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100 Clásicos de la Literatura

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El señor Elton regresó rebosando felicidad. Se había ido rechazado y herido en su amor propio... viendo frustradas sus mayores esperanzas, después de una serie de hechos que él había interpretado como favorables síntomas de aliento; y no sólo no había conseguido el partido que le interesaba, sino que se había visto rebajado al mismo nivel de otro por el que no sentía el menor interés. Se había ido profundamente ofendido... regresó prometido con otra joven... y con otra que era, por supuesto, tan superior a la primera como en esas circunstancias suele serlo siempre cuando se compara lo que se ha conseguido con lo que se acaba de perder. Regresó contento y satisfecho de sí mismo, activo y lleno de proyectos, sin preocuparse lo más mínimo por la señorita Woodhouse y desafiando a la señorita Smith.

La encantadora Augusta Hawkins añadía a todas las ventajas inherentes a una perfecta belleza y a sus grandes méritos, la del hecho de estar en posesión de una fortuna personal de unos millares de libras que siempre se cifraban en diez mil; cuestión que afectaba tanto a su dignidad como a sus intereses; los hechos demostraban perfectamente que no había malogrado sus posibilidades... había conseguido una esposa de diez mil libras, poco más o menos... y la había conseguido con una rapidez tan asombrosa... la primera hora que siguió a su primer encuentro había sido tan pródiga en grandes acontecimientos; el relato que había hecho a la señora Cole acerca del origen y del desarrollo del idilio le presentaba bajo un aspecto tan favorable... todo había ido tan aprisa, desde su encuentro casual hasta la cena en casa del señor Green y la fiesta en casa de la señora Brown... sonrisas y rubores creciendo en importancia... cavilaciones e inquietudes floreciendo profusamente por doquier... ella había quedado impresionada en seguida... se había mostrado tan favorablemente dispuesta para con él... en resumen, y para decirlo con palabras más claras, demostró tan buenas disposiciones para aceptarle que la vanidad y la prudencia quedaron satisfechas por igual.

Lo había conseguido todo, fortuna y afecto, y era exactamente el hombre feliz que siempre había soñado ser; hablando tan sólo de sí mismo y de sus cosas...

esperando ser felicitado... dispuesto en todo momento a reír... y ahora, con amables sonrisas libres de todo temor, dirigiendo la palabra a las jóvenes del lugar, a quienes tan sólo unas pocas semanas antes hubiera hablado de un modo mucho más circunspecto y cauteloso.

La boda era un acontecimiento que no podía estar muy lejos, ya que ambos no habían tenido otro trabajo que el de gustarse, y sólo tenían que esperar los preparativos necesarios; y cuando él volvió de nuevo a Bath, todo el mundo supuso, y el aire que adoptó la señora Cole no parecía contradecir esas suposiciones, que cuando regresara a Highbury sería ya acompañado de su esposa.

Durante esta breve estancia suya, Emma apenas le había visto; lo justo para tener la sensación de que se había roto el hielo, y para que ella pensara que la presuntuosa jactancia de que ahora hacía gala el señor Elton no le favorecía en nada; lo cierto es que Emma empezaba a preguntarse cómo había sido posible que hubiera llegado a considerarle como un hombre atractivo; y su persona iba tan indisolublemente unida a recuerdos tan desagradables, que, excepto con un fin moral, como penitencia, como lección, como fuente de una provechosa humillación para su espíritu, hubiera sentido un gran alivio de tener la seguridad de no volverle a ver nunca más. Le deseaba todas las venturas; pero su presencia la turbaba, y hubiese quedado mucho más satisfecha de saberle feliz a veinte millas de distancia.

Sin embargo, la turbación que le proporcionaba el hecho de que siguiera residiendo en Highbury, sin duda iba a aminorarse con su boda. Iban a evitarse muchos cumplidos inútiles y muchas situaciones embarazosas se suavizarían. La existencia de una señora Elton sería un buen pretexto para todos los cambios que hubieran en sus relaciones; su intimidad de antes podía desaparecer sin que a nadie le pareciera extraño. Ambos podrían casi reemprender de nuevo su vida social.

Sobre ella personalmente Emma no hubiera sabido qué decir. Sin duda era digna del señor Elton; con una educación suficiente para Highbury... lo suficientemente atractiva también... aunque lo más probable es que desmereciera al lado de Harriet. En cuanto a posición social, Emma sabía muy bien a qué atenerse; estaba convencida de que a pesar de todos sus presuntuosos alardes y de su desdén por Harriet, la realidad había sido muy distinta. Sobre esta cuestión la verdad parecía estar muy clara. No se sabía exactamente qué era; pero quién era fácil saberlo; y dejando aparte las diez mil libras, en nada parecía ser superior a Harriet. No aportaba ni un apellido ilustre, ni sangre noble, ni siquiera relaciones distinguidas. La señorita Hawkins era la menor de las dos hijas de un... comerciante -desde luego, hay que llamarle así-de Bristol; pero como, a fin de cuentas, los beneficios de su comercio no parecían haber sido muy elevados, era lógico suponer que los negocios a que se había dedicado no habían sido tampoco de mucha importancia. Cada invierno solía pasar una temporada en Bath; pero su casa estaba en Bristol, en el mismo centro de Bristol; pues aunque sus padres habían muerto hacía ya varios años, le quedaba un tío... que trabajaba con un abogado... todo lo que se atrevieron a decir de él fue que «trabajaba con un abogado»...; y la joven vivía en su casa. Emma suponía que se trataba del empleadillo de algún procurador y que era demasiado obtuso para subir de categoría. Y todo el lustre de la familia parecía depender de la hermana mayor, que estaba «muy bien casada» con un caballero que vivía «a lo grande» cerca de Bristol, y que tenía ¡nada menos que dos coches! Éste era el punto culminante de toda la historia; éste era el máximo motivo de orgullo de la señorita Hawkins.

¡Ah, si Emma pudiese lograr que Harriet pensara como ella acerca de todo aquel asunto! Ella había introducido a Harriet en el amor; pero ¡ay!, ahora no era tan fácil arrancarlo de su corazón. No era posible desvanecer el hechizo de algo que ocupaba tantas horas vacías como tenía Harriet. Sólo podía ser desvirtuado por otro; y sin duda llegaría este momento; nada podía estar más claro; pero Emma temía que esto era lo único que podía curarla. Harriet era una de esas personas que una vez han conocido el amor, durante todo el resto de su vida tienen que estar enamoradas. Y ahora, ¡pobre muchacha!, lo pasaba mucho peor desde que el señor Elton había regresado. En todas partes creía descubrir su silueta. Emma sólo le había visto una vez; pero Harriet dos o tres veces cada día estaba segura de estar a punto de encontrarse con él, o a punto de oír su voz, o a punto de divisar sus hombros, a punto de que ocurriera algo que mantuviera vivo el recuerdo de él en su imaginación, con toda la favorable calidez de la sorpresa y de la conjetura. Además, continuamente estaba oyendo hablar de él; pues, excepto cuando estaba en Hartfield, se hallaba siempre entre personas que no veían ningún defecto en el señor Elton, y que consideraban que no había nada tan interesante como discutir acerca de sus asuntos; y por lo tanto todas las noticias, todas las suposiciones... todo lo que ya había ocurrido, todo lo que podía llegarle a ocurrir en el desarrollo de sus asuntos, incluyendo su renta anual, sus criados y sus muebles, eran temas que se debatían sin cesar en torno a ella. Sus sentimientos se robustecían al no oír más que elogios del señor Elton, su pesar se avivaba, y se sentía herida ante las incesantes ponderaciones de la felicidad de la señorita Hawkins y por los continuos comentarios acerca de la intensidad del afecto que el vicario le profesaba... el aire que tenía cuando andaba por la casa... incluso el modo en que se ponía el sombrero... todo eran pruebas de lo enamorado que llegaba a estar...

De haber sido posible tomarlo a broma, de no ser algo tan penoso para su amiga y que implicaba tantos reproches para sí misma, todas aquellas desazones del estado de ánimo de Harriet hubieran constituido un motivo de diversión para Emma. A veces era el señor Elton quien predominaba, otras los Martin; y el uno servía para contrarrestar los efectos del otro. La noticia del próximo matrimonio del señor Elton había sido el mejor remedio para la desazón que le produjo el encuentro con el señor Martin. La tristeza que le produjo esta noticia había sido superada en gran parte por la visita que pocos días después Elizabeth Martin efectuó a la señora Goddard. Harriet no estaba en casa; pero le había escrito y dejado una nota redactada de un modo que no pudo por menos de conmoverla; una mezcla de un poco de reproche y un mucho de afectuosidad; y hasta que reapareció el señor Elton estuvo muy ocupada reflexionando sobre aquello, cavilando acerca de lo que debía hacer para corresponder, y deseando hacer más de lo que se atrevía a confesarse. Pero el señor Elton en persona había alejado todas aquellas preocupaciones. Mientras él estuvo en Highbury los Martin fueron olvidados; y en la misma mañana en que salió de nuevo para Bath, Emma, para disipar la penosa impresión que aquello producía en su amiga, opinó que lo mejor que podía hacer era devolver la visita a Elizabeth Martin.

Qué debía pensarse de aquella visita... qué es lo que era necesario hacer... y qué era lo más seguro, habían sido cuestiones sobre las que era muy difícil tomar una determinación. No hacer ningún caso de la madre y de las hermanas, cuando se la invitaba, hubiera sido una ingratitud. No era posible; y sin embargo ¿y el peligro de que se reanudase aquella amistad?

Después de mucho pensar decidió, a falta de una idea mejor, que Harriet devolviese la visita; pero de un modo que, si ellos eran un poco despiertos se convencieran de que aquello no aspiraba a ser más que una relación formularia. Emma decidió que acompañaría a Harriet en su coche, que la dejaría en Abbey Hill, y que ella seguiría adelante durante un corto trecho, y que volvería a recogerla al cabo de poco rato, para evitar ocasión de que hubiesen demasiadas evocaciones intencionadas y peligrosas del pasado, dando también así la prueba más concluyente de qué grado de intimidad tenía que haber entre ellos en el futuro.

 

No se le ocurrió nada mejor; y aunque había algo en todo aquel plan que en el fondo no podía aprobar... como una sombra de ingratitud apenas disimulada...

debía hacerse así, de lo contrario, ¿qué iba a ser de Harriet?

CAPÍTULO XXIII

Pocos ánimos tenía Harriet para ir de visita. Tan sólo media hora antes de que su amiga pasara a recogerla por casa de la señora Goddard, su mala estrella la condujo precisamente al lugar en donde en aquel momento un baúl dirigido al «Reverendo Philip Elton, White-Hart, Bath», era cargado en el carro del carnicero que debía llevarlo hasta donde pasaba la diligencia; y para Harriet todo lo demás del universo, excepto aquel baúl y su rótulo, dejaron de existir.

No obstante se puso en camino; y cuando llegaron a la granja y descendió del coche al final del ancho y limpio sendero engravillado que entre manzanos dispuestos a espaldera conducía hasta la puerta principal, el ver todas aquellas cosas que el otoño anterior le habían proporcionado tanto placer, empezó a producirle una cierta desazón; y cuando se separaron Emma advirtió que miraba a su alrededor con una especie de curiosidad temerosa que la decidió a no permitir que la visita se prolongara más allá del cuarto de hora que se habían propuesto. Emma siguió adelante para dedicar aquel rato a un antiguo criado que se había casado y que vivía en Donwell.

Al cabo de un cuarto de hora, puntualmente, volvía a estar de nuevo ante la blanca entrada; y la señorita Smith, obedeciendo a sus llamadas, no tardó en reunirse con ella sin la compañía de ningún peligroso joven. Se acercó sola por el sendero de grava... sólo una señorita Martin apareció en la puerta, despidiéndola al parecer con ceremoniosa cortesía.

Harriet tardó un poco en poder dar una explicación medianamente inteligible de lo que había ocurrido. Sus sentimientos eran demasiado intensos; pero por fin Emma logró enterarse de lo suficiente como para hacerse cargo de cómo se había desarrollado aquella entrevista y de qué clase de heridas había dejado en su amiga. Sólo había visto a la señora Martin y a sus dos hijas. La habían acogido de un modo receloso, por no decir frío; y casi durante todo el tiempo no se había hablado más que de simples lugares comunes... hasta el último momento, cuando inesperadamente la señora Martin había dicho que tenía la impresión de que la señorita Smith había crecido, llevando así la conversación hacia un tema más interesante y mostrándose más efusiva. En el pasado mes de setiembre, en aquella misma habitación Harriet había comparado su estatura con la de sus dos amigas. Allí estaban aún las señales de lápiz y las inscripciones en el marco de la ventana. Lo había hecho él. Todos parecieron recordar el día, la hora, la fiesta, la ocasión... sentir la misma inquietud, el mismo pesar...

estar dispuestos a volver a ser los mismos de antes; y ya iban haciéndose a la idea de que todo volviera a ser igual que unos meses atrás (Harriet, como Emma debía de sospechar, estaba tan dispuesta como cualquiera de ellas a mostrarse de nuevo tan afectuosa y tan contenta como antes), cuando reapareció el coche y todo se esfumó. Entonces el carácter de la visita y su brevedad se sintieron más intensamente. ¡Conceder catorce minutos a las personas a quienes hacía menos de seis meses debía agradecer una feliz estancia de seis semanas! Emma no podía por menos de imaginarse la situación y de darse cuenta de la razón que tenían de sentirse ofendidos, y de lo natural que era que Harriet sufriera por todo ello. Era un mal asunto. Ella hubiera estado dispuesta a hacer cualquier cosa, hubiera tolerado cualquier cosa para conseguir que los Martín estuvieran en un nivel social más elevado. Tenían tan buena voluntad que sólo un poco más de altura ya hubiera podido bastar; pero, tal como estaban las cosas, ¿de qué otra manera podía obrar? Imposible... No podía arrepentirse. Tenían que separarse; pero aquella era una operación muy dolorosa... para ella tanto en aquella ocasión que en seguida sintió la necesidad de buscar un poco de consuelo, y decidió regresar a su casa pasando por Randalls para procurárselo. Estaba ya harta del señor Elton y de los Martin. El refrigerio de Randalls era absolutamente necesario.

Había sido una buena idea. Pero al acercarse a la puerta les dijeron que «ni el señor ni la señora estaban en casa»; los dos habían salido hacía ya bastante rato; el criado suponía que habían ido a Hartfield.

-¡Qué mala suerte! -exclamó Emma mientras volvían al coche-. Y ahora cuando lleguemos allí ellos se habrán acabado de ir; ¡esto ya es demasiado! Hacía tiempo que no me fastidiaba tanto una cosa así.

Y se recostó en un rincón del coche para desfogar su mal humor o para disiparlo a fuerza de razonamientos; probablemente un poco ambas cosas...

como suele ocurrir con las personas de buen natural. De pronto el coche se detuvo; levantó la mirada; lo habían detenido el señor y la señora Weston, que estaban ante ella disponiéndose a hablarle. Sintió una gran alegría al verles, alegría que fue aún mayor cuando oyó el sonido de sus voces... porque el señor Weston la abordó inmediatamente.

-¿Qué tal, cómo está? ¿Qué tal? Hemos visitado a su padre... y nos ha alegrado mucho verle con tan buen aspecto. Frank llega mañana... esta misma mañana he tenido carta suya... mañana a la hora de comer ya lo tendremos en casa, esta vez es seguro... hoy está en Oxford, y viene para pasar dos semanas completas; ya sabía yo que tenía que ser así. Si hubiera venido por Navidad no hubiese podido quedarse con nosotros más que tres días; yo desde el primer momento me alegré de que no viniera por Navidad; ahora disfrutaremos de un tiempo mucho mejor, hace unos días claros, secos, el tiempo es estable. De este modo disfrutaremos mucho más de su compañía; todo ha salido mejor de lo que hubiéramos podido desearlo.

No había modo de resistir a estas noticias, ni posibilidad de evitar la influencia de un rostro tan feliz como el del señor Weston, confirmándolo todo las palabras y la actitud de su esposa, menos locuaz y más reservada, pero no menos alegre por lo ocurrido. Saber que ella considerara segura la llegada de su hijastro era suficiente para que Emma lo creyese también así, y participó sinceramente de su júbilo. Era la más grata recuperación de unos ánimos abatidos. Lo pasado se olvidaba ante las felices perspectivas de lo que iba a ocurrir; y en aquel momento Emma tuvo la esperanza de que no volvería a hablarse más del señor Elton.

El señor Weston les contó la historia de todo lo que había sucedido en Enscombe, y que había permitido a su hijo escribirles diciendo que disponía de dos semanas completas y describiéndoles cuál sería el camino que seguiría y el modo en que llevaría a cabo el viaje; y la joven escuchaba, sonreía y se alegraba muy de veras.

-Y en seguida le llevaré a Hartfield erijo el señor Weston, como conclusión.

Al llegar a este punto Emma supuso que su esposa le llamaba la atención apretándole el brazo.

-Tendríamos que irnos, querido -dijo-; estamos entreteniéndolas.

-Sí, sí, cuando quieras... -y volviéndose de nuevo a Emma-: pero ahora no crea que es un joven tan apuesto, ¿eh?; usted sólo le conoce a través de lo que yo le he dicho; me atrevería a decir que en realidad no es nada tan extraordinario...

Pero el centelleo que tenían sus ojos en aquel momento decía bien a las claras que su opinión no podía ser más distinta. Emma por su parte consiguió aparentar una total tranquilidad e inocencia, y responder de un modo que no la comprometiera en absoluto.

-Emma, querida, piensa en mí mañana alrededor de las cuatro -fue el ruego con el que se despidió la señora Weston; y en sus palabras, que sólo iban dirigidas a ella, había una cierta inquietud.

-¡A las cuatro! Puedes estar segura de que a las tres ya lo tendremos aquí -le corrigió rápidamente el señor Weston.

Y así terminó aquel afortunado encuentro. Emma había cobrado nuevos ánimos y se sentía completamente feliz; todo parecía distinto; James y sus caballos no parecían ni la mitad de lentos que antes. Cuando posó la mirada en los setos pensó que los saúcos por lo menos no tardarían ya mucho en echar brotes, y cuando se volvió a Harriet también en su rostro creyó ver como un atisbo primaveral, algo semejante a una vaga sonrisa. Pero la pregunta que hizo no era excesivamente prometedora:

-¿Crees que el señor Frank Churchill además de pasar por Oxford pasará por Bath?

Pero ni los conocimientos geográficos ni la tranquilidad se adquieren en un abrir y cerrar de ojos; y en aquellos momentos Emma se sentía dispuesta a conceder que tanto una cosa como otra ya llegarían con el tiempo.

Llegó la mañana de aquel día tan esperado, y la fiel discípula de la señora Weston no se olvidó ni a las diez, ni a las once ni a las doce, que a las cuatro tenía que pensar en ella.

«¡Pobre amiga mía! -se decía para sí mientras salía de su alcoba y bajaba las escaleras-. ¡Siempre preocupándose tanto por el bienestar de todo el mundo y sin pensar en el suyo! Ahora mismo te estoy viendo atareadísima, entrando y saliendo mil veces de su habitación para asegurarte de que todo está en orden. - El reloj dio las doce mientras atravesaba el recibidor-. Las doce, dentro de cuatro horas no me olvidaré de pensar en ti. Y mañana a esta hora, poco más o menos, o quizás un poco más tarde, pensaré que estarán todos a punto de venir a visitarnos. Estoy segura de que no tardarán mucho en traerle aquí.»

Abrió la puerta del salón y vio a su padre hablando con dos caballeros: el señor Weston y su hijo. Hacía pocos minutos que habían llegado, y el señor Weston apenas había tenido tiempo de acabar de explicar porqué Frank se había anticipado un día a lo previsto, y su padre se hallaba aún dándoles la bienvenida y felicitándoles con sus ceremoniosas frases cuando ella apareció para participar del asombro, de las presentaciones y de la ilusión de aquellos momentos.

Frank Churchill, de quien tanto se había hablado, que tanta expectación había suscitado, estaba en persona ante ella... se hicieron las presentaciones y Emma pensó que los elogios que se habían hecho de él no habían sido excesivos; era un joven extraordinariamente apuesto; su porte, su elegancia, su desenvoltura no admitían ningún reparo, y en conjunto su aspecto recordaba mucho del buen temple y de la vivacidad de su padre; parecía despierto de inteligencia y con talento. Emma advirtió inmediatamente que sería de su agrado; y vio en él una naturalidad en el trato y una soltura en la conversación, propias de alguien de buena crianza, que la convencieron de que él aspiraba a ganarse su amistad, y de que no tardarían mucho en ser buenos amigos.

Había llegado a Randalls la noche antes. Emma quedó muy complacida al ver las prisas por llegar que había tenido el joven y que le había hecho cambiar de plan, ponerse en camino antes de lo previsto, hacer jornadas más largas y más intensas para poder ganar medio día.

-Ya le decía ayer -exclamaba el señor Weston lleno de entusiasmo-, yo ya les había dicho a todos que le tendríamos con nosotros antes del tiempo fijado. Me acordaba de lo que yo solía hacer a su edad. No se puede viajar a paso de tortuga; es inevitable que uno vaya mucho más aprisa de lo que había planeado; y la ilusión de sorprender a nuestros amigos cuando no se lo esperan vale mucho más que las pequeñas molestias que trae consigo una cosa así.

-Hace mucha ilusión poder dar una sorpresa como ésta -dijo el joven-, aunque no me atrevería a hacerlo en muchas casas; pero tratándose de mi familia pensé que podía permitírmelo todo.

La expresión «mi familia» hizo que su padre le dirigiera una mirada de viva complacencia. Emma se convenció plenamente de que el joven sabía cómo hacerse agradable; y esta convicción se robusteció oyéndole hablar más. Hizo muchos elogios de Randalls, la consideró como una casa admirablemente ordenada, apenas quiso conceder que era pequeña, elogió su situación, el camino de Highbury, el propio Highbury, Hartfield todavía más, y aseguró que siempre había sentido por la comarca el interés que sólo puede despertar la tierra propia, y que siempre había sentido una enorme curiosidad por visitarla. Por la mente de Emma cruzó suspicazmente la idea de que era extraño que hubiese tardado tanto tiempo en poder cumplir este deseo; pero incluso si sus palabras no eran sinceras, resultaban gratas, y eran hábiles y oportunas. No daba la impresión de una persona afectada o amanerada. Lo cierto es que su entusiasmo parecía totalmente sincero.

 

En general, el tema de la conversación fue el normal entre personas que acaban de conocerse. Él le preguntó si montaba a caballo, si le gustaba pasear por el campo, si tenía muchos amigos por aquellos contornos, si estaba satisfecha de la vida social que podía proporcionarles un pueblo como Highbury -«He visto que hay casas preciosas por estos alrededores»-, si había bailes, si celebraban reuniones de carácter musical...

Pero una vez satisfecha su curiosidad acerca de todos esos puntos, y cuando su conversación se hizo ya un poco más íntima, el joven se las ingenió para encontrar la oportunidad, mientras sus padres conversaban solos aparte, para hablar de su madrastra y hacer de ella los mayores elogios, declarándose un gran admirador suyo, y diciendo que le profesaba tanta gratitud por la felicidad que había proporcionado a su padre y por la cálida acogida que le había dis-pensado a él, que venía a constituir una prueba más de que sabía cómo agradar... y de que sin duda consideraba que valía la pena intentar atraérsela. Sin embargo, sus elogios nunca rebasaron lo que Emma sabía que la señora Weston merecía sobradamente; pero claro está que él tampoco podía saber demasiado acerca de ella. Lo que sabía era que sus palabras iban a ser agradables; pero no podía estar seguro de muchas cosas más.

-La boda de mi padre -dijo- ha sido una de sus decisiones más afortunadas; todos sus amigos deben alegrarse; y la familia gracias a la cual ha sido posible esta gran suerte para mí siempre será merecedora de la mayor gratitud.

Casi llegó a agradecer a Emma los méritos de la señorita Taylor, aunque sin dar la impresión de que olvidara completamente, que, en buena lógica, era más natural suponer que había sido la señorita Taylor quien había formado el carácter de la señorita Woodhouse que la señorita Voodhouse el de la señorita Taylor. Y por fin, como decidiéndose a justificar su criterio atendiendo a todos y cada uno de los aspectos de la cuestión, manifestó su asombro por la juventud y la belleza de su madrastra.

-Yo suponía -dijo- que se trataba de una dama elegante y de maneras distinguidas; pero confieso que en el mejor de los casos no esperaba' que fuese más que una mujer de cierta edad todavía de buen ver; no sabía que la señora Weston era una joven tan linda.

-A mi entender -dijo Emma- exagera usted un poco al encontrar tantas perfecciones en la señora Weston; si descubriera usted que tiene dieciocho años, no dejaría de darle la razón; pero estoy segura de que ella se enojaría con usted si supiese que le dedica frases como ésas. Procure que no se entere de que habla de ella como de una joven tan linda.

-Espero que sabré ser discreto -replicó-; no, puede usted estar segura (y al decir esto hizo una galante reverencia) de que hablando con la señora Weston sabré a quién poder elogiar sin correr el riesgo de que se me considere exagerado o inoportuno.

Emma se preguntó si las mismas suposiciones que ella se había hecho acerca de las consecuencias que podía traer el que los dos se conocieran, y que habían llegado a adueñarse tan completamente de su espíritu, habían cruzado alguna vez por la mente de él; y si sus cumplidos debían interpretarse como muestras de aquiescencia o como una especie de desafío. Tenía que conocerle más a fondo para saber qué es lo que se proponía; por el momento lo único que podía decir era que sus palabras le eran agradables.

No tenía la menor duda de los proyectos que el señor Weston había estado forjando sobre todo aquello. Había sorprendido una y otra vez su penetrante mirada fija en ellos con expresión complacida; e incluso cuando él decidía no mirar, Emma estaba segura de que a menudo debía de estar escuchando.

El que su padre fuera totalmente ajeno a cualquier idea de ese tipo, el que fuese absolutamente incapaz de hacer tales suposiciones o de tener tales sospechas, era ya un hecho más tranquilizador. Por fortuna estaba tan lejos de aprobar su matrimonio como de preverlo... Aunque siempre ponía reparos a todas las bodas, nunca sufría de antemano por el temor de que llegara este momento; parecía como si no fuese capaz de pensar tan mal de dos personas, fueran cuales fuesen, suponiendo que pretendían casarse, hasta que hubieran pruebas concluyentes contra ellas. Emma bendecía aquella ceguera tan favorable. En aquellos momentos, sin tener que preocuparse por ninguna conjetura poco grata, sin llegar a adivinar en el futuro ninguna posible traición por parte de su huésped, daba libre curso a su cortesía espontánea y cordial, interesándose vivamente por los problemas de alojamiento que había tenido Frank Churchill durante su viaje -con molestias tan penosas como el dormir dos noches en camino-, preguntando ansiosamente sí era cierto que no se había resfriado... lo cual, a pesar de todo, él no consideraría totalmente seguro hasta después de haber pasado otra noche.

Había transcurrido ya un tiempo razonable para la visita, y el señor Weston se levantó para irse.

-Ya es hora de que me vaya. Tengo que pasar por la hostería de la Corona para hablar de un heno que necesito, y la señora Weston me ha hecho muchísimos encargos para la tienda de Ford; pero no es preciso que me acompañe nadie.

Su hijo, demasiado bien educado para recoger la insinuación, también se levantó inmediatamente diciendo:

-Mientras te ocupas de todos esos asuntos, yo aprovecharía la ocasión para hacer una visita que tengo que hacer un día u otro, y por lo tanto puedo quedar bien hoy mismo. Tuve el gusto de conocer a un vecino suyo -volviéndose hacia Emma-, una señora que vive en Highbury, o por aquí cerca; una familia cuyo nombre es Fairfax. Supongo que no tendré dificultad en encontrar la casa; aun-que creo que no se apellidan Fairfax propiamente... es algo así como Barnes o Bates. ¿Conoce usted alguna familia que se llame así?

-¡Ya lo creo! -exclamó su padre- ; la señora Bates... cuando pasamos por delante de su casa vi que la señorita Bates estaba asomada a la ventana. Cierto, cierto que conoces a la señorita Fairfax; me acuerdo que la conociste en Weymouth, y es una muchacha excelente. Sobre todo no dejes de visitarla.

-No es necesario que vaya a visitarles esta misma mañana -dijo el joven-; puedo ir cualquier otro día; pero en Weymouth nos hicimos tan amigos que...