Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

-Sí... parece ser que todo depende exclusivamente del mal humor de la señora Churchill, que imagino que es la cosa más segura del mundo.

-Querida Emma -replicó la señora Weston, sonriendo-, ¿qué seguridad puede haber en un capricho?

Y volviéndose hacia Isabella, que antes no había estado atendiendo a la conversación, añadió:

-Debe usted saber, mi querida señora Knightley, que en mi opinión no podemos estar tan seguros ni muchísimo menos de poder tener con nosotros al señor Frank Churchill, como piensa su padre. Depende exclusivamente del buen o mal humor y del capricho de su tía; en resumen, de si ella quiere o no. Entre nosotras, porque estamos como entre hermanas y puede decirse la verdad: la señora Churchill manda en Enscombe, y es una mujer de un carácter caprichosísimo; y el que su sobrino venga aquí depende de que esté dispuesta a prescindir de él por unos días.

-¡Oh, la señora Churchill! Todo el mundo conoce a la señora Churchill -replicó Isabella-; y yo por mi parte siempre que pienso en ese pobre muchacho me inspira una gran compasión. Vivir constantemente con una persona de mal carácter debe de ser horrible. Eso es algo que afortunadamente ninguno de nosotros conoce por experiencia; pero tiene que ser una vida espantosa. ¡Qué suerte que esa mujer nunca haya tenido hijos! ¡Pobres criaturas, qué desgraciados los hubiera hecho!

Emma hubiese querido estar a solas con la señora Weston. De este modo se hubiese enterado de más cosas; la señora Weston le hubiera hablado con una franqueza que nunca se atrevería a emplear delante de Isabella; y estaba segura de que no le hubiera ocultado casi nada referente a los Churchill, exceptuando sus proyectos sobre el joven de los que instintivamente presumía ya algo gracias a su imaginación. Pero allí no podía decirse nada más. El señor Woodhouse no tardó en ir a reunirse con ellas en la sala de estar. Permanecer durante mucho rato sentado a la mesa después de comer era una penitencia que no podía soportar. Ni el vino ni la conversación lograron retenerle; y se dispuso alegremente a reunirse con las personas con las que siempre se encontraba a gusto.

Y mientras él hablaba con Isabella, Emma tuvo oportunidad de decir a su amiga:

-De modo que no crees que esta visita de tu hijo sea segura ni mucho menos. Lo siento. Sea cuando fuere, la presentación tiene que ser un poco violenta. Y cuanto antes se termine con eso mejor.

-Sí; y cada aplazamiento hace temer que vengan otros. Incluso si esa familia, los Braithwaites, aplazan otra vez su visita, aún temo que puedan encontrar alguna otra excusa y tengamos una nueva decepción. No puedo imaginarme que haya ningún obstáculo por parte de él; pero estoy segura de que los Churchill tienen un gran interés en retenerle a su lado. Tienen celos. Estás celosos incluso del afecto que siente por su padre. En resumen, que no tengo ninguna seguridad de que venga, y preferiría que el señor Weston no se entusiasmara tanto con esta idea.

-Debería venir -dijo Emma-. Aunque sólo pudiera estar con vosotros un par de días, debería venir; casi es difícil imaginarse un joven de su edad que no pueda ni siquiera hacer eso. Una joven, si cae en malas manos, puede ser apartada y alejada de aquellas personas con las que ella desearía estar; pero es inconcebible que un hombre esté tan supeditado a sus parientes como para no poder pasar una semana con su padre si lo desea.

-Para saber lo que él puede o no puede hacer -replicó la señora Weston-deberíamos estar en Enscombe y conocer la vida de la familia. Quizá fuera eso lo que deberíamos hacer siempre antes de juzgar el proceder de cualquier persona de cualquier familia; pero estoy segura de que lo que ocurre en Enscombe no puede juzgarse de acuerdo con normas generales... ¡Es una mujer tan antojadiza! Y todo depende de ella...

-Pero quiere mucho a su sobrino: es su preferido, ¿no? Ahora bien, de acuerdo con la idea que yo tengo de la señora Churchill, sería más natural que mientras ella no hace ningún sacrificio por el bienestar de su marido, a quien se lo debe todo, se dejara gobernar con frecuencia por su sobrino, a quien no debe nada en absoluto, aun sin dejar de hacerle víctima de sus constantes caprichos.

-Mi querida Emma, tienes un carácter demasiado dulce para comprender a alguien que lo tiene muy malo, y poder fijar las leyes de su conducta; déjala que sea como quiera. De lo que yo no dudo es de que en ocasiones su sobrino ejerce sobre ella una considerable influencia; pero puede ocurrir que a él le sea totalmente imposible saber de antemano cuándo podrá ejercerla.

Emma escuchaba, y luego dijo fríamente: -No me convenceré a menos que venga.

-En ciertas cuestiones puede tener mucha influencia - siguió diciendo la señora Weston -y en otras muy poca; y entre estas últimas que están fuera de su alcance, es más que probable que figure eso de ahora de poder separarse de ellos para venir a visitarnos.

CAPÍTULO XV

El señor Woodhouse no tardó en reclamar su té; y cuando lo hubo bebido se mostró dispuesto a regresar a su casa; y lo único que consiguieron las tres mujeres que estaban con él fue distraerle, haciéndole olvidar que era ya tarde, hasta que hicieron su aparición los demás hombres. El señor Weston era una persona habladora y jovial, y muy poco amiga de dejar ir a sus invitados a una hora demasiado temprana; pero por fin todos fueron pasando a la sala de estar.

El señor Elton, que parecía de muy buen humor, fue uno de los primeros que dejó el comedor por el salón. La señora Weston y Emma estaban sentadas en el sofá, una al lado de la otra. Él inmediatamente se les acercó y casi sin pedirles permiso se sentó entre ambas.

Emma, que estaba también de buen humor por la noticia de la inminente llegada del señor Frank Churchill, estaba dispuesta a olvidar lo enojosamente inoportuno que había sido el señor Elton y a mostrarse con él tan atenta como al principio, y cuando Harriet se convirtió en el primer tema de conversación, se dipuso a escucharle con la más cordial de sus sonrisas.

El señor Elton se mostró muy inquieto acerca del estado de su linda amiga...

su linda, adorable, simpática amiga.

-¿Sabe usted algo nuevo? ¿Ha tenido alguna noticia de ella desde que estamos en Randalls? Estoy muy intranquilo... tengo que confesar que esta enfermedad suya me alarma muchísimo...

Y en este tono siguió hablando durante un buen rato, muy en su punto, sin esperar que le contestaran, realmente preocupado por aquel dolor de garganta tan maligno; y así llegó a captarse de nuevo todas las simpatías de Emma.

Pero poco a poco la cosa degeneró en algo distinto; de pronto dio la impresión de que si estaba tan preocupado por la malignidad de aquel dolor de garganta era más por Emma que por Harriet ... que más que el que la enferma se recuperase de su mal, le inquietaba el que éste no fuera contagioso. Rogó encarecidamente a Emma que se abstuviera de visitar a su amiga, por lo menos por ahora... insistiendo en que le prometiese a él que no se expondría a aquel peligro hasta que él hubiese hablado con el señor Perry y conociera la opinión del médico; y aunque Emma intentó tomárselo a broma, y hacer que la cuestión volviera a sus cauces normales, no hubo modo de poner fin a su extremada solicitud por ella. Se sentía molesta. Era manifiesto -y él no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo- que hacía como si estuviera enamorado de ella, en vez de estarlo de Harriet; una muestra de inconstancia, que de ser verdad, resultaba la cosa más despreciable y abominable del mundo. Y a Emma le costaba esfuerzos conservar la calma. El señor Elton se volvió hacia la señora Weston para implorar su ayuda.

-Ayúdeme, se lo suplico; ¿me ayudará usted a convencer a la señorita Woodhouse de que no vaya a casa de la señora Goddard hasta que tengamos la seguridad de que la enfermedad de la señorita Smith no es contagiosa? No estaré tranquilo hasta que no me prometa que no va a ir allí... ¿No quiere usted usar de su influencia para conseguir arrancarle a la señorita Woodhouse esta promesa? ¡Tanto como se preocupa por los demás -siguió diciendo- y tan poco que se cuida de sí misma! Quería que esta noche me quedara en casa para cuidarme un resfriado, y ahora no quiere prometerme que no se expondrá a contagiarse una peligrosa inflamación de garganta... ¿Le parece razonable ese proceder, señora Weston? Juzgue usted misma. ¿No tengo cierto derecho a quejarme? Estoy seguro de que es usted demasiado comprensiva para no ayudarme en esta empresa.

Emma vio la sorpresa de la señora Weston y comprendió que ésta debía de ser mayúscula ante aquellas frases, que por su sentido y por la manera en que se habían dicho hacían suponer que el señor Elton se atribuía más derecho que nadie a interesarse por ella; y en cuanto a ella misma estaba demasiado encolerizada y ofendida para poder decir algo sobre la cuestión. Lo único que hizo fue mirarle fijamente; una mirada que creyó bastaría para devolverle el buen juicio; y luego, levantándose del sofá fue a sentarse en una silla al lado de su hermana, dedicando a ésta toda su atención.

Pero Emma no tuvo ocasión de observar el efecto que producía en el señor Elton aquel desaire, ya que inmediatamente la atención de todos se concentró en otro asunto; ya que el señor John Knightley entró en la estancia, después de haber estado observando el tiempo que hacía, y les espetó la noticia de que todo estaba cubierto de nieve y de que aún seguía nevando copiosamente entre violentas ráfagas de viento; y concluyó con estas palabras dirigidas al señor Woodhouse:

-Será un comienzo muy animado para la primera de sus visitas de este invierno. Algo nuevo para su cochero y los caballos tener que abrirse paso en medio de una tormenta de nieve.

 

La consternación había vuelto silencioso al pobre señor Woodhouse; pero todos los demás tenían algo que decir. Unos estaban asustados, otros no, pero todos tenían alguna pregunta que hacer o algún consuelo que ofrecer. La señora Weston y Emma intentaron animarle por todos los medios, distrayendo su atención de las palabras de su yerno, que seguía implacable en son de triunfo:

-Yo estaba admirado de su valentía -dijo- al arriesgarse a salir con un tiempo así, porque por supuesto que ya veía usted que no iba a tardar mucho en nevar. Todo el mundo veía que estaba a punto de desatarse un temporal de nieve. Su valor ha sido admirable; y confío en que podremos volver a casa sanos y salvos. Aunque nieve durante una o dos horas más, no creo que los caminos se pongan intransitables; y tenemos dos coches; si uno vuelca en el descampado del prado comunal, siempre podemos recurrir al otro. Confío en que antes de medianoche todos estaremos de regreso en Hartfield sanos y salvos.

El señor Weston, también triunfalmente, pero por otros motivos, confesaba que ya hacía rato que se había dado cuenta de que estaba nevando, pero que si no había dicho nada había sido para no intranquilizar al señor Woodhouse, que así hubiera tenido una excusa para irse en seguida. En cuanto a lo de que hubiera caído o estuviera a punto de caer tanta nieve que impidiera su regreso, no era más que una broma; lo que temía era que no encontraran dificultades para regresar. Lo que él deseaba era que los caminos fuesen impracticables para poder retenerlos a todos en Randalls; y con buena voluntad estaba seguro de que se encontraría acomodo para todo el mundo; y dijo a su esposa que suponía que estaba de acuerdo con él en que, con un poco de ingenio, podía alojarse a todo el mundo, lo cual ella lo cierto es que no sabía cómo iba a conseguirse, ya que sabía que en la casa no había más que dos habitaciones sobrantes.

-¿Qué vamos a hacer, querida Emma... qué vamos a hacer? -fue la primera exclamación del señor Woodhouse, y todo lo que pudo decir por un buen rato.

Miró a su hija, como en demanda de auxilio; y cuando ésta le tranquilizó recordándole lo buenos que eran los caballos, la pericia de James y la confianza que debía inspirarle tener a tantos amigos a su alrededor, le reanimaron un poco.

El susto de su hija mayor fue semejante al suyo. El horror de quedar bloqueados en Randalls mientras sus hijos estaban en Hartfield dominó su imaginación; y pensando que los caminos serían sólo transitables para gente muy decidida, pero en un estado que no admitía más demora, propuso rápidamente que su padre y Emma se quedaran en Randalls, mientras ella y su esposo se pusieran en marcha inmediatamente desafiando todas las posibles acumulaciones de nieve y temporales que pudieran salirles al paso.

-Me parece, querido, que lo mejor que podríamos hacer es que guiaras tú mismo el coche -dijo- ; estoy segura de que ese modo conseguiremos llegar a casa si salimos ahora mismo; y si tropezamos con algún obstáculo insuperable, yo puedo bajar y seguir andando. No tengo ningún miedo. No me importaría ir andando la mitad del camino. Cuando llegáramos a casa me cambiaría los zapatos; ya sabes que eso es una cosa que no me da frío.

-¿De veras? -replicó su marido-. Entonces, mi querida Isabella, eso es lo más extraordinario del mundo, porque en general todo te da frío. ¡Ir andando hasta casa...! Pues me parece que llevas buen calzado para volver andando. Ni los caballos creo que puedan llegar.

Isabella se volvió hacia la señora Weston con la esperanza que aprobara su plan. La señora Weston no podía por menos de aprobarlo. Isabella entonces se volvió hacia Emma; pero Emma no se resignaba del todo a abandonar la esperanza de que todos pudieran irse; y estaban aún discutiendo la cuestión cuando el señor Knightley, que había salido de la estancia inmediatamente después de que su hermano hubiera dado las primeras noticias acerca de la nieve, regresó y les dijo que había salido para examinar de cerca la situación y que podía asegurarles que no había la menor dificultad de que regresaran a sus casas cuando quisieran, entonces o al cabo de una hora. Había ido hasta más allá de la verja y habían andado un trecho del camino en dirección a Highbury...

en los lugares de mayor espesor la nieve no pasaba de media pulgada de grosor... en muchos lugares apenas había nieve suficiente para blanquear la tierra; en aquellos momentos caían unos cuantos copos, pero las nubes se estaban dispersando y todo parecía anunciar que la tormenta no tardaría en cesar. Había estado hablando con los cocheros y ambos estuvieron de acuerdo con él en que no había nada que temer.

Estas noticias fueron un gran alivio para Isabella, como lo fueron también para Emma, principalmente a causa de su padre, quien inmediatamente se tranquilizó todo lo que se lo permitieron sus nervios; pero la alarma que se había producido no le permitía seguir sintiéndose a gusto mientras continuara en Randalls. Estaba convencido de que por el momento no había ningún peligro en regresar a su casa, pero nadie podía convencerle de que no había ningún peligro en seguir allí; y mientras unos y otros seguían discutiendo sus respectivas opiniones, el señor Knightley y Emma resolvieron el caso en unas pocas frases escuetas:

-Su padre no estará tranquilo; ¿por qué no se van ustedes? -Yo estoy dispuesta si los otros me siguen.

-¿Quiere que llame a los criados? -Sí, por favor.

Sonó la campanilla y se dieron órdenes para que se dispusieran los coches. Al cabo de unos minutos Emma pensó con alivio que no tardarían en dejar en su casa al fastidioso acompañante que había tenido aquella noche -tal vez allí recuperaría la sensatez y la serenidad- , mientras que su cuñado volvería a su estado normal de calma y equilibrio una vez terminada aquella ardua visita.

Llegaron los coches; y el señor Woodhouse, siempre la persona más solícitamente cuidada en tales ocasiones, fue acompañado hasta el suyo por el señor Knightley y el señor Weston; pero nada de lo que uno y otro le dijeron pudo evitar que volviera a asustarse un poco al ver la nieve que había caído y al darse cuenta de que la noche era mucho más oscura de lo que él había supuesto.

-Me temo que vamos a tener un mal viaje de regreso. No quisiera que la pobre Isabella se asustase. Y la pobre Emma, que vendrá en el coche de atrás. No sé qué es lo mejor que podríamos hacer. Los dos coches tendrían que ir tan cerca el uno del otro como fuera posible.

Hablaron con James y le ordenaron que fuera muy despacio y que esperara al otro coche.

Isabella subió detrás de su padre; John Knightley, olvidando que él no pertenecía a aquel grupo, subió con toda naturalidad detrás de su esposa; de modo que Emma se encontró escoltada y seguida hasta el segundo coche por el señor Elton, dándose cuenta de que la puerta iba a cerrarse tras ellos y de que iban a hacer el viaje solos. Antes de que se despertaran las sospechas de aquella noche con el fastidioso incidente de poco antes, a Emma el viaje le hubiera resultado agradable; ella le hubiera hablado de Harriet, y los tres cuartos de milla le hubieran parecido apenas un cuarto. Pero ahora hubiera preferido que la situación hubiese sido otra. Tenía la impresión de que su acompañante había abusado del excelente vino del señor Weston, y tenía la seguridad de que no dejaría de decir necedades impertinentes.

Para imponerle el máximo respeto posible con la frialdad de sus modales, se dispuso inmediatamente a hablarle con extremada calma y seriedad del tiempo y de la noche; pero apenas había empezado, apenas habían traspuesto la verja en pos del otro coche, cuando el señor Elton le quitó la palabra de la boca, le cogió la mano, solicitó su atención y empezó a declararle su apasionado amor; aprovechando aquella oportunidad inmejorable, le manifestó «sentimientos que debían de ser ya bien conocidos de ella», su esperanza, su temor, su adoración... Estaba dispuesto a morir si ella le rechazaba...; pero confiaba en que lo profundo de su afecto, lo insuperado de su amor, lo ardiente de su pasión, tenían que encontrar cierta correspondencia en ella, y, en resumen, le proponía que le aceptase formalmente tan pronto como fuera posible. Así estaban las cosas. Sin ningún escrúpulo, sin ninguna excusa, sin que al parecer se sintiera responsable de la menor infidelidad, el señor Elton, el enamorado de Harriet, estaba declarándose a Emma. Ésta intentó pararle los pies; pero fue en vano; él estaba dispuesto a seguir adelante y a decirlo todo. A pesar de lo enojada que estaba, al pensar en la situación en que se veía le hizo contenerse al responderle. Pensaba que por lo menos la mitad de aquella locura debía atribuirse a la embriaguez, y que por lo tanto era de esperar que fuese algo pasajero. Así, en un tono entre grave y burlón que confiaba sería más adecuado para su turbio estado mental, replicó:

-Me asombra usted, señor Elton. ¿Es a mí a quien se dirige usted? Se está usted confundiendo... me está tomando por mi amiga... si tiene algún recado para la señorita Smith, se lo transmitiré muy gustosa; pero, por favor, recuerde que yo no soy ella.

-¿La señorita Smith? ¿Un recado para la señorita Smith? ¿Qué quiere usted decir?

Y repetía las palabras de ella con tal convicción, dando muestras de tal estupor, que Emma no pudo por menos que replicar con viveza:

-Señor Elton, su proceder es totalmente inexplicable. Y sólo puedo justificarlo de un modo: no está usted en su sano juicio; de lo contrario no me hablaría de esta manera, ni aludiría a Harriet como acaba de hacerlo. Domínese y no diga nada más, y yo intentaré olvidar sus palabras.

Pero el vino que había bebido el señor Elton le había dado ánimos, pero no le había enturbiado la cabeza. Sabía perfectamente lo que estaba diciendo; y después de protestar con vehemencia, considerando como altamente ofensivas las sospechas de Emma, y de aludir aunque muy de pasada al respeto que le merecía la señorita Smith... aunque afirmando que no podía por menos de asombrarse de que se la mencionase en aquellos momentos, volvió a insistir sobre su gran amor, apremiando a la joven para que le diese una respuesta favorable.

Emma se iba dando cuenta de que las palabras de su interlocutor más que a la embriaguez eran debidas a la inconstancia y a la presunción; y haciendo ya menos esfuerzos para ser cortés, replicó:

-Ya me es imposible seguir dudando. Se ha manifestado usted tal cual es. Señor Elton, no encuentro palabras para expresar mi asombro. Después de su proceder, del que yo he sido testigo, durante este último mes, respecto a la señorita Smith... después de las atenciones que yo he visto día a día, como usted le prodigaba... dirigirse a mí con estas pretensiones, le aseguro que me parece una falta de formalidad que nunca hubiera creído posible en usted. Créame que no puedo estar más lejos de congratularme de ser el objeto de su interés.

-¡Santo Cielo! -exclamó el señor Elton-. Pero ¿qué quiere usted decir con esto? ¡La señorita Smith! En ningún momento de mi vida he pensado en la señorita Smith... jamás le he prestado la menor atención... a no ser como amiga de usted; nunca he manifestado el menor interés por ella excepto por el hecho de ser amiga de usted. Si ella ha creído otra cosa, han sido sus propias ilusiones las que la han engañado, y yo lo lamento mucho... muchísimo. Pero la verdad es que la señorita Smith... ¡Oh, señorita Woodhouse! ¿Quién puede pensar en la señorita Smith cuando se tiene cerca a la señorita Woodhouse? No, le doy mi palabra de honor de que no se trata de una falta de formalidad. Yo sólo he pensado en usted. Le aseguro que nunca he prestado la menor atención a nadie más. Desde hace ya muchas semanas, todo lo que yo hacía o decía no tenía otro objeto que manifestar mi adoración por usted. ¡No puede usted ponerlo en duda! ¡No!... -en un tono que pretendía ser insinuante- y estoy seguro de que usted se ha dado cuenta de ello y me ha comprendido...

Sería imposible describir cuáles eran los sentimientos de Emma al escuchar todo esto... que le producía una enojosa sensación de disgusto y contrariedad. Quedó demasiado abrumada para poder darle una respuesta inmediata, y la breve pausa de silencio que siguió dio nuevos ánimos al exaltado señor Elton, quien intentó volver a cogerle la mano mientras exclamaba jubilosamente:

-¡Encantadora señorita Woodhouse! Permítame que interprete este significativo silencio, con el que usted reconoce que hace ya mucho tiempo que me había comprendido.

-¡No! -exclamó Emma-. Este silencio no reconoce semejante cosa. No sólo no he podido estar más lejos de comprenderle a usted, sino que hasta este mismo momento había estado completamente equivocaba respecto a sus intenciones. Y por lo que a mí se refiere, lamento muchísimo que haya estado alimentando esas esperanzas... Porque nada podía ser más contrario a mis deseos... El afecto que demostraba tener a mi amiga Harriet... el modo en que le hacía la corte (por lo menos así lo parecía), me causaban un gran placer, y le deseaba de todo corazón el mayor éxito; pero si hubiera supuesto que lo que le atraía en Hartfield no era ella, inmediatamente hubiera pensado que se equivocaba usted al visitarnos con tanta frecuencia. ¿Tengo que creer que jamás ha sentido usted ningún interés particular por la señorita Smith? ¿Que nunca ha pensado seriamente en ella?

 

-¡Nunca! -exclamó él, sintiéndose ofendido a su vez-; nunca, se lo aseguro. ¡Yo, pensar seriamente en la señorita Smith! La señorita Smith es una joven excelente; y me alegraría mucho verla bien casada. Yo le deseo toda clase de venturas; y sin duda hay hombres que no tendrían nada que objetar a... Pero no creo que esté a mi altura; me parece que puedo aspirar a algo mejor. ¡No tengo porqué pensar que no voy a poder casarme con alguien de mi misma posición como para tener que dirigirme a la señorita Smith! No... mis visitas a Hartfield no tenían otro objetivo que usted; y como allí se me alentaba...

-¿Que se le alentaba? ¿Que yo le alentaba? Me temo que se haya usted equivocado por completo al suponer semejante cosa. Yo sólo le consideraba como un admirador de mi amiga. Bajo cualquier otro punto de vista, no hubiera podido ser usted más que un conocido como cualquier otro. Lo lamento muy de veras; pero es mejor que se haya aclarado este error. De haber continuado como hasta ahora la señorita Smith hubiera podido llegar a interpretar mal sus intenciones; probablemente sin advertir, como tampoco lo había advertido yo, la gran desigualdad a la que usted da tanta importancia. Pero, una vez aclarado el asunto, todo se reduce a una decepción por parte de usted, que, confío, no durará mucho. Por el momento no tengo la menor intención de casarme.

Él estaba demasiado enojado para contestar; y el tono de Emma había sido demasiado cortante para invitar a nuevas súplicas; y ambos irritados y ofendidos, y profundamente molestos el uno con el otro, tuvieron que seguir juntos durante unos minutos más, ya que los temores del señor Woodhouse les obligaban a ir a un paso muy lento. De no haber estado tan encolerizados, la situación hubiese sido muy embarazosa, pero la intensidad de sus emociones no daba lugar a los pequeños zigs-zags de este estado de ánimo. El coche enfiló el callejón de la Vicaría y se detuvo, y ellos inesperadamente se encontraron delante de la puerta de la casa del señor Elton, quien bajó sin pronunciar ni una palabra... A Emma le pareció indispensable desearle buenas noches; y él se limitó a corresponder a la cortesía fría y orgullosamente; y la joven, presa de una indescriptible turbación, siguió su camino hasta Hartfield.

Allí fue acogida con grandes muestras de alegría por su padre, quien temblaba de miedo al pensar en los peligros que podía representar el que viniera sola desde el callejón de la Vicaría... y el doblar aquella esquina cuya sola idea le horrorizaba... y todo ello con el coche conducido por manos extrañas... por un cochero cualquiera... no por James; y pareció como si todos esperaran su regreso para que todo empezara a marchar perfectamente; ya que el señor John Knightley, avergonzado de su mal humor de antes, ahora se deshacía en amabilidades y atenciones; mostrándose particularmente solícito con su suegro, hasta el punto de parecer-ya que no dispuesto a tomar con él un bol de avenate- por lo menos totalmente comprensivo respecto a las grandes virtudes de esta bebida; y así fue cómo el día concluyó en paz y sosiego para toda la familia, excepto para Emma... que se hallaba tan turbada y nerviosa que tuvo que hacer un gran esfuerzo por mostrarse alegre y fingir que prestaba atención a lo que se decía; hasta que al llegar la hora en que como de costumbre todos se retiraron a descansar, pudo permitirse el alivio de reflexionar con calma.

CAPÍTULO XVI

Una vez rizado el cabello y despedida la criada, Emma se puso a meditar en sus desventuras... ¡La verdad es que todo había salido mal! Todos sus planes deshechos, todas sus esperanzas frustradas ¡y de qué modo! ¡Qué golpe para Harriet! Eso era lo peor de todo. Todas las circunstancias de aquella cuestión eran penosas y humillantes por un motivo u otro; pero comparándolo con el mal que se había hecho a Harriet, lo demás carecía de importancia; y Emma hubiera aceptado gustosa haberse equivocado aún más -haberse hundido aún más en el error-, tenerse que reprochar una falta de criterio aún mayor, con tal de que ella fuera la única que pagase por sus torpezas.

-Si yo no hubiese convencido a Harriet para que se inclinara hacia él, ahora me sería más fácil sobrellevarlo todo. Él quizás hubiera redoblado sus pretensiones respecto a mí... pero ¡pobre Harriet!

¡Cómo podía haber estado tan ciega! Y él aseguraba que nunca había pensado seriamente en Harriet... ¡nunca! Intentó recapitular lo ocurrido en aquellas semanas; pero todo lo veía confuso. Supuso que tenía una idea fija y que había hecho que todo lo demás se acomodara a su prejuicio. Sin embargo, el modo de comportarse del señor Elton forzosamente tenía que haber sido ambiguo, incierto, poco claro, o de lo contrario ella no hubiera podido equivocarse tanto.

¡El cuadro! ¡Cómo se había interesado por aquel cuadro! ¡Y la charada! Y cien detalles más...; ¡todos parecían apuntar tan claramente a Harriet...! Desde luego que la charada con aquello del «ingenio»... aunque por otra parte lo de los «dulces ojos»... El hecho era que aquello podía decirse de cualquiera; era un embrollo de mal gusto y sin gracia. ¿Quién hubiera podido sacar algo en claro de aquella tontería tan insípida?

Claro está que a menudo, sobre todo últimamente, Emma había notado que sus modales para con ella eran innecesariamente galantes; pero lo había considerado como una rareza suya, como una de sus exageraciones, una muestra más de su falta de tacto, de buen gusto, una prueba más de que no siempre había alternado con la mejor sociedad; que a pesar de lo cortés de su trato a veces ignoraba lo que era la verdadera distinción; pero hasta aquel mismo día, nunca ni por un momento había imaginado que todo aquello significaba algo más que un respeto agradecido como amiga de Harriet.

Debía al señor John Knightley el primer vislumbre de la verdadera situación, la primera noticia de que aquello era posible. Era innegable que ambos hermanos tenían el juicio muy dato. Recordaba lo que el señor Knightley le había dicho en cierta ocasión acerca del señor Elton, la prudencia que le había aconsejado, la seguridad que tenía de que el señor Elton no renunciaría a una boda ventajosa; y Emma se sonrojaba al pensar que aquellas opiniones demostraban un conocimiento mucho mayor del carácter de aquella persona que a lo que ella había llegado. Era algo terriblemente mortificante; pero el señor Elton en muchos aspectos demostraba ser todo lo contrario de lo que ella había creído; orgulloso, arrogante, lleno de vanidad; muy convencido de sus propias excelencias, y muy poco preocupado por los sentimientos de los demás.

Contrariamente a lo que suele ocurrir, el señor Elton al querer rendir homenaje a Emma había perdido toda estimación ante los ojos de la joven. Su declaración de amor y sus proposiciones no le sirvieron de nada. Ella no se sintió halagada por esta predilección, y sus pretensiones le ofendieron. El señor Elton quería hacer una boda ventajosa y tenía el atrevimiento de poner los ojos en ella, de fingir que estaba enamorado; pero de lo que estaba totalmente segura es de que su decepción no sería muy profunda, ni había por qué preocuparse por ella. Ni en sus palabras ni en su manera de actuar había verdadero afecto. Gran abundancia de suspiros y de palabras bonitas; pero Emma apenas podía concebir expresiones, un tono de voz que tuviesen menos que ver con el amor verdadero. No tenía por qué preocuparse por compadecerle. Lo único que él quería era medrar y enriquecerse; y si la señorita Woodhouse de Hartfield, la heredera de treinta mil libras anuales de renta, no era tan fácil de conseguir como él había imaginado, no tardaría en probar fortuna con otra joven que sólo tuviera veinte mil, o diez mil.