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100 Clásicos de la Literatura

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»Durante los días previos mi mente parecía separada de mi cuerpo, pero ahora que la lucha entre ambos había terminado, sentía con fuerza los efectos que la inquietud produce en una mujer en mi situación. El miedo a sufrir un aborto prematuro me obligó a recluirme en mi habitación durante cerca de quince días, pero escribí a un amigo de mi tío pidiéndole dinero y prometiéndole que iría a verle y le explicaría mi situación en cuanto me encontrase con fuerzas suficientes como para salir. Entretanto le rogaba que no le revelase a nadie mi paradero, pues temía que mi marido —puesto que así lo consideraba la ley— pudiese perturbar la mente que no pudo conquistar. Le mencioné mi intención de partir hacia Lisboa y pedir protección a mi tío tan pronto mi salud me lo permitiese.

»No obstante, la tranquilidad que había ido recuperando pronto se vio interrumpida. Mi casera vino un día, con los ojos hinchados por el llanto e incapaz de pronunciar lo que le habían ordenado decirme. Afirmó que nunca en su vida se había sentido tan desdichada, que debía de parecerme un monstruo ingrato y que de buena gana me suplicaría de rodillas que la perdonase, como había hecho con su marido para que la dispensase de esa horrible misión. Los sollozos le impedían proseguir o responder a mis impacientes preguntas por saber qué quería decirme. Cuando se hubo sosegado un poco, sacó un periódico del bolsillo mientras afirmaba que le dolía en el alma, pero ¿qué podía hacer?, debía obedecer a su marido. Le arrebaté el periódico. En seguida mis ojos tropezaron con un anuncio en el que se leía: “María Venables, sin causa aparente, ha huido de su esposo y cualquier persona que la hospedase será castigada con la mayor severidad por la ley”.

»Tan familiarizada estaba con la vileza moral del señor Venables, que este paso no me sorprendió y apenas suscitó mi desprecio. El resentimiento nunca ha sobrevivido al amor en mi alma. Con tono afable rogué a la pobre mujer que enjugase sus lágrimas y le dijese a su marido que viniese y me hablase en persona. Mi actitud lo atemorizó. Respetaba a una dama (que no a una mujer), y comenzó a balbucir una disculpa.

»El señor Venables era un caballero rico. Él deseaba complacerme, pero ya había padecido bastante por causa de la ley como para temblar ante la sola idea de sufrir de nuevo su castigo. Además, no cabía duda de que deberíamos reconciliarnos, de manera que ni siquiera debía agradecerle el ser cómplice en nuestra separación. “Marido y mujer son, bien lo sabe Dios, uno solo y todo volverá a su cauce”. Carraspeó torpemente y, con mirada maliciosa, añadió que el amo podía haber hecho algunas pequeñas travesuras, pero, “bien lo sabe Dios, los hombres serán hombres hasta que el mundo deje de existir”.

»Comprendí que sería inútil discutir con ese ser privilegiado desde el nacimiento con el uso de la razón, así que únicamente le pedí que me dejara permanecer un día más en su casa mientras buscaba alojamiento y que no informase al señor Venables de que me había refugiado allí. Él accedió, pues no tuvo el suficiente valor como para rechazar a una persona por quien habitualmente sentía respeto, pero oí cómo la cólera reprimida estallaba en forma de maldiciones al encontrarse con su mujer, que esperaba impaciente al pie de la escalera para saber qué efecto tendrían mis protestas sobre él. Sin perder tiempo en mostrarme indulgente con esa vejación, salí una vez más en busca de un lugar en el que poder esconderme durante unas pocas semanas.

»Solo consintiendo en pagar un precio exorbitante logré alquilar una habitación sin tener que dar referencias sobre mi identidad. El modo en que miraban mi silueta parecía querer decirme que los motivos para ocultarme eran suficientemente obvios. Así pues, me veía obligada a resguardarme de la infamia.

»Para evitar cualquier riesgo de que me localizaran —empleo un término adecuado, hija mía, pues me perseguían como a un criminal— decidí tomar posesión de mi nuevo alojamiento esa misma noche. No informé a mi patrona de adónde iba. Sabía que ella me profesaba un afecto sincero y que de buena gana habría corrido cualquier riesgo para demostrarme su gratitud. Con todo, estaba plenamente convencida de que unas pocas palabras amables de Johnny habrían tocado su ser más femenino y habría sacrificado a su querida benefactora, como ella me llamaba entre lágrimas de agonía, con tal de recompensar a su tirano por dignarse a tratarla como a una igual. Él podía ser bondadoso, según decía ella, cuando quería. Este relajamiento de su dureza, comparado con su brutalidad habitual, a ella le bastaba, y se podía comprar a un precio no demasiado elevado.

»La lectura del anuncio en el periódico me hizo desear refugiarme junto a mi tío, sin importarme las consecuencias, y me dirigí en un coche de punto —temiendo que, de ir a pie, pudiese encontrarme con algún conocido—. Este me recibió muy educadamente —mi tío ya le había predispuesto en mi favor— y escuchó con interés mi explicación de los motivos que me habían inducido a huir de casa y ocultarme en la oscuridad, con el miedo e inseguridad que únicamente deberían ir asociados a la culpa. Lamentó —con más galantería, pensé, de lo que correspondía a mi situación— que una mujer así fuese arrojada a los brazos de un hombre insensible a los encantos de su belleza y elegancia. Parecía no saber qué aconsejarme para eludir la búsqueda de mi marido sin acudir apresuradamente a mi tío, a quien, dijo titubeando, quizá no encontrase con vida. Dijo esto visiblemente apenado, y finalmente me rogó que aguardase el siguiente barco. Me ofreció todo el dinero que necesitase y prometió visitarme.

»Mantuvo su palabra. A todo esto, no llegaba carta alguna que pusiese fin a mi dolorosa incertidumbre. Me hice con algunos libros y partituras para entretener esos tediosos y solitarios días.

“Ven, Libertad eternamente sonriente, y trae contigo a tu alegre séquito”,

cantaba una y otra vez hasta que, deprimida por el esfuerzo de mantener la alegría, lamentaba amargamente la suerte que me privaba de cualquier placer compartido. Había conquistado una relativa libertad, ¡mas el alegre séquito parecía haberse quedado muy atrás!

CAPÍTULO XIII

»Vigilando a mi único visitante —el amigo de mi tío—, o por algún otro medio, el señor Venables descubrió mi paradero y vino a preguntar por mí. La criada le aseguró que en la casa no había nadie que concordase con su descripción. A esto le siguió un alboroto que me alarmó; me puse a escuchar y al distinguir su voz cerré con llave inmediatamente. De repente las voces se fueron calmando y esperé casi un cuarto de hora hasta que le oí abrir la puerta del salón y subir las escaleras con la casera, que afirmó servilmente no saber nada de mí.

»Al descubrir que mi puerta estaba cerrada con llave, ella me pidió que la abriera y me dispusiera a volver a casa con mi marido, aquel “pobre caballero” a quien había causado ya suficiente disgusto. No respondí. Entonces, el señor Venables, adoptando un tono de voz suave y fingido, me rogó que considerase lo mucho que sufría, así como mi propia reputación, y venciese ese resentimiento infantil. Siguió por ese camino, fingiendo dirigirse a mí pero adaptando de forma evidente su discurso a la capacidad de la patrona, quien a cada pausa murmuraba una exclamación de lástima o bien asentía: “Sí, no cabe duda. Muy cierto, señor”.

»Harta de aquella farsa y comprendiendo que no podría evitar la odiosa entrevista, abrí la puerta y mi marido entró. Mientras avanzaba con pausado aplomo para estrechar mi mano, yo retrocedí al sentir el contacto con involuntario sobresalto, como habría hecho ante un asqueroso reptil, con más repugnancia que terror. La mujer que lo había guiado hasta allí se retiraba para darnos, según dijo, la oportunidad de arreglar las cosas. Pero le dije que o entraba ella o saldría yo, y la curiosidad la impulsó a obedecerme.

»El señor Venables comenzó a quejarse y aquella mujer, orgullosa de la confianza que él parecía otorgarle, lo secundó. Pero, calmadamente, la hice callar interrumpiendo sus vulgares palabras, al tiempo que me volvía hacia él para preguntarle por qué me atormentaba en vano, pues ningún poder sobre la Tierra me haría volver a su casa. Tras un largo altercado, cuyos detalles no vienen al caso, él salió de la habitación. Durante un rato tuvo lugar una conversación en voz alta en el salón de abajo y descubrí que había traído con él a su amigo, un abogado.

» El alboroto en el rellano hizo salir a un caballero que no hacía mucho que vivía en la pensión, quien me preguntó por qué me acosaban de aquel modo. El locuaz abogado se apresuró a repetir la conocida patraña. El extraño se volvió hacia mí, afirmando, con la mayor cortesía y gentil interés, que mi rostro reflejaba una historia muy diferente. Añadió que nadie habría de insultarme ni forzarme a salir de aquella casa.

—¿Ni siquiera su marido? —preguntó el abogado.

—No, señor, ni siquiera su marido —el señor Venables avanzó hacia él, pero la actitud de mi defensor era tan firme como su voz.

»Abandonaron la casa con la advertencia de que cualquiera que osase ampararme sería procesado por la justicia con el máximo rigor.

»Apenas se hubieron marchado, la casera subió de nuevo a verme y me suplicó perdón en un tono muy distinto. Pues, si bien el señor Venables la había obligado a hospedarme bajo su responsabilidad, no había atendido a sus numerosas insinuaciones para que pagase el alojamiento. Al instante prometí abonárselo y compensarla por mi marcha repentina con un regalo si me procuraba otro acomodo que se hallase a suficiente distancia. Me respondió contándome la bien urdida patraña del señor Venables, pero cuando le conté brevemente la verdad suscité su piedad e indignación.

»Expresó su compasión con tal sinceridad y efusión que me sentí aliviada, pues carezco por completo de esa fastidiosa susceptibilidad que puede alertarse ante cualquier palabra o gesto hasta el punto de desechar la generosidad verdadera. Siempre me alegraba percibir en los demás los sentimientos humanitarios que a mí me gustaba poner en práctica. A veces el recuerdo de algunos episodios tópicos o ridículos, acontecidos en un momento de intensa emoción, me ha hecho reírme hasta la extenuación, aun cuando en ese momento el hecho de sonreír debiera parecerme algo sacrílego. Al tener siempre presente tu educación mientras escribo, querida hija, anoto estos sentimientos porque las mujeres, más acostumbradas a atender a las formas que a los actos, tienen un excesivo sentido del ridículo. Tanto es así que su tan cacareada sensibilidad a menudo se ve ahogada por una falsa delicadeza. La auténtica sensibilidad, la que asiste a la virtud y es el alma del genio, está tan dirigida en nuestra sociedad a los sentimientos de los demás que apenas puede reparar en sus propias sensaciones. ¡Con cuánta veneración he admirado a mi tío, mi querido padre intelectual, al ver que los sufrimientos de su cuerpo y de su mente estaban supeditados a la tarea de socorrer a aquellos cuyos infortunios eran comparativamente más triviales que los suyos! Le habría avergonzado ser tan indulgente consigo mismo como lo era con los demás. “La verdadera fortaleza”, afirmaba, “consiste en gobernar nuestras propias emociones y ser indulgentes con las flaquezas de nuestros amigos que no toleraríamos en nosotros mismos”. Mas, ¿adónde me lleva mi amoroso desconsuelo?

 

—Las mujeres han de ser sumisas —dijo mi casera—. Pues, ¿qué podrían hacer la mayoría de ellas? ¿A quién tienen que las mantenga sino a sus maridos? Las mujeres, y especialmente una dama, no pueden trabajar —tal como ella había hecho— para ganarse con el sudor de su frente un poco de pan.

»Tenía ganas de hablar y se dispuso a contarme cómo se habían aprovechado de ella en este mundo. Si ella no sabía lo que era tener un mal marido, no lo sabía nadie. Comprendí que se sentiría muy humillada si no escuchaba su historia, así que no intenté interrumpirla, aunque le pedí que, tan pronto como pudiese, fuese a buscarme un nuevo alojamiento donde una vez más pudiese ocultarme.

»Comenzó contándome que había ahorrado algo de dinero trabajando de criada, y cómo la convencieron contra su voluntad —todos debemos enamorarnos una vez en la vida— para casarse con un hombre que le convenía, un lacayo de la familia para la que ambos trabajaban y que “no valía un comino”.

»—Mi plan —continuó— era comprar una casa y alquilar habitaciones. Todo fue bien hasta que mi marido conoció a una impúdica ramera que decidió vivir a costa de los demás, y entonces todo se echó a perder. Él empezó a contraer deudas por comprarle ropas finas, ropas que yo nunca había soñado llevar, y —¿podéis creerlo?— firmó una ejecución sobre mis bienes, comprados con el dinero que tanto me había costado ganar. Vinieron y se llevaron mi cama antes de yo hubiese oído ni una sola palabra sobre este asunto. ¡Ay, señora, estos son los infortunios de los que ustedes, las gentes de rango, nada saben! Mas la desdicha es la desdicha, venga por donde venga.

»De nuevo busqué trabajo como criada —lo cual me resultó muy duro tras haber tenido una casa propia—, pero él solía seguirme y armar tales alborotos cuando estaba ebrio que no pude conservar ningún empleo. Por si fuera poco, me robaba hasta la ropa para empeñarla, y cuando yo iba a la casa de empeños y les juraba que ls había comprado sin un solo penique de mi marido, me decían que lo mismo daba: mi marido tenía derecho a todos mis bienes. Al fin se alistó como soldado, y tomé una casa con el acuerdo de pagar el mobiliario poco a poco. Llegué casi a morirme de hambre hasta que una vez más conseguí salir adelante.

»Tras seis años de ausencia —¡Dios me perdone, pensaba que había muerto!— mi marido volvió, me encontró y vino a mí con un rostro tan compungido que lo perdoné y lo vestí de los pies a la cabeza. Pero no llevaba una semana en casa cuando algunos de sus acreedores lo prendieron y, después de que él vendiese mis bienes, me vi de nuevo reducida a la miseria, pues ya no era tan capaz de trabajar ni de acostarme tarde y levantarme temprano como cuando dejé el servicio, y aun entonces ya me parecía extraordinariamente duro. Mi marido se cansó pronto de mí —cuando no pudo obtener nada más— y de nuevo se marchó dejándome sola.

»No os contaré los tumbos que di hasta que, dando por cierta la noticia de que él había muerto en un hospital extranjero, volví una vez más a mi antigua ocupación. Pero aún no he podido sacar la cabeza del agua, así que, señora, no debéis enojaros si temo correr cualquier riesgo cuando sé bien que las mujeres siempre llevan las de perder cuando se pronuncia la ley.

»Tras expresarle algunas quejas más, convencí a mi casera de que saliese a buscarme un hospedaje y, para mayor seguridad, accedí al mezquino truco de cambiar de nombre.

»Mas, ¿para qué explayarme en incidentes como aquellos? Fui perseguida, cual bestia infecta, en tres escondites distintos y no se me habría permitido permanecer en ninguno si el señor Venables, sabedor del alarmante estado de salud de mi tío, no hubiese temido precipitar mi muerte durante mi embarazo atormentándome y obligándome a huir repentinamente de él. En ese caso, sus especulaciones sobre la fortuna de mi tío se habrían malogrado.

»Cierto día en que me había perseguido hasta una posada, sufrí un desmayo mientras escapaba de él. Cuando me desplomé, la visión de mi sangre lo alarmó y eso me concedió un respiro. Resulta extraño que él conservara alguna esperanza tras observar mi inquebrantable determinación, pero la bondad de mi comportamiento cuando comprendí que todos mis esfuerzos por cambiar su personalidad eran inútiles lo indujo a hacerse una idea equivocada de mi carácter. Se imaginaba que, si volviéramos a estar juntos, yo escaparía tan fácilmente como la vez anterior con el dinero que él no podría reclamarme legalmente. Había tomado mi templanza y ocasional benevolencia por debilidad de carácter y, al comprobar que me desagradaba oponer resistencia, confundió mi indulgencia y compasión con simple egoísmo; nunca descubrió que el miedo a ser injusta o a herir innecesariamente los sentimientos ajenos era mucho más doloroso para mí que cualquier cosa que hubiera de soporta. Tal vez fuese el orgullo lo que me hiciera creer que era capaz de sobrellevar aquello que me horrorizaba hacer a los demás, y que a menudo era más fácil sufrir que ver sufrir a otros.

»Olvidé mencionar que durante aquella persecución recibí una carta de mi tío informándome de que solo encontraba alivio en cambiar continuamente de aires, que tenía intención de volver cuando la primavera se hallase algo más avanzada —estábamos a mediados de febrero— y que entonces planearía un viaje a Italia para dejar atrás las nieblas y las preocupaciones de Inglaterra. Aprobaba mi conducta, prometía adoptar a mi hijo y parecía no tener ninguna duda sobre la necesidad de obligar al señor Venables a atender a razones. Escribió a su amigo en el mismo correo pidiéndole que fuese a ver al señor Venables en su nombre para que, en razón de las protestas que le manifestaba, me permitiese dar a luz en paz.

»Durante las dos o tres semanas anteriores había podido descansar tranquilamente, pero tan acostumbrada estaba a las persecuciones y sobresaltos que apenas podía cerrar los ojos sin que me persiguiese la imagen del señor Venables, quien parecía adoptar formas odiosas o terroríficas para atormentarme dondequiera que mirase: a veces era un gato salvaje, un toro furioso o un horrible asesino del que yo trataba de huir en vano; otras, un demonio empujándome al borde de un precipicio, ahogándome en negras olas u horribles abismos. Me despertaba en medio de violentos accesos de temblorosa ansiedad, trataba de asegurarme de que todo era un sueño e intentaba llevar mis pensamientos durante el día a vagar por los deleitosos valles italianos que esperaba visitar pronto; o intentaba representarme algunas ruinas augustas en alguna de cuyas gastadas columnas me recostaba con la imaginación y escapaba —contemplando la virtudes de la Antigüedad que enaltecen el corazón— de los muchos cuidados que habían debilitado los audaces propósitos de mi alma. Mas por poco tiempo se me permitió sosegar la mente haciendo volar mi imaginación, pues al tercer día de nacer tú, mi niña, recibí con sorpresa la visita de mi hermano mayor, quien de la manera más brusca venía a informarme de la muerte de mi tío. Este había dejado la mayor parte de su fortuna a mi hija, designándome a mí como curadora. En definitiva, se habían tomado todas las medidas para convertirme en dueña y señora de su fortuna sin dejar nada en poder del señor Venables. Mi hermano vino a descargar su ira sobre mí por haberle, según dijo, “privado a él, el sobrino mayor de mi tío, de su herencia”, pese a ser esta una acusación sin el menor asomo de verdad, pues las propiedades de mi tío, fruto de su propio esfuerzo, estaban en fondos y bonos sobre la tierra.

»Yo quería sinceramente a mi tío, así que la noticia me provocó una fiebre que traté de dominar con todas mis fuerzas, pues en mi triste estado me preocupaba no poder amamantarte, mi pobre pequeña. Tú parecías ser mi único vínculo con la vida, un ángel para quien deseaba ejercer de padre y madre al mismo tiempo. Ese doble deber parecía aumentar en igual medida el amor que sentía por ti. Mas el placer que sentía al darte sustento —hurtado al fracaso de mis esperanzas— quedaba cruelmente ahogado por melancólicas reflexiones sobre mi viudez, pues viuda me consideraba tras la muerte de mi tío. No pensaba en el señor Venables, ni siquiera cuando cavilaba sobre la felicidad de amar a un padre y sobre cómo la ternura paternal podía incrementar la dicha y atenuar las cuitas de una madre. “Así debería ser”, exclamé, intentando alejar la emoción que me ahogaba, pero me sentía débil y las lágrimas bañaron espontáneamente mi rostro. “¿Por qué —te preguntaba, aunque tú no me escuchabas— se me ha apartado del más dulce placer de la vida?” Imaginaba con cuánto embeleso le habría presentado, tras los dolores del parto, a mi pequeña desconocida —a la que durante tanto tiempo había anhelado ver— a un padre respetable, y con qué cariño maternal habría apretado a ambos contra mi corazón. Besaba a mi pequeña con menos efusión, aunque con la más entrañable compasión, —¡pobre criatura desvalida!— cuando detectaba el menor parecido con aquel a quien debía su existencia. Si algún gesto suyo me recordaba a su padre, incluso en sus mejores tiempos, mi corazón sentía repugnancia, y apretaba a aquella inocente contra mi pecho como para purificarla; sí, me ruborizaba pensar que su pureza había quedado mancillada por haber permitido que un hombre así fuese su padre.

»Cuando me hube recuperado, empecé a pensar en procurarme una casa en el campo o viajar al continente para escapar del señor Venables y abrir mi corazón a nuevas alegrías y afectos. La primavera daba paso al verano y tú, mi pequeña compañera, comenzabas a sonreír. Esa sonrisa hizo brotar de nuevo la esperanza, al tiempo que me aseguraba que el mundo no era un desierto. Tenía tus gestos constantemente presentes en mi imaginación y me deleitaba en la dicha que sentiría cuando comenzases a andar y balbucear. Al observar el despertar de tu mente y resguardar de cualquier viento inclemente a mi tierna florecilla, recobré el ánimo y no soñé siquiera con la helada, “la mortífera helada”, a la que habrías de hacer frente. Pero de nuevo pierdo la paciencia y clamo contra la injusticia del mundo, aunque más bien debería llamarla locura e ignorancia. Aislada, sin poder dar rienda suelta a mi pensamiento y volviendo siempre sobre las mismas desdichas, escribo aquejada de esos angustiosos recelos que solo deberían suscitar indignación sincera o una decidida compasión, y así sería si los viese como la consecuencia natural de las cosas. Pero, nacida mujer y condenada a sufrir intentando reprimir mis emociones, siento con más agudeza los diversos perjuicios a los que mi sexo está condenado a enfrentarse; y veo que los agravios que están obligadas a sufrir las mujeres las degradan tan por debajo de sus opresores que casi les hacen justificar esta tiranía, al tiempo que llevan a algunos filósofos superficiales a identificar como causa lo que solo es consecuencia de un ciego despotismo.

CAPÍTULO XIV

»A medida que mi mente se iba serenando, las visiones de Italia regresaron con su anterior resplandor y colorido, así que decidí abandonar el país por un tiempo en busca de la alegría que resulta naturalmente de un cambio de escenario, a menos que llevemos clavada la punzante flecha y solo veamos lo que nos dictan nuestros sentimientos.

 

»Mientras hacía los preparativos para una larga ausencia, envié una suma de dinero para pagar las deudas de mi padre y dejé a mis hermanos bien situados. Pero mi atención no se centraba exclusivamente en mi familia, aunque no creo necesario detallar las prácticas comunes de altruismo. El modo en que estaban estipuladas las propiedades de mi tío me impedía calcular el total de la fortuna que le correspondía a la única hermana que me quedaba, tal y como habría deseado, pero había convencido a mi tío para que le legara dos mil libras, y ella decidió casarse con un pretendiente por quien se sentía atraída de un tiempo a esa parte. De no haber sido por ese compromiso la habría invitado a acompañarme en mi viaje, y quizá hubiese eludido la trampa tan astutamente puesta en mi camino cuando menos consciente era del peligro.

»Tenía intención de permanecer en Inglaterra mientras tuviese que amamantar a mi hija, pero este periodo de libertad era demasiado apacible para durar y pronto tuve motivos para querer apresurar mi marcha. Un amigo del señor Venables, el mismo abogado que lo había acompañado en numerosas excursiones para darme caza en los parajes donde me ocultaba, me aguardaba para proponerme una reconciliación. Ante mi negativa, me aconsejó indirectamente que cediese a mi marido —pues así lo denominaba él— la mayor parte de las propiedades a mi nombre, al tiempo que me amenazaba con una persecución continua si no accedía y con, en última instancia, reclamar a mi hija. Aunque intimidada por esta última insinuación, no vacilé en afirmar que no le permitiría malgastar el dinero que yo había heredado con fines bien distintos, pero que le ofrecía quinientas libras si se comprometía por escrito a no atormentarme más. Mis recelos maternales me hicieron parecer dubitativa respecto a mi primera decisión y probablemente le sugirieron, a él o a su diabólico representante, la infernal conspiración que con tanto éxito han llevado a cabo.

»Mi marido firmó ese escrito; no obstante, yo estaba impaciente por salir de Inglaterra. La malicia flotaba en el aire que compartíamos cuando él estaba cerca. Mi deseo era que los mares nos separasen y que las aguas fluyeran entre nosotros hasta que él olvidase que yo tenía los medios para ayudarle con un nuevo plan. Inquieta por los últimos acontecimientos, me dispuse a partir apresuradamente. Tan solo aguardaba a una criada que hablaba francés con fluidez y que me habían recomendado muy vivamente. Me aconsejaron que contratase a un mayordomo cuando hubiese fijado mi lugar de residencia.

»¡Dios mío, cuán ligero sentía el corazón al partir hacia Dover! No era mi país, sino mis pesares, los que dejaba atrás. Mi corazón parecía saltar con las ruedas, o más bien aparentaba ser el eje sobre el que estas giraban. Te estreché contra mi pecho, exclamando: “¡Y tú estarás a salvo, completamente a salvo, en cuanto embarquemos! ¡Ojalá estuviésemos ya allí!”. Sonreí por mis temores infundados —consecuencia lógica de los continuos sobresaltos—; no quería admitir que me inquietaba la astucia del señor Venables ni que era consciente del pavoroso placer que él sentiría al tramar un ardid tras otro para engañarme. Ya había caído en la trampa. Nunca llegué al barco. Nunca más te vi. Me falta el aliento. Apenas tengo paciencia para escribir los detalles. La criada —la impostora que había contratado— puso sin duda alguna droga en algo que comí o bebí la mañana en que salí de la ciudad. Todo cuanto sé es que debió de abandonar el carruaje —¡maldita sinvergüenza!— llevándose a mi pequeña, tras apartarla de mi pecho. ¿Cómo pudo un ser con forma de mujer ver las caricias que te prodigaba y arrancarte de mis brazos? Debo parar y reprimir mi angustia de madre, o la amargura de mi alma me hará implorar que la ira del Cielo caiga sobre esa fiera que me robó mi único consuelo.

»No sé cuánto tiempo dormí. Muchas horas, desde luego, pues desperté al acabar el día con la mente llena de pensamientos extraños y confusos. Seguramente los gritos desgarradores de alguien al otro lado de un enorme y pesado portón me hicieron recobrar la conciencia. Cuando intenté preguntar dónde estaba, me falló la voz y traté de alzarla en vano, como había hecho en sueños. Llena de espanto, buscaba a mi pequeña; temía se me hubiese caído del regazo mientras me había olvidado tan extrañamente de ella. Tal era la confusa embriaguez —no puedo darle otro nombre— en la que me hallaba sumida que no podía recordar dónde ni cuándo te había visto por última vez. Suspiré, no obstante, como si mi corazón necesitase espacio para despejarme la cabeza.

»Las puertas se abrieron pesadamente y el sonido estridente de incontables cerraduras y cerrojos al descorrerse rechinó en mi alma, antes de quedar sobrecogida por el chirriar de los tétricos goznes cerrándose tras de mí. La lóbrega mole se alzaba ante mí, medio en ruinas; algunos de los viejos árboles de la avenida habían sido talados y abandonados a su suerte allí donde cayeron. Al aproximarnos a unos decrépitos escalones, un perro monstruoso se lanzó hacia nosotros hasta donde se lo permitía su cadena, y ladró y gruñó de un modo infernal. La puerta se abrió lentamente y por ella asomó un rostro de mirada fiera sosteniendo una lámpara. “¡Cállate!”, dijo en tono amenazador, y el animal se escabulló asustado hacia su caseta. La puerta del carruaje se abrió de golpe, el desconocido dejó la linterna y me agarró con sus terribles brazos. Era, sin duda, el efecto de la bebida narcótica, pues en vez de resistirme con todas mis fuerzas me desplomé inerte, aunque consciente, sobre sus hombros, al tiempo que mis miembros se negaban a obedecerme. Me subió por las escaleras hasta una sala cerrada. La vela que llameaba en el candil apenas iluminaba entre tanta oscuridad, aunque me permitió ver el fiero rostro del infeliz que me sostenía.

»Este subió una ancha escalinata. Grandes figuras pintadas en las paredes parecían recriminarme y a cada paso tenía la impresión de toparme con ojos amenazadores. Al entrar en una larga galería, un tétrico aullido me hizo soltarme de los brazos de mi guardián con una sensación de terror que no sabría describir, pero caí al suelo, incapaz de sostenerme.

»Una mujer de aspecto extraño salió de uno de los recovecos y me observó con más curiosidad que interés hasta que, cuando se le ordenó retirarse, reculó con la ligereza de una sombra. Otras caras, de rasgos muy pronunciados o distorsionados, se asomaron por las puertas a medio abrir, y oí unos sonidos ininteligibles. No tenía una idea precisa de dónde podía hallarme; miraba a todos lados y casi dudaba si estaba viva o muerta.

»Me arrojaron sobre una cama e inmediatamente perdí de nuevo la conciencia. Al día siguiente, conforme fui recuperando poco a poco la razón, comencé a darme cuenta —y esa certeza me hizo estremecerme de espanto— de que estaba encerrada. Insistí en ver al amo de la mansión. Lo vi, y comprendí que me habían enterrado viva.

»Esos son, hija mía, los avatares de la vida de tu madre hasta este terrible momento. Si alguna vez logro escapar de las garras de mis enemigos, te contaré los secretos de mi casa-prisión y…».

Aquí se habían tachado algunas líneas y las memorias se interrumpían bruscamente con los nombres de Jemima y Darnford.