ella tuviera: no la sobresaltó, la despertó apenas. Sin abrir los ojos, Shirley se limitó a girar un poco la cabeza, de modo que su pómulo y su perfil, ocultos antes por el brazo, se hicieron visibles: tenía el cutis sonrosado, parecía feliz con su media sonrisa, pero sus pestañas estaban húmedas: había llorado mientras dormía o, tal vez, antes de quedarse dormida unas cuantas lágrimas naturales habían caído al oír aquel epíteto. No hay hombre ni mujer que sea siempre fuerte, que sea siempre capaz de resistir una opinión injusta, una palabra difamadora; la calumnia, incluso de labios de un estúpido, hiere a veces los sentimientos desprevenidos. Shirley tenía la apariencia de una niña a la que habían castigado por traviesa, pero que, perdonada, descansaba por fin.



—Señorita Keeldar —repitió la voz. Esta vez la despertó; Shirley alzó la vista y vio a su lado a Louis Moore, no cerca, sino de pie, detenido en el gesto de caminar hacia ella, a dos o tres metros de distancia.



—¡Oh, señor Moore! —dijo—. Me temo que ha sido mi tío de nuevo; nos hemos peleado.



—El señor Sympson debería dejarla en paz —fue la réplica—. ¿No ve acaso que aún no ha recuperado usted las fuerzas ni mucho menos?



—Le aseguro que no me ha encontrado débil. No he llorado mientras ha estado aquí.



—Está a punto de evacuar Fieldhead, según dice él. Ahora está dando instrucciones a su familia. Ha estado en la sala de estudio dando órdenes de un modo que, supongo, era la continuación del modo en que la ha atosigado a usted.



—¿Se van Henry y usted?



—Creo que, en cuanto a Henry, ése era el tenor de las instrucciones apenas inteligibles de su tío, pero puede que mañana haya cambiado de opinión; de su estado de ánimo actual no se puede esperar la menor coherencia durante dos horas seguidas; dudo de que la deje a usted sola antes de que pasen varias semanas. A mí se ha dirigido con palabras que requerirán cierta atención y algunos comentarios más tarde, cuando tenga tiempo para concedérselos. Justo cuando ha entrado su tío, estaba ocupado en leer una nota que he recibido del señor Yorke, tan ocupado que le he dejado con la palabra en la boca. Se ha quedado allí, desvariando. Aquí está la nota; quiero que usted la lea; se refiere a mi hermano Robert. —Y Louis miró a Shirley.



—Me alegraré de tener noticias de él. ¿Vuelve a casa?



—Ya ha vuelto; está en Yorkshire. El señor Yorke fue ayer a recibirle en Stilbro.



—Señor Moore… ¿ocurre algo malo?



—¿Ha temblado mi voz? Ahora está en Briarmains, y yo me voy a verlo.



—¿Qué ha sucedido?



—Si se pone tan pálida lamentaré haber hablado. Podría haber sido peor. Robert no está muerto, sino gravemente herido.



—¡Oh! Señor, es usted el que está pálido. Siéntese junto a mí.



—Lea la nota; deje que yo se la abra.



La señorita Keeldar leyó la nota. Escuetamente daba a conocer que en la noche de la víspera alguien había disparado a Robert Moore desde detrás del muro de la plantación Milldean, al pie del Brow, y que la herida era grave, pero que no se esperaba que fuera mortal. Del asesino, o asesinos, nada se sabía; habían huido. «Sin duda —decía Yorke— fue un acto de venganza. Es una pena que se haya llegado a suscitar ese rencor, pero ya nada puede hacerse por evitarlo».



—Es mi único hermano —dijo Louis cuando Shirley le devolvió la nota—. No puedo quedarme de brazos cruzados sabiendo que unos rufianes le tendieron una emboscada y le dispararon desde detrás de un muro como si fuera una bestia salvaje.



—Tranquilícese; no desespere. Se pondrá bien. Sé que se pondrá bien.



En su afán por consolarlo, Shirley alargó su mano hacia la del señor Moore, que reposaba sobre el brazo de la butaca; la tocó levemente, de modo apenas perceptible.



—Bien, deme la mano —dijo él—; será la primera vez. Es un momento de desgracia. Démela. —Sin esperar consentimiento ni rechazo, Louis tomó lo que pedía—. Ahora me voy a Briarmains —prosiguió—. Quiero que vaya usted a la rectoría y le cuente a Caroline Helstone lo que ha ocurrido. ¿Lo hará? Más vale que se entere por usted.



—Inmediatamente —dijo Shirley con dócil presteza—. ¿Debo decirle que su hermano no corre peligro?



—Dígaselo.



—¿Volverá usted pronto y me traerá noticias?



—Volveré o le escribiré una nota.



—Confíe en mí para cuidar de Caroline. Se lo comunicaré también a su hermana, claro que seguramente ya estará con Robert, ¿no es así?



—Sin duda, o acudirá pronto. Bien, buenos días.



—¿Se mantendrá usted firme, pase lo que pase?



—Ya lo veremos.



Los dedos de Shirley se vieron obligados a separarse de los del preceptor; Louis se vio obligado a soltar la mano doblada, apretada, oculta dentro de la suya.



«Pensaba que tendría que consolarla —se dijo mientras caminaba en dirección a Briarmains—, y es ella la que me ha dado fuerzas a mí. ¡Esa mirada compasiva, ese tacto amable! ¡No hay plumón tan suave, ni elixir más potente! Se ha posado como un copo de nieve, me ha traspasado como un relámpago. Mil veces he anhelado poseer esa mano, sostenerla. La he poseído; durante cinco minutos ha sido mía. Sus dedos y los míos no volverán a ser desconocidos. Después de haberse encontrado una vez habrán de volver a encontrarse».





CAPÍTULO XXXII



EL ADOLESCENTE Y LA NINFA DE LOS BOSQUES





El señor Yorke había llevado a su joven camarada a Briarmains, dado que estaban más cerca de allí que del Hollow. Había ordenado que lo acostaran en la mejor cama de la casa y con el mismo cuidado que si se tratara de uno de sus hijos. La visión de la sangre que brotaba de la herida infligida a traición en verdad convirtió a Moore en un hijo adoptado para el caballero de Yorkshire. El espectáculo de aquel súbito suceso, de la alta y erguida figura postrada en medio de la carretera en todo su orgullo, de la hermosa cabeza morena caída en el polvo, de aquel joven en la flor de la edad derribado de repente, pálido, inerte y desvalido, fue la combinación de circunstancias que despertó el vivísimo interés del señor Yorke por la víctima.



No había ninguna otra mano que lo alzara, que prestara su ayuda, ninguna otra voz que interrogara afectuosamente, ningún otro cerebro con el que acordar las medidas necesarias: tuvo que hacerlo todo él solo. El hecho de que el joven mudo y sangrante (joven lo consideraba él) dependiera por completo de su benevolencia fue lo más eficaz para garantizar esa benevolencia. Al señor Yorke le gustaba tener poder y servirse de él; en sus manos tenía ahora poder sobre la vida de uno de sus congéneres y eso le satisfacía.

 



No fue menor la satisfacción que sintió su arisca cónyuge: el incidente era muy de su estilo y de su gusto. Algunas mujeres se habrían espantado al ver al hombre ensangrentado que introducían en su casa y depositaban en su vestíbulo en medio de la noche. Muchos habrían pensado que aquél era motivo suficiente para la histeria. No: la señora Yorke tenía ataques de histeria cuando Jessie no quería abandonar el jardín para hacer sus labores de punto, o cuando Martin proponía marcharse a Australia a fin de lograr la libertad y escapar a la tiranía de Matthew, pero un intento de asesinato junto a su puerta, un hombre moribundo en su mejor cama, eran un estímulo, alegraban su espíritu, daban a su cofia el garbo de un turbante.



La señora Yorke era una de esas mujeres capaces de hacer la vida imposible a una simple criada, pero que, al mismo tiempo, obraría como una heroína en un hospital lleno de enfermos de peste. Casi amó a Moore, su corazón de pedernal suspiró casi por él cuando le fue entregado a su cuidado, cuando quedó en sus manos y dependió de ella tanto como su hijo pequeño, que aún dormía en cuna. De haber visto a alguna sirvienta o a una de sus hijas darle un vaso de agua, o arreglarle la almohada, habría abofeteado a la intrusa. Echaba a Jessie y a Rose de los dominios superiores de la casa en cuanto las veía; a las criadas les prohibió que pusieran allí los pies.



Si el accidente hubiera ocurrido a las puertas de la rectoría y el viejo Helstone hubiera metido en su casa al mártir, ni Yorke ni su mujer habrían sentido lástima por él; habrían dictaminado que no había hecho más que recibir su merecido por su tiranía y su intromisión. Tal como fueron las cosas, se convirtió, temporalmente, en la niña de sus ojos.



¡Vivir para ver! A Louis Moore le permitieron visitarlo, sentarse en el borde de la cama e inclinarse sobre la almohada, coger la mano de su hermano y depositar un beso fraternal en su pálida frente, y la señora Yorke lo aceptó. Toleró que se pasara allí la mitad del día; en una ocasión le permitió quedarse velando toda la noche en el dormitorio; ella misma se levantó a las cinco de la madrugada en una lluviosa mañana de noviembre, y con sus propias manos encendió el fuego de la cocina, hizo el desayuno para los dos hermanos y se lo sirvió. Majestuosamente envuelta en una inmensa bata de franela, un chal y un gorro de dormir, se sentó para ver cómo comían, tan complacida como una gallina contemplando a sus polluelos. Sin embargo, ese mismo día amonestó a la cocinera por atreverse a hacer y a llevar un cuenco de gachas de sagú al señor Moore, y la doncella perdió su favor porque, cuando el señor Louis Moore se marchaba, le llevó el abrigo que había estado aireándose en la cocina y, como una «descarada» que era, le había ayudado a ponérselo y había aceptado, a cambio, un «gracias, muchacha» y una sonrisa. Dos señoras acudieron un día, pálidas y preocupadas, y rogaron encarecidamente, humildemente, que se les permitiera ver al señor Moore un instante. La señora Yorke endureció su corazón y las echó con cajas destempladas, no sin oprobio.



Pero ¿cómo fue cuando llegó Hortense Moore? No tan mal como cabría esperar; en realidad a la señora Yorke parecía gustarle toda la familia Moore más de lo que le había gustado ninguna otra. Hortense y ella tenían un tema de conversación inagotable en las corrompidas tendencias de la servidumbre. Su opinión sobre esa clase era similar; miraban a los criados con la misma suspicacia y los juzgaban con la misma severidad. Hortense, además y desde un principio, no dio la menor muestra de estar celosa por las atenciones que la señora Yorke dispensaba a Robert, dejó que ocupara el puesto de enfermera sin entrometerse casi y, en cuanto a sí misma, halló una incesante actividad en enredar por toda la casa, supervisando la cocina, informando de lo que pasaba allí y, en resumen, haciéndose útil. A los visitantes, ambas mujeres acordaron excluirlos diligentemente de la habitación del herido. Al joven propietario de la fábrica lo tenían cautivo y apenas dejaban que le diera el aire y la luz del sol.



El señor MacTurk, el cirujano al que se había encomendado la curación de Moore, había pronosticado que la herida era de carácter peligroso, pero confiaba en que no fuera desesperado. Al principio intentó ponerlo en manos de una enfermera de su elección, pero ni la señora Yorke ni Hortense quisieron oír hablar de semejante cosa; ambas prometieron acatar fielmente sus instrucciones. En consecuencia, Moore quedó provisionalmente en sus manos.



Sin duda habrían cumplido con este compromiso del modo más eficaz posible de no haber sido por algo que sucedió: las vendas se colocaron mal o se manosearon, a lo que siguió una gran pérdida de sangre. Se llamó a MacTurk, cuyo caballo llegó echando espumarajos por la boca. Era uno de esos cirujanos a los que es peligroso enojar: brusco, cuando de mejor humor estaba; violento, cuando estaba del peor. Al ver el estado del herido, se desahogó con un florido lenguaje con el que no es necesario llenar esta página. Un par de ramos de sus flores más escogidas cayó sobre la imperturbable cabeza de un tal señor Graves, un ayudante joven e impávido al que solía llevar consigo; regaló un segundo ramillete a otro joven caballero de su séquito, un interesante facsímil de sí mismo, puesto que en realidad era su propio hijo; pero la cesta llena de flores infamantes cayó en masa sobre el entrometido sexo femenino.



Durante la mayor parte de una noche invernal, él mismo y sus satélites se ocuparon sin descanso de Moore. Allí, junto a su cama, encerrados solos con él en su dormitorio, se afanaron y pelearon por el exhausto cuerpo. Los tres estaban en un lado de la cama, en el otro estaba la Muerte. La batalla fue encarnizada; duró hasta que empezó a alborear, cuando la balanza entre los beligerantes parecía tan igualada que las dos partes podrían haber reclamado la victoria para sí.



Al amanecer, Graves y el joven MacTurk se quedaron al cuidado del paciente, mientras el cirujano iba en persona en busca de fuerzas de refresco en la persona de la señora Horsfall, la mejor enfermera de su plantilla. Puso a esta mujer a cargo del señor Moore, con órdenes sumamente estrictas sobre la responsabilidad que había recaído sobre sus hombros. Ella aceptó esta responsabilidad sin inmutarse, del mismo modo que ocupó el sillón que había junto a la cabecera de la cama. En ese momento dio comienzo su reinado.



La señora Horsfall tenía una virtud: las órdenes que recibía de MacTurk las cumplía al pie de la letra; a sus ojos, los Diez Mandamientos la obligaban a menos que el dictado de su cirujano. En otros aspectos no era una mujer, sino un dragón. A Hortense la borró del mapa; la señora Yorke cedió el terreno, abrumada. Sin embargo, ambas mujeres eran personas que se atribuían cierta dignidad a sí mismas y a las que otros atribuían cierto peso. Completamente acobardadas por la amplitud, la altura, la corpulencia y la fuerza muscular de la señora Horsfall, se retiraron al gabinete de atrás. Ella, por su parte, se quedaba arriba cuando lo prefería, y abajo cuando le venía en gana; se tomaba su copita tres veces al día, y se fumaba cuatro pipas de tabaco.



En cuanto a Moore, ya nadie se aventuraba a preguntar por él: la señora Horsfall lo tenía bajo su entera supervisión; era ella la que tenía que ocuparse de él en todo, y era creencia general que así lo hacía.



MacTurk iba a verlo mañana y tarde. Su caso, complicado por aquel desafortunado incidente, había adquirido relevancia para el cirujano; a Moore lo veía como un mecanismo de relojería estropeado que contribuiría a aumentar su reputación si conseguía volver a ponerlo en marcha. Graves y el joven MacTurk —las únicas visitas que recibía el enfermo— le tenían la misma consideración que la que solían prestar al ocupante ocasional de la sala de disección del hospital de Stilbro.



Para Robert Moore fue de lo más agradable: con dolores, en peligro de muerte, demasiado débil para moverse y casi demasiado para hablar, con una especie de giganta como guardián y tres cirujanos como única compañía. Así pasó, postrado, los días, cada vez más cortos, y las noches, cada vez más largas, de todo el triste mes de noviembre.



En el inicio de su cautividad se resistía débilmente a la señora Horsfall: detestaba la visión de su cuerpo grueso y tosco y temía el contacto de sus duras manos, pero ella le enseñó docilidad en un abrir y cerrar de ojos. Hacía caso omiso de su metro ochenta de estatura, de su fuerza y su vigor varoniles: le daba la vuelta en la cama como cualquier otra mujer habría dado la vuelta a un bebé en su cuna. Cuando Moore se portaba bien se dirigía a él llamándolo «querido» y «cariño», y cuando se portaba mal algunas veces lo zarandeaba. Si Moore intentaba hablar cuando el señor MacTurk estaba presente, alzaba la mano y le ordenaba callarse como una enfermera reprendería a un niño impertinente. Habría sido mejor si ella no fumara, si no bebiera ginebra, pensaba él, pero hacía ambas cosas. En una ocasión —en ausencia de la enfermera— le comunicó a MacTurk que aquella mujer «bebía alguna copita».



—¡Bah! Mi querido señor, todas hacen lo mismo —fue la respuesta que obtuvo a su afán—. Pero Horsfall tiene una virtud —añadió el cirujano—, sobria o bebida, siempre recuerda que debe obedecerme.



***



Por fin pasó aquel otoño: lluvias y bruma retiraron de Inglaterra lágrimas y mortaja; el viento se alejó para suspirar sobre tierras lejanas. Después de noviembre llegó el invierno, acompañado de claridad, quietud y heladas.



Un día tranquilo había dado paso a una noche cristalina; el mundo tenía el color del Polo Norte: todas sus luces y matices parecían los reflets de gemas de color blanco, violeta o verde pálido. Las colinas ostentaban un azul liláceo; el ocaso tenía un tinte púrpura en el rojo; el cielo era hielo, todo él de un azul celeste plateado; cuando salieron las estrellas, fueron de cristal blanco, no dorado; tonos grises o cerúleos, o de un tenue esmeralda —fríos, puros y transparentes— teñían la mayor parte del paisaje.



¿Qué es eso que está solo en un bosque que ya no es verde, ni siquiera rojizo, un bosque de un color neutro? ¿Qué es ese objeto azul oscuro que se mueve? Vaya, es un adolescente, un estudiante de segunda enseñanza de Briarfield que se ha separado de sus compañeros, los cuales se dirigen a casa caminando cansinamente por la carretera, y busca cierto árbol con cierto montículo musgoso junto a la raíz, apto para servir de asiento. ¿Por qué se entretiene aquí? El aire es frío y se está haciendo de noche. Se sienta; ¿en qué piensa? ¿Nota el sobrio encanto que la naturaleza ofrece esta noche? Una luna nacarada sonríe a través de los árboles grises. ¿Le importa a él esa sonrisa?



Imposible saberlo, puesto que guarda silencio y su semblante es inexpresivo: por el momento no es un espejo que refleje las sensaciones, sino más bien una máscara que las disimula. Este muchacho es un mozalbete de quince años, delgado y alto para sus años; en su rostro hay tan poca amabilidad como servilismo. Sus ojos parecen preparados para advertir cualquier asomo de dominación o de engaño, y los demás rasgos indican que sus facultades están dispuestas a la resistencia. Los profesores sensatos evitan injerencias innecesarias con respecto a este muchacho. Sería inútil que intentaran domarlo con severidad; ganárselo con halagos sería un empeño peor que inútil. Es mejor dejarlo tranquilo. El tiempo lo educará y la experiencia será su maestra.



Supuestamente, Martin Yorke (es uno de los jóvenes Yorke, claro está) escarnece el nombre de la poesía; que alguien le hable de sentimientos y recibirá sarcasmos como respuesta. Aquí está ahora, vagando solo, presentando sus respetos a la Naturaleza, que despliega ante su atenta mirada una página de poesía austera, solemne y silenciosa.



Después de sentarse, saca un libro de su cartera, no la gramática latina, sino un libro de cuentos de hadas de contrabando. Aún queda una hora de luz para su joven y aguda visión; además, la luna lo visita: sus rayos, tenues y borrosos todavía, bañan el claro que lo acoge.



Lee; la lectura lo conduce a una solitaria región montañosa; todo cuanto le rodea es áspero y desolado, informe y casi incoloro. Oye el tañido de unas campanas traído por el viento; entre los pliegues sin forma de la neblina aparece ante sus ojos una visión refulgente: una dama con atuendo verde sobre un palafrén blanco como la nieve. Martin ve su vestido, sus gemas y su corcel; ella lo detiene con una enigmática pregunta. Bajo su hechizo, tiene que seguirla al país de las hadas.

 



Una segunda leyenda lo transporta hasta la orilla del mar, inundada por una fuerte marea que se agita al pie de vertiginosos acantilados; llueve y sopla el viento. Un arrecife de rocas negras y rugosas se extiende hasta mar adentro; a lo largo de este arrecife y entre sus piedras se estrellan las olas, las guirnaldas, las ráfagas de blanca espuma, barriéndolas, saltando por encima de ellas. Sobre las rocas hay un paseante solitario que camina con paso cauteloso sobre las húmedas algas marinas, contemplando los huecos en los que el mar tiene varias brazas de profundidad y es de un claro esmeralda, y viendo allí una vegetación más grande, salvaje y extraña que la que se encuentra en tierra, con un tesoro de conchas —algunas verdes, algunas púrpuras, algunas nacaradas— apiñadas en los zarcillos de las plantas sinuosas. Oye un grito. Alza la vista y, ante él, en la punta desolada del arrecife, ve una cosa alta y pálida con forma de hombre, pero hecho de espuma transparente, trémula, espantosa. No está sola; unas figuras humanas juguetean en las rocas, un grupo de mujeres de espuma, de nereidas blancas y evanescentes.



¡Silencio! Cierra el libro; lo esconde en la cartera. Martin oye unas pisadas. Aguza el oído. No… sí. De nuevo las hojas muertas, levemente aplastadas, crujen en el sendero del bosque. Martin aguza la vista: los árboles se espacian y aparece una mujer.



Es una señora vestida de seda oscura y con la cara tapada por un velo. Martin no se había encontrado jamás con una señora en aquel bosque, ni con ninguna mujer, salvo, de vez en cuando, con alguna aldeana que acudiera a recoger frutos secos. Esta noche, la aparición no le desagrada. Observa, cuando se acerca, que no es vieja ni vulgar, sino, por el contrario, muy joven y, de no ser porque ahora reconoce en ella a la que a menudo ha tildado obstinadamente de fea, pensaría que se esconden rasgos de belleza tras la fina gasa del velo.



Ella pasa por su lado sin decir nada. Martin ya sabía que lo iba a hacer: todas las mujeres son monos orgullosos, y él no conoce a una muñeca más engreída que Caroline Helstone. La idea apenas ha tenido tiempo de asentarse en su cabeza cuando la dama retrocede los dos pasos que la separan de él y, alzándose el velo, posa la mirada sobre su rostro, al tiempo que pregunta en voz baja:



—¿Es usted uno de los hijos del señor Yorke?



Ninguna prueba humana habría conseguido convencer a Martin Yorke de que se ruborizó cuando le dirigieron aquellas palabras, pero enrojeció hasta la raíz del cabello.



—Sí —dijo sin rodeos, y se alentó a sí mismo a preguntarse con desdén qué vendría después.



—Creo que es Martin, ¿verdad? —fue el comentario siguiente.



No podría haber sido más afortunado: era una frase sencilla, pronunciada con gran naturalidad y algo de timidez, pero sonó en armonía con la naturaleza del adolescente y lo amansó como una nota musical.



Martin tenía una fuerte personalidad; le pareció normal y sensato que la joven lo distinguiera de sus hermanos. Al igual que su padre, detestaba los formalismos: era aceptable oír a una señorita dirigiéndose a él como Martin a secas y no como señor Martin o señorito Martin, apelativo este con el que Caroline se habría ganado su eterna antipatía. Peor, si cabe, que el formalismo, era el otro extremo: una familiaridad indiferente; el leve tono cohibido, la vacilación apenas perceptible, le parecieron totalmente adecuados.



—Soy Martin —dijo.



—¿Están bien su padre y su madre? —Fue una suerte que no dijera papá y mamá, eso lo habría estropeado todo—. ¿Y Rose y Jessie?



—Supongo que sí.



—¿Mi prima Hortense está todavía en Briarmains?



—¡Oh, sí!



Martin esbozó una sonrisa cómica y un gemido; Caroline le sonrió a su vez, adivinando la opinión que debían de tener los jóvenes Yorke sobre Hortense.



—¿Se lleva bien con su madre?



—Son tan iguales en cuestión de criados que es inevitable que se lleven bien.



—H