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100 Clásicos de la Literatura

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»Debo repetir sus propias palabras, que causaron en mi mente una impresión indeleble:

El matrimonio ciertamente es el estado en el que las mujeres, hablando de manera general, pueden resultar más útiles. Pero estoy lejos de pensar que una mujer, una vez casada, deba considerar ese compromiso como algo indisoluble —especialmente si no hay hijos que la compensen por sacrificar sus sentimientos— si el marido no es digno de su amor ni de su estima. A menudo la estima ocupa el lugar que deja el amor, y evita que una mujer sea desgraciada, aunque quizá no la haga feliz. La magnitud de un sacrificio siempre debería guardar cierta proporción con el provecho que se pretende obtener. Vivir con un hombre por el que no puede sentir amor ni respeto y al que no puede ser de ninguna utilidad —excepto como ama de llaves— es, para una mujer, una situación abyecta; ninguna circunstancia puede nunca convertir aquello en un deber ante Dios o ante los hombres justos. Si la mujer se somete a ello solo para mantenerse ociosa, entonces no tendrá ninguna legitimidad para quejarse amargamente de su suerte ni para actuar, como haría una persona con carácter e independiente, como si tuviese derecho a ignorar las reglas generales. Pero la desgracia consiste en que muchas mujeres solo se someten en apariencia y pierden el respeto por sí mismas para asegurarse su reputación en el mundo. La situación de una mujer separada de su marido es indudablemente muy diferente de la de un hombre que ha dejado a su mujer. Para él es como sacudirse un zueco con displicencia señorial, y el hecho de proveerle de ropa y alimento se considera suficiente para asegurarle una reputación libre de toda mancha. Si ella hubiese sido desconsiderada, él sería elogiado por su paciencia y generosidad. ¡Tal es el respeto que se rinde a la llave maestra de la propiedad! Por el contrario, una mujer que renuncia al que se denomina su “protector natural” —aun cuando nunca lo fuere, excepto en el nombre— es despreciada y ninguneada por afirmar la independencia mental característica de un ser racional y por rechazar la esclavitud.

»Durante el resto de la velada, la ternura de mi tío le hizo volver con frecuencia sobre este asunto y expresar con creciente efusión sentimientos que iban en la misma dirección. Finalmente hubo que despedirse y nos separamos, ¡ay Dios!, para no vernos más.

CAPÍTULO XI

»Un caballero de gran fortuna y modales refinados había frecuentado nuestra casa recientemente y me trataba si cabe con más respeto del que el señor Venables le profesaba. Aún no se me notaba el embarazo. Su compañía era un gran consuelo para mí, pues, a fin de reducir gastos, había pasado mucho tiempo encerrada en casa. Siempre me negué a ocultar las cosas cuando no había motivo —tal vez incluso cuando era prudente hacerlo—, por lo que a mi marido no le resultó en absoluto difícil descubrir el dinero que mi tío me había dejado como regalo de despedida. Una copia de una orden judicial fue el vulgar pretexto para arrebatármelo, y pronto tuve motivos para creer que había sido elaborada a tal fin. Reconozco mi insensatez por dejarme avasallar continuamente de esa manera. Me había mantenido firme en mi propósito y no había vuelto a pedir nada a mi tío de parte de mi marido. No obstante, cuando hube recibido una suma suficiente para cubrir mis necesidades y permitirme seguir un plan que había ideado para conseguirle a mi hermano un empleo respetable, me dejé embaucar por los burdos engaños y las hipócritas maniobras del señor Venables.

»Así me saqueó a mí y a mi familia, y así frustró todos mis proyectos de ayudar a los demás. Con todo, ese era el hombre al que debía estimar y respetar: ¡como si la estima y el respeto dependiesen de la voluntad y el arbitrio de uno mismo! Pero la mujer, siendo tan propiedad del hombre como su caballo o su asno, no tiene nada que pueda llamar suyo. Él puede emplear cualquier medio para obtener lo que la ley considera como suyo en el momento en que su mujer tome posesión de ello, incluso hasta el punto de forzar una cerradura, como hizo el señor Venables para buscar cartas en mi escritorio. Todo ello se hace con una apariencia de equidad, porque ciertamente él tiene la responsabilidad de mantener a su mujer.

»La dulce madre no puede arrebatar lícitamente de las garras del jugador manirroto, del despilfarrador o del repugnante borracho que desatiende a sus hijos la fortuna que le cae en suerte, ni —¡tan flagrante es la injusticia!— lo que gana gracias a su propio esfuerzo. No, él puede robarle con impunidad, incluso para derrochar ese dinero públicamente con una cortesana. Las leyes de su país —si es que las mujeres tienen país— no le ofrecen protección ni recurso legal alguno contra su opresor, a menos que declare ante la justicia que teme por su integridad física. Aun así, ¿cuántas maneras, igual de inhumanas aunque no tan mezquinas, hay para torturar el alma hasta casi la locura? Cuando esas leyes se formularon, ¿no hubiese sido mejor que juristas imparciales hubiesen decretado en primer lugar —al estilo de una gran asamblea que reconociese la existencia de un être suprême— autorizar la creencia nacional según la cual el marido siempre debería ser más sabio y virtuoso que su mujer, a fin de permitirle, bajo un falsa apariencia de justicia, tener a esta ignorante y perpetua menor de edad esclavizada para siempre? Pero debo concluir con este asunto, pues siempre me dejo llevar por la indignación.

»La compañía del caballero a quien he mencionado antes, que tenía conocimientos generales de literatura y otras artes, me resultaba muy grata. El rostro se me iluminaba cuando él se acercaba y yo expresaba con toda naturalidad el placer que sentía. El entretenimiento que me proporcionaba su conversación me hacía más fácil acceder a la petición de mi marido de procurar hacerle nuestra casa más agradable. Sus atenciones se hicieron más evidentes, mas, no siendo yo de esas mujeres cuya virtud, como suele denominarse, se alarma a la mínima señal, intenté, más con bromas que mediante protestas, dar un giro distinto a su conversación. Él adoptó una nueva táctica y por un instante me dejé engañar por su fingida amistad.

»En broma, yo había alardeado de mi conquista y le había repetido esos cumplidos de enamorado a mi marido. Pero este me suplicó que, por el amor de Dios, no ofendiese a su amigo, o frustraría todos sus proyectos y lo arruinaría. Si hubiese sentido más amor por mi marido, habría expresado el desprecio que me producía esa cortesía de conveniencia. En esos momentos solo creía sentir lástima. No obstante, incluso a un casuista le hubiese costado señalar en qué consistía exactamente la diferencia.

»Entonces ese amigo comenzó a confiarme el estado real de los negocios de mi marido. “La necesidad —dijo el señor S* (¿por qué habría de revelar su nombre, pues él fingía reprimir los comportamientos que no podía evitar?)— le ha llevado a dar esos pasos, mediante pagarés de favor o comprando bienes a crédito, para venderlos por dinero en efectivo y otras transacciones similares que le harían perder toda reputación en el mundo de los negocios. En la Bolsa —añadió, bajando la voz— se le consideraba un estafador”.

»En ese momento sentí la primera punzada de instinto maternal. Consciente de los males a los que mi sexo ha de enfrentarse, no obstante seguía deseando ser madre de una hija y no podía soportar la idea de que los pecados de la deshonra causada por su padre se añadiesen a los infortunios de los que la mujer siempre es heredera.

»Esas demostraciones de amistad me embaucaron de tal forma —es más, creía, según su interpretación, que el señor S* era realmente mi amigo— que empecé a consultarle cuál sería la mejor manera de salvar la reputación de mi marido: solo el buen nombre de una mujer se mancilla para no restablecerse jamás. Yo ignoraba que mi marido había sido arrastrado a un torbellino del que no tenía fuerzas para salir. Parecía, en efecto, incapaz de emplear sus facultades en cualquier empresa normal. Sus principios a la hora de actuar eran tan laxos y su mente tan poco cultivada que cualquier cosa semejante al orden le parecía una restricción. Como los hombres en estado salvaje, precisaba del fuerte estímulo del miedo o la esperanza —producido por especulaciones descabelladas en las que los intereses ajenos de nada servían— a fin de mantener su espíritu despierto. En cierta ocasión se declaró patriota, pero no sabía lo que era sentir una indignación sincera. Pretendía ser un defensor de la libertad cuando, sintiendo como sentía tan poco amor por la raza humana como por los individuos, no pensaba sino en su propia recompensa. Era igual como ciudadano que como padre. Las sumas de dinero que obtenía hábilmente violando las leyes de su país, así como las de la humanidad, dejaba que las derrochase una amante, aunque esta, al igual que sus hijos, era arrojada con la misma sangre fría a la pobreza cuando encontraba a otra más atractiva.

»Con diversos pretextos su amigo siguió visitándome y, reparando en mi precaria economía, trató de convencerme para aceptar algo de dinero. Rechacé tajantemente su oferta, aunque la hizo con tal delicadeza que no pudo disgustarme.

»Cierto día vino —pensé que de manera casual— a cenar. Mi marido estaba muy ocupado en sus negocios y abandonó la habitación poco después de retirarse el mantel. Charlamos como de costumbre, hasta que los consejos confidenciales condujeron de nuevo a la cuestión amorosa. Yo me sentía extraordinariamente avergonzada. Le profesaba un afecto sincero y esperaba que él sintiese lo mismo por mí. Así pues, comencé a reconvenirle dulcemente. Él tomó esa amabilidad por un tímido coqueteo y no se desvió del tema. Al darme cuenta de su error, le pregunté gravemente cómo, hablándome así, podía declararse amigo de mi marido. Una sonrisa sarcástica y reveladora avivó mi curiosidad y él, imaginando que ese era mi único escrúpulo, extrajo pausadamente una carta del bolsillo, diciendo:

 

—El honor de vuestro marido no es inflexible. ¿Cómo vos, con vuestro discernimiento, pudisteis creerlo? Si antes se marchó de esta habitación, fue para darme la oportunidad de declararme; me creía demasiado tímido, demasiado lento.

»Le arrebaté la carta con indescriptible turbación. Su propósito era invitarlo a cenar y ridiculizar su caballeroso respeto hacia mí. Le aseguraba que “toda mujer tiene un precio” y, con grosera indecencia, insinuaba que “le alegraría que lo liberasen de sus deberes de esposo”. A esto lo llamaba “sentimientos liberales”. Le aconsejaba no violentar mis ideas románticas, sino atacar mi crédula generosidad y frágil compasión. Concluía pidiéndole que “le prestase quinientas libras por un mes o por seis semanas”. Leí la carta dos veces más y el firme propósito que la inspiraba calmó el creciente tumulto en mi alma. Me levanté pausadamente, pedí al señor S* que esperase un momento, e, irrumpiendo al instante en la oficina, solicité al señor Venables que volviese conmigo al comedor.

»Él dejó su pluma y entró conmigo sin percibir ningún cambio en mi rostro. Cerré la puerta y, entregándole la carta, le pregunté simplemente si la había escrito él o se trataba de una falsificación. No podría describir su confusión. La mirada de su amigo se encontró con la suya y él farfulló algo acerca de una broma, pero le interrumpí:

—Es suficiente. Nos separamos para siempre —y proseguí, con solemnidad—. He sido indulgente con vuestra tiranía e infidelidades. Me abstendré de enumerar todo lo que he tolerado. Os creía falto de principios, pero no tan decididamente vicioso. Sellé un vínculo sagrado ante el Cielo y lo he mantenido, incluso cuando hombres más conformes a mi gusto me han hecho sentir —desprecio todo subterfugio— que aún podía amar. Desairada por vos, he sofocado resueltamente esas tentadoras emociones y respetado la confianza que nos habíamos prometido y que vos ultrajasteis. ¡Y ahora os atrevéis a insultarme vendiéndome como a una prostituta! ¡Sí, carente por igual de principios y delicadeza, osasteis comerciar sacrílegamente con el honor de la madre de vuestro hijo!

»Entonces, volviéndome al señor S*, añadí:

—Os convido, señor, a ser testigo —y alcé las manos y la mirada al cielo— de que, con la misma solemnidad con la que tomé su nombre, ahora abjuro de él —me quité el anillo y lo puse sobre la mesa—, y de que pretendo abandonar inmediatamente su casa y no volver a ella jamás. Me mantendré a mí y a mi hijo. Lo dejo tan libre como me propongo serlo yo, pues no habrá de responder por ninguna deuda mía.

»La estupefacción dejó sin habla al señor Venables hasta que, empujando suavemente a su amigo fuera de la habitación con una forzada sonrisa, recobró la compostura por un momento y, con su expresión habitual, se volvió hacia mí lleno de ira. Mas no había terror en su rostro, excepto si lo comparamos con la maligna sonrisa que lo precedió. Me ordenó abandonar la casa por mi cuenta y riesgo, dijo que “despreciaba mis amenazas”, que yo no disponía de recursos, que no podría declararle la guerra ni temía por mi vida, que él nunca me había puesto la mano encima. Arrojó al fuego la carta que yo había dejado imprudentemente en sus manos y, cuando abandonó la habitación, cerró con llave.

»Una vez sola, transcurrieron unos segundos hasta que pude reponerme. Aquellas escenas se habían sucedido con tal rapidez que casi dudaba de estar reflexionando sobre un hecho real. “¿Era aquello posible? ¿Era, en verdad, libre?” Sí, libre me creí cuando comprendí la actitud que debía adoptar. ¡Cuánto había suspirado por esa libertad! Por ella habría pagado cualquier precio, excepto el de mi propia estima.

»Me levanté para desentumecerme. Abrí la ventana y me pareció que el aire nunca había traído un perfume tan delicioso. La faz del cielo se tornaba más hermosa cuanto más la miraba y las nubes parecían disiparse atendiendo a mis deseos para dejar espacio a mi espíritu. Yo era toda alma y, por disparatado que pueda parecer, sentía como si pudiese disolverme en el suave y cálido vendaval que acariciaba mis mejillas o deslizarme bajo el horizonte sobre los brillantes rayos que caían desde lo alto. Una seráfica satisfacción animó mi espíritu sin agitarlo y mi imaginación reunió, en visiones grandiosamente sublimes o apaciguadoramente bellas, una inmensa variedad de las infinitas imágenes —que la Naturaleza brinda y la imaginación combina— de lo grandioso y lo justo. El fulgor de esas imágenes brillantes y pintorescas fue apagándose con la puesta de sol, pero yo seguía sintiendo el apacible deleite que habían esparcido en mi corazón.

»Puede que algunos defensores de la obediencia conyugal, distinguiendo entre el deber de una esposa y el de un ser humano, critiquen mi comportamiento. No escribo para ellos, ni serán ellos quienes juzguen mis sentimientos. ¡Ojalá, hija mía, la dolorosa experiencia nunca te haga averiguar lo que tu madre sintió antes de liberar su mente!

»Había empezado a escribir una carta a mi padre, tras concluir otra para mi tío, no para pedir consejo, sino para comunicarle mi decisión, cuando el señor Venables irrumpió en la habitación. Su actitud había cambiado. Sus expectativas sobre la fortuna de mi tío le hacían mostrarse reacio a que yo abandonase la casa. De otro modo —estoy convencida de ello— le habría alegrado librarse de la menor de las restricciones que le imponía mi presencia: la de mostrarme algo de respeto. Lejos de sentir amor por mí, me odiaba, pues estaba convencido de que yo debía de despreciarlo. Me dijo que, puesto que había tenido tiempo para calmarme y reflexionar, no dudaba de que mi prudencia y gran sentido del decoro me llevarían a olvidar lo sucedido. Yo respondí que “la reflexión no había hecho sino confirmar mi propósito y que ningún poder sobre la Tierra podría desviarme de él”.

»Al tiempo que se esforzaba por adoptar un tono de voz y una mirada dulces —cuando de buena gana me hubiese torturado para hacerme sentir su poder—, en su rostro se dibujó una expresión infernal cuando me pidió que no me pusiese en evidencia ante los criados y le obligase a encerrarme en mi habitación. Si le daba mi palabra de no abandonar la casa precipitadamente, sería libre y… Le interrumpí diciéndole que no prometería nada. No tenía ninguna obligación de mantener las apariencias. Estaba decidida y no me plegaría a sus subterfugios.

»Él murmuró que pronto me arrepentiría “de esos aires ridículos” y, tras pedir que trajesen el té a mi pequeño estudio, que comunicaba con mi dormitorio, volvió a cerrar la puerta con llave y me dejó sumida en mis propias meditaciones. Le había seguido sin oponer resistencia al piso de arriba, pues no deseaba fatigarme con esfuerzos inútiles.

»Nada calma tanto la mente como un propósito fijo. Sentía como si me hubiese quitado un gran peso del corazón. Todo parecía iluminarse y, si abominaba de las instituciones sociales que permiten a los hombres tiranizar así a las mujeres, se trataba casi de un sentimiento desinteresado. Pasaba por alto los inconvenientes de aquel momento, ahora que mi mente había dejado de luchar contra sí misma y la razón y el instinto se habían dado la mano y estaban en paz. Ya no tenía ante mí esas crueles palabras, con la perspectiva interminable, ¡ay!, durante el tedioso futuro de toda una vida, de luchar por vencer mi repugnancia y sofocar los deseos y esperanzas de una imaginación impetuosa. Había vislumbrado la muerte como mi única posibilidad de salvación, pero, mientras la existencia aún tenía tantos encantos y la vida prometía felicidad, me asustaba caer en los gélidos brazos de un tirano desconocido, aun siendo estos mucho más tentadores que los del hombre al que me creía atada sin otra alternativa. Me conformaba con seguir así durante un poco más de tiempo y esperar no sabía muy bien qué, en lugar de abandonar los “cálidos contornos del alegre día” y todo el estéril amor de mi naturaleza.

»Mi situación en aquel momento dio un nuevo giro a mis reflexiones y me pregunté —ahora que se había retirado el velo que me impedía ver con claridad— cómo pude haber creído, antes de ese último y definitivo ultraje, que estaba atada para siempre al vicio y la insensatez. ¿Acaso un genio maligno había lanzado un conjuro el día de mi nacimiento? ¿Acaso desde la oscuridad había irrumpido un demonio rabioso para confundir mi entendimiento y encadenar mi voluntad con falsos prejuicios? Estos razonamientos me hacían salir de mí misma para meditar sobre las desdichas propias de mi sexo. “¿Acaso —pensaba— no están por siempre estigmatizados los déspotas que, por la pura gratuidad de su poder, ordenaban encadenar incluso a los más pérfidos criminales a cuerpos sin vida?” Aunque sin duda son mucho más inhumanas las leyes que forjan grilletes de diamantes para encadenar dos mentes que en ningún caso pueden llevar una vida en común. ¿Qué puede igualar, pues, la miseria de ese estado en el que no existe más alternativa que la de sofocar los sentimientos o enfrentarse a la infamia?

CAPÍTULO XII

»Hacia medianoche el señor Venables entró en mi habitación y, mientras yo me disponía a acostarme, me ordenó que me apresurase, pues aquel era “el mejor lugar para que marido y mujer pusieran fin a sus diferencias”. Había estado bebiendo abundantemente para cobrar ánimos.

»Al principio no me digné a responder, pero, cuando advertí que él aparentaba tomar mi silencio por consentimiento, le dije que si no se iba a otra cama y me dejaba acostarme me quedaría sentada en mi estudio durante toda la noche. Intentó empujarme hacia el dormitorio, medio en broma, pero yo me resistí y, puesto que había decidido no darme ningún motivo para poder acusarle de emplear la violencia, después de algunos intentos más se retiró maldiciendo mi obstinación.

»Me senté a reflexionar durante un rato más, después de lo cual me envolví en mi capa y me dispuse a dormir en el sofá. Tan afortunada me pareció mi liberación, tan sagrado el placer de estar así arropada, que dormí profundamente y desperté con la mente dispuesta a enfrentarme a los desafíos de aquel día. El señor Venables no se despertó hasta algunas horas más tarde, y entonces vino hacia mí a medio vestir, bostezando y desperezándose, con ojos cansados, como si apenas recordase lo sucedido la noche anterior. Me miró fijamente por un momento y, llamándome tonta, preguntó que hasta cuándo pretendía continuar con aquella farsa. Él, por su parte, estaba endemoniadamente harto de ella, pero esa era la plaga de mujeres casadas que creían saber algo.

»En respuesta a su arenga, me limité a decir que debería alegrarle librarse de una mujer tan indigna de ser su compañera y que cualquier cambio en mi conducta sería disimular de manera mezquina, pues una reflexión más pausada no había hecho sino otorgar el sagrado sello de la razón a mi primera resolución. Él parecía a punto de dar patadas de impaciencia al verse obligado a contener su ira, pero, controlando su rabia —pues las personas débiles cuyas pasiones parecen ingobernables las refrenan con más facilidad cuando tienen un motivo suficiente—, exclamó:

—¡Muy bonito, por mi vida, muy bonito! ¡Florituras teatrales! ¡Reza, bella Roxana, baja de las alturas y recuerda que estás representando un papel en la vida real! —pronunció estas palabras con aire de suficiencia y se fue a vestirse escaleras abajo.

»Al cabo de una hora aproximadamente se acercó de nuevo a mí y, en el mismo tono, dijo que venía como mi ujier para llevarme de la mano a desayunar.

—¿Sois acaso de la orden del bastón negro? —pregunté.

»Esta pregunta, así como el tono en que la formulé, le desconcertó un poco. A decir verdad, en ese momento ya no sentía resentimiento ninguno. Mi firme resolución de liberarme de mi innoble esclavitud había absorbido las diversas emociones que durante seis años habían atormentado mi alma. El deber que marcaban mis principios parecía claro y ningún sentimiento de ternura se interponía para apartarme del camino. Mi marido me había inspirado un fuerte rechazo, pero eso solo me llevaba a desear evitarlo y a dejarlo salir de mi memoria. No hay ningún sufrimiento, ninguna tortura que no hubiese elegido voluntariamente antes que renovar mi contrato de servidumbre.

»Durante el desayuno trató de razonar conmigo sobre la locura de los sentimientos románticos, pues ese era el epíteto que aplicaba indiscriminadamente a cualquier forma de pensar o actuar superior a la suya. Afirmó que “todo el mundo se rige por su propio interés”. Quienes pretendían actuar por motivos diferentes no eran sino canallas más astutos, o locos trastornados por los libros que tomaban por el Evangelio todos esos disparates rodomontescos escritos por hombres que no sabían nada del mundo. Él, por su parte, daba gracias a Dios por no ser un hipócrita y, si a veces hacía alguna excepción, era siempre con intención de pagar a cada hombre lo suyo. Entonces insinuó astutamente que todos los días esperaba la llegada de un barco, un negocio exitoso que le facilitaría las cosas por el momento, y que tenía varios proyectos más que dependían de aquello, los cuales no podían fallar. No tenía ninguna duda de que al cabo de pocos años sería rico, aunque algunas aventuras desafortunadas lo habían devuelto al punto de partida. Le respondí sin acritud que deseaba que no se implicase aún más en esos turbios negocios.

 

»Él no se daba cuenta de que yo me regía por una decisión racional que no tenía nada que ver con una mera explosión de resentimiento. Ignoraba lo que era sentir indignación por el vicio, y a menudo se jactaba de su temperamento indulgente y su prontitud a la hora de perdonar ofensas. Cierto, pues solo consideraba el ser engañado como una habilidad contra la que no se había precavido. A continuación, aparentando inocencia, dijo que no sabía cómo habría actuado él en esas circunstancias. Puesto que su corazón nunca daba paso a la amistad, jamás sufría decepción alguna. Afirmaba, ciertamente, que cualquiera al que acabara de conocer era “el tipo más inteligente del mundo”, y lo creía de veras: hasta que lo novedoso de su conversación o carácter dejaba de surtir ningún efecto en su ánimo flemático. Su respeto por la posición social o la fortuna era más constante, aunque no tuviera ningún plan para aprovecharse de la influencia de una u otra para impulsar sus proyectos.

»Tras algunos preámbulos —la sangre, que yo creía más calmada, ruborizaba mis mejillas a medida que él hablaba—, aludió a mi situación. Me pidió que reflexionara y “actuase como una mujer prudente”, como la mejor demostración de mi gran entendimiento. Puesto que él reconocía mi inteligencia, debía demostrarla. Yo no carecía de pasiones, añadió, subrayando sus palabras, y un marido es un útil pretexto. Él era de mentalidad liberal y, ¿por qué no podíamos, como otros matrimonios que están por encima de prejuicios vulgares, consentir tácitamente en dejar que el otro siguiera sus propias inclinaciones? No se refería a otra cosa en la carta que convertí en motivo de disputa. El placer que yo parecía sentir en compañía del señor S* le llevó a la conclusión de que este no me desagradaba.

»Un empleado trajo el correo y, como hacía a menudo mientras mi marido discutía temas de negocios, me dirigí al piano y comencé a tocar una de mis melodías favoritas para recomponerme —como de hecho ocurrió—, y alejar de mi alma los ruines sentimientos que recién me había visto obligada a escuchar. Estos habían suscitado en mí sensaciones similares a las experimentadas ante la visión de los sórdidos habitantes de algunos de los callejones de los barrios bajos de la ciudad, avergonzada por tener que considerarlos mis semejantes, como si un mono me hubiese exigido que lo considerase mi igual; o como cuando, rodeada por una niebla mefítica, he deseado que disparasen un cañón para despejar la atmósfera cargada y poder tener espacio para moverme y respirar.

»Mi ánimo se había rebelado, e interpreté una especie de improvisado preludio. El tono era probablemente violento y apasionado mientras, perdida en mis pensamientos, convertía las notas en una suerte de eco de mis razonamientos. Cuando hice una pausa, me encontré con la mirada del señor Venables. Me observaba con un aire de engreída satisfacción, como queriendo decir: “Mi última insinuación ha funcionado, ahora ella comienza a saber lo que le interesa”. Entonces, cogiendo el correo, dijo que esperaba no oír más tonterías románticas, propias de una muchachita recién salida del internado, y se fue como de costumbre a la contaduría. Yo continué tocando y opté por una partitura más enérgica, que ejecuté con inusual viveza. Oí pasos aproximándose a la puerta y pronto me convencí de que el señor Venables estaba escuchando. Este convencimiento no hizo sino dar más ligereza a mis dedos. Bajó a la cocina, y la cocinera, probablemente por orden suya, acudió para preguntarme qué quería de cena. El señor Venables entró de nuevo en el salón con aparente indiferencia. Comprendí que aquel hombre tan astuto se estaba viendo desbordado, di mis instrucciones como de costumbre y salí de la habitación.

»Mientras me retocaba el vestido, el señor Venables se asomó y, excusándose por la interrupción, desapareció. Saqué la labor —pues no podía leer— y me trajeron dos o tres mensajes, probablemente sin otro propósito que el de permitir al señor Venables averiguar qué estaba haciendo. Yo me paraba a escuchar cada vez que oía abrirse la puerta de la calle, y al fin me pareció distinguir las pisadas del señor Venables saliendo. Dejé la labor, el corazón me palpitaba. No obstante, temía apresurarme a indagar, así que esperé una interminable media hora hasta que me atreví a preguntar al mozo si su amo estaba en la oficina.

»Cuando me respondió que no, le mandé llamar a un carruaje y, tras reunir apresuradamente unas pocas cosas indispensables junto con un pequeño paquete de cartas y papeles que había cogido la noche anterior, me introduje en él a toda prisa y ordené al cochero que me llevase a una parte alejada de la ciudad. Casi temí que el carruaje se averiase antes de dejar mi calle, pero —al doblar la esquina— me pareció respirar un aire más libre. Imaginaba que me elevaba por encima de la densa atmósfera de la Tierra y me sentía como deben de sentirse las almas fatigadas al entrar en otra dimensión.

»Me detuve en una o dos paradas de carruajes para evitar que me persiguieran, y recorrí los arrabales de la ciudad en busca de algún oscuro alojamiento en el que ocultarme hasta poder valerme de la protección de mi tío. Había resuelto emplear mi apellido de soltera y mostrar abiertamente mi decisión, sin ninguna reclamación formal, en cuanto encontrase un hogar donde poder descansar sin el temor de esperar cada día la llegada del señor Venables. Miré algunos alojamientos, mas cuando descubrí que no me admitirían en ninguna pensión decente sin la referencia de algún conocido que podría informar a mi tirano —los hombres no tienen estos problemas—, me acordé de una mujer a quien había ayudado a montar una pequeña mercería y que sabía disponía de una primera planta para alquilarme.

»Acudí a ella y, aunque no pude convencerla de que el señor Venables y yo nunca haríamos las paces, accedió a ocultarme por el momento, mientras, sacudiendo la cabeza, me aseguraba no obstante que la mujer, una vez casada, debía soportarlo todo. Su pálido rostro, en el que se dibujaban mil profundos surcos y arrugas producidos por lo que significativamente llaman “desgaste”, confirmaba sus palabras, y más tarde tuve ocasión de observar el trato que debía soportar y las canas que daban fe de su paciencia. Trabajaba desde la mañana a la noche, a pesar de lo cual su marido robaba dinero de la caja y se llevaba parte de la suma reservada para pagar facturas. Cuando volvía a casa borracho, golpeaba a su mujer si esta se atrevía a ofenderle, sin importarle que llevase un niño en su vientre. Estas escenas me despertaban por la noche, y por la mañana la oía hablar como si nada con su querido Johnny. Él era, ciertamente, su amo; ningún esclavo de las Antillas tendría uno más despótico, pero por suerte ella pertenecía a la estirpe de las auténticas esposas rusas.