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100 Clásicos de la Literatura

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—¿No te he dicho que no resistirías?

—Quiero emborracharme… —dijo Quilón, alargando la mano temblorosa hacia un vaso de vino; pero no pudo llevarlo a sus labios.

Viendo esto Vestinio tomó el vaso y luego, acercándose al griego, le preguntó con aire lleno de curiosidad y de temor:

—¿Te persiguen, acaso, las Furias? ¿Eh?…

El viejo le miró breves instantes con la boca abierta, como si no comprendiera lo que había dicho el otro. Vestinio repitió entonces:

—¿Te están persiguiendo las Furias?

—No —contestó Quilón—; pero tengo delante de mí a la noche.

—¿Qué dices? ¿La noche?… ¡Que los dioses tengan piedad de ti! ¿De qué noche me estás hablando?

—De una noche terrible, impenetrable, en la que veo algo que se mueve, que viene hacia mí, algo que no conozco y me da miedo.

—Yo siempre he creído que son unos hechiceros. ¿Sueñas?

—No, porque no duermo. Jamás creía que serían castigados así.

—¿Lo sientes por ellos?

—¿Por qué derramar tanta sangre? ¿No has oído lo que dijo uno desde la cruz? ¡Ay de vosotros!

—Sí, lo he oído —contestó Vestinio en voz baja—. ¡Pero ellos son incendiarios!

—¡No es verdad!

—Y enemigos de la raza humana.

—¡No es verdad!

—Y envenenadores de las aguas.

—¡No es verdad!

—Y asesinos de niños.

—¡No es verdad!

—¿Cómo? —preguntó Vestinio lleno de asombro—. ¡Tú mismo lo has dicho y los has entregado en manos de Tigelino!

—Por eso es por lo que la noche me rodea y la muerte viene hacia mí. Por momentos creo que, en realidad, ya he muerto, y también vosotros.

—¡No! Son ellos los que están muriendo; nosotros estamos vivos. Pero dime: ¿qué es lo que ven al morir?

—Ven a Cristo.

—Su Dios. Y dime; ¿es poderoso ese Dios?

Quilón, en vez de contestar, hizo esta pregunta:

—¿Qué clase de antorchas van a arder en los jardines? ¿Oíste las palabras del César?

—Las he oído, y sé de qué se trata. Esas antorchas se llaman Sarmentitii y Semaxii. Se preparan envolviendo a los hombres en túnicas dolorosas empapadas de resina y atándolos a postes, a los que se pega fuego a continuación. ¡Quiera el Dios de los cristianos no mandar nuevas desventuras sobre la ciudad!… Semaxii! Ésa es una terrible pena.

—Prefiero presenciar ese castigo, pues en él siquiera no hay efusiones de sangre —contestó Quilón—. Manda que un esclavo me acerque el vaso a los labios. Quiero beber, pero derramo el vino, porque me tiembla la mano a causa de mis años…

Entretanto, otros augustanos hablaban también acerca de los cristianos. El viejo Domicio Afer se estaba burlando de ellos:

—Son tan numerosos —decía—, que bien podrían promover una guerra civil, y tened presente que ha llegado, en ocasiones, a temerse que se armara. Pero mueren como ovejas.

—¡Que intenten morir de otra manera! —dijo Tigelino. A eso replicó Petronio:

—Os equivocáis. Ellos se arman.

—¿De qué?

—De paciencia.

—Es una nueva clase de arma.

—Ciertamente. Mas ¿podéis decir vosotros que los cristianos mueren como delincuentes vulgares? ¡No! Mueren como si los criminales no fuesen ellos, sino quienes los han condenado a muerte; es decir, nosotros y todo el pueblo romano.

—¡Qué absurdo! —dijo Tigelino.

—Hic abdera —contestó Petronio.

Pero muchos, sorprendidos ante la justicia de la observación del árbitro, se miraron unos a otros con asombro y repitieron:

—¡Es cierto! Hay algo notable y extraño en su muerte.

—¡Os digo que ven a su divinidad! —exclamó Vestinio.

Entonces, algunos augustanos se volvieron a Quilón y le preguntaron:

—¡Eh viejo! Tú que los conoces bien, dinos, ¿qué ven?

El griego escupió el vino sobre su túnica y respondió:

—¡La resurrección!…

Y empezó a temblar de tal manera, que los augustanos que le rodeaban se echaron a reír ruidosamente.

XXV

Durante algunos días estuvo el joven tribuno pasando las noches fuera de su casa.

Petronio pensó que tal vez hubiera ideado un nuevo plan y estuviese consagrando sus esfuerzos para libertar a Ligia de la cárcel del Esquilino; pero no le preguntaba nada por temor a traerle mala suerte. Porque este escéptico, tan exquisito, había llegado en cierto modo a convertirse en un supersticioso.

Desde el momento en que no había conseguido sacar a Ligia de la prisión Mamertina había perdido la fe en su buena estrella. Por otra parte, no contaba tampoco, esta vez, con el buen éxito de las tentativas de Vinicio.

La prisión del Esquilino, improvisada apresuradamente en los sótanos de las casas que habían sido derribadas para cortar el fuego, no era, en verdad, tan terrible como el viejo Tullianum cercano al Capitolio, pero se hallaba cien veces mejor custodiada.

Petronio comprendía perfectamente que Ligia había sido conducida allí tan sólo para sustraerla a la muerte, a fin de que no escapase al anfiteatro. Y, por lo mismo, era fácil adivinar que la custodiarían allí como a las niñas de sus ojos.

«Seguramente —le decía— el César y Tigelino la han reservado para algún espectáculo especial, más horrendo que los anteriores; y Vinicio tiene ahora más probabilidades de perderse que de salvar a Ligia».

También Vinicio había abandonado la esperanza de rescatarla. Sólo Cristo podía conseguirlo. Y el joven tribuno pensaba sólo en los medios que pudieran permitirle ver a Ligia en su prisión.

Por espacio de algún tiempo, la idea de que Nazario había logrado penetrar en la cárcel Mamertina en calidad de conductor de cadáveres no le había dado tregua, hasta que, al fin, se decidió a intentar ese mismo procedimiento.

Sobornado por una inmensa cantidad de dinero el vigilante de las fosas pútridas, le admitió por fin entre los sirvientes, a quienes mandaba por la noche en busca de cadáveres.

El peligro de que Vinicio fuera reconocido no era, en realidad, probable. Le protegían contra ese peligro las sombras de la noche, su traje de esclavo y la escasa luz de la prisión. Además, ¿quién habría de pensar que un patricio, nieto e hijo de cónsules, pudiera encontrarse entre los sirvientes encargados de los cadáveres y expuesto a los hedores de los calabozos y de las fosas pútridas?

Y empezó para Vinicio una faena a la que ciertos hombres se veían obligados tan sólo por su esclavitud o por la necesidad extrema.

Cuando llegó la noche anhelada vistió con alegría su tosco traje de sepulturero, se cubrió la cabeza con un paño empapado en trementina, y con el corazón palpitante de ansiedad, se dirigió, en compañía de otros, al Esquilino para ocuparse de un trabajo al que sólo acudían esclavos u hombres que se hallaran en la mayor miseria.

La guardia pretoriana los dejó pasar, pues todos llevaban en regla sus tesserae, que fueron examinados por un centurión a la luz de una lamparilla. Al cabo de pocos momentos se abrieron ante ellos las grandes puertas de hierro y entraron.

Luego se encontró Vinicio en un amplio sótano abovedado, del que pasaron a otros. Unos cirios, que daban muy poca luz, alumbraban el interior de cada uno de dichos sótanos, que estaban llenos de gente.

Algunos de los presos yacían pegados junto a la muralla, entregados al sueño, muertos quizá. Otros se hallaban alrededor de grandes vasijas llenas de agua que había en el centro, de las que bebían con el ansia de los que se ven atormentados por la fiebre. Otros se hallaban sentados en el suelo, con los codos apoyados sobre las rodillas y las cabezas en las manos. Y aquí y allí, niños durmiendo en el regazo de sus madres. Por todas partes se escuchaban gemidos, respiraciones fatigosas o aceleradas de enfermos, llantos, murmullo de plegarias, himnos a media voz y maldiciones de los guardianes.

En la prisión reinaba un ambiente pútrido debido a los cadáveres y a la gente. Y, en medio de su tétrica penumbra, se distinguía un enjambre de sombras oscuras. Más cerca, junto a las débiles luces oscilantes, se veían rostros pálidos, aterrorizados, hambrientos y cadavéricos, con ojos apagados por la debilidad o brillantes por la fiebre, con labios amoratados, frentes por las que corría el sudor y cabellos viscosos. En las esquinas, unos enfermos deliraban a voces, otros pedían agua o gritaban que se los condujese pronto a la muerte.

Y, sin embargo, aquella prisión era menos terrible que el antiguo Tullianum.

Ante aquel espectáculo, a Vinicio se le doblaron las rodillas y sintió que le faltaba el aliento. Al pensar que Ligia se hallaba en medio de tanta miseria y tanto infortunio se le erizaban los cabellos y ahogó en su pecho un grito de desesperación.

El anfiteatro, las garras de las fieras, la cruz, cualquier cosa era preferible a esas horribles mazmorras, llenas de olor a cadáver, a esos sitios espantosos, en donde por todas partes se oían suplicantes voces que gritaban:

—¡Llévennos a la muerte!

Vinicio se hincó las uñas en las palmas de las manos, pues sentía que las fuerzas y la presencia de ánimo le iban abandonando. Todo lo que hasta entonces había sentido, todo su amor y toda su amargura se veían ahora transformados en un único deseo: el de la muerte.

En aquel momento sintió a su lado la voz del vigilante de las fosas pútridas, que decía:

—¿Cuántos cadáveres tenéis hoy?

—Como una docena —contestó el guardián de la prisión—; pero habrá más antes del amanecer, pues algunos están agonizando junto a las paredes.

Y comenzó a quejarse de las mujeres, que ocultaban a sus hijos muertos a fin de conservarlos más tiempo a su lado y que no fuesen arrojados a las fosas pútridas.

 

—Nos vemos obligados a descubrir los cadáveres primero por el olor, y así este aire, tan viciado ya, se vuelve cada vez más infecto. Preferiría —añadió— ser esclavo en alguna prisión rural que seguir custodiando a estos perros, que aquí se están pudriendo en vida…

El vigilante de la fosa común intentó consolarle diciéndole que él mismo no tenía un oficio menos duro.

Mientras hablaban, Vinicio volvió a la realidad y empezó a registrar apresuradamente el subterráneo buscando a Ligia con la vista, temeroso, entretanto, de no encontrarla ya viva.

Algunos sótanos se hallaban comunicados por medio de pasadizos recientemente hechos, y los conductores de cadáveres entraban sólo en las prisiones en donde había muertos que recoger. Se apoderó entonces de Vinicio el temor de que aquel privilegio que había alcanzado después de tantos esfuerzos y tentativas fuera a resultar inútil. Felizmente, su jefe vino en su auxilio.

—Es necesario sacar a los muertos inmediatamente, si no queréis vosotros morir también junto con los presos —dijo—. La infección cunde más por medio de los cadáveres.

—Somos tan sólo diez individuos para todos los sótanos —respondió el guardián—, y tenemos que dormir.

—Dejaré aquí a cuatro de mis hombres, que recorrerán los sótanos durante la noche, a fin de recoger a todos los que vayan muriendo.

—Si haces eso, beberemos juntos mañana. Sólo que es necesario someter todo cadáver a la prueba; hemos recibido la orden de atravesar el cuello de cada uno antes de mandarlos a las fosas pútridas.

—Muy bien, pero beberemos juntos —dijo el vigilante.

Luego escogió cuatro hombres, y a Vinicio entre ellos, y se llevó a los demás para que le ayudaran a colocar los cadáveres en sus féretros.

Vinicio respiró por fin. Ahora, por lo menos, estaba seguro de hallar a Ligia.

Empezó por examinar cuidadosamente el primer sótano. Registró hasta los ángulos oscuros adonde no llegaba la luz de la lamparilla.

Contempló a los que dormían junto a las paredes envueltos en burdos trajes, notando de paso que los enfermos de gravedad eran arrastrados a un apartado rincón. Pero Ligia no se hallaba en ninguna parte. En el segundo y en el tercero su pesquisa fue igualmente infructuosa.

Entretanto, era avanzada la hora y todos los cadáveres habían sido ya extraídos. Los guardianes, instalados en los corredores que comunicaban entre sí los sótanos, dormían; los niños, cansados de llorar, callaban; nada se escuchaba ya, sino la respiración anhelante de aquellos pechos enfermos, y aquí y allá un murmullo de oraciones.

Vinicio se adelantó con su lamparilla en la mano hasta el cuarto sótano, que era considerablemente más pequeño.

Levantó la luz, empezó a examinarlo y, de pronto, se estremeció, porque le parecía ver, cerca de una abertura enrejada que había en el muro, las gigantescas formas de Urso.

Entonces, apagando su lamparilla y acercándose a él, dijo:

—¿Estás ahí, Urso?

—¿Quién eres? —preguntó.

El gigante volvió la cabeza.

—¿No me conoces?

—¿Cómo he de conocerte si has apagado la luz?

Pero en este instante vio el joven tribuno a Ligia recostada cerca de la pared y envuelta en un manto. Así pues, sin decir una palabra más, se arrodilló junto a ella. Urso le reconoció entonces, y dijo:

—¡Loado sea Dios! Mas no la despiertes, señor.

Vinicio, de rodillas a su lado, la contemplaba a través de las lágrimas. A pesar de la oscuridad distinguió su rostro —que le pareció tan pálido como el alabastro—, y sus enflaquecidos brazos. Y, a la vista de la joven, se apoderó de él un amor semejante a un dolor desgarrador que agitaba su alma hasta lo más recóndito, pero al mismo tiempo tan lleno de piedad, de respeto y de adoración, que, sin poder contenerse, se inclinó al suelo y llevó a sus labios la orla del manto en el que descansaba aquella cabeza, para él más amada que nada en el mundo.

Urso contempló largo tiempo a Vinicio en silencio; mas al fin, tirando de su túnica, le preguntó:

—Señor, ¿cómo has entrado? ¿Vienes a salvarla?

El joven se levantó entonces, y, después de luchar por espacio de algunos momentos con la emoción que le agitaba, dijo:

—Indícame el medio.

—Creí que lo habías encontrado tú, señor. Solamente uno se me ha venido a la cabeza.

Y, al decir esto, se volvió hacia el enrejado que cubría la abertura de la muralla, y, como si se contestara a sí mismo, agregó:

—Por allí…, pero allí hay soldados…

—Un centenar de pretorianos.

—Entonces, ¿no podríamos pasar?

—¡No!

El ligio se restregó la frente con las manos y preguntó de nuevo:

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Tengo una tessera de entrada, que me ha dado el vigilante de las fosas pútridas.

De pronto se calló como si una idea hubiera pasado por su cerebro en ese instante, y dijo con precipitada entonación:

—¡Por la Pasión del Redentor! ¡Ya he encontrado! Me quedo en su lugar. Que tome ella mi tessera; puede envolverse la cabeza con un trapo, echarse un manto sobre los hombros y pasar. Entre los esclavos que transportan cadáveres hay varios muchachos de poca edad; así pues, los pretorianos no han de reparar en el cambio, y, una vez que ella se encuentre en casa de Petronio, él la salvará.

Pero el ligio dejó caer sobre el pecho la cabeza y dijo con desaliento:

—Ella no consentirá, porque te ama; y, además, está enferma e imposibilitada para levantarse. Si ni tú ni el noble Petronio habéis podido libertarla de la prisión, ¿quién podrá? —dijo al cabo de algunos instantes.

—Solamente Cristo.

Y ambos guardaron silencio.

«Cristo ha podido salvar a todos los cristianos —pensó el ligio en lo íntimo de su sencillo pecho—; mas, puesto que no los salva, claro está que ha llegado la hora del martirio y de la muerte».

Y aceptaba para sí muerte y martirio, pero le daba pena hasta en lo más profundo del alma aquella niña que había crecido en sus brazos y a quien amaba más que a su propia existencia.

Vinicio se arrodilló de nuevo junto a Ligia.

Y, a través del enrejado de la muralla, penetraron unos débiles rayos de luna que iluminaron la estancia mejor que la lamparilla que ardía a la entrada.

Ligia abrió entonces los ojos y dijo, posando en el brazo del joven sus manos ardientes:

—Te veo, Marco. Sabía que vendrías.

Vinicio le tomó las manos, que oprimió contra su frente y su corazón; levantó su cabeza y la retuvo contra el pecho.

—He venido, amada mía —le dijo—. ¡Que Cristo te guarde y te liberte, Ligia adorada!…

Y no pudo hablar más porque en su pecho el corazón era presa de una honda agitación de congoja y de amor, y él no quería manifestar pena en su presencia.

—Marco, estoy enferma —dijo Ligia—, y debo perecer, o en la arena o en la cárcel. ¡He orado tanto al Señor pidiéndole que me dejara verte antes de morir! ¡Y has venido!… Cristo me ha escuchado…

Vinicio, incapaz aún de articular una sola palabra, seguía estrechándola contra su pecho.

Ella continuó así:

—Ya te vi a través de la ventana del Tullianum. Sabía que querías venir. Y ahora el Redentor me ha concedido un momento de lucidez a fin de que podamos darnos el adiós supremo. ¡Me voy hacia Él, Marco, pero te amo y te amaré siempre!

Vinicio pudo al fin dominarse; ahogó su dolor y empezó a hablar con voz a la que se esforzó por dar serenidad.

—No, querida mía, tú no morirás —le dijo—. El apóstol me ordenó que tuviera fe y me prometió que rogaría por ti. El conoció a Cristo; Cristo le amó y no querrá desoír su plegaria… Si tú hubieras de morir, Pedro no me habría mandado que tuviera confianza; pero él me dijo: «¡Ten fe!». ¡No, Lisia!, Cristo tendrá compasión de mí… Él no quiere tu muerte. Él no la permitirá… Te juro por el nombre del Redentor que Pedro está orando por ti.

Sucedió un momento de silencio; la única lamparilla que pendía sobre la puerta de entrada se acababa de extinguir, pero por la ventana penetraban los rayos de la luna. En el ángulo opuesto del sótano un niño gimió y luego calló. Desde fuera venían las voces de los pretorianos, quienes, después de haber hecho su turno de servicio, jugaban al pie de la muralla al scriptae duodecim.

—¡Oh Marco! —replicó Ligia—. El mismo Cristo dijo a su Padre: «Aparta de mis labios ese amargo cáliz»; y, sin embargo, lo apuró. El mismo Cristo pereció en la cruz y millares de seguidores están ahora muriendo por él. ¿Por qué, entonces, había de exceptuarme a mí? ¿Quién soy yo, Marco? Al propio Pedro le he oído decir que él también moriría en tortura. ¿Quién soy yo comparada con él? Cuando los pretorianos fueron en busca de nosotros tuve miedo a la tortura y a la muerte, pero ahora ya no las temo. Mira qué terrible prisión es ésta, pero yo me voy al Cielo. Piensa que el César está aquí, pero allá está el Redentor, bueno y misericordioso. Allá no hay tortura ni muerte. Tú me amas; piensa, entonces, qué feliz voy a ser. ¡Oh amado Marco! ¡Piensa que allí nos reuniremos!

Aquí se detuvo para tomar aliento con su pecho enfermo, y, llevando a los labios las manos del joven, dijo:

—¡Marco!

—¿Qué, amada mía?

—No llores por mí. Ten esto presente: allí estaremos juntos. Bien poco tiempo he vivido; pero Dios me dio tu alma. Diré, pues, a Cristo, que, al morir yo, tú estabas cerca de mí, presenciando mi muerte, y que aun cuando ella te causó dolor, tú no blasfemaste contra El, acataste su voluntad y seguiste amándole siempre. Y le amarás, y sufrirás con paciencia mi muerte, ¿no es así? Porque Él ha de unirnos allá. ¡Te amo y deseo estar contigo en el Cielo!…

Faltó de nuevo el aliento a la joven, y dijo luego, con voz casi imperceptible:

—¡Júrame esto, Marco!

Vinicio la abrazó temblando, y dijo:

—¡Por tu adorada cabeza, lo juro!…

Y su rostro se iluminó al triste fulgor de la luna, y una vez más llevó a sus labios la mano de Vinicio, y susurró:

—¡Soy tu esposa!…

Del otro lado del muro los pretorianos que estaban jugando al scriptae duodecim discutían fuertemente; pero Vinicio y Ligia se habían olvidado de la prisión, de los guardias y del mundo entero, y sintiéndose un alma parecida a la de los ángeles, comenzaron a rezar.

XXVI

Por espacio de tres días, mejor dicho, de tres noches, nada turbó su paz.

Una vez terminada la faena diaria de la cárcel, que consistía en separar los muertos de los vivos y a los gravemente enfermos de los que lo estaban menos, y una vez que los fatigados guardianes se iban a dormir a los corredores, el joven tribuno entraba en el sótano de Ligia y permanecía con ella hasta que las luces del alba asomaban por entre las rejas. La joven apoyaba su cabeza en el pecho de Vinicio y ambos hablaban en voz baja del amor y de la muerte.

Involuntariamente, sus pensamientos, palabras, deseos y esperanzas iban, insensiblemente, desprendiéndose cada vez más de la existencia, y perdían hasta la noción de ella. Eran ahora como dos navegantes que, habiendo abandonado las playas de su patria en un barco y no viendo ya la orilla, se iban hundiendo poco a poco en el infinito. Se habían ido transformando paulatinamente en dos almas tristes y gemelas íntimamente unidas por un recíproco amor, ligadas, al propio tiempo, a Cristo y prontas para emprender el vuelo.

Sólo por momentos había en el corazón de Vinicio vuelcos de dolor que semejaban torbellinos. Otras veces se advertían en él llamaradas que cruzaban como relámpagos de esperanza, nacidas de su amor y de la fe en el Dios crucificado; pero luego se desprendían más y más de la tierra cada día y se entregaban a la muerte.

Por la mañana, cuando salía de la prisión y veía el mundo, la ciudad, sus conocidos y los asuntos de la vida, creía estar soñando. Todo le parecía entonces extraño, distante, vano y confuso. La tortura misma ya no le atemorizaba porque presentía que era una cosa que mientras se estuviera pasando por ella, el espíritu se hallaría abismado en otras ideas y la vista fija en otras perspectivas.

Les parecía a ambos que la eternidad había ya empezado a envolverlos. Y hablaban del amor, de cómo se amarían y de cómo vivirían juntos, pero más allá de la tumba; y si a intervalos tornaban a la tierra sus pensamientos, eran éstos como los de dos personas que van a emprender un largo viaje y que se preocupan de hacer los preparativos para el camino. Además, los rodeaba un silencio tal, como si se hallaran en medio de un desierto, como dos solitarias columnas apartadas del mundo y olvidadas.

 

Su único anhelo se cifraba en que no los separase Cristo; y como cada instante que pasaba los fortalecía en esta convicción, el amor de ambos hacia Él se convertía en un firme eslabón que los unía en una infinita ventura y una paz eterna.

Aunque se hallaban todavía en el mundo, cada día parecían desprenderse más del polvo terrenal. Y sus almas se hallaban puras como lágrimas. Bajo la amenaza de la muerte y del terror, en medio de la amargura y el sufrimiento, en el fondo de aquel antro sombrío, se había abierto el cielo para ambos, pues ella había tomado a Vinicio de la mano y le había conducido como un ángel salvador hacia la fuente de la vida eterna.

Petronio se asombraba al ver en el semblante de Vinicio una tranquilidad cada día mayor y unos extraños reflejos que jamás había advertido en él antes. Por momentos llegaba a conjeturar que Vinicio había encontrado, al fin, algún medio de salvar a Ligia, y se sentía mortificado al ver que el joven no le había confesado sus esperanzas. Por último, incapaz de contenerse por más tiempo, le dijo:

—Ahora tienes otro aspecto; no trates de ocultarme tus secretos, pues bien sabes que quiero, y quizá pueda, ayudarte. ¿Has dispuesto algo?

—Sí —contestó Vinicio—; pero tú no puedes ayudarme. Después de su muerte, confesaré públicamente que soy cristiano e iré a reunirme con ella.

—Entonces, ¿ya no abrigas ninguna esperanza?

—Por el contrario, las abrigo todas. Cristo me dará a Ligia y ya no nos separaremos jamás.

Petronio empezó a pasearse por el atrium con una expresión de desilusión e impaciencia en el rostro, y luego dijo:

—Tu Cristo no hace falta para eso; el Thanatos nuestro puede prestar el mismo servicio.

Sonrió Vinicio tristemente, y dijo:

—No, querido, tú no quieres comprender.

—Ni quiero, ni puedo —respondió Petronio—. No son éstos momentos adecuados para la discusión; pero ¿te acuerdas de lo libertarla del Tullianum? Yo perdí entonces toda la esperanza, y cuando volvimos a casa, tú replicaste: «Pero yo creo que Cristo puede restituírmela». Que te la restituya, entonces. Si yo arrojo al mar un vaso de valor, ninguno de nuestros dioses tiene el poder suficiente para devolvérmelo; pero si el vuestro no es mejor, no veo por qué tendría yo que tributarle mayor homenaje que a los demás.

—Pero Él me la restituirá —dijo Vinicio.

Petronio se encogió de hombros y preguntó:

—¿Sabes que los cristianos van a iluminar los jardines del César mañana?

—¿Mañana? —repitió Vinicio.

Y presintiendo aquella cercana y tremenda realidad, sintió que el corazón se le estremecía de angustia y de temor.

Pensó que acaso sería ésta la última noche que pasaba al lado de Ligia.

Y despidiéndose entonces de Petronio, se dirigió apresuradamente en busca del vigilante de las fosas pútridas, a fin de pedirle su tessera. Pero le aguardaba una contrariedad: el vigilante no le dio la tessera.

—Perdóname, señor —le dijo—; he hecho por ti cuanto me ha sido posible, pero ahora no debo arriesgar mi vida. Esta noche los cristianos serán llevados a los jardines del César; los calabozos estarán llenos de soldados y oficiales. Si llegasen a reconocerte, mis hijos y yo estaríamos perdidos.

Vinicio comprendió que era inútil insistir. No obstante, abrigaba la esperanza de que los soldados que antes le habían visto entrar le admitirían sin presentar el pase. Así pues, llegada la noche, se disfrazó como de costumbre, con la túnica de sepulturero, atándose un paño alrededor de la cabeza, y se encaminó a la prisión.

Pero aquel día las tesserae fueron examinadas con mayor escrupulosidad que de ordinario; y lo que todavía fue peor, el centurión Escivino, soldado muy severo y que pertenecía al César en cuerpo y alma, reconoció a Vinicio. Pero, evidentemente, en su pecho de hierro brillaba todavía una chispa de compasión por el infortunio. Porque, en vez de golpear con su lanza el escudo en son de alarma, condujo aparte a Vinicio y le dijo:

—Señor, vuelve a tu casa. Te he reconocido; pero como no quiero tu ruina, guardaré silencio. No me es posible dejarte pasar; vuelve, pues, por donde has venido y quieran los dioses suavizar tu dolor.

—No puedes permitirme la entrada —dijo Vinicio—, pero déjame, entonces, quedar aquí siquiera y ver a quiénes llevan fuera de la prisión.

—No se opone a eso mi consigna —exclamó Escivino.

Vinicio permaneció entonces delante de la puerta y aguardó.

A eso de medianoche se abrió de par en par aquella puerta y por ella salieron gran número de presos: hombres, mujeres y niños. Los rodeaban pretorianos armados.

La noche estaba muy clara, de modo que no solamente podían distinguirle las formas, sino también hasta los semblantes de aquellos desgraciados. Iban en filas de dos individuos, formando una larga y triste procesión, en medio de un silencio interrumpido tan sólo por el ruido de las armas. Y eran tantos, que se habría creído que iban a quedar vacíos los sótanos del Esquilino.

Entre los que formaban la última fila, Vinicio vio distintamente a Glauco, el médico, pero Ligia y Urso no se hallaban entre los condenados.

XXVII

No había oscurecido aún y ya las primeras oleadas de gente acudían a los jardines del César.

Las multitudes, vestidas con trajes de fiesta, coronadas de flores, alegres, algunos ya ebrios, llegaban cantando, para ver el nuevo y magnífico espectáculo que se les preparaba.

En la Vía Tecta, el puente Emilio, la ribera opuesta del Tíber, la Vía Triunfal, los alrededores del circo de Nerón y, más lejos aún, en las inmediaciones del monte Vaticano, se oían, los gritos de: Semaxii! Sarmentitii!

En Roma se había presenciado antes el espectáculo de hombres quemados en postes, pero jamás se había visto un número tan considerable de víctimas. El César y Tigelino, en su deseo de terminar de una vez con los cristianos, y también a fin de evitar el contagio que desde las prisiones empezaba a propagarse ya por la ciudad, habían dado orden de vaciar todos los sótanos dejando en ellos tan sólo una docena de individuos destinados al espectáculo final. Así pues, una vez que las multitudes hubieron atravesado los umbrales de los jardines cesáreos, quedaron mudas de asombro. Todas las calles principales y laterales que había en medio de espesas arboledas y a lo largo de prados y florestas, piscinas, campos y plazas floridas, estaban llenas de postes revestidos de una capa de pez y a los que se había atado a los cristianos.

En los puntos más elevados, en donde los árboles no ocultaban la vista, se levantaban hileras de estos postes, decorados con flores, mirto y hiedra, que se extendían en la distancia, hasta el punto de que mientras los más cercanos semejaban mástiles de buques, los que estaban colocados a mayor distancia parecían tirsos o lanzas de colores.

Su número había desbordado las esperanzas de la multitud. Se diría que una nación entera estaba allí atada a aquellos pilares para entretenimiento de Roma y de su César.

La multitud de espectadores iba deteniéndose delante de algunos postes, cuando la edad o el sexo de la víctima despertaban su curiosidad. Entonces miraban los rostros, las coronas y las guirnaldas de hiedra y proseguían su paseo de inspección, preguntándose, llenos de sorpresa:

«¿Cómo es posible que haya habido tantos criminales, ni cómo concebir que tiernos niños, apenas capaces de caminar, hubieran puesto fuego a Roma?».

Y del asombro pasaban, por grados, al temor.

Entretanto, había oscurecido ya y empezaban a brillar las estrellas en el firmamento.

Cerca de cada uno de los condenados se colocó un esclavo, antorcha en mano, y cuando se dejó oír en varios puntos del jardín el toque de trompetas, por el que se anunciaba que iba a comenzar el espectáculo, cada uno de los esclavos pegó fuego al pie del poste con la antorcha que llevaba. La paja, oculta bajo las flores y empapada en pez, ardió con una brillante llama, que fue aumentando por grados, llegó luego hasta la hiedra y, ascendiendo enseguida, empezó a abrasar los pies de las víctimas.