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100 Clásicos de la Literatura

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Así pues, cuando Teresias le anunció que había un hombre dispuesto a encontrarla, se apresuró a encaminarse a la casa de Petronio, y apenas le hubo saludado comenzó a hacerle preguntas sobre el hombre en cuestión.

—Ahora le vamos a ver —dijo Petronio—; se trata de un conocido de Eunice, que ahora mismo va a venir a colocar los pliegues de mi toga y nos dará sobre él informes más precisos.

—¿La que ayer querías regalarme?

—Sí, la que ayer rechazaste, por lo que te estoy agradecido, pues es la mejor vestiplica de toda la ciudad.

Apenas dicho esto, en efecto, llegó la vestiplica, y cogiendo la toga, que se hallaba doblada sobre una silla con incrustaciones de marfil, la desplegó para echarla sobre los hombros de Petronio. Tenía el rostro luminoso, apacible, y en sus ojos brillaba la alegría. Petronio la observó y le pareció muy bella. Después de algunos instantes, cuando le cubrió con la toga y empezó a colocársela, inclinándose algunas veces para alargar los pliegues, se dio cuenta de que sus brazos poseían un maravilloso color rosa pálido y su seno y sus hombros reflejos de nácar o de alabastro.

—Eunice —dijo—, ¿está aquí el hombre de quien hablaste ayer a Teresias?

—Está, señor.

—¿Cómo se llama?

—Quilón Quilónides, señor.

—¿Quién es?

—Un médico, un sabio y un adivino que predice los destinos humanos y vaticina el porvenir.

—¿Te ha adivinado el porvenir?

—Sí, señor.

—¿Y qué te ha predicho?

—Que el dolor y la felicidad me saldrían al encuentro.

—Ayer hallaste el dolor, en manos de Teresias, y ahora debería llegarte la felicidad.

—Ya ha llegado, señor.

—¿Cómo?

Ella murmuró en voz baja:

—Me he quedado.

Petronio colocó su mano sobre su dorada cabeza.

—Hoy me has colocado muy bien los pliegues y estoy contento de ti, Eunice.

Al sentir ella su contacto, sus ojos se cubrieron de una niebla de felicidad y su pecho comenzó a agitarse rápidamente.

Petronio y Vinicio pasaron al atrium, donde los aguardaba Quilón Quilónides, que al verlos les hizo una profunda reverencia. A los labios de Petronio asomó una sonrisa al pensar en la suposición que había efectuado el día anterior, de que pudiera ser aquel hombre el amante de Eunice.

El individuo que se hallaba ante ellos no podía ser el amante de nadie. En aquella extraña figura se hallaban entremezclados lo repugnante y lo grotesco. No era viejo: en su sucia barba y su pelo rizado se advertían algunas canas. Tenía hundido el vientre y era cargado de hombros, de manera que al primer golpe de vista parecía jorobado. Sobre aquella especie de joroba se alzaba una cabeza grande con un rostro a la vez de mono y zorro y de mirada penetrante. Su tez amarillenta estaba salpicada de granos, y su nariz, totalmente cubierta de ellos, parecía indicar una afición especial a la botella. Su descuidado traje, compuesto de una oscura túnica tejida con lana de cabra, y un manto de lo mismo lleno de agujeros eran indicio de una pobreza real o simulada. A su vista, acudió a la mente de Petronio el recuerdo del Tersites de Homero: así pues, contestando con un movimiento de la mano a su saludo, dijo:

—Salud, divino Tersites. ¿Qué tal los chichones con los que te obsequió Ulises en Troya, y qué hace él ahora en los Campos Elíseos?

—Noble señor —contestó Quilón Quilónides—, el más sabio de los muertos envía por mi conducto un saludo y un ruego al más sabio de los vivos, y es que recubra mis chichones con un manto nuevo.

—¡Por Hécate Triformis! —exclamó Petronio—. Esta respuesta bien merece un manto…

Mas Vinicio interrumpió impaciente esta conversación, preguntando bruscamente:

—¿Sabes con exactitud de lo que te vas a encargar?

—Cuando dos familias de dos nobles casas no hablan de otra cosa y Roma entera repite la noticia, no es difícil saberla —contestó Quilón—. Ayer por la noche fue raptada una doncella que había sido criada en casa de Aulo, cuyo nombre es Ligia, mejor dicho, Calina, y que tus esclavos conducían del palacio del César a tu insula. Yo, en cambio, me comprometo a hallarla en la ciudad, y en el caso poco probable de que hubiera salido de ella, a indicarte, noble tribuno, adónde ha huido y en qué lugar se oculta.

—Bueno —dijo Vinicio, a quien agradó la precisión de esta respuesta—. ¿Qué medios posees para ello?

Quilón sonrió astutamente.

—Los medios los posees tú, señor; yo sólo tengo el ingenio. Petronio sonrió también, ya que estaba plenamente satisfecho de su huésped.

«Este hombre es capaz de encontrar a la joven», pensó. Entretanto, Vinicio frunció el ceño y dijo:

—Desgraciado, si llegas a engañarme por codicia, ordenaré que te maten a palos.

—Soy filósofo, señor, y un filósofo no puede desear la recompensa que con tal magnanimidad acabas de prometerme.

—¡Ah! ¿Eres filósofo? —preguntó Petronio—. Eunice me había dicho que eras médico y adivino. ¿De dónde conoces a Eunice?

—Acudió en demanda de mi consejo, porque mi fama había llegado a sus oídos.

—¿Qué remedio buscaba?

—Para el amor, señor; quería curarse de un amor no correspondido.

—¿Y conseguiste curarla?

—Hice algo más, señor, ya que le entregué el amuleto que asegura la reciprocidad. En Pafos, en Chipre, hay un templo, ¡oh señor!, en el cual se conserva un cinturón de Venus. Le he dado dos hilos procedentes de ese cinturón encerrados en una cáscara de almendra.

—¿Y te hiciste pagar bien por ello?

—La reciprocidad en el amor jamás se paga suficientemente, y yo, como carezco de dedos en mi mano derecha, estoy juntando dinero para comprar un esclavo que escriba mis pensamientos y se conserve así mi sabiduría para la Humanidad.

—¿A qué escuela perteneces, divino sabio?

—Señor, soy cínico porque llevo un manto agujereado; estoico, porque soporto la pobreza con paciencia, y peripatético, porque al no poseer litera voy a pie de una tienda de vinos a otra, y en el camino enseño a todo aquel que promete pagarme con un jarro de vino.

—Y ante el jarro, ¿te vuelves retórico?

—Heráclito dijo: «Todo es fluido». ¿Y acaso podrías tú negar, señor, que el vino es fluido?

—Y declaró también que el fuego era una divinidad, luego la divinidad irradia de tu nariz.

—Pero el divino Diógenes de Apolonia proclamaba que la esencia de las cosas es el aire, luego cuanto más templado sea el aire, más perfecto vuelve a los seres, y de los más calientes proceden las almas de los sabios. Y como los otoños son fríos, un sabio legítimo debería calentar su alma en vino. Porque tampoco puedes negar, señor, que un jarro, aun cuando estuviera lleno del jugo que se produce en Capua o Telesia, es capaz de llevar calor a todos los huesos del perecedero cuerpo humano.

—Quilón Quilónides, ¿cuál es tu patria?

—Nací en el Ponto Euxino. Procedo de Mesembría.

—¡Oh Quilón, eres grande!

—Y desconocido —añadió el griego melancólicamente.

Mas Vinicio se impacientaba de nuevo ante la esperanza que otra vez brotaba en su alma. Hubiera querido que Quilón se hubiese puesto inmediatamente manos a la obra. Toda la conversación le parecía una pérdida de tiempo sin sentido, y estaba furioso con Petronio.

—¿Cuando vas a comenzar la búsqueda? —preguntó, dirigiéndose al griego.

—Ya la he comenzado —respondió Quilón—. Y aunque ahora estoy aquí contestando a tus amables preguntas, prosigo la investigación. Sólo te pido que tengas confianza, respetable tribuno; debes saber que si se te hubiera perdido el cordón de tu sandalia sería capaz de hallar ese cordón o a la persona que lo hubiera recogido en la calle.

—¿Te has prestado ya anteriormente para servicios de ese género? —preguntó Petronio.

El griego alzó los ojos.

—Hoy día estiman tan poco la virtud y la sabiduría, que hasta un filósofo se ve obligado a buscar otros medios de subsistencia.

—¿Cuáles son los tuyos?

—Saberlo todo y proporcionar noticias a aquellos que lo deseen.

—¿Y quién te paga por ello?

—¡Ah señor!, necesito comprarme un escriba. De otra manera mi sabiduría perecerá junto conmigo.

—Si hasta ahora no has logrado reunir la cantidad suficiente para comprarte un manto nuevo, tus servicios no deben de ser tan extraordinarios.

—Mi modestia me impide sacarlos a relucir. Pero ten presente, señor, que ya no existen aquellos bienhechores que tanto abundaban en otros tiempos, a quienes les resultaba igual de agradable llenar de oro a quien les prestara un servicio, que tragarse una ostra de Puzol. No es que mis servicios sean pequeños, sino que la gratitud de los hombres es pequeña. En ocasiones, cuando se escapa un esclavo de valor, ¿quién es el que le encuentra, sino el único hijo de mi padre? Si sobre las murallas aparecen inscripciones sobre la divina Popea, ¿quién es el que señala a los autores de ellas? ¿Quién es el que denuncia lo que se dice en casa de los caballeros y de los senadores? ¿Quién es el que lleva las cartas que no se quieren confiar a los esclavos? ¿Quién es el que se entera de lo que se habla en las puertas de las barberías, y para quien no tienen secretos los taberneros y los panaderos, y en quien confían los esclavos? ¿Quién es el que conoce a fondo cada casa desde el atrium hasta el jardín? ¿Quién es el que sabe dónde están todas las calles y conoce cada calleja y cada escondrijo? ¿Quién es el que está al corriente de lo que se dice en los baños, en el circo, en el mercado, en las escuelas de esgrima, en las ferias de esclavos y hasta en las arenas?

—Por los dioses. ¡Basta ya, noble sabio! —exclamó Petronio—, porque vamos a ahogarnos en tus servicios, en tus virtudes, en tu sabiduría y elocuencia. ¡Basta! Sólo queríamos saber quién eras y ya lo sabemos.

 

Pero Vinicio estaba satisfecho, pues pensaba que aquel hombre, igual que un sabueso puesto sobre la pista, no se detendría hasta haber descubierto el escondite.

—Bueno —dijo—, ¿no necesitas alguna indicación?

—Necesito armas.

—¿Qué clase de armas? —preguntó, asombrado, Vinicio.

El griego extendió una mano y con la otra hizo el ademán de contar dinero.

—Así son los tiempos, señor —dijo, suspirando.

—Entonces, eres el asno que quiere conquistar la fortaleza con la ayuda de sacos llenos de oro.

—Yo soy tan sólo un pobre filósofo, señor —respondió humildemente—; el oro lo tenéis vosotros.

Vinicio le arrojó una bolsa, que el griego cogió al vuelo, a pesar de faltarle realmente dos dedos de la mano derecha. Luego, levantando la cabeza, dijo:

—Señor, sé más de lo que tú te imaginas. No he venido aquí con las manos vacías. Sé que la doncella no fue raptada por Aulo, porque ya he hablado con sus sirvientes. Sé que no se encuentra en el Palatino, porque allí todos están ocupados con la enfermedad de la pequeña Augusta. Y es posible que adivine por qué para buscar a la muchacha recurres a mis servicios y no a los de los guardianes y los soldados del César. Sé que le facilitó la huida un esclavo procedente del mismo país que ella. No pudo encontrar ayuda entre los esclavos, porque todos ellos se mantienen unidos y no le hubieran prestado ayuda contra tus esclavos. Solamente sus correligionarios pudieron ayudarla.

—Escucha, Vinicio —interrumpió Petronio—. ¿No es eso, palabra por palabra, lo mismo que yo te he dicho?

—Ese es un honor para mí —dijo Quilón; y luego, dirigiéndose de nuevo a Vinicio, prosiguió—: Sin duda la doncella rinde culto a la misma divinidad que la más virtuosa de las romanas, la verdadera matrona, Pomponia. También he sabido que Pomponia Grecina fue juzgada en su propia casa por rendir culto a una especie de dios extranjero, mas no he logrado enterarme, por medio de sus esclavos, qué clase de dios era ése, y cómo se llamaban sus adeptos. Si consiguiera saberlo me iría con ellos, me convertiría en el más devoto de todos y me ganaría su confianza. Mas tú, señor, que como sé has pasado unos días en casa del noble Aulo, puedes darme algún informe más sobre ese particular.

—No puedo —dijo Vinicio.

—Me habéis interrogado largo tiempo sobre varias cosas, nobles señores, y yo he contestado a vuestras preguntas; permitidme ahora que yo, a mi vez, os haga una. ¿No has visto, honorable tribuno, ninguna pequeña estatua, ninguna ofrenda, ningún signo ni ningún amuleto que llevaran a tu divina Ligia? ¿No les has visto dibujar algunos signos comprensibles para ellas solas?

—¿Signos?… Aguarda… ¡Sí! Una vez vi a Ligia dibujar un pez sobre la arena.

—¿Un pez? ¡Ah! ¡Oh! ¿Lo hizo una sola vez o varias veces?

—Una sola vez.

—¿Y estás seguro, señor, de que fue un pez lo que dibujó? ¡Oh!

—Así es —contestó interesado Vinicio—. ¿Adivinas lo que significa?

—¿Que si adivino? —exclamó Quilón, e inclinándose en señal de despedida, añadió—: ¡Que la Fortuna derrame igualmente sobre ambos toda clase de presentes, dignos señores!

—Manda que te entreguen un manto —le dijo Petronio cuando se marchaba.

—Ulises te da las gracias en nombre de Tersites —contestó el griego.

E inclinándose por segunda vez salió.

—¿Qué dices de este noble sabio? —preguntó Petronio a Vinicio.

—Digo que encontrará a Ligia —exclamó Vinicio con alegría—; pero también digo que si existiera un reino de pícaros, podría ser su soberano.

—Sin duda alguna. He de intimar más de cerca con ese estoico. Pero entretanto ordenaré que perfumen el atrio.

Quilón Quilónides, mientras, se envolvía en su nuevo manto y oprimía con la mano debajo de los pliegues la bolsa recibida de Vinicio y se recreaba con su peso y su retintín. Atravesó el pórtico de Livia, y al llegar a la esquina de Clivus Virbius torció en dirección al Suburra.

«Debo ir a casa de Esporo —se dijo— y escanciar un poco de vino en honor de la Fortuna. He hallado al fin lo que durante tanto tiempo he buscado. Es joven, apasionado, espléndido como las minas de Chipre y dispuesto a entregar la mitad de su fortuna por aquel pardillo ligio. Sin embargo, hay que ser precavido, porque su ceño no me augura nada bueno. ¡Ah! Hoy gobiernan el mundo estos cachorros de lobo. Ese Petronio me inspira menos temor. ¡Oh dioses!, hoy día es más provechosa la tercería que la virtud. ¡Ah! ¿Conque te dibujó un pez sobre la arena? Si sé lo que significa, que me ahogue con un trozo de queso de cabra. Pero ya lo sabré. Como los peces viven debajo del agua, y buscar debajo del agua es más difícil que buscar sobre la tierra, ergo tendrá que pagarme el pez separadamente. Con otra bolsa como ésta podré arrojar estos andrajos de mendigo y comprarme un esclavo. ¿Mas qué me dirías, Quilón, si te aconsejara que compraras una esclava y no un esclavo?… ¡Te conozco! ¡Sé que consentirás!… Si fuera tan hermosa como Eunice, tú mismo te rejuvenecerías a su lado, y al mismo tiempo te proporcionaría una renta honrada y segura. Le he vendido a la pobre Eunice dos hilos de mi manto viejo. Es algo tonta; pero si Petronio me la ofreciera, la aceptaría… Sí, sí, Quilón, hijo de Quilón… Has perdido a tu padre y a tu madre… Eres huérfano; así que para tu consuelo cómprate siquiera una esclava. Como tendrá que vivir en alguna parte, Vinicio le alquilará una vivienda en donde tú también hallarás abrigo; tendrá que vestirse, así que Vinicio pagará su vestido, y como también tiene que alimentarse, pagará su sustento. ¡Oh! ¡Qué pesada es la vida! ¿Dónde están los tiempos en que por un óbolo se podía conseguir todas las habas con tocino que se pudiera abarcar con ambas manos, o un trozo de tripa de cabra, lleno de sangre, tan largo como el brazo de un muchacho de doce años?… Mas he ahí a ese ladrón de Esporo. En la taberna será más fácil enterarse de algo».

Diciendo esto entró en la taberna y pidió un jarro de tinto, mas reparando en la mirada de desconfianza que le dirigía el patrón, sacó una moneda de oro de la bolsa y, poniéndola sobre la mesa, dijo:

—Esporo, he trabajado hoy con Séneca desde el amanecer hasta el mediodía y he aquí con lo que me ha obsequiado mi amigo para el camino.

Los redondos ojos de Esporo se redondearon más aún a la vista del oro e inmediatamente estuvo el vino delante de Quilón. Éste, mojando en él un dedo, dibujó un pez sobre la mesa y dijo:

—¿Sabes lo que significa esto?

—¿Un pez? Pues un pez es… un pez.

—Eres tonto, a pesar de que añades tanta agua al vino, que podrías encontrar un pez en él. Esto es un símbolo que en el lenguaje de los filósofos significa la sonrisa de la Fortuna. Si lo hubieras adivinado tú también habrías podido hacer una fortuna. Respeta la filosofía, te digo, porque si no cambiaré de taberna, como desde hace algún tiempo me viene recomendando mi íntimo amigo Petronio.

XIV

Después de aquella entrevista transcurrieron varios días sin que Quilón se dejara ver en parte alguna. Vinicio, desde el momento en que por Actea supo que Ligia le amaba, sintió que su deseo de encontrarla aumentó cien veces más. Comenzó las pesquisas personalmente, ya que no quería solicitar la ayuda del César, que estaba sumido en la mayor incertidumbre por la enfermedad de la pequeña Augusta.

No sirvieron de nada los sacrificios efectuados en los templos, ni las plegarias, ni los ofrecimientos, ni la ciencia de los médicos, ni todos los remedios de los hechiceros, a los que se había acudido como recurso extremo. La criatura murió al cabo de una semana. Roma entera y la corte tomaron parte en el duelo. El César, que cuando el nacimiento de la niña se volvió loco de alegría, enloquecía ahora de desesperación. Se encerró en sus habitaciones durante dos días sin tomar alimento alguno. Y, a pesar de que en el palacio pululaba una muchedumbre de senadores y augustanos que se apresuraban a mostrar su pena y su adhesión, el César no quiso recibir a nadie.

El Senado se reunió en sesión extraordinaria, durante la cual la niña fallecida fue proclamada divina; se acordó erigirle un templo y nombrar un sacerdote especial para ella. En otros templos se ofrecieron nuevos sacrificios en honor de la muerta, se fundieron estatuas suyas con metales preciosos. El entierro constituyó una solemnidad enorme, durante la cual el pueblo admiró las ilimitadas muestras de dolor del César. Le acompañó en sus lágrimas, extendió las manos para recibir los regalos y se divirtió con aquel espectáculo extraordinario.

Petronio se alarmó con aquella muerte. Ya toda Roma sabía que Popea la atribuía a un hechizo. Con ella lo repetían los médicos, que de aquella manera justificaban la inutilidad de sus esfuerzos; los sacerdotes, cuyos sacrificios habían resultado impotentes; los hechiceros, que temblaban por sus vidas, y también el pueblo.

Petronio se alegraba de que Ligia hubiera huido, ya que no deseaba ningún mal a la familia de Aulo, y deseaba todo el bien posible para sí y para Vinicio. Por eso, cuando quitaron el ciprés que habían plantado delante del Palatino en señal de duelo, acudió a la recepción destinada a los senadores y a los augustanos, para darse cuenta de hasta qué punto Nerón había prestado oídos a los rumores que corrían sobre los maleficios y prevenir las consecuencias que pudiera acarrear aquello.

Como conocía a Nerón, suponía que éste, a pesar de no creer en los hechizos, aparentaría ahora que creía para engañar así a su propio dolor, para poder vengarse de alguien, y, finalmente, para salir al paso a la suposición de que los dioses empezaban a castigarle ya por sus crímenes. Petronio no podía creer que Nerón amara verdadera y profundamente ni aun a su propia hija, y aunque la amara apasionadamente estaba seguro de que exageraba su dolor. Y no estaba equivocado. Nerón escuchaba con rostro de piedra, los ojos hundidos fijos en un punto, y era evidente que, aunque realmente sufría, pensaba al mismo tiempo cuál era el efecto que su dolor causaba en las personas presentes. Al mismo tiempo hacía el papel de Níobe y una verdadera exhibición de dolor paternal, como lo hubiera hecho un actor en la escena. Mas como era incapaz de mantenerse en la actitud de dolor silencioso, a veces hacía el ademán de arrojar sobre su cabeza un puñado de polvo, o gemía sordamente. Mas al ver a Petronio dio un salto y, con voz trágica, exclamó de manera que todos pudieran oírle:

—¡Ay!… ¡Tú eres el culpable de su suerte! Por tus consejos atravesó estos muros un espíritu maligno, que con una mirada arrebató la vida de su pecho. ¡Pobre de mí! Preferiría que mis ojos no hubiesen visto jamás la luz de Helios. ¡Pobre de mí!… ¡Ay!… ¡Ay!…

Y al elevar cada vez más la voz, ésta se quebró en un grito desesperado. Mas Petronio decidió en aquel instante jugárselo todo en un golpe de dados, y, extendiendo la mano, arrancó del cuello de Nerón un pañuelo de seda, que siempre solía llevar, y lo colocó sobre su boca.

—Señor —dijo solemnemente—. Quema Roma y el mundo entero para calmar tu dolor, mas consérvanos tu voz.

Se asombraron los presentes y se sorprendió el mismo Nerón durante un instante; sólo Petronio permaneció impasible. Demasiado bien sabía lo que hacía. Recordaba que Terpnos y Diodoro tenían la orden de cerrar la boca del César cada vez que éste levantara demasiado la voz y la pusiera en peligro.

—César —siguió diciendo con la misma seriedad y pesar—: Hemos tenido una pérdida inconmensurable. Déjanos que quede este tesoro como consuelo.

El rostro de Nerón se estremeció y de sus ojos brotaron lágrimas; luego, de pronto, apoyando sus manos contra los hombros de Petronio y dejando caer la cabeza sobre su pecho, empezó a repetir entre sollozos:

—Sólo tú entre todos has pensado en esto. ¡Sólo tú, Petronio, sólo tú!

Tigelino se puso amarillo de envidia.

Mas Petronio prosiguió:

—¡Márchate a Ancio! Allí vino ella al mundo, allí te inundó la alegría, allí recobrarás la calma. Deja que la brisa del mar refresque tu divina garganta y que tu pecho aspire el aire salino. Nosotros, tus fieles, te seguiremos a todas partes, y cuando hayamos mitigado tu sufrimiento con nuestra amistad, tú nos tranquilizarás con tu canto.

—¡Sí! —contestó Nerón con tristeza—. Escribiré un himno en su honor y compondré su música.

—Y luego saldrás en busca del cálido sol de Baya.

 

—Y después, del olvido en Grecia.

—La patria de la poesía y del canto.

Y gradualmente, la expresión sombría y pétrea de su rostro fue modificándose, al igual que las nubes se disipan después de haber estado cubriendo el sol. E, inmediatamente, se entabló una conversación, si bien aún llena de tristeza, también llena de planes para el futuro, que trataba de viajes, de exhibiciones artísticas e incluso de recepciones que exigía la anunciada visita de Tyrdato, rey de Armenia.

Cierto es que Tigelino intentó poner sobre el tapete el tema de los hechizos. Mas Petronio, seguro ya de su victoria, aceptó sin vacilar el reto.

—Tigelino —dijo—, ¿crees tú que los hechizos pueden perjudicar a los dioses?

—El mismo César ha hablado de ellos —contestó el cortesano.

—El dolor era quien hacía hablar al César; pero ¿qué opinión tienes tú de ellos?

—Los dioses son demasiado poderosos para estar sujetos a los maleficios.

—¿Acaso pretenderías negar la divinidad del César y su familia?

—Peractum est! —murmuró Eprio Marcelo, que se hallaba al lado de ellos, repitiendo el grito que profería el pueblo cuando un gladiador en la arena había recibido un golpe tal, que ya no era necesario rematarle.

Tigelino se tragó su propio enfado. Desde hacía tiempo mediaba entre él y Petronio una gran rivalidad en lo que se refería a Nerón. Tigelino poseía la superioridad de que en presencia de Nerón apenas, o mejor dicho, no se cohibía nada. Sin embargo, hasta entonces, en cuantos encuentros habían tenido, le había vencido Petronio con su inteligencia e ingenio.

Así había sucedido esta vez. Tigelino se calló y se limitó a grabar en su mente a aquellos senadores y caballeros que, al retirarse Petronio al fondo de la sala, le habían rodeado inmediatamente, suponiendo que después de lo sucedido, sería, sin duda alguna, el favorito del César.

Cuando Petronio salió del palacio se dirigió a casa de Vinicio, y después de haberle referido lo sucedido con el César y Tigelino, dijo:

—No solamente he apartado el peligro de Aulo, de Pomponia Grecina y de nosotros, sino hasta de Ligia, a quien ya no buscarán más, aunque no sea más que porque he convencido a aquel mono con barbas de cobre de que haga un viaje a Ancio y desde allí pase a Baya o a Nápoles. Y lo hará. Sé que hasta ahora no se ha atrevido a exhibirse públicamente en el teatro y que desde hace tiempo piensa hacerlo en Nápoles. Luego sueña con Grecia, donde se propone cantar en las principales ciudades, y más tarde, con todas las coronas que le vayan a ofrecer los Graeculi, hacer una entrada triunfal en Roma. Durante ese tiempo podremos buscar a Ligia con tranquilidad y esconderla en un lugar seguro. Pero ¿cómo lo haremos? ¿Nuestro noble filósofo no ha vuelto todavía?

—Tu noble filósofo es un pícaro. ¡No! Aún no ha vuelto ni se ha dejado ver, ni se dejará ver más.

—Pero yo tengo un mejor concepto, si no de su honradez, de su inteligencia. Ya ha efectuado una vez una sangría en tu bolsa, y volverá, aunque no sea más que para hacerte una segunda.

—Que tenga cuidado, no vaya a hacerle yo una sangría a él.

—No hagas tal cosa; ten paciencia con él hasta que te hayas convencido claramente de su engaño. No le des más dinero; prométele una espléndida recompensa si te trae noticias ciertas. ¿Sigues investigando algo personalmente?

—Dos de mis libertos, Ninfidio y Demas, a la cabeza de sesenta y cinco hombres, la están buscando. Al esclavo que la encuentre le tengo prometida la libertad. Además, he enviado especialmente a todos los caminos que llevan a Roma para que pregunten en todas las posadas por el ligio y la doncella. Yo mismo sigo recorriendo la ciudad de día y de noche con la esperanza de un encuentro casual.

—Cuando sepas algo comunícamelo, pues he de marcharme a Ancio.

—Así lo haré.

—Pero si una mañana, al despertarte, se te ocurre pensar que por una muchacha no vale la pena pasar tantos sufrimientos y hacer tantas gestiones, vente a Ancio. Allí no faltan ni mujeres ni entretenimientos.

Vinicio se puso a dar paseos agitados por la habitación. Petronio le miró durante algunos instantes y, al fin, dijo:

—Dime con sinceridad, no como un apasionado que se mete una cosa en la cabeza y se excita a sí mismo, sino como un hombre sensato que responde a su amigo: ¿te sigue importando tanto Ligia?

Vinicio se detuvo un instante y miró a Petronio como si no le hubiera visto antes, y luego prosiguió sus paseos. Era evidente que se esforzaba por reprimir un estallido. Mas luego, como consecuencia de un sentimiento de impotencia, de dolor, de cólera y una invencible nostalgia, brotaron de sus ojos dos lágrimas, que dieron la respuesta a Petronio con más fuerza que las palabras más elocuentes.

Reflexionó un instante y luego dijo:

—No es Atlas quien lleva el mundo sobre sus hombros, sino una mujer, que a veces juega con él como con una pelota.

—Así es —dijo Vinicio.

E iban a despedirse cuando, en aquel momento, un esclavo anunció que Quilón Quilónides aguardaba en el vestíbulo y rogaba ser admitido en presencia del señor.

Vinicio ordenó que le hicieran pasar inmediatamente, mas Petronio dijo entonces:

—¡Ah! ¿No te lo decía yo? Pero, por Hércules, conserva tu sangre fría, pues, de otra manera, va a manejarte él a ti y no tú a él.

—Salud y honor al noble tribuno del ejército y a ti, señor —dijo Quilón al entrar—. Que vuestra suerte alcance la altura de vuestra fama, y que ésta recorra el mundo entero desde las columnas de Hércules hasta más allá de las fronteras de los Arsácidas.

—Salud, legislador de la virtud y de la sabiduría —contestó Petronio.

Mas Vinicio preguntó con afectada calma:

—¿Qué es lo que traes?

—La primera vez, señor, te traje la esperanza, y ahora te traigo la seguridad de que la doncella será hallada.

—Lo que significa que hasta ahora no la has encontrado.

—No, señor, pero he descubierto lo que significa el signo que te hizo; sé quiénes son los hombres que la raptaron, y sé cuál es el dios entre cuyos adoradores hay que buscarla.

Vinicio hubiera querido saltar de la silla sobre la que estaba sentado de no haberle colocado Petronio una mano sobre el hombro, y volviéndose a Quilón dijo:

—Continúa.

—¿Estás completamente seguro, señor, de que la doncella trazó un pez sobre la arena?

—Sí —prorrumpió Vinicio.

—Entonces es cristiana, y fueron los cristianos quienes la han raptado.

Sobrevino un momento de silencio.

—Escucha, Quilón —dijo al fin Petronio—. Mi pariente te ha designado una suma considerable de dinero para que busques a la doncella, pero te destina una cantidad no menos respetable de azotes en el caso de que quisieras engañarle. En el primero de los casos podrás comprarte no sólo uno, sino tres escribientes; pero en el segundo caso, la filosofía de los siete sabios, unida a la tuya propia, no serán suficientes para servirte de ungüento.

—La doncella es cristiana, señor —exclamó el griego.

—Reflexiona un momento, Quilón. Tú no eres un necio. Sé que Junia Silana, junto con Calvia Crispinilla, acusaron a Pomponia Grecina de ser adepta a la superstición cristiana, mas sé también que el tribunal doméstico la absolvió de aquella acusación. ¿Intentas, acaso, volver a levantarla? ¿Acaso quieres convencernos de que Pomponia Grecina y Ligia pertenecen al grupo de los enemigos de la raza humana, a los envenenadores de fuentes y pozos, a los adoradores de una cabeza de asno, a la gente que martiriza a los niños y se entrega al libertinaje más repugnante? Considera, Quilón Quilónides, si esa tesis que ahora estás desarrollando no corre peligro de rebotar en forma de antítesis sobre tu espalda.

Quilón extendió los brazos con un ademán como queriendo decir que la culpa no era suya, y luego dijo:

—Señor, pronuncia en griego la siguiente frase: «Jesucristo, hijo de Dios, Salvador».