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100 Clásicos de la Literatura

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»En ocasiones había observado defectos en la inteligencia de mi marido, pero, confundida por la opinión imperante de que una buena predisposición es crucial en la vida conyugal, a medida que yo percibía las limitaciones de su entendimiento, mi fantasía ensanchaba los márgenes de su corazón. ¡Error fatal! ¡Cuán rápidamente la tan elogiada transparencia de carácter se torna hiel al entrar en contacto con el mundo, si no hay fluidos más generosos que sustenten la fuente de donde brota la virtud!

»Uno de los rasgos de mi carácter era una extrema credulidad, pero, una vez abrí los ojos, vi con toda claridad lo que antes había pasado por alto. Mi marido había perdido de repente gran parte de mi estima, aunque hay sentimientos en la juventud que salvan el abismo entre el amor y la amistad. Además, hubo de transcurrir algún tiempo hasta que pude ver su carácter bajo una luz diferente, o hasta que este se reveló ante mis ojos. Si las circunstancias desarrollaron mis facultades y perfeccionaron mi gusto, el comercio y los placeres más burdos cerraron los suyos a cualquier eventual progreso, hasta el punto de que, al borrarse cualquier destello de virtud en su interior, comenzó a imaginar que esta no existía en ninguna parte.

»No me dejes inducirte a error, mi niña, no pretendo afirmar que cualquier ser humano es totalmente incapaz de sentir las emociones generosas que son el fundamento de cualquier principio auténtico de virtud. Pero mucho me temo que con frecuencia son tan débiles que, como la cualidad inflamable que en mayor o menor grado anida en todos los cuerpos, a menudo permanecen por siempre latentes cuando no se dan las circunstancias necesarias para su materialización. No obstante, descubrí por casualidad que, como resultado de ciertas pérdidas comerciales (consecuencia lógica de su deseo especulador por acaparar rápidamente riquezas), las cinco mil libras que me dio mi tío habían llegado en un momento muy oportuno. Este descubrimiento, por extraño que parezca, me complació. Los apuros de mi marido me hicieron ser más comprensiva. Me alegraba encontrar una excusa para su comportamiento hacia mis hermanas, y mi mente se calmó un tanto.

»Mi tío me introdujo en algunos círculos literarios, y los teatros constituían para mí una fuente inagotable de entretenimiento. Fascinada, mi mirada seguía a la señora Siddons cuando, con solemne delicadeza, interpretaba a Calista, y mi boca repetía sin querer, en el mismo tono y con un interminable suspiro: “Corazones como los nuestros se emparejaron… juntos, pero no unidos”.

»Al principio eran emociones espontáneas, aunque, al conocer a hombres de ingenio y modales refinados, a veces no podía evitar arrepentirme de haberme casado demasiado pronto y, en mi urgencia por escapar de una dependencia definitiva y extender unas alas que por fin me permitían volar en un cielo desconocido, haber caído en una trampa y quedar encerrada de por vida. No obstante, la novedad de Londres y las atenciones de mi marido, pues él me tenía una cierta estima, hicieron que transcurriesen varios meses sin darme cuenta. A pesar de ello, no olvidaba la situación de mis hermanas, muy jóvenes aún, y convencí a mi tío para que asignase mil libras a cada una y les encontrase acomodo en una escuela próxima a la ciudad, donde podía visitarlas con frecuencia u hospedarlas en mi casa.

»Por entonces trataba de perfeccionar el gusto de mi marido, pero teníamos pocos temas en común. En efecto, pronto empezó a encontrar poca satisfacción en mi compañía, excepto cuando me insinuaba el uso que podía hacer de la riqueza de mi tío. Cuando estábamos con gente, me disgustaba su ostentación de riquezas, y a menudo me iba de la habitación para no escuchar sus descabelladas historias sobre dinero obtenido en golpes de suerte.

»Pese a mi atención y afectuoso interés, sentía que no podría convertirme en su amiga o confidente. Todo lo que sabía sobre sus asuntos lo averiguaba por accidente, y en vano intentaba iniciar, junto al fuego de nuestro hogar, esa conversación puramente social que a menudo hace que dos personas de caracteres diferentes lleguen a quererse. Al volver del teatro, o de cualquier fiesta entretenida, con frecuencia comenzaba a contarle lo que había visto y lo que me había gustado más, pero él, arisco y taciturno, pronto me ordenaba callar. Así pues, sentía que en su compañía iba perdiendo gradualmente el alma y las energías de lo que poco antes había estado activo. De hecho, tanto me afectaba su actitud fría y reservada que, cuando pasaba algunos días a solas con él, me veía a mí misma como el ser más estúpido del mundo, hasta que el ingenio de algún visitante ocasional me convencía de poseer cierta vivacidad latente y sentimientos que estaban por encima del lodo en el que había estado arrastrándome. Hasta el rostro de mi marido cambió: su tez se volvió cetrina y todos los encantos juveniles se desvanecieron junto con su viveza.

»Te describo un breve panorama de la situación, pero estos procesos y cambios comprendieron un periodo de cinco años, durante el cual yo había sonsacado a mi tío, contra mi voluntad, varias sumas de dinero para salvar a mi marido —empleando sus propias palabras— de la destrucción. Al principio fue para evitar que las cuentas se hiciesen públicas y arruinasen su reputación; después, para pagar su fianza, y, posteriormente, para impedir que nos embargasen la casa. Por fin comenzaba a darme cuenta de que él se habría esforzado más por salir de esa situación de no haber dependido de mí (tan cruel era la tarea que me impuso), y tomé la firme determinación de no buscar más pretextos.

»Desde el momento en que le comuniqué mi decisión, su indiferencia se convirtió en brusquedad, o en algo peor. Ahora rara vez cenaba en casa, y casi siempre volvía a casa a altas horas de la noche, completamente ebrio. Me cambié de habitación. Me alegré, lo confieso, de huir de la suya, pues la intimidad sin amor me parecía la situación más degradante y dolorosa en la que puede encontrarse una mujer de cualquier condición, por no hablar de lo especialmente delicada que resulta para una sensibilidad acentuada. Pero la afición de mi marido por las mujeres era del tipo más grosero, y la imaginación quedaba tan absolutamente excluida de esta cuestión que sus licencias en este aspecto se convirtieron en algo enteramente promiscuo y de una naturaleza extremadamente brutal. Mi salud se resentía antes de que el conocimiento de esas prácticas repugnantes lo alejase por completo de mi corazón. ¿De qué otra forma podría haber vuelto entonces a sus brazos corrompidos, sino como la víctima de los prejuicios de la humanidad, que ha hecho que las mujeres sean propiedad de sus maridos? Incluso llegué a oírle decir, cuando estaba ebrio, que sus favoritas eran fulanas de la más baja condición, quienes, con sus risotadas vulgares e indecentes —que él llamaba “espontáneas”— podían despertar su ánimo embotado. Se requerían adornos y ademanes postizos para atraer su atención. Rara vez miraba dos veces a una mujer recatada y permanecía callado en su presencia. Los encantos de la juventud y la belleza no tenían el menor efecto sobre sus sentidos, a menos que sus poseedoras estuvieran iniciadas en el vicio. Sus relaciones con mujeres libertinas y su manera de pensar lo llevaban a despreciar las cualidades femeninas. Solía repetir, cuando el vino le soltaba la lengua, la mayoría de los manidos sarcasmos dedicados a las mujeres por hombres que no se permiten pensar, pues eso constituiría un impedimento para la más burda diversión. Los hombres que son inferiores a sus congéneres siempre están ansiosos por demostrar su superioridad sobre las mujeres. Pero ¿adónde me llevan estas reflexiones?

»A las mujeres que han perdido el cariño de su marido se las reprende justamente por descuidarse y no poner el mismo empeño en mantener ese amor que en conquistarlo. Pero ¿quién piensa en dar ese mismo consejo a los hombres, aunque las mujeres son continuamente estigmatizadas por su afición a los petimetres y, por la propia naturaleza de su educación, tienen más propensión a sentir rechazo? No obstante, no puedo entender por qué debería esperarse que una mujer soportase a alguien desaliñado con más paciencia que un hombre y se gobernase con magnanimidad, a menos que se considere arrogante el hecho de exigir respeto además de sustento. No es fácil ser complacidas, porque, tras prometer amar en diferentes circunstancias, se nos dice que ese es nuestro deber. Yo no puedo, lo sé —aunque al cuidar a enfermos nunca he sentido asco—, olvidar mis propios sentimientos cuando me he levantado llena de salud y buen ánimo y, tras respirar el frescor de la mañana, me he puesto a desayunar con mi marido. La actividad que había desplegado en las tareas domésticas, que solían estar listas antes de que él se levantara, o un paseo daban un rubor a mi rostro que contrastaba con su aspecto desagradable. Sus náuseas, provocadas por los excesos de la noche anterior —que no se esforzaba en ocultar— me quitaban el apetito. Me parece estar viéndole repantigado en un sillón, con un sucio guardapolvo, un pijama mugriento, las medias sin ligas y el pelo enmarañado, bostezando y desperezándose. Si no se le traía en la bandeja del té, reclamaba inmediatamente el periódico, del que apenas alzaba los ojos excepto para pedir algo de brandy o decir que no podía comer. Como respuesta a cualquier pregunta, con su mejor humor, se limitaba a repetir lentamente: “¿Qué dices, niña?”, mas cuando le pedía dinero para los gastos domésticos, cosa que posponía hasta el último momento, su respuesta habitual era: “¿Cree la señora que el dinero me sale por las orejas?”. El carnicero, el panadero debían esperar y, lo que era peor, a menudo me veía obligada a presenciar cómo despedía con cajas destempladas a comerciantes que necesitaban el dinero que se les debía y a quienes yo a veces pagaba con los regalos que me hacía mi tío.

 

»A todo esto, la amante de mi padre le convenció de que se casaran, haciéndole temer por su conciencia. Él ya se había hecho metodista y mi hermano, que ejercía por su cuenta, había descubierto un fallo en el acuerdo legal sobre los hijos de mi madre que lo invalidaba, y le concedió a mi padre, cuya angustia le hacía conformarse con cualquier cosa, un décimo de su, o mejor dicho, de nuestra fortuna.

»Mis hermanas habían dejado la escuela, pero eran incapaces de soportar la vida en esa casa, que la mujer de mi padre hacía tan desagradable como le era posible, a fin de librarse de unas niñas a las que consideraba espías de sus actos. Estaban muy capacitadas, pero apenas puedes imaginar —¡ojalá nunca te veas reducida a ese estado de indigencia!— lo que me costó encontrarles acomodo como institutrices, el único puesto en el que una mujer bien educada y con más aptitudes que las ordinarias puede luchar por ganarse un sustento, e incluso este es un trabajo considerado casi de ínfima categoría. ¿Es, pues, de extrañar que tantas mujeres desamparadas, con pasiones y sentimientos humanos, se refugien en la infamia? Solas en vastas mansiones —y digo solas, porque no tenían a nadie con quien conversar de igual a igual, o de quien poder esperar expresiones de afecto— se iban marchitando, y el sonido de la alegría las entristecía. La más joven, al ser de constitución más delicada, se iba debilitando. Solo con gran dificultad pude, —yo, que ahora casi mantenía la casa gracias a préstamos de mi tío— convencer a su amo de que le dejase un cuarto en el que morir. Velé su lecho de enferma durante algunos meses y después cerré sus ojos, ¡dulce criatura!, para siempre. Era muy bonita, tenía un carácter adorable, pero nunca había tenido la oportunidad de casarse, excepto con un hombre muy mayor. Tenía dotes suficientes para haber brillado en cualquier profesión, si hubiera habido alguna permitida a las mujeres, aunque retrocedía ante el nombre de sombrerera o costurera por considerarlos degradantes para una dama. No calificaría este sentimiento de falso orgullo ante nadie que no fueras tú, mi niña, a quien espero fervientemente ver —¡sí, me permitiré un instante de esperanza!— con esa fuerza de carácter que confiere dignidad a cualquier condición y con ese espíritu firme y sereno que te permitirá elegir un estado por ti misma, o conformarte con ser incluida en el más bajo, si es el único en el que puedes ser dueña de tus actos.

»Poco después de la muerte de mi hermana se produjo un incidente que me demostró que el corazón de un libertino es refractario al amor espontáneo y que aquel que parecía tan tierno, cuando se trataba de satisfacer una pasión egoísta, es tan insensible con el fruto inocente de esta como con el ser en el que sacia su lujuria. Había reparado por casualidad en una anciana de aspecto avieso que visitaba a mi marido cada dos o tres meses para recibir algo de dinero. Un día, al entrar en el pasillo de la pequeña contaduría mientras ella salía, le oí decir:

—La niña está muy débil, no puede durar demasiado, pronto desaparecerá de vuestro camino, así que no tenéis por qué darle ninguna medicina si no queréis.

—Tanto mejor —respondió él—, y le ruego que se ocupe de sus propios asuntos, buena mujer.

»Quedé fuertemente impresionada por su tono insensible e inhumano y retrocedí, decidida, cuando la mujer volviese, a tratar de hablar con ella, no por curiosidad —había oído lo suficiente—, sino con la esperanza de ayudar a una pobre niña desfavorecida.

»Transcurrieron uno o dos meses hasta que volví a ver a esa mujer; llevaba de la mano a una niña que caminaba tambaleándose, incapaz de sostener su propio peso. Se marchaban para regresar a la hora en que se esperaba al señor Venables, pues entonces no estaba en casa. Le pedí a la mujer que entrase al recibidor. Ella vaciló, pero terminó accediendo. Le aseguré que no mencionaría a mi marido —la palabra parecía dificultar mi respiración— que la había visto, ni tampoco a la niña. La mujer me miró asombrada y volví mis ojos hacia la desagradable criatura que la acompañaba. Apenas podía tenerse en pie, tenía la tez cetrina y los ojos inflamados, con una indescriptible mirada maliciosa, mezclada con las arrugas producidas por la contrariedad y el dolor.

—¡Pobre criatura! —exclamé.

—¡Ay, bien podéis llamarla así! —respondió la mujer—. La traje aquí para ver si él tenía el suficiente corazón para mirarla, y no para recibir consejos. No sé qué merecen quienes la criaron. Se le doblaban las piernas como un arco cuando vino a mí y no se ha recuperado desde entonces. Aunque si a aquellos les pagaba como a mí, no es de extrañar, desde luego.

»Tras seguir inquiriendo, se me informó de que esa mísera criatura era hija de una criada, una muchacha de campo que llamó la atención del señor Venables y a la que este sedujo. Cuando él se casó, la envió lejos, pues su embarazo era demasiado evidente. Tras dar a luz, se vio sola en la ciudad y murió en un hospital un año después. Se mandó al bebé con un ama de cría de la parroquia y después con esta mujer, que no parecía mucho mejor; pero ¿qué habría de esperarse de un acuerdo tan mísero? Solo se le pagaba tres chelines a la semana para dar de comer y lavar a la niña.

»La mujer me suplicó que le diese algo de ropa vieja para la niña, mientras me aseguraba que tenía miedo de pedir dinero al amo para comprar siquiera un par de zapatos. Me entró una enorme desazón. Y, con miedo de que el señor Venables pudiese entrar y obligarme a expresarle mi indignación, me apresuré a preguntarle dónde vivía, prometí pagarle dos chelines más a la semana y visitarla al cabo de uno o dos días, mientras ponía algo de dinero en su mano como prueba de mi buena intención. Si el estado de esa pequeña me afectó, ¿cuáles no fueron mis sentimientos ante lo que descubrí sobre Peggy?

CAPÍTULO X

»La situación de mi padre era ahora tan penosa que convencí a mi tío para que me acompañase a visitarlo y me ayudase a para impedir que todos los bienes de mi familia fuesen objeto de la rapacidad de mi hermano, pues, con tal de escapar de sus dificultades actuales, a mi padre el futuro le era totalmente indiferente. Llevé algunos regalos para mi madrastra; no me suponía un esfuerzo tratarla con educación y olvidar el pasado.

»Era la primera vez que visitaba mi pueblo desde que me casé, mas ¡con qué emociones tan distintas regresaba del ajetreado mundo de la ciudad —con una pesada carga de experiencia lastrando mi imaginación— a escenarios que evocaban con la mayor elocuencia recuerdos de alegría y esperanza a mi corazón! Del brezal provenía el primer aroma de las flores silvestres que inundó mi cuerpo y despertó mis sentidos al gozo. La helada mano de la desesperación parecía liberar mi pecho y, olvidando a mi marido, las visiones alimentadas por una mente romántica —que afloraban en mi interior con su fuerza y pujanza originales— eran de nuevo aclamadas como dulces realidades. Con igual facilidad olvidé que alguna vez me sentí afligida o cuitada en el campo, mientras un fugaz arcoíris atravesaba el nublado cielo del desaliento. Con la gozosa alegría de la vivacidad infantil, reconocí la forma pintoresca de algunos de mis árboles favoritos, así como los soportales de toscos caseríos, con sus setos sonrientes. Podía besar a las gallinas que picoteaban en el ejido y deseaba acariciar a las vacas y retozar con los perros que jugueteaban por allí. Contemplé con deleite el molino y pensé que era una suerte que estuviese funcionando justo cuando yo pasaba. Al entrar en el camino verde que llevaba directamente al pueblo, el sonido de la conocida bandada de grajos dio a las diversas sensaciones de mi alma despierta ese matiz sentimental que solo servía para intensificar el brillo de aquel exuberante paisaje. Pero, cuando atisbé, según avanzaba, el chapitel que asomaba por encima de las secas copas de los viejos olmos que albergaban la bandada de grajos, mis pensamientos volaron inmediatamente al cementerio, y lágrimas de afecto —tal era el efecto de la imaginación— regaron la sepultura de mi madre. La tristeza dio paso a sentimientos de devoción. Deambulé por la iglesia con la imaginación, tal como solía hacer algunas tardes de sábado. Recordaba con cuánto fervor me dirigía a Dios en mi juventud y una vez más miré más allá de mis penalidades, con extático amor, al Padre de la Naturaleza. Hago una pausa, al sentir con fuerza todas las emociones que describo; y, mientras recuerdo, al constatar mis pesares, la sublime calma que había sentido cuando en alguna terrible soledad mi alma se apoyaba en sí misma y parecía llenar el universo, sin darme cuenta respiro sosegadamente, acallando cualquier emoción rebelde, como si temiese manchar con un suspiro un contento tan gozoso.

»Después de arreglar los asuntos de mi padre y, gracias a mis esfuerzos en su favor, tras haber convertido a mi hermano en mi implacable enemigo, regresé a Londres. La conducta de mi marido había cambiado. Durante mi ausencia, había recibido varias cartas suyas llenas de amor y arrepentimiento y a mi vuelta parecía querer demostrar su sinceridad con su comportamiento. No podía imaginar entonces por qué actuaba así y, cuando invadió mi corazón la sospecha de que aquello pudiera deberse a que él hubiese observado mi creciente influencia sobre mi tío, casi me desprecié a mí misma por concebir que pudiese existir tal grado de mezquino egoísmo.

»De manera inexplicable se volvió dulce y atento. Atacando mi flanco más débil, hizo una confesión de sus locuras y lamentó los problemas en los que yo, que merecía una suerte bien distinta, me hubiera podido ver envuelta. Me suplicó que lo ayudara con mis consejos, alabó mi comprensión y apeló a la dulzura de mi corazón. Pero esta conducta solo me inspiró compasión. Deseaba ser su amiga, pero el amor había extendido sus rosadas alas y había volado lejos, muy lejos. Y lo había hecho sin dejar detrás —como algunos exquisitos perfumes, cuya sutil esencia se mezcla con el aire— una fragancia que indicase dónde había sacudido sus alas. Las caricias renovadas de mi marido entonces me resultaron odiosas. Su brutalidad era tolerable comparada con esta repugnante devoción. No obstante, la compasión y el miedo a ofender sus fingidos sentimientos por mi falta de humanidad me hicieron fingir y vencer mi delicadeza. ¡Cuán ardua tarea!

»Aquellos que apoyan un sistema de lo que denomino “falso refinamiento” y no quieren permitir que gran parte del amor que anida en el pecho de mujeres y hombres brote en ciertos aspectos de forma espontánea no admitirán que los encantos son tan necesarios para alimentar la pasión como lo son las virtudes para aficionar al espíritu maduro a la amistad. A quienes piensan así no tengo nada que decirles, ni tampoco a los moralistas, quienes insisten en que las mujeres deben y pueden amar a sus maridos porque es su deber. Para ti, mi niña, añadiría, con el corazón tembloroso por tu comportamiento futuro, algunas observaciones dictadas por mis sentimientos actuales al revisar con calma este periodo de mi vida. Cuando los moralistas y novelistas ensalzan como una virtud la frialdad en el carácter de la mujer y la falta de pasión, y la hacen ceder al ardor de su amante por pura compasión o por favorecer un frío plan de comodidad futura, siento repugnancia. Puede que sean buenas mujeres, en el sentido habitual de la expresión, y que no causen ningún mal, pero me parece que no tienen esos “nervios sutilmente delicados” que convierten los sentidos en algo delicioso. Puede que posean ternura, pero carecen de ese fuego en la imaginación que produce una sensibilidad activa y una virtud positiva. ¿Cómo ha de caracterizarse a la mujer que se casa con un hombre y que consagra su corazón e imaginación a otro? ¿No es acaso objeto de piedad o desprecio cuando viola sacrílegamente la pureza de sus propios sentimientos? Más aún, es igualmente indecoroso cuando todo ello le es indiferente, a menos que sea insensible por naturaleza. Se trata entonces de una mera cuestión de trueque y yo no tengo nada que ver con los secretos del comercio. Sí, ansiosa como estoy por que tengas la rectitud mental y la pureza de corazón apropiadas, debo insistir en que una conducta insensible es contraria a la virtud. La verdad es el único fundamento de la virtud y no podemos, sin envilecer nuestras mentes, tratar de complacer a un amante o marido sino en la misma proporción en que él nos complace a nosotras. Los hombres, para esclavizarnos de forma más efectiva, nos inculcan esta moral tendenciosa y pierden de vista la virtud dividiéndola en los deberes correspondientes a diferentes clases sociales, ¡pero permítasenos no avergonzarnos de nuestra condición cuando no hay motivo!

 

»Tras estas observaciones, me avergüenza admitir que estaba embarazada. El mayor sacrificio de mis principios en toda mi vida fue permitir que mi marido volviese a acercarse a mí, aunque a este acto de abnegación, en el que deseé que la tierra se abriese y me tragase, le debes tú el haber nacido y yo el placer indescriptible de ser tu madre. Había una cierta delicadeza en las atenciones nupciales de mi marido, pero ahora su corrompido aliento, su cara surcada de granos y sus ojos sanguinolentos no eran más repugnantes para mis sentidos de lo que lo eran para mi gusto sus modales groseros y su intimidad carente de amor.

»De un hombre únicamente se espera que sustente a una familia; sí, mi marido únicamente mantener a una mujer aborrecida por la constante embriaguez. Pero ¿quién esperaría de él, o creería posible, que la amara? A menos que “la juventud y los años dichosos hubiesen volado”, se habría juzgado igualmente poco razonable insistir, a riesgo de perder casi todo lo considerado valioso en esta vida, en que no debería amar a otra; mientras que a la mujer, de razón frágil y poca voluntad, se le pide moralidad, que enfríe sus sentimientos hasta convertirlos en piedra y languidezca de añoranza, mientras trata de reformar a su embrutecido marido. Incluso puede que él dilapide el patrimonio de su mujer en vicios y borracheras —esas borracheras que lo vuelven tan odioso— y, al recortarle sus gastos, le impida mitigar en la vida social una vida tediosa y sombría. Puesto que ella no tiene poder sobre su fortuna compartida, todo ha de pasar por las manos de su marido. Si esa mujer es madre —y en la situación actual de las mujeres es una gran desgracia que a alguien se le impida cumplir las tareas y cultivar los afectos maternales—, ¿qué no soportará? Mas he dejado que la ternura de una madre me llevase a reflexiones que no pretendía hacer por no interrumpir mi relato, aunque el corazón se me desboca.

»Los aprietos del señor Venables ya no me hacían quererle. No obstante, ansiosa por ofrecerle mi amistad, traté de convencerle de que recortase gastos, pero siempre tenía alguna excusa convincente para justificarse por no seguir mis consejos. La humanidad, la compasión y el interés nacidos de la convivencia me hacían intentar socorrerlo y compadecerlo. Pero, cuando recordaba que estaba obligada a vivir con un ser así para siempre, mi corazón desfallecía; mi deseo de mejorar se tornaba lánguido y doloroso y una corrosiva melancolía se apoderaba de mi alma. El matrimonio me había encerrado de por vida. Descubrí en mí una capacidad para disfrutar de los diversos placeres que ofrecía la vida, pero, obstaculizada por las leyes tendenciosas de la sociedad, la Tierra era para mí un gran espacio en blanco.

»Cuando exhortaba a mi marido a economizar, me refería a él mismo. Yo me veía obligada a ahorrar hasta el último céntimo o a contraer deudas que, mucho me temía, nunca se saldarían. Despreciaba este insignificante privilegio de estar casada, que no puede ser útil más que para la mujer viciosa o desconsiderada, y decidí no incrementar aún más el torbellino que lo estaba arrastrando. Por entonces ignoraba el alcance de las operaciones fraudulentas de aquel al que yo debía honrar y obedecer.

»Una mujer desatendida por su marido, o cuyos modales contrastan fuertemente con los de él, siempre tendrá hombres esperando para aliviarla y consolarla. Además, el desamparo de una mujer desatendida y no desprovista de encantos resulta especialmente atractivo y suscita esa especie de piedad tan parecida al amor que acaba transformándose en este. Un hombre apasionado no piensa en seducir, él mismo es seducido por las más nobles emociones de su alma. Se imagina todos los sacrificios que ha de hacer una mujer con sensibilidad y cualquier situación en la que su imaginación la sitúa le emociona y enciende su pasión. Deseando abrazar al pobre cordero trasquilado y hacer revivir los marchitos brotes de la esperanza, la benevolencia se torna pasión. Si descubre entonces que es correspondido, el honor lo ata rápidamente, aunque adivine que más tarde pueda verse obligado a pagar graves perjuicios al hombre que jamás pareció valorar la compañía de su mujer hasta que vio la posibilidad de que pudieran indemnizarlo por perderla.

»Esas son las leyes tendenciosas promulgadas por los hombres, pues, si nos centramos en la dependencia femenina en la cuestión fundamental de la tranquilidad que nace de la posesión de propiedades, la mujer resulta incluso en este apartado mucho más perjudicada por perder el amor del marido que cuando se da la situación inversa. A pesar de ello, ¿dónde habrá de buscar, condenada a la soledad del hogar desierto, obtendrá una compensación de la mujer que seduce a su marido apartándolo de su lado? No puede echar a un esposo de su propia casa, ni separarse de él o llevarse a sus hijos, por muy culpable que sea. Este, dueño aún de su propio destino, disfruta de los parabienes de un mundo que marcaría a su mujer con la infamia si, buscando consuelo, se atreviese a tomar represalias.

»Estas observaciones no vienen dictadas por la experiencia, sino por la compasión que siento por muchas buenas mujeres: las proscritas de la sociedad. En mi caso, sin dar pie a ninguno de los requerimientos amorosos que se me hacían, mis pretendientes iban sucediéndose cual prematuros brotes de primavera. Ni siquiera flirteaba con ellos, pues al observarme a mí misma descubrí que no podía coquetear con un hombre sin amarlo un poco. Comprendí que no sería capaz de detenerme en la línea de las llamadas “libertades inocentes”, llegado el caso. Así pues, mi reserva era consecuencia de la fragilidad. La libertad de comportamiento ha emancipado las mentes de numerosas mujeres, pero mi conducta se ha regido de modo inflexible por mis principios, hasta que el progreso de mi entendimiento me ha permitido discernir la falacia de los prejuicios que contradicen la Naturaleza y la razón.

»Poco después del cambio que he mencionado en la conducta de mi marido, el empeoramiento en la salud de mi tío le obligó a buscar remedio en un clima más templado, y embarcó hacia Lisboa. Dejó su testamento en manos de un amigo, un eminente notario. Previamente me había preguntado acerca de mi situación y mi estado de ánimo, y afirmó con toda libertad que no podía depositar ninguna confianza en la estabilidad de los negocios de mi marido. Se había engañado en cuanto a su carácter y ahora pensaba que se hallaba inmerso en una serie de acciones que conducirían inevitablemente a la ruina y la deshonra. La noche anterior a su partida dimos un paseo los dos solos. Esa noche me estrechó contra su corazón mientras susurraba cariñosamente “mi niña”. ¡Él, que fue más que un padre para mí! ¿Por qué no se me permitió cumplir los deberes de una hija y velar su lecho de muerte? Por su aspecto parecía convencido de no volver a verme. No obstante, me rogó encarecidamente que me fuese con él en caso de que tuviera que abandonar a mi marido. Anteriormente había expresado su tristeza al enterarse de mi embarazo, pues había decidido convencerme de que lo acompañase hasta que le informé de mi estado. Se mostró verdaderamente apenado de que un nuevo lazo me atase a un hombre al que consideraba incapaz de apreciar mi valor. Tal era el generoso lenguaje del afecto.