Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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»María le clavó la mirada con furia y una gran emoción la embargó cuando la niña de la que Jemima se había ocupado durante todo el viaje pronunció la palabra “mamá”. La estrechó contra su pecho y estalló en lágrimas de pasión. Después, recostando cuidadosamente a la niña en la cama —como si temiera matarla—, le puso las manos sobre los ojos como tratando de ocultar la agónica lucha de su alma. Pidió cinco minutos de silencio, cruzó los brazos sobre el pecho, reclinó la cabeza y entonces exclamó:

—La lucha ha terminado. ¡Viviré por mi hija!

**

Puede que algunos lectores se pregunten, más allá de estas notas, si sería factible, sin caer en el tedio ni que el interés decayera, completar con estos someros esbozos un número considerable de páginas, aún mayor que el que aquí se presenta. Pero en realidad estas notas, siendo tan simples, están llenas de pasión y aflicción. El único refugio de los autores infecundos es llenar sus obras de ficción con un gran número de peripecias sin haber experimentado ninguna de ellas, para sumergirse en la mente del lector. Sin embargo, es competencia de los verdaderos genios el desplegar los acontecimientos, descubrir sus posibilidades, establecer las diferentes pasiones y sentimientos que contienen, y distinguirlos a través de los incidentes que dotan de realidad a la imagen descrita y que cobran fuerza en la mente del lector experto, donde ya no vuelven a debilitarse. En el caso presente, el proyecto de la autora consistía principalmente en subordinar la historia a un gran propósito moral, «mostrar las miserias y la opresión propias de las mujeres, que surgen como consecuencia de las leyes patriarcales y de las costumbres sociales». Este objetivo pone freno a su imaginación. Para ella era necesario ofrecer una visión dramática de aquellos males que demasiado a menudo se disculpan, y desvelar los detalles de dicha opresión, que el sector más burdo e insensible de la humanidad apenas tiene en consideración.

Viaje al Pasado

Por

Stefan Zweig

—¡Ahí estás!

Con los brazos extendidos, casi se podría decir que abiertos de par en par, salió a su encuentro.

—¡Ahí estás! —repitió de nuevo, y su voz recorrió esa escala que asciende cada vez más luminosa desde la sorpresa hasta la absoluta felicidad, mientras miraba la figura de la amada, rodeándola de ternura—. ¡Ya empezaba a temer que no fueras a venir!

—¿De verdad? ¿Tan poca confianza tienes en mí?

Pero este leve reproche no era más que un juego de sus labios sonrientes; sus pupilas encendidas irradiaban la claridad azul de una absoluta confianza.

—No, no es eso, no he dudado… ¿Hay en este mundo algo más fiel que tu palabra? Pero ¡imagínate, qué tonto…! Por la tarde, de repente, de una manera totalmente inesperada, no sé por qué, me entró de golpe un absurdo miedo de que pudiera haberte sucedido algo. Pensé en telegrafiarte, pensé en ir a tu casa, y ahora, conforme el reloj avanzaba y aún no te veía venir, la idea de que pudiéramos perdernos el uno al otro una vez más me desgarraba por dentro. Pero, gracias a Dios, ahora ya estás aquí…

—Sí…, ahora ya estoy aquí —sonrió ella, y sus pupilas volvieron a brillar radiantes desde el profundo azul de sus ojos—. Ahora ya estoy aquí y estoy dispuesta. ¿Nos vamos?

—¡Sí, vámonos! —repitieron inconscientes sus labios, pero el cuerpo inmóvil no se movió ni un paso, su mirada la abrazaba tiernamente una y otra vez, sin poder creerse que su presencia fuera real.

Sobre ellos, a su derecha y a su izquierda, rechinaban las vías de la estación central de Fráncfort, el hierro y el cristal se estremecían, afilados silbidos cortaban el tumulto del hall lleno de humo, sobre veinte paneles destacaban los horarios de los trenes al minuto, mientras él, en medio de aquel torbellino de gente que pasaba a su lado en aluvión, no la veía más que a ella, como si fuese lo único que existiera, sustraído al tiempo, sustraído al espacio, en un curioso trance en el que la pasión embotaba sus sentidos. Al final, ella le tuvo que advertir.

—El tiempo apremia, Ludwig, todavía no tenemos billete.

Aquello fue lo que liberó su mirada cautiva; la tomó del brazo con tierna veneración.

Contra lo que era habitual, el expreso de la tarde para Heidelberg iba abarrotado. Se sintieron decepcionados, pues las perspectivas de estar los dos solos gracias al billete de primera clase se desvanecían, así que, después de andar buscando en vano, se contentaron con un compartimiento donde no había más que un señor entrecano medio dormido, recostado en un rincón. Se las prometían muy felices pensando disfrutar de una conversación íntima, cuando, justo antes del silbato de partida, entraron jadeando en el compartimiento otros tres señores con gruesas carteras para llevar documentos, abogados evidentemente, y tan inquietos por el proceso que acababa de cerrarse que su estruendosa diatriba ahogó por completo la posibilidad de mantener cualquier otra conversación. Así que, resignados, se quedaron uno frente a otro sin aventurarse a decir ni una palabra. Sólo cuando uno levantaba la vista, veía, velada por la oscura nebulosa de la incierta sombra de las lámparas, la tierna mirada del otro que se dirigía hacia él con amor.

Con una leve sacudida, el tren se puso en movimiento. El chirrido de las ruedas desbarató la conversación de los abogados amortiguándola, dejándola en un simple rumor. Pero después del tirón y de la sacudida iniciales fue imponiéndose poco a poco un rítmico balanceo; el tren, como una cuna de hierro, mecía sus sueños. Y mientras abajo las ruedas traqueteantes corrían hacia un porvenir todavía invisible que reservaba a cada cual algo diferente, los pensamientos de los dos flotaron en sueños regresando al pasado.

Hacía más de nueve años que se habían visto por última vez. Separados desde entonces por una distancia insalvable, se sentían doblemente violentos al estar juntos de nuevo sin poder iniciar una conversación. ¡Dios mío, qué largos, qué vastos habían sido aquellos nueve años, cuatro mil días y cuatro mil noches, hasta ese día, hasta esa noche! ¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo perdido! Y, sin embargo, en su mente destacaba un único recuerdo, un segundo antes de haberse conocido, el principio del principio. Pero ¿cómo había sido? Él lo recordaba perfectamente: llegó por primera vez a su casa con veintitrés años, mordiéndose los labios bajo el suave bozo de su joven barba. Después de desprenderse de una infancia marcada por la pobreza, había crecido en comedores gratuitos para estudiantes, abriéndose camino trabajosamente como profesor particular, dando clases extra, agriando su carácter a una edad muy temprana por la miseria y la falta de pan. Arañando unos céntimos para libros durante el día, continuando el estudio por la noche, rendido, tenso y con los nervios destrozados, había sido el primero en la carrera de química y, con una recomendación especial de su catedrático, había acudido al famoso secretario del consejo, el señor G., director de una gran fábrica en Fráncfort. Al principio le adjudicaron trabajos auxiliares en el laboratorio de la planta, pero pronto repararon en ese joven tenaz y responsable, que se aplicaba al trabajo con una intensidad y una fuerza que evidenciaban una voluntad dispuesta a luchar denodadamente por alcanzar su meta, lo que hizo que el secretario del consejo comenzara a interesarse por él de manera especial.

A modo de prueba, le fue encargando trabajos de mayor calado, y él, reconociendo la posibilidad de salir del submundo de la pobreza, los aceptaba ansioso. Cuanto más trabajo se le confiaba, mayor empeño ponía en demostrar su eficiencia: de esta manera, en poquísimo tiempo, nuestro «joven amigo», como al secretario del consejo le gustaba llamarlo amistosamente, pasó de ser un ayudante adocenado a colaborar en experimentos altamente reservados; pues, sin que él lo supiera, unos ojos lo observaban, a través de una falsa ventana, desde la oficina del jefe, examinándolo, comprobando su elevada cualificación, de modo que, mientras él, ciego en su ambición, creía estar ocupándose de las tareas cotidianas, su superior, casi siempre invisible, lo acompañaba pensando ya en un futuro brillante para él. Retenido con frecuencia en casa a consecuencia de una dolorosísima ciática, incluso postrado en cama la mayoría de las veces, hacía años que el empresario, que iba envejeciendo, andaba al acecho de un secretario privado, de la máxima confianza y con una acreditada capacidad intelectual, con el que poder discutir con la necesaria discreción las patentes más secretas y los ensayos realizados, y por fin le pareció haberlo encontrado. Un día, el secretario del consejo sorprendió al joven con la inesperada propuesta: le preguntó si no querría, para poder tenerlo más a mano, dejar el cuarto amueblado que ocupaba en la periferia de la ciudad y trasladarse a su amplia residencia en calidad de secretario privado. El joven se quedó sorprendido ante una propuesta tan insólita, pero mayor aún fue el asombro del secretario del consejo cuando el joven, después de tomarse un día para reflexionar, rechazó tajantemente esta honrosa proposición, ocultando con bastante torpeza la cruda negativa con pretextos muy poco consistentes. Eminente en su ciencia, el secretario del consejo no era tan ducho en las cuestiones del alma como para adivinar el verdadero motivo de un rechazo que, tal vez, ni siquiera el interesado se confesaba a sí mismo, entrando al fondo de sus sentimientos, pues no se trataba más que de orgullo, un compulsivo intento de ocultar su pundonor herido por una infancia que había transcurrido en la más amarga pobreza. Habiendo trabajado desde su juventud como profesor particular en las insultantes casas de los nuevos ricos, de los advenedizos; un ser ambiguo, sin nombre, entre criados y residentes, presente y a la vez ausente, un objeto decorativo como las magnolias que uno coloca o retira de la mesa según la necesidad, su alma rebosaba odio contra quienes pertenecían a la clase alta y contra todo lo que se movía en su esfera: los muebles pesados, macizos; las habitaciones llenas, exuberantes; las comidas copiosas, desmedidas; toda aquella riqueza de la que él formaba parte como un elemento al que simplemente se tolera. Todo lo que había vivido allí: las ofensas de los niños malcriados y la compasión, más ofensiva aún, de la señora de la casa cuando, a final de mes, deslizaba en su mano un par de billetes; las miradas irónicas y burlonas de las doncellas, siempre terribles con los sirvientes que, recién llegados con su tosca maleta de madera, iban, sin embargo, a estar por encima de ellas; y el tener que colocar en un baúl prestado el único traje que tenía junto con la ropa descolorida, más que remendada: infalibles símbolos de su pobreza. No, nunca más, se lo había jurado a sí mismo, nunca más volvería a vivir en una casa extraña, nunca más volvería a compartir espacio con los ricos antes de ser uno de ellos, nunca más haría patente su pobreza ni permitiría que lo hirieran otros, ofreciéndole viles obsequios. Nunca más, nunca más. Es cierto que ahora, de cara afuera, cubría su humilde puesto en la oficina con su título de doctor —un abrigo barato pero impenetrable—, mientras que su rendimiento hacía lo propio con la herida ulcerante de su juventud envilecida, llagada de estrecheces y limosnas: no, no quería vender por dinero esa mínima porción de libertad, la opacidad de su vida, y por eso rechazó la honrosa invitación, a riesgo de echar a perder su carrera, esgrimiendo absurdos pretextos.

 

Pero, pronto, circunstancias imprevistas no le dejaron otra elección. La dolencia del secretario del consejo empeoró tanto que éste se vio obligado a guardar cama largo tiempo, y a abstenerse incluso de cualquier comunicación telefónica con su oficina. Así que contar con un secretario privado se convirtió en una necesidad inaplazable y, al final, el joven ya no pudo sustraerse a las reiteradas y apremiantes invitaciones de su protector si no quería acabar perdiendo su puesto. Este cambio de domicilio, ¡bien lo sabía Dios!, fue un paso difícil para él: todavía se acordaba perfectamente del día en que tocó por primera vez el timbre de aquella distinguida villa, un poco antigua, situada en la Bockenheimer Landstrasse. Justo la tarde anterior se había comprado a toda prisa, con sus exiguos ahorros —su anciana madre y dos hermanas que vivían en su ciudad natal en una remota provincia consumían su parco sueldo—, ropa para estrenar: un traje negro pasable y zapatos nuevos para no dejar ver demasiado a las claras las privaciones que soportaba. Además, en esta ocasión, pagó a un criado para que llevara previamente aquel feo baúl que tanto odiaba a causa de tantos recuerdos, y en el que guardaba sus pertenencias. Sin embargo, una desazón indefinible le subió por la garganta cuando un sirviente con guantes blancos le abrió con toda formalidad y, ya en el mismo vestíbulo, le salieron al encuentro los pingües y untuosos efluvios de la riqueza que allí se amasaba. Allí le esperaban gruesas alfombras que absorbían blandamente el ruido de sus pasos; tapices gobelinos, colgados en las paredes de la antesala, que invitaban a alzar la mirada ceremoniosamente; había puertas talladas con pesados picaportes de bronce que evidentemente no estaban destinados a que uno los tocara con sus propias manos, sino a que los abriera un servil mayordomo con la espalda encorvada: todo aquello pesaba, aturdiéndole y repugnándole a la vez, sobre su tenaz amargura. Y luego, cuando el sirviente lo condujo hasta aquella habitación extraña, con tres ventanas, destinada a ser su vivienda permanente, primó la sensación de no pertenecer a aquel lugar, de ser un intruso: él, que hasta ayer mismo ocupaba una pequeña habitación expuesta a las corrientes de aire de un cuarto piso en la parte trasera de una casa, con una cama de madera y una escudilla de hojalata para lavarse, estaba allí, donde cada utensilio se afirmaba con exuberante descaro, consciente de su valor monetario, mirándolo burlón, limitándose a tolerarlo, y tenía que encontrarse en este ambiente como en su casa. Lo que había traído consigo, su propia persona vestida con aquella ropa, se encogía lastimosamente en esa estancia amplia, radiante, atravesada por la luz. Su única chaqueta se bamboleaba ridículamente, como un ahorcado, en el amplio, espacioso, armario ropero; las pocas cosas que utilizaba para lavarse, sus sufridos útiles para el afeitado, yacían como desechos o como un apero olvidado por un capataz sobre el amplio lavabo del tocador de mármol; espontáneamente tapó el tosco baúl de madera rígida con un cubrecama, envidiándolo por poder meterse debajo de algo y ocultarse, mientras que él permanecía de pie en la estancia cerrada como un ladrón sorprendido in fraganti. En vano intentó insuflarse ánimos, sobreponerse a la vergüenza y a la irritación de sentirse una nulidad, diciéndose que, en el fondo, era a él a quien habían requerido, al que habían solicitado. Pero la oronda figura que conformaban las cosas que tenía a su alrededor sofocaba todos sus argumentos; volvía a sentirse pequeño, doblegado y vencido bajo el peso de aquel mundo presuntuoso y opulento fundado sobre el dinero; era un sirviente, un mozo, un parásito lameplatos, mobiliario humano que se puede comprar y alquilar, al que le han hurtado su propio ser. Y cuando el sirviente tocó levemente la puerta con los nudillos para anunciar con gesto helado y ademán impasible que la noble señora llamaba al señor doctor, sintió que, por primera vez desde hacía años, iba encogiéndose a medida que recorría perplejo las sucesivas habitaciones, y sus hombros se inclinaban adelantándose a una servil reverencia; sintió que, al cabo de los años, brotaba en él la confusión y la inseguridad de cuando era muchacho.

Pero en cuanto se encontró ante ella por primera vez, esta comezón interior se desvaneció apaciblemente: antes incluso de que su mirada tanteara el rostro de la interlocutora y abarcara su figura, alzándose después de haber hecho la reverencia, las palabras de ella le salieron al encuentro irresistibles. Y la primera palabra fue «gracias», pronunciada con tales franqueza y naturalidad que despejó los enojosos nubarrones que se habían cernido a su alrededor, tocando inmediatamente sus sentidos, invitándole a escuchar con atención.

—Le agradezco mucho, señor doctor —dijo cordialmente al tiempo que le ofrecía la mano—, que haya aceptado por fin la invitación de mi marido. Espero tener pronto la ocasión de demostrarle lo agradecida que estoy. Puede que no le haya resultado fácil: uno no renuncia con gusto a su libertad, pero tal vez le ayude saber que hay dos personas que tienen una inmensa deuda con usted. Lo que esté en mi mano hacer para lograr que se sienta por completo en su casa se hará de corazón.

Escuchó profundamente sorprendido. ¿Cómo sabía ella que había vendido su libertad a regañadientes, cómo es que, con sus primeras palabras, ponía de pronto el dedo en la llaga, donde más le escocía, en lo más sensible de su ser, iba directa al punto donde palpitaba su miedo a perder la independencia y convertirse en alguien al que simplemente se tolera, al que se ha alquilado, que se tiene a sueldo? ¿Cómo había logrado que todo aquello se borrara automáticamente de su ser con un solo gesto? Sin querer, levantó la vista hacia ella para mirarla, y fue entonces cuando descubrió unos ojos cálidos, afectuosos, que esperaban confiados a los suyos.

Tal vez hubiera algo balsámico, tranquilizador en aquel rostro que infundía una venturosa seguridad en uno mismo; su frente pura, que todavía conservaba una juvenil tersura, irradiaba claridad; casi parecía prematuro que peinase su cabello con aquella seria raya de matrona, un cabello de capas oscuras, ondulado, con amplios bucles, mientras que, a partir del cuello, un vestido igualmente oscuro ceñía sus amplios hombros, lo que hacía que su rostro resultara todavía más claro en su apacible luminosidad. Tenía el aspecto de una Virgen burguesa, un poco monjil por el vestido alto y cerrado. La bondad daba a cada uno de sus movimientos un aura maternal. Luego se acercó un paso más con gracilidad, para recibir sonriente las palabras de gratitud que salieron vacilantes de los labios de él.

—Pero lo primero es lo primero, ahora querría suplicarle algo. Sé que convivir con otras personas a las que no se conoce desde hace tiempo es siempre un problema cuya única solución es ser sinceros. Así que le suplico que, si se siente agobiado por cualquier motivo, si se siente cohibido por alguna de nuestras costumbres o por cierta forma de hacer las cosas, se dirija a mí con total libertad. Es usted el ayudante de mi marido, yo soy su mujer, este doble deber nos vincula a ambos, de modo que seamos sinceros uno con otro.

Él tomó su mano: el pacto estaba cerrado.

Y desde aquel instante se sintió unido a la casa: las preciosas estancias ya no le resultaban hostiles ni opresivas, al contrario, empezó a percibirlas de inmediato como un marco necesario de distinción que ofrecía una barrera frente al mundo exterior contradictorio, confuso y discorde, amortiguándolo con su armonía. Poco a poco fue reconociendo que, de alguna manera, un selecto sentido artístico subsumía aquel lujo en un orden superior, introduciendo espontáneamente aquel ritmo relajado en la existencia, en su propia vida, incluso en sus palabras. Se sentía extraordinariamente tranquilo: todos los sentimientos violentos, encendidos y apasionados perdieron su maldad, su encono; era como si las gruesas alfombras, las paredes revestidas, los coloridos cortinajes absorbieran misteriosamente la luz y el ruido de la calle, y, al mismo tiempo, sintió que el orden en que se mecía no estaba suspendido en el vacío, sino que entroncaba con la presencia de aquella mujer callada y envuelta siempre en una bondadosa sonrisa.

Y la magia que sintió en aquellos primeros minutos se convirtió en una gracia natural en las semanas y meses siguientes: con discreción y tacto, esa mujer le atraía poco a poco, sin que él la sintiese ejercer presión alguna, al círculo íntimo de la vida doméstica. Acogido, pero no vigilado, era objeto de amables atenciones en todos los sentidos: sus menores deseos se cumplían apenas los insinuaba, como si fuera cosa de duendes, con tanta discreción que hacía innecesario dar las gracias de una manera especial. Si una tarde, hojeando una carpeta de valiosos grabados, había mostrado una inmensa admiración por uno de ellos, del puño de Rembrandt, dos días más tarde encontraba la reproducción ya enmarcada colgada sobre su escritorio. Si había hecho mención a un libro recomendado por un amigo, días después lo encontraba por casualidad en la estantería de la biblioteca. Sin darse cuenta, la habitación iba adaptándose a sus gustos y hábitos. La mayoría de las veces no notaba absolutamente nada al principio, no caía en el detalle que había cambiado, sólo que se había vuelto más acogedora, más colorida y cálida, hasta que al final se daba cuenta de que aquella colcha oriental bordada que había admirado una vez en un escaparate cubría la otomana o que ahora la lámpara era más luminosa gracias a una pantalla de seda de color frambuesa. Aquella atmósfera le agradaba cada vez más: abandonaba de mala gana la casa en la que había encontrado un entrañable amigo en el hijo de la pareja, que tenía once años, y disfrutaba mucho acompañándolo a él y a su madre al teatro o a conciertos; sin darse cuenta, toda su actividad fuera de las horas de trabajo estaba envuelta en la suave luz de luna que irradiaba la apacible presencia de ella.

Había amado a aquella mujer desde su primer encuentro, pero, a pesar de la irresistible pasión que dominaba sus sentimientos, filtrándose en sus sueños, le faltaba algo decisivo que conmoviera su ser: tomar conciencia de que, al margen de excusas, lo que se empeñaba en ocultarse a sí mismo bajo el nombre de admiración, respeto o afecto, hacía tiempo que se había convertido en puro amor, un amor obsesivo, desatado, ardiente. Sin embargo, en su interior, todavía se veía como un sirviente, y ello oscurecía sus sentimientos, reprimiéndolos: esa mujer deslumbrante, que irradiaba una madurez celestial, resguardada en su riqueza, le parecía tan lejana, tan alta, tan diferente a todas las que había conocido hasta entonces, que le hubiera resultado una blasfemia considerarla sometida al sexo y a la misma ley de la sangre que regía para las pocas mujeres que las estrecheces de su juventud le habían permitido disfrutar, las doncellas de las casas donde trabajó como preceptor y que le habían abierto su puerta por la curiosidad de comprobar si él, que había estudiado, hacía una cosa diferente que el cochero, que el mozo; o bien las modistillas que se había encontrado en la penumbra de las farolas de camino a casa. No, eso era otra cosa. Brillaba desde otra esfera, carente de concupiscencia, pura e intangible; ni en el más apasionado de sus sueños se atrevía a desnudarla. Confuso como un muchacho, pendía suspendido del aroma de su presencia, disfrutando cada movimiento como si fuera música, satisfecho de su confianza y con el constante temor de revelar el exacerbado sentimiento que le movía, sentimiento que todavía carecía de nombre, aunque ya hacía tiempo que se había consolidado y traspasaba con su fuego cualquier disfraz.

 

Pero el amor sólo se confirma de verdad como tal cuando deja de revolverse dolorosamente en el interior de uno, oscuro como un embrión, y es nombrado con los labios y el aliento, cuando se atreve a confesar su existencia. Aunque el sentimiento se obstine en perseverar como crisálida, siempre llega el momento en que el vago capullo eclosiona de repente y se precipita con el doble de violencia desde la altura hasta lo más hondo del corazón sobresaltado. Esto es lo que sucedió, bastante tarde, el segundo año que vivía en la casa como uno más.

El secretario del consejo le llamó un domingo a su despacho. El hecho de que no le dedicara más que un fugaz saludo antes de cerrar la puerta falsa, algo totalmente inhabitual, y que además diera instrucciones a través del interfono para que nadie los molestase, era un significativo presagio de que iba a notificarle algo especial. El viejo caballero le ofreció un cigarro, y encendió el suyo ceremoniosamente, como si quisiera ganar tiempo antes de comenzar un discurso que —era evidente— tenía perfectamente pensado. Al principio se refirió uno por uno a los muchos servicios que le tenía que agradecer. En ese aspecto, había superado su confianza y su generosa entrega; jamás había tenido que lamentar, ni siquiera en los negocios más delicados, el haber creído en alguien que había tratado tan poco. Ahora bien, el día anterior habían llegado importantes noticias de sus empresas de ultramar que no dudaba en confiarle: el nuevo procedimiento químico del que estaba al corriente exigía grandes cantidades de cierto mineral y un telegrama le había anunciado que precisamente entonces se acababan de encontrar grandes yacimientos en México. Ahora lo principal era la rapidez, presentarse cuanto antes para asumir su gerencia, organizar en el acto su explotación y aprovechamiento, antes de que las multinacionales americanas se hicieran con esta oportunidad. Para ello se necesitaba un hombre en quien poder confiar y que además fuese joven y enérgico. Para él, personalmente, sería un duro golpe tener que prescindir en ese momento de un colaborador de confianza, y tan leal; sin embargo, había considerado que era su deber proponerlo como candidato al consejo de administración por ser el más capaz, el único apto. En su fuero interno se consolaba con la certeza de poder asegurarle un espléndido futuro. En dos años no sólo podría reunir una pequeña fortuna gracias a las generosas retribuciones, sino que además, a su regreso, le reservaría un puesto directivo en la empresa.

—Por lo demás —dijo por fin el secretario del consejo abriendo la mano y dándole la enhorabuena—, tengo el presentimiento de que un día volverá para sentarse aquí, en mi silla, y llevará a término lo que yo, que ya soy un hombre mayor, empecé hace tres décadas.

Un encargo semejante, que de pronto le caía del cielo alegremente, ¿cómo no iba a confundir a una persona ambiciosa como él? Allí estaba por fin la puerta abierta, dinamitada por una explosión, que le habría de sacar del submundo de la pobreza, de la vida sin lustre del servir y el obedecer, de las perpetuas reverencias de quien está obligado a pensar y comportarse con humildad. Se quedó mirando absorto y ansioso a los papeles y al telegrama donde unos signos jeroglíficos iban perfilando poco a poco el incierto y colosal contorno de un grandioso plan. De repente, una cascada de cifras cayó con estrépito sobre él: miles, cientos de miles, millones que habría que administrar, contabilizar, ganar; una atmósfera ardiente donde se respiraba un poder absoluto, en la que se alzaba inesperadamente, embotado y con el corazón palpitante, como en un globo de ensueño, apartándose de la tosca y servil esfera de su existencia. Y además no sólo estaba el dinero, no sólo era el negocio, la empresa, el juego y la responsabilidad…, no, un atractivo sin igual le tentaba seductoramente. Allí había estructuras, creatividad, una tarea elevada, una fecunda vocación, montañas donde desde hacía miles de años dormía olvidado el mineral, esparciendo un débil resplandor bajo la piel de la tierra, esperando que lo extrajeran, el placer de perforar galerías, crear y ver crecer las ciudades con sus casas, con sus calles brotando del terreno a toda velocidad, máquinas que minan y grúas que giran en círculo. Detrás de la desnuda maraña de cálculos, empezaba a florecer tropicalmente un nuevo pedazo de mundo tocado por el hombre con imágenes fantásticas y, sin embargo, plásticas: fincas, granjas, fábricas, almacenes que tendría que colocar en medio de la nada, organizando y ordenándolo todo.

El aire del mar, macerado por la embriaguez de la distancia, penetró de repente en la pequeña habitación acolchada; las cifras ascendían hasta alcanzar una suma fantástica. Inflamado por el entusiasmo, arrebatado por un delirio que imprimía a cualquier decisión el encanto fascinante de un vuelo, cerraron a grandes rasgos los aspectos generales y también llegaron a un acuerdo sobre las cuestiones puramente prácticas. De repente, escuchó chasquear un cheque que fue a parar a su mano, se trataba de una cantidad inusitada para cubrir los gastos del viaje, y, reiterando sus mejores deseos, fijaron su partida en el próximo vapor de la Línea del Sur, al cabo de diez días. Acalorado todavía por el torbellino de cifras, tambaleándose por el remolino de posibilidades que se le presentaban, había salido por la puerta del despacho con la mirada perdida, errante. Se detuvo un segundo a pensar si aquella entrevista no habría sido más que una alucinación de su deseo sobreexcitado. Había alzado el vuelo que lo elevaría desde las profundidades hasta la deslumbrante esfera de la plenitud: su sangre todavía bullía por el impetuoso ascenso; por un instante tuvo que cerrar los ojos, igual que cuando uno respira hondo sólo para sentirse más completo, para disfrutar más intensamente, más particularmente de su yo interior. No fue más que un minuto, pero cuando levantó la mirada de nuevo, ya más o menos restablecido, sus ojos fueron tanteando la conocida antesala hasta dar por casualidad con un cuadro que colgaba sobre el gran arcón: el retrato de ella. Cerrando dulcemente los labios en los que se formaba una tranquila ensenada, lo miraba sonriente y reflexiva a un tiempo, como si hubiera comprendido cada palabra que se decía en su interior. Y entonces, en aquel instante, atravesó de pronto por su mente, como si fuera un relámpago, un pensamiento completamente olvidado: que aceptar aquel puesto también significaba abandonar esa casa. ¡Dios mío, abandonarla a ella! Aquello rasgó como un cuchillo la vela de su alegría orgullosamente hinchada. Y, en ese instante de descontrol, en medio de su sorpresa, el armazón que había ido levantando artificialmente a propósito de su traslado se desplomó sobre su corazón, el músculo cardiaco se estremeció repentinamente y sintió un dolor mortal, casi desgarrador, ante la idea de prescindir de ella. ¡Ella, Dios mío, dejarla a ella! ¿Cómo había podido pensar siquiera en separarse de ella, como si él todavía se perteneciera a sí mismo, como si no estuviera cautivo de su existencia con todas las ataduras y raíces del sentimiento? Un dolor violento, elemental, le hizo estremecerse, un golpe que le atravesó el cuerpo entero desde la frente hasta el fundamento del corazón, un desgarrón que lo iluminaba todo, como un relámpago sobre el cielo nocturno: ahora, bajo aquella luz deslumbrante, era vano no reconocer que en cada nervio, en cada fibra de su interior florecía el amor por ella, su amada. Y en cuanto articuló sin voz aquella palabra mágica, un número infinito de pequeñas asociaciones y recuerdos se precipitaron sobre él, atravesando su conciencia, iluminando despiadadamente, a una velocidad que sólo el horror extremo puede imprimir, sus sentimientos, detalles que, hasta entonces, nunca se había atrevido a admitir o a interpretar. Y fue entonces cuando comprendió que hacía meses que estaba completamente rendido a ella.