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100 Clásicos de la Literatura

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»Mantuvo una correspondencia regular con su enamorada; las complejidades de los negocios, particularmente fatigosas para un hombre de temperamento romántico, contribuyeron, junto con la forzosa ausencia, a incrementar su amor. Cualquier otra pasión se diluía en la principal, y solo servía para aumentar su caudal. Soñaba que los familiares de ella, que lo habían despreciado, apoyarían uno por uno su alianza, y los cumplidos más refinados embellecerían el triunfo del amor. Mientras él se deleitaba en el cálido resplandor del amor, la amistad prometía asimismo esparcir su frescor de rocío, pues el amigo a quien más quería, casi tanto como a su amada, era el confidente que recibía las cartas de uno y otra y se las reenviaba para eludir la vigilancia de familiares entrometidos. Un falso amigo en circunstancias semejantes es, mi queridísima niña, una historia bien conocida. No obstante, no dejes que este ejemplo ni la fría cautela de los moralistas insensibles te hagan intentar sofocar las esperanzas que son como esos brotes que se abren espontáneamente en la primavera de la vida. Mientras tu corazón sea sincero, espera siempre encontrar otro henchido de los mismos sentimientos, pues huir del placer no implica evitar el dolor.

»Mi tío reunió, gracias a la buena suerte más que a su habilidad, una fortuna considerable y, al regresar a Inglaterra montado en las alas del amor, sumido en la más encantadora ensoñación para compartirla con su amada y su amigo, descubrió que estaban juntos. Ciertas circunstancias, que no es preciso referir, agravaban la culpa del amigo más allá de lo imaginable, y la traición, que se había consumado hasta el último momento, fue tan vil que afectó gravemente la salud y el ánimo de mi tío. Su patria, ¡el mundo!, que poco antes había sido un jardín de florecientes primores, marchitos ahora por la traición, parecía haberse convertido en un árido desierto donde moraban pérfidas serpientes. La desilusión soliviantó su corazón y, mientras rumiaba sus males, fue atacado por una violenta fiebre, seguida de una depresión que no hizo sino dar paso a una permanente melancolía cuando recuperó algo las fuerzas.

»Puesto que había declarado su intención de no contraer matrimonio jamás, tenía a sus parientes constantemente a su alrededor, los cuales adulaban de la manera más burda a un hombre que, disgustado con la humanidad, los recibía con desprecio o con ácidos sarcasmos. Algo en mi rostro le agradó cuando comencé a balbucear. Desde su regreso, parecía haber renunciado al afecto, pero yo, mostrándole mi cariño inocente, pronto me convertí en su preferida. Yo intentaba ensanchar y fortalecer mi mente, y él me quería más a medida que empezaba a compartir sus sentimientos. Tenía una forma de hablar rotunda, acentuada por cierta impresionante fiereza en el gesto y la mirada, calculada para captar la atención de una mente joven y ardiente. Por lo tanto no es de extrañar que enseguida yo adoptase sus opiniones y lo reverenciase como a un ser superior. Él me inculcó con gran cariño el respeto a uno mismo y una justa conciencia de actuar correctamente, con independencia de la censura o el aplauso del mundo. Más aún, me enseñó casi a desafiar e incluso desdeñar las críticas de la sociedad cuando estuviese convencida de la rectitud de mis intenciones.

»En su afán por demostrarme que no existía en el mundo nada que mereciese llamarse “amor” o “amistad”, hacía unos retratos tan vivos de sus sentimientos —a los que la desilusión había vuelto permanentes— que los grabó con fuerza en mi corazón e hizo que animaran mi imaginación. Estas observaciones son necesarias para aclarar algunas particularidades de mi carácter que el mundo califica vagamente de “románticas”.

»El creciente afecto de mi tío le llevaba a visitarme a menudo. Sin embargo, incapaz de quedarse en lugar alguno, no permanecía en el campo lo suficiente como para suavizar la tiranía que sufría en mi casa. Me compraba libros, por los que yo sentía auténtica pasión, y estos, sumados a su conversación, me hicieron forjarme una imagen ideal de la vida. Omitiré la tiranía de mi padre, por más que me hiciese padecer, pero he de decir que minó la salud de mi madre, cuyo temperamento, crispado constantemente por disputas domésticas, se volvió insoportablemente desabrido.

»Mi hermano mayor trabajaba de aprendiz para un abogado de la vecindad, el hombre más astuto y, debo añadir, más falto de principios de esa región del país. Puesto que mi hermano solía venir a casa todos los sábados para impresionar a mi madre con la exhibición de sus logros, poco a poco fue adquiriendo el derecho a gobernar sobre toda la familia, incluido mi padre. Parecía hallar un placer especial en el hecho de atormentarme y humillarme y, si alguna vez osaba quejarme de su trato a mi padre o a mi madre, ellos me desairaban con brusquedad por atreverme a juzgar la conducta de mi hermano mayor.

»Por esta época vino a establecerse en nuestro vecindario la familia de un comerciante. Habían estado acondicionando durante toda la primavera una casa solariega en el pueblo, recientemente adquirida, y la visión del suntuoso mobiliario, traído de Londres, había suscitado la envidia de mi madre y despertado el orgullo de mi padre. Mis sensaciones eran muy distintas, y todas placenteras. Anhelaba ver a personajes nuevos, romper la tediosa monotonía de mi vida y encontrar una amiga como la que había representado en mi fantasía. Así pues, no puedo describir la emoción que sentí el domingo en que esa familia hizo su aparición en la iglesia. Tenía la mirada fija en la columna cerca de la cual esperaba vislumbrarlos por primera vez, y la desplacé rápidamente para ver a un criado que precedía presuroso a un grupo de damas, cuyos blancos ropajes y ondeantes plumas parecían flotar por la lóbrega nave lateral, esparciendo la luz que me permitía contemplar sus figuras.

»Les hicimos una visita formal y rápidamente elegí a la hermana mayor como mi amiga. El hijo segundo, George, me prestaba especial atención y, al descubrir que sus conocimientos y modales superaban a los de los jóvenes del lugar, comencé a imaginármelo superior al resto de la humanidad. Si mi ambiente familiar hubiese sido más distendido, o de haber tenido más amigos, probablemente no habría estado tan ansiosa por abrir mi corazón a nuevos afectos.

»El señor Venables, el comerciante, había amasado una gran fortuna gracias a su infatigable dedicación a los negocios, pero, cuando su salud empezó a empeorar rápidamente, se vio obligado a jubilarse antes de que su hijo, George, hubiese adquirido la suficiente experiencia como para poder dirigir los negocios familiares con la misma cautela con la que su padre había actuado invariablemente. De hecho, había luchado por deshacerse de su autoridad despreciando sus planes estrictos y sus prudentes especulaciones. Al hermano mayor no lograron convencerle para entrar a formar parte de la empresa y, por complacer a su mujer y tener la casa en paz, el señor Venables le había comprado un rango en la guardia militar.

»Estoy hablando de circunstancias que llegaron a mi conocimiento mucho tiempo después, pero es preciso, mi querida niña, que conozcas el carácter de tu padre para no despreciar a tu madre, la única dispuesta a cumplir con su deber parental. En Londres, George había adquirido hábitos libertinos que se cuidaba de ocultar a sus padres y a sus contactos comerciales. La máscara que portaba cubría de tal forma su verdadero rostro que las alabanzas que su padre prodigaba sobre su conducta y —¡pobre inocente!— sobre sus principios, comparándolos con los de su hermano, hacían que el interés que mostraba por mí resultase especialmente halagador. Sin ningún propósito determinado —ahora estoy convencida de ello—, continuaba eligiéndome en el baile, me apretaba la mano al despedirse y murmuraba expresiones de vaga pasión, que yo llenaba de un significado inspirado espontáneamente por la naturaleza romántica de mis pensamientos. Su estancia en el campo fue corta y sus modales no acabaron de complacerme, pero cuando nos dejó, los colores de la imagen que me hice de él se volvieron más vívidos. ¿Adónde no me dejaría llevar por la imaginación? En fin, me creí enamorada, enamorada del desinterés, fortaleza, generosidad, dignidad y benevolencia de los que había revestido al héroe al que había nombrado caballero. Un hecho que aconteció poco después hizo patentes todas estas virtudes. Este incidente quizá merece ser contado por más razones, así que lo describiré con la mayor claridad:

»Yo sentía un gran afecto por mi niñera, la vieja Mary, a la que solía ayudar para que no se le cansase la vista. Mary tenía una hermana menor, casada con un marinero, en la época en que me amamantaba (pues mi madre dio el pecho únicamente a mi hermano mayor, lo cual podría ser la causa de la extremada predilección que sentía por él). Peggy, la hermana de Mary, vivió con ella hasta que su marido, al convertirse en oficial de un mercante de las Antillas, consiguió un pequeño anticipo. Tras su viaje más exitoso, escribió a su mujer desde el primer puerto del Canal pidiéndole que fuese a Londres para reunirse con él. Deseaba incluso que ella se decidiese a vivir allí en el futuro para ahorrarse la molestia de ir a buscarle cada vez que desembarcara; además, Peggy podía ganarse un dinero regentando un puesto de verduras. A su marido le resultaba demasiado fatigoso emprender un viaje justo después de haber terminado una travesía, y cincuenta millas por tierra eran peores que mil leguas por mar.

»Peggy empaquetó todas sus pertenencias y se fue a Londres, pero no se reunió con el honrado Daniel. Una desgracia común se lo impidió, y los pobres están obligados a sufrir por el bien de su país: obligaron a embarcar a su marido, y nunca llegó a la costa. Peggy era infeliz en Londres, pues —como ella decía— no «era capaz de reconocer a nadie». Además, venía de imaginarse el mes o mes y medio de felicidad que pasaría junto a su marido. Daniel tenía previsto ir con ella a las fuentes de Sadler, a la Abadía de Westminster y a otros muchos lugares del país de los que sabía que ella nunca había oído hablar. Peggy también era muy austera, mas, ¿cómo podría arreglárselas sola para poner en práctica ese plan? Daniel tenía amigos, pero ella no sabía sus nombres ni dónde vivían. Las cartas de él consistían en “¿Cómo estás?” y “Que Dios te bendiga”, pues se reservaba la información para el momento del encuentro.

 

»Ella también guardaba sus secretos muy cerca del corazón. Molly y Jacky iban convirtiéndose en unas criaturas tan encantadoras que a Peggy casi le enojaba que su padre no viese sus travesuras. No disfrutaba de sus balbuceos ni la mitad de lo que lo hubiera hecho si por las noches pudiese haber contado a su marido los tiernos chapurreos de sus hijas. Sin embargo, le reservaba algunas historias. Jacky podía decir “papá” con una voz tan dulce que a él le hubiese emocionado. Mas cuando llegaba y no encontraba a ningún Daniel que la recibiese y Jacky llamaba a su papá, Peggy lloraba, diciendo: “¡Dios bendiga su inocente alma, que no conoce el dolor!”. Pero un dolor aún mayor aguardaba a Peggy, inocente como era. Mataron a Daniel en el primer combate y entonces ese papá se convirtió en una agonía que resonaba constantemente en su corazón.

»Ella había vivido modestamente del salario de Daniel mientras hubo alguna esperanza de que regresara, pero, cuando esta se esfumó, volvió con el corazón roto al campo, a una pequeña ciudad mercantil situada a unas tres millas de nuestro pueblo. No le agradaba la idea de ponerse a servir y sentirse constantemente desairada, después de haber sido su propia ama. Dejar a sus hijas con una niñera era imposible —¿cuánto le cobrarían por eso?— y enviarlas a la región de su marido, que estaba lejos de allí, significaba perderlo por segunda vez.

»Todo esto lo supe por Mary, e hice que mi tío proporcionase a su hermana una casita que le permitiese vender —tan sagrado era el consejo del pobre Daniel, ahora que estaba muerto y ausente— un poco de fruta, juguetes y pasteles. El ocuparse de la tienda no requería todo su tiempo, ni siquiera cuidando, además, de sus hijas, así que aceptó trabajar de lavandera y con ello pudo ganar el pan de sus pequeñas, mientras aún lloraba cuando las miradas cómplices de Jacky le hacían pensar en las de su padre. Le agradaba trabajar por sus hijas. “Sí, desde la mañana hasta la noche, ¡si tan solo pudiese tener un beso de su padre! ¡Dios lo acoja en su seno!” Sí, si la Providencia hubiese querido dejarle volver sin un brazo o una pierna, a ella no le hubiese importado, no lo amaba porque las mantuviese, no. Para eso ella contaba con sus propias manos.

»La gente del campo era honrada, y Peggy tendía la ropa fuera muy tarde, así que supuso que fue un pelotón de reclutamiento que pasaba por allí el que robó una gran colada que le desapareció por completo, incluyendo lo poco que pertenecía a ella y a sus hijas. Fue un golpe muy duro: dos docenas de camisas, medias y pañuelos. Dio el dinero que había guardado para el arriendo de medio año, prometió pagar dos chelines por semana hasta acabar de saldar la deuda y así no perdió su empleo. Esos dos chelines semanales y la compra de lo indispensable para las niñas la dejaron en una situación tan desesperada que no tenía un penique con el que pagar su arriendo, cuando debía la renta de un año.

»En ese momento, Peggy se encontraba con Mary; acababa de contarle su historia, y, a continuación, Mary me la repitió a mí, pues a mí iba destinada. Muchas de las casas de esta ciudad que proporcionaban ventajas en el municipio estaban incluidas en las propiedades adquiridas por el señor Venables, y el abogado con quien vivía mi hermano fue nombrado su representante para cobrar y recaudar los arriendos. Así pues, le reclamó el suyo a Peggy y, a pesar de sus súplicas, sus humildes bienes fueron embargados y vendidos, de modo que no tenía (y, lo que era peor, sus hijas tampoco, pues ella ya había pasado muchas miserias), una cama en la que dormir. Sabía que yo era de natural bondadoso y caritativo; no obstante, no gustándole pedir más de lo que las necesidades imponen, se negó a hacerlo mientras se pudiera hacer esperar de algún modo a los acreedores. Pero ahora, si la echaban a la calle, perdería a todos sus clientes y se vería obligada a mendigar o morir de hambre. ¿Qué sería de sus hijas? “Si no hubieran reclutado a Daniel (aunque Dios sabe lo que mejor conviene), nada de esto habría sucedido”.

»Yo tenía dos colchones en mi cama; ¿para qué quería tantos, cuando alguien tan valioso debía dormir en el suelo? Mi madre se enfadaría, pero yo podría ocultarlo hasta que bajase mi tío y entonces le contaría toda la verdad. Si él me perdonaba, el Cielo también lo haría. Rogué a la criada que me acompañase al piso de arriba (los criados siempre se compadecen de las desgracias de los pobres, y lo mismo harían los ricos si supieran lo que son). Me ayudó a atar el colchón, y en ese momento descubrí que con una sola manta me arreglaría hasta el invierno si podía convencer a mi hermana, que dormía conmigo, de que me guardara el secreto. Al entrar ella justo cuando estábamos empaquetando, le di unas cuantas plumas nuevas para hacerla callar. Bajamos el colchón por la escalera de atrás sin que nadie se diera cuenta. Ayudé a Peggy a cargarlo, llevando conmigo todo el dinero que tenía y el que pude tomar prestado de mi hermana.

»Cuando llegué a la casita, Peggy dijo que no aceptaría lo que había traído en secreto, pero, cuando, con la apremiante elocuencia inspirada por un fin justo, le agarré la mano con lágrimas en los ojos asegurándole que mi tío me libraría de cualquier culpa cuando regresara, y le describí lo mucho que sufriría al separarse de sus hijas tras impedir durante tanto tiempo que fueran enviadas a un hospicio, acabó consintiendo.

»Mi proyecto de hacer algo provechoso no terminó aquí. Decidí hablar con el abogado. Él solía hacerme cumplidos. Su carácter no me intimidaba, pero, imaginando que Peggy debía de estar equivocada y que ningún hombre podía hacer oídos sordos a una historia tan compleja y desgraciada, decidí bajar a la ciudad con Mary al día siguiente, rogarle que esperase a recibir el arriendo y guardase el secreto hasta que volviese mi tío.

»Dormí plácidamente, me desperté con la primera luz del día y me encaminé llena de alegría a casa de Mary. ¡Qué encanto no esparcirá sobre la Naturaleza un corazón radiante! Cada pájaro que trinaba en un arbusto, cada flor que adornaba el seto parecían estar allí para despertar en mí una especie de éxtasis, sí, de éxtasis. El momento estaba repleto de dicha y no dediqué ni un pensamiento al futuro, excepto al de anticipar mi éxito con el abogado.

»Este hombre de mundo, de rostro rosado y rasgos afectados, me recibió cortés, o más aún, amablemente. Escuchó con suficiencia mis protestas, aunque apenas prestó atención a las lágrimas de Mary. Yo no sospechaba entonces que mi elocuencia residiese en mi figura —el rubor de los diecisiete años— ni que, en un mundo donde el trato humano a las mujeres es lo que caracteriza a las civilizaciones avanzadas, la belleza de una muchacha resultase mucho más interesante que el infortunio de una mujer mayor. Mientras me apretaba la mano, me prometió dejar que Peggy permaneciera en la casa tanto tiempo como yo desease. Yo le respondí apretando la suya con más fuerza si cabe, tan agradecida y feliz me sentía. Envalentonado por mi inocente entusiasmo, me besó, y no retrocedí, pues lo tomé por un beso de caridad.

»Más contenta que unas pascuas, fui a cenar a casa del señor Venables. Había obtenido previamente de mi padre cinco chelines para comprar ropa nueva a los niños pobres a quienes cuidaba, y convencí a mi madre para que me dejase llevar a una de las niñas a casa, a la que decidí enseñar a leer y trabajar.

»Tras la cena, cuando los comensales más jóvenes se retiraron a la sala de música, relaté apasionadamente mi historia, es decir, hablé de la desgracia de Peggy sin mencionar los pasos que había dado para socorrerla. La señora Venables me dio media corona y el heredero cinco chelines, pero George permaneció sentado sin moverse. Esta cruel decepción me dolió tan profundamente que apenas pude permanecer en mi silla. De haber podido salir de la habitación, habría vuelto corriendo a casa, como huyendo de mí misma. Tras varios intentos en vano por levantarme, apoyé la cabeza contra la repisa de mármol de la chimenea y, con la mirada fija en las plantas que adornaban el salón, reflexioné sobre la vanidad de las esperanzas humanas sin preocuparme de mis acompañantes. Me apartó de esta reflexión un ligero toque en el hombro desde detrás de la silla de Charlotte. Volví la cabeza, y George deslizó en el interior de mi mano una guinea mientras se llevaba el dedo a los labios para ordenarme silencio.

»¡Qué revolución se produjo, no solo en mis reflexiones, sino también en mis sentimientos! Me estremecí de emoción. En ese momento sentí que estaba enamorada. ¡Y qué delicadeza la suya, que aumentaba aún más su caridad! Me palpaba el bolsillo cada cinco minutos, no más que para sentir la guinea, y ese mágico contacto invistió a mi héroe de algo más que belleza mundana. Mi imaginación había encontrado un pilar sobre el que erigir su modelo de perfección, y rápidamente se puso a trabajar con la alegre credulidad de la juventud para deducir que ese corazón, que solo había seguido un impulso virtuoso, estaba consagrado a la virtud. La amarga experiencia que me enseñó cuán distintos son los principios de la virtud respecto a los sentimientos casuales que los originan aún estaba por llegar.

CAPÍTULO VIII

»Tal vez me haya detenido demasiado en una circunstancia que solo es importante por cuanto supone el inicio de una decepción que ha resultado fatal para mi sosiego. Dicha circunstancia tiene que ver con una pobre muchacha a la que, intentando ayudar, llevé a la ruina. Sin embargo es probable que yo no fuese del todo víctima del error y que tu padre, cada vez más versado en el mundo, no se convirtiese enseguida en eso que no me atrevo a llamarle por respeto a mi hija. Pero, para pasar rápidamente a las escenas más turbulentas de mi vida, te diré que el señor Venables y mi madre murieron el mismo verano, y tan pendiente estaba yo de cuidarla, que apenas pensaba en otra cosa. El desinterés de su hijo predilecto, mi hermano Robert, afectó gravemente a su debilitada mente, pues, aunque puede que a los chicos se les considere los pilares de una casa sin puertas, las muchachas son a menudo los únicos consuelos que hay dentro. Las hijas arruinan con frecuencia su salud y su humor cuidando de un padre moribundo que las deja en una relativa pobreza. Tras cerrar con piedad filial los ojos de su padre, se las echa de la casa paterna con el fin de dejar sitio al primogénito, quien debe perpetuar el apellido familiar. Aunque, ocupado en sus propios placeres, el hijo mayor rara vez intenta saldar, en el ocaso de la vida de sus padres, la deuda contraída en su niñez. La conducta de mi madre me llevó a hacer estas reflexiones. Pese a la gran fatiga que soportaba y al cariño que traslucía mi incesante solicitud, de los cuales mi madre parecía plenamente consciente, cuando mi hermano —a quien yo apenas podía convencer para que permaneciese un cuarto de hora en la habitación de nuestra madre— se quedó a solas con ella, poco antes de su muerte, ella le dio un pequeño cofre con dinero que había ido ahorrando durante años.

»Durante la enfermedad de mi madre me vi obligada a lidiar con el mal humor de mi padre que, por el carácter prolongado de la dolencia de su mujer, empezó a imaginar que era un producto de su fantasía. Por esta época, una astuta criada de más rango atrajo la atención de mi padre, y los vecinos comenzaron a hablar de las joyas y ropas, obtenidas de modo no muy honesto, que aquella exhibía en el servicio de noche. Pero yo estaba demasiado ocupada con mi madre para observar cualquier cambio en su forma de vestir o comportarse, o escuchar las murmuraciones que hablaban de un escándalo.

»No me explayaré en la escena de mi madre en su lecho de muerte, aun cuando su recuerdo siga tan vivo, ni en la emoción que me produjo su fría mano cuando me apretó por última vez. Al bendecirme, añadió: “¡Un poco de paciencia y todo habrá acabado!”. ¡Ay, mi niña!, cuántas veces esas palabras han resonado tristemente en mis oídos y he exclamado: “¡Un poco de paciencia, y yo también descansaré!”.

»Mi padre quedó muy afectado por su muerte, recordó los momentos en que no había sido bueno con ella y lloró como un niño.

 

»Mi madre había recomendado solemnemente que mis hermanas quedasen a mi cuidado y me mandó ser una madre para ellas. Mi amor por mis hermanas aumentó a medida que crecía su desamparo, pues durante la enfermedad de mi madre descubrí que mi padre estaba arruinado y que solo había logrado salvar las apariencias gracias al dinero que le pedía prestado a mi tío. El dolor de mi padre disminuyó rápidamente (así como la consiguiente ternura hacia sus hijos), con lo que la casa se hizo aún más lóbrega y caótica. Yo me refugiaba del desconsuelo en casa del señor Venables, donde el joven abogado había ocupado el lugar de su padre y dejaba a su hermana, por el momento, presidir la mesa. George, aunque insatisfecho con su parte de la fortuna, que hasta hacía poco se había invertido íntegramente en el comercio, visitaba a la familia como de costumbre. Su mente estaba llena de especulaciones comerciales, y la preocupación empezó a ensombrecer su frente. Su interés por mí parecía haber disminuido cuando la presencia de mi tío produjo un nuevo cambio en su comportamiento. Yo era demasiado confiada, demasiado desinteresada, para intentar averiguar el origen de esos cambios.

»Mi casa se me hacía más y más desagradable cada día. Mi libertad se restringió innecesariamente y me quitaron mis libros con el pretexto de que me hacían indolente. La amante de mi padre quedó embarazada y él, que la idolatraba, toleraba o hacía la vista gorda a su burda manera de tiranizarnos. Yo me indignaba, especialmente cuando percibí sus intentos de atraer —¿o debería decir seducir?— a mi hermano menor. La sociedad convierte a las mujeres en monstruos, al no permitirles más que una única vía de ascenso (incitar el libertinaje de los hombres), y entonces sus vicios innobles se presentan como prueba de su inferioridad intelectual.

»Apenas puede describirse la situación tan penosa en la que me encontraba. Aunque mi vida no había transcurrido en la mejor sintonía con mi madre, era el paraíso en comparación con la que estaba destinada a soportar con la amante de mi padre, celosa de su ilegítima autoridad. La anterior ternura ocasional de mi padre, pese a su fuerte temperamento, había sido un consuelo para mí, pero ahora solo me dirigía reproches o miradas de desaprobación. El ama de llaves, como se la llamó a partir de entonces, era la vulgar déspota de la familia y, asumiendo el nuevo rol de dama elegante, nunca pudo perdonar el desprecio que a veces se reflejaba en mi rostro cuando pronunciaba de manera rimbombante en su mal inglés o cuando fingía estar bien educada.

»Me atreví a abrirle mi corazón a mi tío que, con su acostumbrada generosidad, empezó a pensar de qué manera podría sacarme de mi triste situación. A pesar de su decepción, o más probablemente, movido por los sentimientos que habían quedado petrificados, mas no enfriados, en todo su ímpetu, como un torrente de ardiente lava precipitándose hacia el mar, pensó en un matrimonio de mutuo consentimiento —si los envidiosos astros lo permitían— como la única oportunidad de ser feliz en este mundo aciago. George Venables tenía reputación de prestar mucha atención a sus negocios, y el ejemplo de mi padre hacía que esta circunstancia tuviera una gran importancia, pues imaginaba que los hábitos de orden en los negocios se extenderían a la regulación de los sentimientos en la vida doméstica. George rara vez hablaba en presencia de mi tío, excepto para hacer alguna pregunta breve y juiciosa o alguna observación pertinente, con la deferencia debida a un entendimiento superior. De modo que mi tío pocas veces se marchaba sin comentar que aquel joven albergaba más cosas de las que la gente suponía.

»No era el único que pensaba así. No obstante, créeme —y en esto no me ciega el resentimiento—, esas intervenciones tan ponderadas, esa silenciosa deferencia, cuando el ánimo impetuoso de otros jóvenes parecía estar en ebullición, no eran resultado de la inteligencia ni de la humildad, sino pura aridez mental y falta de imaginación. Un potro de temperamento ambicioso se encabritará y demostrará sus aptitudes. Sí, mi querida niña, esos jóvenes carecen del fuego necesario para desarrollar sus aptitudes, y se los considera sabios únicamente porque no son estúpidos. Es cierto que yo de ningún modo sentía tanta predilección por George como durante el primer año de conocernos. Sin embargo, comoquiera que a menudo nuestras opiniones coincidían y sus sentimientos me recordaban en cierto modo a los míos, escuché complacida la propuesta de mi tío, aunque pensaba más en alcanzar mi libertad que en mi enamorado. Cuando George, aparentemente deseoso de hacerme feliz, me apremió para abandonar mi dolorosa situación, mi corazón se colmó de gratitud. Yo ignoraba que mi tío le había prometido cinco mil libras.

»Si este hombre verdaderamente generoso me hubiese mencionado su intención, yo habría insistido en que se asignasen mil libras a cada una de mis hermanas. George lo habría impugnado, yo me hubiera dado cuenta de su alma egoísta y, ¡Dios misericordioso!, me habría ahorrado el dolor de descubrir demasiado tarde que estaba atada a un miserable sin corazón ni principios. Todos mis planes de ser útil a los demás no se habrían malogrado. La ternura de mi corazón no habría excitado mi fantasía con visiones de la inefable dicha de un amor feliz, ni se habría truncado tan cruelmente el dulce deber de una madre. Mas no he de permitir que el vano remordimiento socave la fuerza que tanto me ha costado adquirir. Antes de pasar a describirte las turbias aguas en las que tuve que adentrarme, permíteme proclamar exultante que todo aquello pasó y que mi alma ya no le guarda ningún afecto. Él cortó el nudo gordiano que mis principios —unos principios equivocados— respetaban. Él disolvió el lazo, o mejor, las cadenas, que me roían las entrañas, y eso debería alegrarme, consciente como soy de que mi mente es de nuevo libre, aunque esté encerrada en el mismo infierno, único lugar que la fantasía puede imaginar más espantoso que mi morada actual.

»Estas emociones tan cambiantes no me dejarán proseguir. Lanzo suspiro tras suspiro y, pese a ello, mi corazón sigue sufriendo. ¿Qué me tiene reservado el destino? ¿Por qué no nací hombre, o, simplemente, por qué nací?

CAPÍTULO IX

»Retomo la pluma para escapar de mis pensamientos. Me casé, y al poco nos trasladamos a Londres. Yo me había propuesto llevarme conmigo a una de mis hermanas, pues uno de los principales motivos para contraer matrimonio era el deseo de tener un hogar en el que poder acogerlas, ahora que el suyo se había vuelto tan incómodo que no merecía ese apelativo tan gozoso. George hizo una objeción —que parecía sincera— a que una de ellas me acompañase y, contra mi voluntad, accedí. Sin embargo, era libre de llevarme conmigo a Molly, la hija de la pobre Peggy. Londres y el ascenso social son ideas que por lo general van asociadas en el campo, y Molly, más radiante que un sol, se despidió de su madre con lágrimas en los ojos. Yo ni siquiera me sentí herida porque no se me permitiese llevar a mi hermana hasta que, al enterarme de lo que mi tío había hecho por mí, cometí la ingenuidad de pedir a mi marido, mientras le hacía un relato apasionado de cuál era la situación de mis hermanas, que les diese mil libras a cada una, lo cual me parecía simplemente de justicia. Él, dándome un beso, me preguntó si había perdido el juicio. Retrocedí como si hubiese encontrado una avispa en un rosal. Protesté, él hizo un gesto de desprecio y el demonio de la discordia entró en nuestro paraíso para envenenar con su pestífero aliento cualquier incipiente alegría.