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100 Clásicos de la Literatura

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Dos días más tarde, después de anunciar su visita con un telegrama, cuando tras una gélida noche se acercaba a casa de ella, notó de repente al mirarse los pies que aquella mañana había cambiado algo: «Este no es mi paso, no es mi paso de siempre, mi paso firme, directo, seguro. ¿Por qué vuelvo a andar igual que el muchacho apocado y tímido de veintitrés años que era entonces, el que avergonzado vuelve a sacudir con dedos temblorosos el polvo de su chaqueta desgastada por el uso y cubre sus manos con unos guantes nuevos antes de tocar el timbre? ¿Por qué me palpita de pronto el corazón, por qué me siento cohibido? Aquel día, al llegar aquí, tuve el misterioso presentimiento de que tras estas puertas de cobre me aguardaba agazapado el destino con ternura o con maldad. Pero hoy, ¿por qué me encojo, por qué siento esta creciente inquietud desbaratando toda la firmeza y la seguridad que hay en mí?». En vano se esforzó por dominarse, evocó en su mente a su mujer, a sus hijos, su casa, su empresa. Pero, como si una niebla fantasmal lo hubiera oscurecido todo sumiéndolo en un crepúsculo, se sintió solo, igual que si todavía fuera un aspirante, aquel inexperto muchacho acercándose a ella, y la mano que apoyaba entonces sobre el picaporte de metal empezó a temblarle y a arder.

Pero en cuanto entró, desapareció la extrañeza, pues el viejo sirviente, algo más delgado, aunque ya de por sí seco de carnes, lo recibió prácticamente con lágrimas en los ojos.

—¡El señor doctor! —balbució ahogando un sollozo.

«Ulises —se le ocurrió pensar, conmovido— los perros de la casa te reconocen, ¿te reconocerá la señora?». Entonces el portero se hizo a un lado y ella le salió al encuentro con los brazos extendidos. Se miraron sólo un instante entrelazando sus manos. Un breve y mágico instante para comparar, observar, palpar, reflexionar ardientes y sentir avergonzados el gozo y la felicidad en sus miradas antes de esconderlas. Y, entonces, la pregunta se resolvió en una sonrisa; la mirada, en un saludo confiado. Sí, todavía era ella, aunque más envejecida, por supuesto. Aquel mechón plateado seguía recorriendo el lado izquierdo de su cabello, que todavía peinaba con raya, su brillo de plata hacía que su rostro dulce y familiar fuera un punto más sereno, algo más serio. Sintió que la sed de interminables años lo llenaba al beber su voz suave y tan íntima por el sutil dialecto con que lo saludó:

—¡Qué amable por tu parte haber venido!

¡Qué puro y libre sonaba aquello, como un diapasón que emite una nota después de haberlo golpeado, dando a la conversación su tono y su temple! Las preguntas y las respuestas iban corriendo como la mano derecha y la mano izquierda sobre el teclado, entremezclándose armónicas y claras. El ambiente opresivo y la timidez se habían disuelto en su presencia desde la primera palabra. Mientras hablaba, él iba escuchando sus razonamientos, pero en cuanto se calló, viéndola reflexionar arrobada, al bajar pensativa los párpados que hicieron invisibles sus ojos, una pregunta se deslizó rápida como una sombra de pies ligeros a través de él: «¿No son ésos los labios que besaba?». Y cuando lo dejó solo en la habitación un instante para atender una llamada de teléfono, el pasado surgió espontáneamente de todas partes, oprimiéndolo. Mientras imperaba la clara presencia de ella, aquellas voces invisibles se encogían, pero ahora cada sillón, cada cuadro tenía labios sutiles y todos le hablaban con un susurro inaudible, que sólo él percibía y entendía. «En esta casa he vivido yo —pensó— algo de mí ha quedado aquí, algo de aquellos años, todavía no he dado el paso definitivo, no estoy por completo en mi mundo». Ella regresó de nuevo a la habitación, alegre naturalmente, y las cosas volvieron a encogerse:

—Quédate a comer, Ludwig —dijo con alegre naturalidad.

Y él se quedó, se quedó el día entero a su lado, y juntos volvieron la vista atrás, hablando de los años pasados, que sólo entonces, al contarlos aquí, le parecieron verdaderamente reales. Y cuando por fin se despidió besando su mano dulce, maternal, y la puerta se cerró detrás de él, tuvo la impresión de que jamás se había marchado.

Sin embargo, por la noche, al encontrarse solo en la habitación extraña de un hotel, con el tictac del reloj a su lado y el corazón palpitándole en el pecho, golpeando cada vez con más vehemencia, aquella sensación de paz desapareció. No podía dormir, se levantó y encendió la luz, la volvió a apagar para seguir durmiendo sin sueño. No podía dejar de pensar en sus labios y en lo distinta que era cuando la conoció, sin la familiaridad y las suaves palabras de ahora. Y, de repente, se dio cuenta de que la serenidad que habían mantenido mientras hablaban era falsa, que en alguna parte todavía quedaba algo sin resolver, algo por solventar en su relación, y que aquella amistad no era más que una máscara puesta artificialmente sobre un rostro nervioso, inquieto, turbado por la confusión y la pasión. Durante demasiado tiempo, en demasiadas noches, junto al fuego del campamento, al otro lado, en su cabaña, durante demasiados años, durante demasiados días había pensado en su reencuentro de manera muy diferente —arrojarse uno en brazos del otro, un ardiente abrazo, la entrega definitiva, ropa que cae— a esa amistosa estampa, a esa educada conversación, a ese interesarse uno por otro que había resultado ser en realidad. «Actor y actriz —se dijo— los dos frente a frente, aunque ninguno engañaba al otro. Seguro que esta noche ella duerme tan poco como yo».

Cuando volvió a su casa a la mañana siguiente, a ella le tuvo que llamar la atención su falta de dominio sobre sí mismo, lo inquieto que estaba, su mirada esquiva, pues las primeras palabras con que se dirigió a él fueron confusas y ya no logró recuperar aquel sereno equilibrio en la conversación. Se elevaba con un estremecimiento, decaía, había pausas y tensiones que había que vencer ejerciendo una violenta presión. Algo había entre ellos contra lo que las preguntas y respuestas se estrellaban como murciélagos en una pared. Los dos se daban cuenta de que iban tocando temas de pasada o dejándolos a un lado hasta que, finalmente, tambaleándose por ese artificioso andar en círculo de las palabras, la conversación se agotó. Él lo advirtió a tiempo, y cuando ella volvió a invitarle a comer, se excusó diciendo que tenía una entrevista urgente en la ciudad.

Ella lo lamentó mucho y muy sinceramente, ahora ya se aventuraba a imprimir de nuevo a su voz el tímido acento de la cordialidad y, sin embargo, no se planteó retenerlo seriamente. Mientras lo acompañaba a la salida, se miraban inquietos a hurtadillas. Sus nervios chirriaban, la conversación topaba una y otra vez con aquella barrera invisible que los acompañaba de habitación en habitación, de palabra en palabra, creciendo violentamente, tanto que ya empezaba a cortarles la respiración, de modo que fue un alivio cuando él, echándose el abrigo por encima, se colocó de pie junto a la puerta; pero, de pronto, se giró volviendo sobre sus pasos decididamente.

—En realidad, quería pedirte algo más antes de marcharme.

—¿Pedirme algo? ¡Encantada! —dijo, volviendo a sonreír radiante por poder cumplir su deseo.

—Tal vez sea una locura —dijo con una mirada vacilante—, pero seguro que lo comprenderás: me gustaría ver una vez más la habitación, mi habitación, donde viví dos años. Siempre he estado abajo, donde se recibe a las visitas, a los extraños, y ya ves, si ahora me vuelvo a mi hogar, no tendré en absoluto la sensación de haber estado en casa. Cuando uno se hace mayor, busca su propia juventud y se alegra tontamente al revivir pequeños recuerdos.

—¿Que tú te haces mayor, Ludwig? —repuso ella casi con alborozo—. ¡Qué vanidoso eres! Mírame a mí con este mechón gris. Comparado conmigo no eres más que un muchacho y ya dices que te estás haciendo mayor. ¡Déjame a mí ese pequeño privilegio! ¡Y qué olvido por mi parte no haberte acompañado inmediatamente a tu habitación! Porque es así, sigue siendo tu habitación. No encontrarás nada cambiado: en esta casa no cambia nada.

—Espero que tú tampoco —dijo él intentando bromear, pero al ver la mirada de ella, la suya se volvió sin querer tierna y cálida. Ella se sonrojaba con facilidad.

—Uno envejece, pero sigue siendo el mismo.

Subieron a su habitación. Ya al entrar tuvieron un leve percance: ella iba a retirarse para cederle el paso después de abrir, cuando, al moverse los dos a la vez en un gesto de mutua cortesía, sus hombros chocaron fugazmente en el umbral de la puerta. Ambos se sobresaltaron y retrocedieron sin pensarlo, pero este fugaz roce de cuerpo contra cuerpo bastó para confundirles. Un mudo desconcierto rodeó su persona (ella se sentía doblemente sensible en aquella estancia vacía y sin ruidos), paralizándola. Nerviosa, se dirigió apresuradamente hacia las ventanas para descorrer las cortinas y permitir que la luz cayera sobre las cosas agazapadas en lo oscuro. Pero en cuanto entró la claridad, el repentino chorro de luz hizo que todos los objetos, de pronto, adquirieran vida y se agitaran inquietos, sobresaltados. Todo daba un revelador paso al frente y proclamaba en voz alta un recuerdo inoportuno. Aquí el armario, que su solícita mano siempre le había ordenado en secreto; allí la librería, que se completó a conciencia para atender sus más fugaces deseos; allí —haciendo un alegato avasallador— la cama, bajo cuya colcha extendida yacían enterrados sus innumerables sueños con ella; allí, en el rincón —la idea ardiente le abordó de improviso—, la otomana, donde aquella vez se le había escapado de las manos: inflamado por la pasión que ahora ardía abrasadora después de haber reavivado sus llamas, reconoció por todas partes signos y recuerdos de ella, de la misma que estaba de pie a su lado, respirando tranquila, tremendamente extraña, volviendo la mirada, inaccesible. El grueso silencio que se acumulaba en la estancia desde hacía años comenzó a inflarse arrolladoramente, excitado por la presencia de personas, presionando los pulmones y oprimiendo el corazón. Algo tenían que decir para desplazar este silencio y evitar que los aplastase… Ambos lo sabían y fue ella quien lo hizo… dándose la vuelta de repente.

 

—¿No es cierto que todo está exactamente igual que antes? —empezó a decir con la firme voluntad de hablar de algo indiferente, ingenuo (aunque su voz temblase como si estuviera empañada), pero él no recogió el complaciente tono de la conversación, al contrario, apretó los dientes.

—¡Todo es como antes salvo nosotros, nosotros no!

Al oír aquello fue como si le soltaran un mordisco. Se dio la vuelta asustada.

—¿Cómo dices eso, Ludwig?

Pero ella no encontró su mirada, pues sus ojos no recogían ya los suyos, sino que miraban absortos, mudos y ardientes a la vez, a sus labios, a los labios que no había tocado desde hacía años y años y que, sin embargo, en otro tiempo ardían sobre su carne, esos labios que había sentido retraídos y húmedos como una fruta. Ella se sintió incómoda al comprender la sensualidad de su mirada; un rubor atravesó su rostro rejuveneciéndolo misteriosamente, haciendo que a él le pareciera la misma que entonces, en el momento de su despedida, en aquella misma habitación. Una vez más intentó apartar de sí esa mirada absorbente, peligrosa, no darse por enterada de lo innegable.

»¿Cómo dices eso, Ludwig? —repitió, pero era más una súplica de que no se lo aclarara que una pregunta que esperase una respuesta.

Entonces él hizo un movimiento firme, decidido; con fuerza varonil, su mirada tomó la de ella.

—No me quieres entender, pero sé que, a pesar de todo, me entiendes. ¿Te acuerdas de esta habitación… y te acuerdas de lo que me prometiste que harías… cuando yo regresara…?

Los hombros de ella temblaban; todavía intentó rechazarlo una vez más:

—Deja eso, Ludwig… Eso son cosas antiguas, no las toquemos. ¿Dónde han quedado esos tiempos?

—Esos tiempos han quedado dentro de nosotros —respondió firmemente—, en nuestra voluntad. He esperado nueve años mordiéndome los labios. Pero no he olvidado nada. Y te pregunto: ¿todavía lo recuerdas?

—Sí —dijo ella mirándole más tranquila—, tampoco yo he olvidado nada.

—¿Y quieres…? —tuvo que tomar aliento para que la frase no desfalleciera—, ¿quieres consumarlo?

El rubor saltó de nuevo a su rostro flotando hasta la raíz de sus cabellos. Ella se acercó a él para apaciguarlo:

—¡Ludwig, recapacita! Decías que no has olvidado nada, pero no olvides que ya casi soy una anciana. Con el cabello gris uno ya no puede pedir nada más, porque tampoco tiene nada que dar. Te lo suplico, lo pasado pasado está, déjalo así.

Sin embargo, en esos momentos, él encontraba un placer especial en mostrarse firme y decidido.

—Estás evitándome —dijo apremiándola—, pero he esperado demasiado tiempo; te pregunto: ¿te acuerdas de tu promesa?

La voz de ella temblaba a cada palabra.

—¿Por qué me lo preguntas si ya no tiene ningún sentido lo que te diga ahora que es demasiado tarde? Pero ya que me lo pides, te responderé. Jamás habría podido negarte nada, siempre te he pertenecido, desde el día en que te conocí.

Él la contemplaba. Seguía erguida incluso en medio de su confusión, clara, auténtica, sin cobardía, sin subterfugios, siempre la misma, su amada, maravillosamente reservada en esos instantes, cerrada y abierta a un tiempo. Sin ser consciente de lo que hacía, avanzó hacia ella, pero en cuanto la mujer advirtió el ímpetu con que se acercaba, lo rechazó implorándole:

—Ven, Ludwig, ahora tienes que venir, no nos quedemos aquí, vayamos abajo; es mediodía, en cualquier momento puede entrar a buscarme la doncella de servicio, no podemos quedarnos aquí por más tiempo.

Y la irresistible fuerza de su ser acabó por doblegar la voluntad de él, que la obedeció sin decir ni una palabra, exactamente igual que entonces. Bajaron al recibidor y atravesaron el zaguán hasta llegar a la puerta, sin atreverse a decir nada, sin mirarse el uno al otro. En la puerta, él se volvió de repente y le dijo:

—No puedo hablarte ahora, discúlpame. Te escribiré.

Ella le sonrió agradecida.

—Sí, escríbeme, Ludwig, es mejor así.

Y en cuanto se encontró de vuelta en la habitación de su hotel, se precipitó a la mesa y le escribió una larga carta que, palabra a palabra, página a página, iba volviéndose más impetuosa y arrebatada por la pasión contenida, truncada repentinamente. Iba a ser su último día en Alemania en meses, en años, tal vez para siempre, y no quería, no podía marcharse y dejarla con la mentira de su fría conversación, faltando a la verdad obligados por la conveniencia social; quería, tenía que hablar con ella otra vez, a solas, libre de aquella casa, del miedo, del recuerdo y del embotamiento de las estancias vigiladas que los cohibían. De modo que le propuso que le acompañara en el tren de la tarde a Heidelberg, donde una vez, hacía una década, habían disfrutado de una breve estancia, extraños aún el uno para el otro y, sin embargo, movidos ya por la intuición de una íntima afinidad: ese día, sin embargo, habría de ser la despedida. Era su último deseo, el más hondo; ya sólo le pedía esa tarde, esa noche. Selló la carta apresuradamente y la envió por medio de un recadero a la casa de ella. En un cuarto de hora ya estaba de vuelta trayendo en sus manos un pequeño sobre sellado de color amarillo. Lo rasgó con mano temblorosa, sólo había una nota dentro, un par de palabras escritas con su letra firme, resuelta, apresurada y, sin embargo, enérgica:

«Es una locura lo que me pides, pero jamás pude y jamás podré negarte nada; iré».

El tren ralentizó su marcha, una estación con luces centelleantes le obligaba a refrenar su carrera. Sin querer, levantó la mirada soñadora que había concentrado en su interior y adelantó el cuerpo para contemplar de nuevo la tierna figura de sus fantasías recostada frente a él en la pálida oscuridad. Sí, allí estaba, era verdad, siempre fiel, la que lo amaba serenamente había venido con él, a él…, una y otra vez lo envolvía con su presencia tangible. Como si algo dentro de ella hubiera sentido en la distancia esa mirada que la buscaba, el tímido roce de una caricia, se incorporó y miró a través de los cristales, detrás de los cuales pasaba corriendo un incierto paisaje húmedo y oscuramente primaveral, resplandeciente como el agua.

—Deberíamos llegar enseguida —comentó ella como si lo dijera para sí misma.

—Sí —suspiró él profundamente—, ya está durando mucho.

Ni él mismo sabía si estas palabras lanzadas al aire con ansiedad se referían al viaje o a los largos años que habían pasado hasta llegar a este punto, a esta hora: una total confusión entre sueño y realidad atravesaba sus sentimientos. Sólo sentía las ruedas traqueteantes que corrían bajo él rumbo a algún lugar, al encuentro de un instante que él no podía precisar en medio de su extraña turbación. No, no debían pensar en ello, sólo se dejaban llevar blandamente por un poder invisible, al encuentro de algo misterioso, irresponsable, relajando sus miembros. Había en todo aquello una especie de expectación, semejante a la de los novios, dulce y sensual, y que, sin embargo, se mezclaba oscuramente con el miedo previo a la consumación, con ese temor místico que surge cuando, de repente, algo infinitamente anhelado se acerca físicamente al corazón, que lo recibe con asombro. No, ahora no debían pensar en nada, ni querer nada, ni desear nada, sólo permanecer así, arrebatados en medio de un sueño, dirigiéndose hacia lo desconocido, arrastrados por una marea extraña, sin tocarse pero sintiéndose, deseándose pero sin alcanzarse, balanceándose sobre el destino, reintegrados en su propio ser. Seguirían así durante horas, una eternidad en ese prolongado crepúsculo envuelto en sueños, aunque, con un leve temblor, ya se perfilaba la idea de que aquello podía llegar pronto a su fin.

Y allí estaban ya, titilando por todas partes igual que luciérnagas, a un lado y a otro, por todo el valle, aquellas brillantes chispas eléctricas que se multiplicaban, farolas que se encadenaban duplicadas en rectas hileras, mientras el rechinar de los raíles se elevaba por encima de ellos y una pálida cúpula de vapor algo más claro que la oscuridad se expandía a su alrededor.

—Heidelberg —dijo uno de aquellos señores a los demás mientras se levantaba.

Distribuyeron sus infladas carteras de viaje y se dirigieron apresuradamente hacia la salida abandonando el compartimiento. Las ruedas rechinaron sordamente al frenar en el enlace de los raíles de la estación, hubo un tirón, una fuerte sacudida, luego la velocidad disminuyó y las ruedas chirriaron por última vez como si fueran un animal atormentado. Se quedaron sentados un segundo los dos solos, uno frente al otro, igual de asustados por la súbita realidad.

—¿Ya hemos llegado?

Sin querer, sonó como si lo dijese asustada.

—Sí —respondió él, y se puso en pie—. ¿Puedo ayudarte?

Ella lo rechazó y salió por delante apresuradamente, pero se detuvo de nuevo ante el estribo del vagón; como si se tratara de agua helada, su pie vaciló un instante antes de descender. Luego bajó de un tirón. Él la siguió sin decir nada y entonces ambos se encontraron de pie uno frente a otro sobre el andén. Por unos instantes parecieron desamparados, extraños, dolorosamente conmovidos, mientras la pequeña maleta se balanceaba pesadamente a un lado y a otro en la mano de él. Entonces, de repente, la máquina jadeante que estaba a su lado volvió a resoplar soltando con un silbido su vapor. Ella se estremeció y lo miró pálida, con los ojos confusos e inseguros.

—¿Qué te pasa? —preguntó él.

—¡Lástima, era tan hermoso viajar así! Me habría gustado seguir viajando horas y horas.

El guardó silencio. Había pensado exactamente lo mismo hacía un segundo, pero ya había pasado y algo tenían que hacer.

—¿No nos vamos? —preguntó prudentemente.

—Sí, sí, vámonos —murmuró ella de una forma apenas inteligible. Sin embargo, ambos permanecieron de pie uno junto a otro, cada cual por su lado, como si algo se hubiera roto en ellos. Fue entonces (él había olvidado cogerla del brazo) cuando se volvieron indecisos y confusos hacia la salida.

Abandonaron la estación de ferrocarril, pero en cuanto salieron por la puerta sintieron de golpe el rugido de una tempestad que se abatía sobre ellos arreciando con el ruido de los tambores, los agudos silbidos y el fragoroso estruendo de los gritos…, una manifestación patriótica de las uniones de combatientes y estudiantes. Muros que caminaban, escuadras que marchaban unas tras otras en líneas de a cuatro empavesadas con banderas, gentes con atuendos militares que desfilaban marcando el paso como un único hombre, haciendo retumbar el suelo al mismo ritmo, la nuca rígida, echada hacia atrás con enérgica resolución, la boca abierta de par en par para cantar, una voz, un paso, un ritmo. En la primera fila, generales, dignatarios de pelo cano cubiertos de bandas, flanqueados por la juventud que llevaba con atlética firmeza gigantescas banderas tiesas y derechas, haciendo que ondearan al viento calaveras, cruces gamadas, antiguos estandartes imperiales, sacando el pecho, adelantando la frente como si salieran al encuentro de las baterías enemigas. Como si las forzara a avanzar un puño que fuera fijando la cadencia, geométricas, ordenadas, marchaban las masas al compás, guardando exactamente la distancia y manteniendo el paso, tensando todos los nervios, con una mirada amenazante en el rostro, y siempre que una nueva falange —veteranos, jóvenes del pueblo, estudiantes— pasaba por delante de una tribuna elevada donde la percusión de los tambores descargaba golpes de acero sobre un invisible yunque dictando obstinadamente el ritmo, una sacudida recorría la muchedumbre de cabezas que se volvían marcialmente hacia la izquierda girando unánimes la nuca, levantando palpitantes las banderas desplegadas con cordones ante el caudillo del ejército que con rostro de piedra asistía impertérrito a la parada de los civiles. Imberbes, con bozo o desdentados y con arrugas, trabajadores, estudiantes, soldados o muchachos, todos tenían en ese instante el mismo rostro atravesado por una mirada dura, resuelta, airada; la barbilla levantada con obcecación y el gesto invisible de blandir la espada. El ritmo machacón de los tambores acompañaba a las tropas con un incesante fragor doblemente enardecedor por su monotonía, volviendo las espaldas rígidas; los ojos, duros… en la invisible fragua de la guerra, de la venganza, instalada en un lugar apacible contra un cielo recorrido dulcemente por suaves nubes.

 

—¡Qué locura! —balbuceó sorprendido sintiendo vértigo—. ¡Qué locura! ¿Qué quieren? ¿Otra guerra, otra guerra?

¿Otra guerra como la que había hecho pedazos su vida entera? Con un extraño temblor miró sus rostros jóvenes, se quedó mirando absorto a esa masa que avanzaba negra, en escuadras de a cuatro, esa cinta cinematográfica cuadrada que se desenrollaba de la estrecha bobina que contenía una oscura cajita, y cada rostro en el que se paraba estaba igual de tieso, resuelto y amargado, era un arma, una amenaza. ¿Y a qué venía esa amenaza que se extendía como una nota discordante en la suave tarde de junio, metida a martillazos en una amable ciudad que soñaba despierta?

—¿Qué quieren? ¿Qué quieren?

Daba vueltas y vueltas a aquella pregunta que lo angustiaba. Acababa de contemplar el mundo con la claridad de un cristal diáfano, cubierto de ternura y amor por el sol, se había dejado llevar por una melodía de bondad y de confianza, y de repente empezaba a resonar el paso de las masas marchando como entonces, aplastándolo todo, ceñidas marcialmente, mil voces, mil temperamentos y, sin embargo, un solo aliento, una sola voz, una sola mirada. Odio, odio, odio.

Sin darse cuenta se agarró del brazo de ella para sentir algo cálido: amor, pasión, bondad, ternura, un sentimiento dulce y sedante, pero el estrépito de los tambores quebraba su paz interior. Mientras miles de voces se unían en un himno a la guerra incomprensible, atronador, la tierra temblaba bajo el ritmo que marcaban sus pasos y el aire explotaba en medio de los repentinos gritos de júbilo de aquella tropa descomunal; sintió que algo tierno y vibrante se rompía dentro de él bajo este violento estampido de realidad que se propagaba retumbando.

Un ligero roce a su lado lo sobresaltó: la mano de ella con los dedos cubiertos por los guantes diciéndole tiernamente a la suya que no se crispase en un puño feroz. El apartó su mirada absorta…, ella lo miraba suplicante, sin decir nada, tirando levemente de su brazo para que se pusiera en marcha.

—Sí, vámonos —murmuró reflexionando, y levantó los hombros como para defenderse de algo invisible, avanzando arrolladoramente a través de aquella masa gelatinosa de hombres como él, que se apretaban blandamente unos contra otros, sin decir nada, mirando hechizados la imparable marcha con que avanzaban las legiones militares.

Se debatía por salir de allí sin saber adónde iría a parar, pero quería dejar aquel estruendoso tumulto, marcharse de allí, de aquella plaza donde un mortero machacaba con implacable ritmo todo lo sutil e idealista que había en él. Sólo quería marcharse, estar a solas con ella, con ella únicamente, cubierto por una bóveda de oscuridad, por un tejado, sentir su aliento por primera vez en diez años sin ser vigilado, mirar sus ojos sin ser molestado, disfrutar hasta el final de ese encuentro a solas que se había prometido en incontables sueños y que había estado a punto de llevarse consigo esa ola humana que giraba en remolino, atropellándose una y otra vez entre gritos y pasos. Su mirada tanteaba nerviosa las casas, adornadas todas ellas con banderas entre las que de vez en cuando se distinguían unas letras doradas anunciando una empresa y otras, una pensión. De repente sintió en la mano el leve peso de la pequeña maleta como un recordatorio: el anhelo de descansar en algún sitio, estar encasa, ¡solos! ¡Comprar un puñado de paz, un par de metros cuadrados de espacio! Y como si fuera la respuesta a sus deseos, en ese instante saltó ante sus ojos el nombre de un hotel en brillantes letras de oro sobre una alta fachada de piedra, un hotel que se adelantó a su encuentro con su vestíbulo de cristal. Aminoró el paso y contuvo la respiración. Se detuvo casi conmovido, soltando sin querer el brazo de ella.

—Tiene que ser un buen hotel, porque me lo han recomendado —mintió tartamudeando nervioso en medio de su confusión.

Ella retrocedió asustada, la sangre inundó su pálido rostro. Sus labios se movían y querían decir algo…, tal vez lo mismo que hace diez años, aquel espantoso: «¡Ahora no! ¡Aquí no!».

Pero entonces vio la mirada que él le dirigía, una mirada angustiosa, turbada, nerviosa, y dejando caer la cabeza, accedió sin decir nada, siguiéndole hasta el umbral del hotel con pasos cortos, desmayados.

A la entrada del hotel estaba el recepcionista de pie, con un colorido uniforme, dándose importancia como el capitán de un barco responsable de vigilar el rumbo de la nave, entretenido detrás de un mostrador que marcaba las distancias. No se movió ni un paso para recibir a los que entraban indecisos, se limitó a juzgarlos rápidamente con una mirada fugaz, concediéndoles poco valor en cuanto vio la pequeña maleta que llevaban. Se quedó esperando y tuvieron que llegar hasta él, que, de repente, parecía de nuevo tremendamente ocupado con las hojas de tamaño folio del gigantesco libro de huéspedes abierto de par en par. Sólo se puso de pie cuando los que iban a solicitar su registro ya estaban justo ante él. Levantó su fría mirada y los examinó rigurosamente como un experto.

—¿Tienen una reserva los señores? —dijo, para, después de la negativa con la que casi les hizo sentir culpables, responderles pasando de nuevo las hojas del libro—: Me temo que está todo ocupado. Hoy celebramos la consagración de las banderas, pero —añadió con clemencia—… veré qué se puede hacer.

Soltarle una bofetada, eso es lo que podría hacerle a ese tipejo con galones de sargento, pensó humillado y amargado, sintiéndose de nuevo, por primera vez en diez años, como un mendigo que espera un favor, un intruso. Pero el presuntuoso recepcionista ya había concluido su atenta comprobación.

—La número veintisiete acaba de quedar libre; una habitación doble, si les interesa.

¿Qué otra cosa cabía hacer más que dar con indiferencia una enojosa conformidad? Su mano inquieta cogió la llave que le tendía, impaciente ya por poner unas mudas paredes entre él y aquel hombre. Entonces, aquella estricta voz volvió a sonar apremiante detrás del mostrador.

—Regístrense, por favor.

Y le presentó una hoja cuadrada, en la que encontró distribuidos en recuadros diez o doce epígrafes que debía rellenar: estado civil, nombre, edad, filiación, lugar de residencia y nacionalidad, el impertinente cuestionario administrativo al que tiene que ceñirse todo hombre vivo. Cubrió aquel tedioso trámite a vuelapluma, pero al tener que consignar el nombre de ella uniéndolo al suyo en matrimonio (¿qué otro habría sido su deseo más secreto en cierta época?) sin ser verdad… sintió cómo el ligero lápiz con que escribía temblaba pesado en su mano.

—Y aquí falta también la duración de la estancia —reclamó implacable, revisando lo que había escrito, señalando con su dedo carnoso el epígrafe todavía vacío.

«Un día», rellenó el lápiz con trazos airados. Excitado, sintió su frente húmeda y tuvo que quitarse el sombrero, porque le sofocaba aquel aire enrarecido.

—Primer piso a la izquierda —les dijo un mozo cortés y diligente que acudió de un salto, cuando él, agotado, miró a su alrededor sólo para buscarla a ella, que había permanecido de pie y sin moverse durante todo el proceso, abstraída en la contemplación de un cartel que anunciaba una velada musical en la que una desconocida cantante interpretaría piezas de Schubert; sin embargo, aunque estaba de pie inmóvil, corría sobre sus hombros una ola temblorosa como el viento sobre un prado.