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100 Clásicos de la Literatura

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La obra, un fragmento de la cual se ha presentado ahora al lector, fue concebida para constar de tres partes. Se consideraba que las páginas precedentes constituían una de esas partes. Aquellas personas que, tras leer atentamente los capítulos ya escritos y hasta cierto punto culminados por la autora, hayan sentido que su corazón despertaba y que aumentaba su curiosidad por saber cómo continuaba la historia, aceptarán encantados como materiales suplementarios los párrafos incompletos y las frases a medio terminar que se han hallado entre algunos papeles de la autora. El crítico fastidioso e insensible tal vez sienta rechazo por la forma inconexa en que se presentan, mas un temperamento curioso acepta con gusto la información más imperfecta e incompleta cuando no hay algo mejor. Los lectores que de algún modo se asemejen a la autora en su rápida aprehensión del sentimiento y de los placeres y tormentos de la imaginación, hallarán, creo yo, placer en la lectura de los bosquejos a los que la autora pretendía, al cabo de poco tiempo, añadir los retoques finales de su genio, pero que ahora deben quedar por siempre como una muestra del triunfo de nuestra condición mortal sobre los planes y proyectos de utilidad e interés público.

CAPÍTULO XV

Darnford devolvió las memorias a María con una carta extraordinariamente afectuosa en la que meditaba acerca de «lo absurdo de las leyes sobre el matrimonio, el cual, hasta que pudiera obtenerse fácilmente el divorcio, constituía —afirmaba— la más insufrible de las esclavitudes». Ataduras de esa naturaleza no podían aprisionar a mentes gobernadas por principios superiores. Esos seres tenían el privilegio de actuar por encima de lo que dictasen unas leyes en cuya elaboración no tenían voz ni voto, si poseían la suficiente entereza como para soportar las consecuencias. En el caso de María, hablar de compromisos era una farsa, excepto de los que se debía a sí misma. La fragilidad, así como la razón, le prohibían pensar en volver de nuevo con su marido: ¿debía, pues, refrenar su encantadora sensibilidad por el mero prejuicio? Estos argumentos no eran del todo imparciales, pues Darnford no hacía nada por ocultar que, cuando apelaba a la razón de María, sentía que, en su corazón, ella le guardaba afecto. Esa certeza era tan embriagadora como sagrada: mil veces al día se preguntaba qué había hecho para merecer esa dicha, y otras tantas se decidía a purificar el corazón que ella se había dignado a habitar. Rogó ser admitido de nuevo en su presencia.

Lo consiguió, y las lágrimas que brillaban en sus ojos cuando la apretó respetuosamente contra su pecho le hicieron ganarse el amor de la desventurada madre. El dolor había serenado los raptos amorosos solo para volver más conmovedora su mutua devoción. En anteriores visitas Darnford se las había ingeniado, bajo cien nimios pretextos, para sentarse a su lado, coger su mano o mirarla a los ojos. Ahora todo era reconfortante afecto y la estima parecía rivalizar con el amor. Él aludió a su relato y habló con emoción de la opresión que ella había soportado. Sus ojos, que refulgían como una suave llama, le decían cuánto deseaba devolverla a la libertad y al amor; besó su mano, como si fuese la de una santa, y le habló de la pérdida de su hija como si fuese la suya. ¿Qué podría resultar más halagador para María? Cada ejemplo de altruismo quedaba grabado en su corazón y lo amó por quererla tanto como para no dar paso a los arrebatos de pasión. Volvieron a verse en varias ocasiones y Darnford afirmó, mientras la emoción le hacía ruborizarse, que nunca antes había sabido lo que era amar.

Cierta mañana Jemima informó a María de que su amo pretendía presentarle sus respetos y hablar con ella sin la presencia de testigos. Este vino y trajo consigo una carta cuyo contenido fingía desconocer, aunque insistió en que le fuese devuelta. Era del abogado mencionado anteriormente, quien le comunicaba la muerte de su hija e insinuaba que, por lo tanto, María no podría tener una heredera legítima y que, si cedía en vida la mitad de su fortuna, la llevarían a Dover y le permitirían retomar su proyecto de viajar. María, llena de indignación, respondió que no tenía nada que tratar con el asesino de su hija y que no compraría su libertad a costa de perder el respeto por sí misma. Comenzó a quejarse a su carcelero, pero este le ordenó callar inmediatamente, pues si había llegado tan lejos no era para detenerse entonces.

Darnford la visitó por la noche. Jemima tuvo que ausentarse y, como de costumbre, los cerró con llave para que no fuesen interrumpidos o descubiertos. Al principio los amantes se sentían incómodos, mas fueron deslizándose sin darse cuenta hacia las confidencias. Darnford dijo que quizá pronto los separasen, y que deseaba que ella evitase que el destino los alejase. En ese momento ella lo consideró su esposo y él se comprometió solemnemente a ser su protector y amigo para toda la eternidad.

Había algo peculiar en el carácter de María: se afanaba más por no engañar que por guardarse del engaño, y prefería confiar sin motivo suficiente antes que ser eternamente presa de las dudas. Además, ¿qué ha de esperarse, cuando la mente adquiere mediante la reflexión una suerte de elevación que exalta la meditación más allá de las pequeñas aprensiones que nos dicta la prudencia? Vemos aquello que deseamos y construimos un mundo propio. Aunque a veces la realidad pueda abrir una puerta al dolor, los momentos de dicha que nos regala la imaginación se pueden contar, sin que resulte paradójico, entre los más firmes consuelos de la vida. En aquel momento, María, al encontrar un ser de índole celestial, se sentía feliz y confiada. Ella lo moldeaba con sus manos apasionadas y él reflejaba todos aquellos sentimientos que la animaban y confortaban.

CAPÍTULO XVI

Cierta mañana la confusión pareció apoderarse de la casa, y Jemima llegó aterrada e informó a María que su amo había salido con la determinación, según le habían asegurado (y demasiadas circunstancias parecían corroborar esa opinión como para dejar alguna duda), de no regresar jamás.

—Así pues —le dijo Jemima—, estoy lista para acompañaros en vuestra huida.

María se puso en pie de un salto e inmediatamente lanzó una rápida mirada hacia la puerta, como si temiese que alguien la cerrase dejándola allí para siempre. Jemima prosiguió:

—Quizá ahora no tenga derecho a esperar que cumpláis vuestra promesa, pero de vos depende que me reconcilie con la raza humana.

—Pero… ¿y Darnford? —exclamó María con tristeza, sentándose de nuevo y cruzando los brazos—. No tengo ninguna hija a la que acudir, y la libertad ha perdido para mí todos sus encantos.

—Mucho me equivoco si Darnford no es el causante de la huida de mi amo. Sus guardianes me han asegurado que han prometido mantenerlo recluido dos días más y que después será libre. No podéis verlo, pero le entregarán una carta cuando lo pongan en libertad. Decidle en ella dónde puede encontraros en Londres, precisad algún hotel. Dadme vuestras ropas, las sacaré de la casa junto con las mías y nos escabulliremos hasta la verja del jardín. Escribid la carta mientras dispongo esos preparativos, ¡mas no perdáis tiempo!

Con el ánimo agitado e incapaz de calmarlo, María comenzó a escribir a Darnford. Se dirigió a él llamándolo «esposo» y lo instó a «reunirse prontamente con ella para compartir su fortuna o a esperarla hasta que ella fuese a su encuentro». Un hotel en el Adelphi era el lugar designado para la cita.

La carta fue sellada y encomendada; con pasos ligeros, aunque aterrada por el ruido de sus pisadas, María descendió respirando con dificultad y con el vago temor de que nunca franquearía la verja del jardín. Jemima la precedía.

Un ser con un rostro parecido al de un endemoniado cruzó el sendero y agarró por el brazo a María, quien solo temía que alguien la retuviera.

—¿Quién sois?, ¿quién sois? —le preguntó, pues aquella forma apenas era humana—. Si sois de carne y hueso —sus espantosos ojos la miraron con fiereza—, ¡no me detengáis!

—Mujer —la interrumpió una voz sepulcral—, ¿qué debo hacer con vos? —aquel ser siguió aferrando su mano, mientras soltaba una maldición.

—¡No, no debéis hacerme nada! —exclamó ella—. ¡Este es un asunto de vida o muerte!

Con una fuerza sobrenatural se desasió de él y echó sus brazos alrededor de Jemima, mientras gritaba: «¡Salvadme!». El ser de cuyas garras había escapado María cogió una piedra mientras abrían la puerta y, con una suerte de diabólica diversión, se la arrojó, mas ellas ya estaban fuera de su alcance.

Cuando María llegó a la ciudad, se dirigió al hotel fijado para el encuentro. Pero no podía permanecer sentada: se acordaba constantemente de su niña y todo lo acontecido durante el encierro le parecía un sueño. Fue a cierta casa de las afueras a la que, según averiguó, habían enviado a su pequeña. Nada más entrar, su corazón se llenó de tristeza, pues tuvo la certeza de que en ese lugar estaba enterrada su hija. Hizo las averiguaciones pertinentes y le indicaron el cementerio en el que la pequeña descansaba bajo un manto de hierba. Un pequeño vestido que llevaba puesto la hija del ama de cría —lo había hecho María con sus propias manos— atrajo su mirada. La nodriza se lo vendió encantada por media guinea y María se marchó rápidamente con la reliquia que, cuando entró en el coche de punto que la esperaba, contempló durante todo el trayecto hasta llegar al hotel.

Poco después se presentó ante el abogado que había redactado el testamento de su tío y le explicó su situación. Este le adelantó al instante parte del dinero que aún quedaba en sus manos y prometió revisar de nuevo todo el caso. María solo deseaba que la dejasen vivir en paz. Descubrió que a su representante le habían presentado varias facturas, aparentemente con su firma, y no tardó ni un segundo en adivinar quién las había falsificado. No obstante, enemiga por igual de amenazar o suplicar, pidió a su amigo el notario que fuese a ver al señor Venables. Este no se hallaba nunca en casa, pero finalmente su representante —el abogado— prometió a María que su marido la dejaría en paz con una condición: siempre y cuando se comportase correctamente y entregase los recibos. María aceptó sin pensarlo; Darnford había llegado y ella únicamente ansiaba vivir para amar; deseaba olvidar la angustia que sentía cada vez que pensaba en su pequeña.

 

Alquilaron juntos una casa amueblada, pues ella estaba por encima de los fingimientos. Jemima insistió en que la considerase su ama de llaves y en cobrar su anterior sueldo. Bajo ningún otro concepto permanecería con su amiga.

Darnford investigó infatigablemente las misteriosas circunstancias de su encierro. La causa era bien sencilla: un pariente muy lejano, de quien era heredero, había muerto sin hacer testamento, dejando una considerable fortuna. Al enterarse de la llegada de Darnford a Inglaterra, cierta persona, a la que se había confiado la administración de la propiedad y que estaba en posesión de las escrituras, con la intención de excluir a Darnford de la sucesión mediante una siniestra trampa, había planeado su confinamiento. Tan pronto hubo tomado las medidas que juzgó más convenientes para su objetivo, este rufián, junto con su secuaz, el responsable del manicomio, abandonaron el país. Darnford, que aún seguía investigando, descubrió finalmente que se habían refugiado en París.

Así pues, María y él decidieron, junto con la leal Jemima, viajar hasta allí, y mientras hacían los preparativos para el viaje recibieron la noticia de que el señor Venables había interpuesto una denuncia contra Darnford por seducción y adulterio. La indignación que sintió María no podría describirse; se arrepintió de la templanza con la que se había comportado al entregar los recibos. Darnford no podía posponer su viaje sin arriesgarse a perder sus propiedades. Así pues, María le dio dinero para su viaje y decidió permanecer en Londres hasta que aquel asunto concluyera.

Fue a ver a ciertas damas de las que había sido muy amiga, mas estas se negaron a recibirla, y en la ópera o en Ranelagh no lograban acordarse de ella. Entre esas damas había algunas —no sus amigas más íntimas— que supuestamente se valían del matrimonio como un pretexto para ocultar un comportamiento que, si se tratase de muchachas inocentes y seducidas, habría mancillado su fama para siempre. Estas damas se mostraban particularmente distantes con ella. Si hubiese permanecido junto a su marido, viviendo de manera hipócrita y descuidando a su hija para tener una aventura, habría seguido siendo visitada y respetada. Si, en lugar de vivir abiertamente con su amante, se hubiese dignado a emplear mil artimañas que, a costa de degradar su mente, quizá hubiesen permitido que las personas que no fuesen engañadas pudiesen fingirlo, la habrían aplaudido y tratado como a una mujer honrada. «¡Bruto es un hombre honorable!», dijo Marco Antonio con igual sinceridad.

Con Darnford no saboreó la felicidad ininterrumpida; había en su actitud una volatilidad que a menudo la afligía, pero el amor alegraba el panorama. Además, él era el ser más tierno y compasivo del mundo. La inclinación al sexo a menudo da una apariencia de humanidad al comportamiento de los hombres que en realidad tienen pocas pretensiones, pues parecen amar a los demás cuando en realidad solo buscan su propia satisfacción. Darnford se mostraba siempre dispuesto a aprovecharse del gusto y las capacidades de María, mientras que ella procuraba beneficiarse de su carácter decidido y extirpar algunas ideas románticas que habían enraizado en su mente cuando, en la adversidad, se había dejado obsesionar con visiones de una felicidad inalcanzable.

Los afectos verdaderos de la vida, cuando se les permite fluir, son brotes impregnados de dicha y de todas las dulces emociones del alma. Crecen, a pesar de todo, con extraordinaria facilidad, a diferencia de las formas artificiales de felicidad que a la imaginación tanto le cuesta esbozar con viveza. La felicidad sustancial, que expande y perfecciona la mente, se puede comparar con el placer que se siente al vagar por la Naturaleza e inhalar los dulces vendavales que son naturales al clima. Las fantasías de una imaginación febril, por el contrario, se recrean continuamente en jardines llenos de arbustos aromáticos, que empalagan a la vez que deleitan y merman el placer de disfrutarlos. El reino de la fantasía, por debajo o más allá de las estrellas, en esta vida o en las regiones rodeadas por el ilimitado océano de lo venidero en las que siempre impera la alegría, presenta una uniformidad insípida y fastidiosa. Los poetas han imaginado escenas de exaltación dichosa, pero al arrinconar el dolor, todas las exultantes emociones del alma, e incluso su grandiosidad, parecen quedar igualmente excluidas. Nos alivia contemplar el lago sereno y anhelamos escalar las rocas que cercan el alegre valle de la satisfacción, aunque en el desierto sin senderos silben las serpientes y el peligro aceche en las trampas inexploradas. María se sentía más indulgente cuanto más feliz era, y descubría virtudes en ciertos caracteres que anteriormente había pasado por alto mientras perseguía los fantasmas de la elegancia y la excelencia, que brillan como meteoros y se apagan en ciénagas de desdicha. El romance a veces impide al corazón disfrutar del placer social y, fomentando una sensibilidad enfermiza, lo vuelve insensible a los dulces detalles de humanidad.

Separarse de Darnford fue ciertamente duro. Significaba sentirse dolorosamente sola, pero se regocijaba al pensar que le ahorraría la preocupación y perplejidad del litigio y se reuniría de nuevo a solas con él. Creía que el matrimonio —tal como estaba constituido— conducía a la inmoralidad. No obstante, puesto que el odio de la sociedad impide el provecho, deseaba reconocer su amor por Darnford convirtiéndose en su esposa según las reglas establecidas (sin confundirse por ello con otras mujeres que actúan por motivos bien distintos), aunque su comportamiento sería el mismo con ceremonia que sin ella y sus expectativas respecto a él, no menos firmes. No obstante, el hecho de que la citaran a defenderse de una acusación de la que estaba resuelta a declararse culpable la mortificaba, al tiempo que le suscitaba amargas reflexiones sobre la situación de las mujeres en la sociedad.

CAPÍTULO XVII

Tal era su estado de ánimo cuando saltaron sobre ella los sabuesos de la ley. María asumió la tarea de dirigir la defensa de Darnford. Dijo al abogado que se declararía culpable del cargo de adulterio, pero negaría el de seducción.

El abogado del demandante abrió la causa afirmando que su cliente siempre había sido un marido indulgente y había soportado pacientemente numerosos defectos de carácter por parte de su mujer, al tiempo que no tenía nada que imputarle legalmente. Pero ella se había ido de casa sin indicar la causa. No podía afirmar que ella conociese por entonces al demandado, pero, en cierta ocasión en que había intentado llevarla de vuelta a casa, ese hombre había ahuyentado a los agentes del orden y se la había llevado no sabía adónde. Tras el nacimiento de su hija, su conducta fue tan extraña —y al haber sufrido un miembro de su familia cierta enfermedad nerviosa sobre la que la delicadeza le impedía extenderse—, que se hizo necesario recluirla. Por algún medio el demandado la ayudó a escapar y desde entonces habían vivido juntos, contraviniendo todo principio de orden y decoro. El adulterio se admitía: no era necesario traer a ningún testigo para probarlo, mas la seducción, aunque altamente probable a tenor de las circunstancias que tenía el honor de relatar, no podía demostrarse de modo tan claro. Dicha seducción era del género más aborrecible, pues desafiaba la decencia y despreciaba el respeto a la reputación, el cual es una muestra de contrición.

Un fuerte sentimiento de injusticia había silenciado las emociones que, de otro modo, se hubiesen suscitado en el pecho de María por una mezcla de delicadeza falsa y verdadera. Tan solo deseaba insistir en el privilegio de su condición. Los sarcasmos de la sociedad y la condena de un mundo equivocado no significaban nada para ella en comparación con el hecho de actuar en contra de los sentimientos que constituían el fundamento de sus principios. En consecuencia, se hizo notar resueltamente, en lugar de desear ausentarse en tan memorable ocasión.

Convencida de que los subterfugios de la ley eran vergonzosos, escribió una nota y pidió expresamente que pudiera leerse en la sala:

Casada cuando apenas era capaz de discernir la naturaleza de ese compromiso, no obstante me sometí a las rígidas leyes que esclavizan a las mujeres y obedecí al hombre al que ya no podía amar. No es mi intención discutir si los deberes del matrimonio son recíprocos, pero puedo demostrar reiteradas infidelidades por parte de mi marido que pasé por alto o perdoné. No faltan testimonios que den prueba de tales hechos. En este momento mantengo a la hija que mi marido tuvo con una criada y que nació después de nuestra boda. Estoy dispuesta a admitir que la educación y las circunstancias llevan a los hombres a pensar y actuar con menos delicadeza de la que el mantenimiento del orden social exige a la mujeres, pero ciertamente puedo afirmar sin ninguna duda que, si bien puedo excusar el nacimiento de esa criatura, no así su miserable abandono. Puesto que despreciaba al hombre, no me resultaba fácil venerar al esposo. No obstante, con las adecuadas restricciones, respeto profundamente la institución que hermana al mundo. Clamo contra las leyes que ponen todo el peso del yugo sobre los hombros más débiles y obligan a las mujeres —cuando reclaman protección como madres— a firmar un contrato que las hace depender de los caprichos de un tirano, a quien la elección o la necesidad han designado para reinar sobre ellas. Son varios los casos en los que una mujer debe separarse de su marido, y el mío, permítaseme que vuelva a insistir en ello, puede describirse como uno de los más graves.

No me extenderé sobre aquellas provocaciones que solo el individuo puede evaluar, sino que presentaré únicamente aquellos cargos cuya veracidad se revelará como un insulto a la humanidad. Para financiar sus ruinosas especulaciones, el señor Venables me convenció para pedir dinero a un pariente acaudalado y, cuando me negué a seguir haciéndolo, pensó en usarme como moneda de cambio. No solo permitió situaciones conducentes a ese fin, sino que instó a un amigo al que había pedido prestado dinero a que me sedujese. Cuando descubrí ese acto tan atroz, decidí abandonarlo, plenamente convencida y para siempre. Consideré que su conducta había anulado cualquier obligación que tuviera con respecto a él, y creo que las rupturas causadas por la falta de principios jamás pueden remediarse.

Gracias a mí, había recibido una fortuna que ascendía a cinco mil libras. Tras la muerte de mi tío, convencida de poder mantener a mi pequeña, rompí el acuerdo sobre dicho patrimonio. No exigí que ninguna propiedad me fuese devuelta, y no enumeraré las cantidades que me fueron arrebatadas a la fuerza durante los seis años que vivimos juntos.

Tras abandonar lo que la ley considera mi hogar, fui perseguida como un criminal allá donde fui, si bien no contraje deuda alguna ni pedí a nadie que me mantuviese. No obstante, puesto que la ley castiga tal comportamiento y convierte a las mujeres en meras propiedades de sus maridos, me abstendré de protestar ante ese hecho. Tras el nacimiento de mi hija y la muerte de mi tío, que nos dejó una considerable fortuna a mí y a mi pequeña, me vi expuesta a una nueva persecución. Puesto que había jurado ser fiel antes de alcanzar lo que se denomina una edad de suficiente madurez, el mundo me trató como si hubiese de estar por siempre atada a un hombre cuyos vicios eran notorios. Mas, ¡qué son los vicios comúnmente conocidos, comparados con los infortunios que debe soportar una mujer y que, aunque se sienten en lo más profundo y dejan el alma herida, no son fáciles de describir y pueden ser encubiertos! Incluso se instaura una falsa moral según la cual la virtud de la mujer se reduce a la castidad, la sumisión y el perdón de las ofensas.

Perdono a mi opresor, aunque lloro amargamente la pérdida de mi hija, que me fue arrebatada con tanta violencia. Pero mi naturaleza se subleva y el alma se me estremece ante la mera suposición de que se me quiera obligar a fingir amor cuando es necesaria una separación que me impida sentir a cada minuto una insufrible aversión.

 

Para forzarme a ceder mi fortuna, me encarcelaron, sí, en un manicomio privado. Allí, en el corazón de la miseria, conocí al hombre acusado de seducirme. Nos tomamos cariño; yo me consideraba —y siempre me consideraré— libre. La muerte de mi pequeña disolvió el único vínculo que aún existía entre aquel a quien la ley denomina mi marido y yo.

A esta persona, a quien conocí de ese modo, me entregué voluntariamente, sin considerarme más impelida a transgredir las leyes de la pureza moral —alegando en mi favor la voluntad de mi marido— que a infringir las leyes a las que la política de una sociedad artificial ha acompañado de castigos efectivos. Mientras que la potestad de ningún marido puede evitar que una mujer sufra por ciertos delitos, a esta se le ha de permitir examinar su conciencia y comportarse hasta cierto punto según su propio criterio moral. El respeto que me debo a mí misma me exigía mantenerme firme en mi decisión de no ver nunca al señor Venables como un marido, y no me impedía alentar a otro. Si por desgracia estoy unida a un hombre sin principios, ¿he de renunciar a ejercer de esposa y madre? Deseo que mi país apruebe mi conducta, mas si existen leyes hechas por los poderosos para oprimir a los débiles, apelo a mi propio sentido de la justicia y afirmo que no viviré con el individuo que ha violado todas las obligaciones morales que vinculan a las personas.

Protesto igualmente contra cualquier acusación que se haga para incriminar al hombre al que considero mi marido. Tenía veintiséis años cuando abandoné la casa del señor Venables; si se supone que algún día yo alcanzaría una edad en la que podría ser dueña de mis actos, hacía tiempo que ese día había llegado. Actué con deliberación. El señor Darnford halló en mí una mujer desamparada y oprimida, y me prometió la protección de la que carecen las mujeres en la sociedad actual. Mas el hombre que ahora me reclama, ¿acaso fue privado de mi compañía por comportarse así? La misma pregunta es un insulto al sentido común, considerando dónde me conoció el señor Venables. En efecto, la puerta del señor Venables estaba abierta para mí —o, mejor dicho, empleó amenazas y súplicas para hacerme regresar—, pero ¿por qué motivo? ¿Lo hizo por amor, o más bien por el qué dirán? No puedo, ciertamente, sondear las profundidades del corazón humano, pero me atrevo a afirmar con la certeza que me otorgan toda una serie de circunstancias que únicamente lo impulsaba la más ávida codicia.

Así pues, pido el divorcio y la libertad de disfrutar —sin que nadie me acose— de la fortuna que me dejó un familiar que conocía bien la personalidad del hombre con el que yo habría de lidiar. Apelo a la justicia y humanidad del jurado, un grupo de hombres a cuyo dictamen se le debe otorgar la fuerza para modificar leyes que han de ser forzosamente injustas, pues unas reglas fijas nunca pueden aplicarse a circunstancias siempre diversas. Igualmente, desapruebo que se castigue al hombre que he elegido, a quien libero solemnemente del cargo de seducción.

No me puse en ninguna situación que justificase la acusación de adulterio hasta que me hube librado, con pleno convencimiento, de los grilletes que me ataban al señor Venables. En cuanto al tiempo que viví con él, desafío a las voces calumniosas a que intenten mancillar lo que denominan «el buen nombre de una mujer». Desatendida por mi marido, jamás incité a ningún amante, y preservé con escrupuloso celo —aun a costa de mi sosiego— lo que llaman «mi honor», hasta que él, que debiera ser su guardián, me tendió trampas con el fin de provocar mi caída. Desde ese momento me consideré libre a los ojos de Dios, y ningún poder sobre la Tierra me haría renunciar a mi decisión.

En su resumen final de las pruebas y testimonios aportados, el juez aludió a «la falacia de permitir que las mujeres aleguen sus sentimientos como excusa para romper el voto matrimonial». Por su parte, él siempre se había mostrado contrario a cualquier innovación y a esas ideas de nuevo cuño que intentaban desplazar a las viejas y sabias reglas de conducta. Según dijo, no queríamos «principios franceses en la vida pública ni en la privada», y si se permitía a las mujeres aducir sus sentimientos como un eximente o atenuante de la infidelidad, «abriríamos una puerta a la inmoralidad». ¿Qué mujer virtuosa pensaba en sus sentimientos? El deber de la mujer era amar y obedecer al hombre elegido por sus padres y familiares, quienes por su experiencia estaban más cualificados que ella para decidir qué le convenía. En cuanto a los cargos presentados contra su marido, estos eran vagos y no estaban sustentados por testigos, a excepción del encierro en el manicomio. Las pruebas de la existencia de antecedentes de locura en su familia quizá se explicase como una medida prudente y, de hecho, «el comportamiento de aquella dama no parecía el de alguien en su sano juicio». No obstante, «tales procedimientos no podían justificarse y tal vez le otorgasen el derecho a obtener en otro tribunal una sentencia de separación de bienes y cese de la convivencia de las partes», aunque el juez esperaba «que ningún inglés legalizara el adulterio permitiendo que la adúltera enriqueciese a quien la sedujere». No se impondrían nunca las suficientes restricciones al divorcio si se quería preservar la santidad del matrimonio y, aunque estas podían resultar una carga para algunos —muy pocos— individuos, ello redundaría en el bien general.

FINAL

«Bebió el láudano; su alma estaba serena, la tempestad había amainado y únicamente quedaba un ardiente deseo de olvidarse de sí misma y escapar de la angustia que soportaba, de no pensar más y huir de ese infierno desolado.

»Pero sus ojos aún no se habían cerrado, los recuerdos se sucedían de forma vertiginosa. Todos los episodios de su vida parecían sublevarse y cobrar forma para asaltarla e impedirle sumergirse en el sueño mortal. Su hija asesinada se le apareció llorando por el bebé al que ella serviría de tumba. “¿Acaso podría tener una más noble? Sin duda es mejor morir conmigo que llegar al mundo sin los cuidados de una madre. ¡No puedo vivir!…, pero ¿habría podido abandonar a mi pequeño una vez nacido?, ¿habría podido arrojarlo a las turbulentas aguas de la vida sin una mano que lo sostuviese?”. Miró al cielo: “¿Qué no habré sufrido? ¡Ojalá encuentre un padre allí donde voy!”. La cabeza le daba vueltas, la invadía el sopor, desfallecía… “Ten un poco de paciencia —dijo María sosteniendo su mareada cabeza (pensó en su madre)—, esto no puede durar; y, ¿qué es un pequeño dolor corporal comparado con las heridas que he soportado?”.

»Una nueva visión se desplegó ante ella. Le pareció que Jemima entraba con una criatura que se acercaba a la cama con pasos inseguros. Le llegaba la voz de Jemima desde lejos, llamándola, y ella trataba de escucharla, de hablarle, de buscarla.

—¡Mirad a vuestra hija! —exclamó Jemima. María se levantó de la cama, pero se desmayó, a lo que siguieron violentos vómitos.

»Cuando volvió en sí, Jemima se dirigió a ella con una gran solemnidad:

—… permitidme sospechar que vuestro marido y vuestro hermano os hayan engañado y hayan mantenido a vuestra hija en secreto. No os atormentaría con vanas esperanzas ni dejaría que en este funesto instante buscarais a vuestra hija en vano. La saqué de la miseria y, ahora que ha vuelto a la vida, ¿vais a dejarla sola en el mundo para que tenga que pasar por lo que yo he pasado?