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100 Clásicos de la Literatura

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El dolor que sentí por la conmoción que me produjo esa noticia, que en un principio no contenía ni la más leve sombra de egoísmo, fue visto con desprecio, y se me ordenó empaquetar mi ropa. Me despojaron de algunas baratijas y libros que el generoso difunto me había regalado, mientras el matrimonio rogaba piadosamente, sacudiendo la cabeza en actitud reprobatoria, «¡Que Dios tuviese misericordia de su alma pecadora!». No sin dificultad, obtuve los atrasos de mi salario, pero cuando pedí (tal es la consecuencia demoledora de la pobreza y la infamia) una carta de recomendación —que bien sabe Dios merecía— dando fe de mi honestidad y carácter ahorrador, esa mujer (¿acaso debo llamarla así?) me dijo «que iba en contra de su conciencia el recomendar a una mantenida». De mis ojos brotaron lágrimas, lágrimas que quemaban, pues hay situaciones en las que un infeliz es humillado por un desprecio que es consciente de no merecer.

Volví a la ciudad, pero la soledad en un mísero hospedaje resultaba inconcebiblemente triste después de la compañía de la que había disfrutado. Privada del placer de la conversación, ahora que había aprendido a paladearlo, vagaba como un fantasma entre los vivos. Además, para agravar la dureza de mi destino, veía que mi escasa renta no tardaría en esfumarse. Intenté trabajar como costurera pero, no habiéndome enseñado nadie durante mi niñez y estando mis manos encallecidas por el duro trabajo, no destacaba lo suficiente para que me contratasen en las sastrerías cuando había tantas aspirantes mejor cualificadas. La falta de una carta de recomendación me impedía conseguir algún puesto, pues, pese a lo fastidiosa que me había resultado la servidumbre, hubiera hecho otro intento, de haber sido factible. No me disgustaba el trabajo, sino la desigualdad a la que debía someterme. Había adquirido el gusto por la literatura durante los cinco años que había pasado con un escritor, y había conversado de vez en cuando con algunos de los hombres más preclaros de la época. Es fácil imaginar la infelicidad que me supondría descender ahora a la más ramplona vulgaridad. Ciertamente, no había disfrutado de los encantos del amor, pero me había familiarizado con las gracias de la humanidad.

Uno de los caballeros en cuya compañía había cenado con frecuencia cuando se me trataba como a una igual, me encontró en la calle y se interesó por mi salud. Aproveché la ocasión y comencé a describirle mi situación, pero él llevaba prisa, pues había quedado para cenar con un selecto grupo de espíritus elegidos; así que, sin quedarse a escuchar mi relato, puso una guinea en mi mano con impaciencia mientras decía que «era una lástima que una mujer tan inteligente se hallara en apuros, y que me deseaba lo mejor desde el fondo de su alma».

A otro de ellos le escribí exponiéndole mi caso y pidiéndole consejo. Era un defensor de la más franca sinceridad, y a menudo en mi presencia había disertado largamente sobre los males que surgen en la sociedad por el despotismo económico y de clase. En respuesta, recibí una larga disertación sobre el poder de la mente humana, con constantes alusiones a su propia fuerza de carácter. Añadió que la mujer que era capaz de escribir una carta como la que yo le había enviado nunca podría estar en una situación de necesidad si mirase en su interior y pusiera en práctica sus facultades. La miseria era resultado de la indolencia y, en cuanto al hecho de hallarme excluida de la sociedad, era el destino del hombre el someterse a ciertas privaciones.

¿Cuántas veces —dijo Jemima interrumpiendo su relato— he oído en una conversación o leído en un libro que cualquier persona dispuesta a trabajar puede encontrar un empleo? Creo que es una afirmación un tanto equivocada cuando se refiere a los hombres, pero, en lo que respecta a las mujeres, estoy convencida de su falsedad, a menos que acepten los empleos más ínfimos, y aún así la posibilidad de que las contraten para los trabajos más duros está fuera del alcance de muchas, cuya reputación ha quedado manchada por su mala fortuna o su inconsciencia. Cómo los escritores, que dicen ser amantes de la libertad y del progreso moral, pueden afirmar que la pobreza no es un mal es algo que no me puedo explicar.

—Ni yo —interrumpió María—. Aún así, se puede disertar largamente sobre la peculiar felicidad de la indigencia, aunque, en qué pueda consistir esta cuando un hombre apenas puede ganar lo justo para subsistir, si no es en el descanso que se concede a las bestias de carga, es algo que no puedo imaginar. La mente se encuentra necesariamente aprisionada en su pequeño y particular habitáculo y, ocupada enteramente en mantenerlo en buenas condiciones, no tiene tiempo de buscar fuera los incentivos para mejorar. Se esgrime el libro de la sabiduría contra aquellos que deben elegir entre cumplir su tarea diaria de duro trabajo o morir, y la curiosidad, rara vez avivada por el pensamiento o la información, casi nunca se agita en las ciénagas de la ignorancia.

—Hasta donde he podido observar —respondió Jemima—, los pobres mantienen con gran obstinación los prejuicios que se adquieren de modo casual, hasta el punto de excluir cualquier mejora. No tienen tiempo de razonar ni reflexionar sobre ningún aspecto, ni sus mentes han sido lo suficientemente ejercitadas como para comprender los principios que han de regir sus actos y que quizá constituyen la única base para la felicidad de cualquier estado social.

—Y la independencia —dijo Darnford— es algo a lo que son necesariamente ajenos, incluso a la independencia de despreciar a sus enemigos. Si los pobres son felices, o pueden serlo, las cosas están bien como están, y no puedo concebir sobre qué principio discuten (para propiciar un cambio de sistema) los escritores que sostienen tal opinión. Los autores que ven la cuestión desde el otro lado y dan la infelicidad por sentado son mucho más coherentes. No obstante, al insistir en que el destino de la mayoría es ser oprimidos en esta vida, prometen otra existencia para rectificar las desigualdades de esta, como el único medio de justificar los designios de la Providencia. No tengo —prosiguió Darnford— una opinión más firmemente asentada en mi mente por la observación que la siguiente: aunque a veces las riquezas pueden no dar la felicidad, la pobreza la excluye en la mayoría de los casos, pues cierra las puertas a cualquier progreso.

—Y en cuanto a los sentimientos —añadió María con un suspiro—, ¡cuán groseros e incluso mortificantes se vuelven si no están regulados por una mente que los eduque! En mi opinión, la sabiduría del corazón siempre avanza a la par que la de la mente. Pero —dijo, dirigiéndose a Jemima— os ruego prosigáis, aunque vuestro relato suscita las más dolorosas reflexiones sobre el estado actual de la sociedad.

—Para no importunaros —prosiguió aquella— con una descripción detallada de todos los sentimientos dolorosos que resultaron de mis inútiles esfuerzos, solo os diré que finalmente logré una recomendación para lavar en casa de unas pocas familias que me hicieron el favor de admitirme en su hogar sin el más estricto de los interrogatorios. Trabajaba desde la una de la mañana a las ocho de la tarde por dieciocho o veinte peniques al día. No hará falta comentar nada sobre la felicidad que puede alcanzarse sobre un balde de lavado.

No obstante, me permitiréis señalar que esa situación tan penosa es exclusiva de mi sexo. Un hombre con la mitad de mi diligencia y —puedo decirlo— de mis aptitudes podía haberse procurado un sustento digno desempeñando algunas de las tareas que permiten integrarse en la comunidad, mientras que yo, que había adquirido el gusto por los placeres intelectuales, más aún —permitidme afirmarlo con sincero orgullo—, por los placeres virtuosos de la vida, era relegada junto a la escoria de la sociedad. Condenada a faenar como una máquina, únicamente para ganarme el pan, y aun eso a duras penas, me invadieron la melancolía y la desesperación.

Debo mencionaros ahora una circunstancia que me llena de remordimiento y que temo me privará por entero de vuestra estima. A menudo me visitaba un tendero que me había tomado afecto. Terminé teniendo tanto poder sobre él que me ofreció llevarme a su casa. Considerad, querida señora, que estaba famélica, ¡no es de extrañar que me convirtiese en una loba! La única razón para no llevarme a su casa de inmediato era por tener allí a una chica embarazada de él, y yo le aconsejé —¡sí, lo hice, ojalá pudiera olvidarlo!— que la echase. Una noche tomó la decisión de seguir mi consejo. ¡Pobre infeliz! Cayó al suelo de rodillas, le recordó que le había prometido matrimonio, que sus padres eran honestos. ¿De qué sirvió? Fue arrojada a la calle.

Se acercó a la casa de su padre, en las afueras de Londres, se puso a escuchar tras la ventana, pero no llamó a la puerta. Un sereno la había visto ir y volver varias veces. ¡Pobre infeliz! El remordimiento del que había hablado Jemima parecía clavársele en el alma mientras proseguía. Se marchó de allí y, acercándose a un pilón donde abrevaban a los caballos, se sentó dentro y, con desesperada determinación, permaneció así hasta que esta ya no le hizo falta.

Dio la casualidad de que aquella mañana yo salía a trabajar, imaginando el día en que me libraría de esa labor tan penosa. Pasaba por allí justo en el momento en que algunos hombres, de camino al trabajo, sacaban el rígido y frío cadáver. ¡Permitidme que no recuerde ese horrible momento! Reconocí su pálido rostro, escuché el relato de los testigos, y no se me desgarró el corazón. Pensaba en mi propia situación, y me pregunté cómo podía ser tan pérfida. Trabajé duro y, de regreso a casa, me atacó la fiebre. Sufría tanto mi cuerpo como mi mente. Decidí no vivir con aquel desdichado, pero él no preguntó por qué. Abandonó el vecindario y yo volví a la pila de lavado.

Pero esta situación, aun siendo tan penosa, aún podía empeorar. Cierto día, al levantar una pesada carga, un balde me golpeó la espinilla causándome un gran dolor. No le di mucha importancia hasta que se convirtió en una lesión importante, estando como estaba obligada a trabajar o morir de hambre. Pero cuando no pude tenerme en pie por más tiempo, pensé en acudir a un hospital. Parecería que los hospitales (pues son inhóspitas moradas para los enfermos) se crearon expresamente para atender a los desamparados; sin embargo, yo, que en razón de ese mismo argumento tenía derecho a recibir asistencia, carecía de la recomendación de los ricos y respetables, y pasé varias semanas luchando por ser admitida. Pedían dinero por ingresar y, lo que era aún menos razonable, una señal por mi entierro, al no incluirse ese gasto en el reglamento de la sociedad benéfica. Una guinea era la cantidad estipulada —aunque lo mismo me daría haber reunido un millón—, y temía solicitarle a la parroquia una orden, no fuera que me enviaran Dios sabe dónde. La pobre mujer en cuya casa me alojaba se compadeció de mi situación y me ingresó en el hospital. La familia en cuya casa sufrí el accidente me envió cinco chelines, de los que tuve que entregar tres con seis en el momento de mi admisión, no sé bien para qué.

 

Mi pierna mejoró rápidamente, pero me echaron antes de completar mi cura, pues no podía permitirme pagar para que me lavasen la ropa a fin de, como dijo una malvada enfermera, ofrecer un aspecto decente cuando viniesen los caballeros (los cirujanos).

No puedo haceros un retrato aproximado de cuán mísero es un hospital: todo se deja en manos de gente cuya única preocupación es obtener ganancias. Las enfermeras parecen haber perdido todo sentimiento de compasión en el apresurado desempeño de su cargo. La muerte les es tan familiar que no sienten afán alguno por evitarla. Todo parecía dirigido a satisfacer las necesidades de los médicos y de sus alumnos, que venían a experimentar con los pobres para beneficio de los ricos. Uno de los médicos, no debo olvidar mencionarlo, me dio media corona y me mandó a por vino cuando yo estaba en el punto de mayor decaimiento. Pensé contarle mi caso a la jefa de enfermeras —tan señorita ella—, pero su severa expresión me contuvo. Esta se dignaba ver a los pacientes y hacerles preguntas generales dos o tres veces por semana, pero las enfermeras sabían la hora a la que daba comienzo la visita de rigor, y todo estaba como debía estar.

Después de que me echasen, estaba más desesperada por encontrar un modo de subsistencia que nunca y, para no fatigaros con una repetición de las mismas tentativas infructuosas, incapaz ya de mantenerme de pie junto a la pila de lavar, empecé a considerar a ricos y pobres como enemigos naturales y me convertí en una ladrona por principios. No podía dejar de razonar, pero odiaba a la humanidad. Me despreciaba a mí misma y, no obstante, justificaba mi conducta. Me cogieron, juzgaron y condenaron a seis meses de internamiento en un correccional. Mi alma retrocede horrorizada ante el recuerdo de los insultos que tuve que soportar hasta que, estigmatizada por la vergüenza, me soltaron en la calle sin un solo penique. Vagué de calle en calle hasta que, exhausta por el hambre y la fatiga, me desmayé ante una puerta donde en vano había pedido un bocado de pan. El hombre que allí vivía me envió al asilo de pobres al que antes me había mandado ir con brusquedad, diciendo que «pagaba lo suficiente en conciencia a los pobres», cuando, con la lengua seca, imploré su caridad. Si las personas bienintencionadas que imprecan a los mendigos conociesen el trato que reciben los pobres en muchos de estos horribles asilos, no reprimirían con tanta facilidad la espontánea compasión diciéndoles que tienen parroquias adonde ir, ni se extrañarían de que a los pobres les horrorice franquear esos lóbregos muros. ¿Qué son por lo general los asilos sino prisiones en las que muchos ancianos respetables, consumidos por el trabajo inhumano, se hunden tristemente en la tumba, adonde los llevan como a perros?

Alarmada por algún ruido, Jemima se levantó rápidamente para escuchar y María, volviéndose hacia Darnford, dijo:

—Ciertamente no podría expresar la impresión que me causó toparme con el funeral de un indigente. Un ataúd llevado a hombros por tres o cuatro desdichados de aspecto enfermizo, a los que la imaginación podría fácilmente convertir en una banda de asesinos apresurándose a esconder el cadáver y a disputarse el botín en el camino. Sé que no tiene demasiada importancia el modo en que nos entierran, pero no puedo evitar compadecerme de esta brutal insensibilidad, que ni siquiera se da en los animales de la creación, y advertir el modo lamentable y desamparado en que morían esos infelices.

—Cierto —respondió Darnford—, pues los ricos nunca podrán hacer alardes de caridad hasta que quieran donar algo más que una parte de su riqueza, hasta que den su tiempo y su atención a las necesidades de los afligidos. Que abran sus corazones, y no sus carteras, y empleen sus mentes en ayudar a los pobres si verdaderamente los mueve la humanidad, o las instituciones benéficas serán siempre víctimas de bribones de la peor calaña.

Una vez de vuelta, Jemima parecía tener prisa por terminar su relato.

—El capataz arrendaba a los pobres de distintas parroquias, y de las entrañas de la pobreza sacó el dinero con el que compró esta mansión para convertirla en un manicomio. Él había trabajado de guardián en un asilo de las mismas características y pensó que podía ganar dinero con mucha más facilidad en su antigua ocupación. Es un (¿habré de decirlo?) astuto bellaco.

Vio cierta resolución en mi carácter y me propuso llevarme con él y enseñarme cómo tratar a las mentes perturbadas que pretendía dejar a mi cuidado. La oferta de cuarenta libras al año y salir del hospicio no era como para despreciarla, aunque a ella se añadiera la condición de cerrar los ojos y endurecer el corazón.

Accedí a acompañarlo, y durante cuatro años he sido la cuidadora de muchos infelices y —dijo en voz más baja— testigo de muchas barbaridades. En soledad, mi mente parecía recobrar fuerzas, y muchos de los sentimientos que experimenté en el único periodo soportable de mi vida regresaban con toda intensidad. Aun así, ¿qué me inducía a ser la salvadora de los afligidos? ¿Quién arriesgó nunca nada por mí? ¿Quién me trató alguna vez como a una igual?

María cogió su mano y Jemima, más abrumada por la bondad de lo que nunca lo había estado por la crueldad, salió apresuradamente de la habitación para ocultar su emoción.

Darnford oyó poco después su llamada y, despidiéndose de él, María le prometió satisfacer su curiosidad con respecto a ella a la primera oportunidad.

CAPÍTULO VI

Vivo como estaba el amor en el corazón de María, la historia que acababa de oír hizo que sus pensamientos fueran más allá. Los brotes de esperanza se cerraron, como si hubiesen florecido antes de tiempo, y el día más feliz de su vida quedó ensombrecido por las más melancólicas reflexiones. Los pensamientos sobre el destino de Jemima y sobre el suyo propio la llevaron a considerar la opresión que sufrían las mujeres y a lamentar haber dado a luz a una hija. El sueño se borraba de sus párpados mientras discurría sobre el drama de la infancia desprotegida, hasta que la compasión por Jemima se trasformó en angustia cuando pensó que su pequeña probablemente se hallase en la misma situación que ella había descrito de forma tan descarnada.

María no podía dejar de pensar en esto. El frío hielo que Jemima hubo de soportar al entrar en esta vida había entumecido, más que congelado, su humanidad. Por lo tanto, un llamamiento a sus sentimientos sobre este punto tan delicado seguramente no sería infructuoso. María comenzó a imaginar la alegría que le supondría obtener alguna información sobre su pequeña. Este plan constituía ahora el único tema de preocupación, y esperó impaciente el amanecer con esa firme determinación que generalmente garantiza el éxito.

A la hora habitual, Jemima le trajo el desayuno y una afectuosa nota de Darnford. Sus ojos acudieron presurosos a leerla, y guardó en su corazón la emoción que la certeza de un nuevo amor, como el que ella deseaba inspirar, le producía, sin distraerla ni por un momento de sus planes. Mientras Jemima esperaba para retirar el desayuno, María aludió a los pensamientos que la habían atormentado durante toda la noche hasta el punto de impedirle conciliar el sueño. Habló con pasión de los sufrimientos inmerecidos de Jemima y de la suerte de tantas mujeres abandonadas y forzadas a caer en un torbellino del que después era imposible escapar. Percibiendo el efecto que sus palabras produjeron en el rostro de su guardiana, cogió del brazo a Jemima con esa irresistible calidez que vence cualquier rechazo, mientras exclamaba:

—Con vuestro corazón y una experiencia tan terrible, ¿cómo podéis contribuir a privar a mi niña del cuidado y el amor de una madre? ¡En nombre de Dios, ayudadme a salvarla de la destrucción! ¡Dejadme tan solo procurarle una educación, dejadme preparar su cuerpo y su mente para afrontar los males que aguardan a las de su sexo y le enseñaré a consideraros como su segunda madre y a convertirse en el báculo de vuestra vejez! Sí, Jemima, ¡miradme, observadme de cerca y leed en mi alma! Vos merecéis una suerte mejor —María tendió su mano con un firme gesto de convencimiento—, y yo os la procuraré en prueba de mi estima y gratitud.

Jemima no tuvo fuerzas para resistir este aluvión de sinceridad y, mientras confesó a María que la casa en la que estaba recluida se encontraba a orillas del Támesis —tan solo a unas pocas millas de Londres y no en la costa, como había supuesto Darnford—, prometió inventar alguna excusa para ausentarse y enterarse de la situación y el estado de salud de esa hija abandonada. En su gesto se adivinaba la intención de hacer algo más, pero no parecía dispuesta a comunicar su plan. María, contenta de haber logrado su objetivo principal, pensó que lo mejor sería dejarla con sus propias cavilaciones, convencida de poder interesarla aún más por ella misma y por su hija mediante un simple relato de los hechos.

Al atardecer, Jemima informó a la impaciente madre de que al día siguiente saldría a toda prisa hacia la ciudad antes de que nadie se levantase y obtendría toda la información necesaria y útil para su investigación. El «buenas noches» que susurró María fue particularmente sincero y afectuoso. En su mirada centelleaba una alegre expectación y por primera vez desde su detención pronunció el nombre de su pequeña con deleitoso cariño. Con la locuacidad de una nodriza, describió su primera sonrisa cuando reconoció a su madre. Al recordar su situación, un «adiós» más cariñoso aún, junto con un «Dios os bendiga» que parecía incluir una bendición maternal, despidieron a Jemima.

La monótona soledad del día siguiente, que se hizo más largo por las impacientes cábalas en torno a la misma idea, fue insoportablemente fatigosa. Escuchaba el tic-tac de un reloj que ciertas ráfagas de viento le permitían distinguir con claridad, se fijaba en las sombras que avanzaban sobre la pared y, cuando el crepúsculo iba haciéndose más denso hasta convertirse en noche cerrada, parecía faltarle el aliento mientras, ansiosa, contaba las nueve campanadas. La última fue como un golpe para su corazón desdichado, pues a cada momento esperaba, al no ver a Jemima, que la brutal mujer que la sustituía apagase la luz. Incluso se vio obligada, a pesar de su desvelo, a disponerse a dormir por no desobedecer a su nueva vigilante. Se le había advertido que no le hablase con demasiada libertad, mas la advertencia era innecesaria, pues su expresión habría bastado para acobardarla. Tal era la ferocidad de su gesto, patente en cada palabra y ademán de aquella bruja, que María no se atrevió a preguntar por qué Jemima, que había prometido ir a verla antes de que cerrasen su puerta por la noche, no había venido. Cuando la llave giró en la cerradura, sintió un grado de angustia que las circunstancias apenas justificaban.

En permanente estado de alerta, el sonido de una puerta al cerrarse o de una pisada la hacían sobresaltarse y temblar de miedo, algo semejante a lo que sintió al entrar en la casa cuando, mientras la arrastraban por la galería, comenzó a dudar si no estaría rodeada de demonios.

Exhausta por una interminable sucesión de pensamientos y bruscos sobresaltos, parecía un espectro cuando Jemima entró por la mañana, especialmente cuando sus ojos desencajados intentaron leer en el rostro de su guardiana, casi tan pálido como el suyo, la información que no se atrevía a preguntar. Jemima dejó la bandeja con el té y fingió estar muy ocupada arreglando la mesa. María levantó una taza con mano temblorosa, reunió fuerzas y, conteniendo las convulsiones en los músculos de su cara, dijo:

 

—Ahorraos el esfuerzo de prepararme para oír lo que habéis averiguado, os lo suplico. ¡Mi niña ha muerto!

—Sí —respondió Jemima con gravedad, y su mirada expresaba rabia y compasión.

—¡Dejadme! —añadió María, haciendo un nuevo esfuerzo por dominar sus sentimientos y escondiendo el rostro en su pañuelo para ocultar su angustia—. ¡Es suficiente, sé que mi pequeña ha dejado de existir! Escucharé los pormenores cuando me encuentre… —pero no alcanzó a decir «más calmada». Jemima, sin importunarla con vanos intentos por consolarla, salió de la habitación.

Sumida en la más profunda melancolía, no admitía visitas de Darnford. Tal es la fuerza de los prejuicios, aun en las mentes más firmes, que durante un tiempo cayó en la superstición de pensar que había sido justamente castigada con la muerte de su hija por haber dejado por un momento de lamentar su ausencia. Dos o tres cartas de Darnford, llenas de una ternura varonil y confortadora, solo consiguieron intensificar esos sentimientos de culpabilidad. No obstante, el estilo apasionado en el que expresaba lo que llamaba «el primer y más ferviente deseo de su corazón» —que su afecto pudiese enmendar en algo la crueldad e injusticia que había padecido— inspiró a María un sentimiento de gratitud. Sus ojos se llenaron de dulces lágrimas cuando, al final de su carta, él, con el deseo de suplir el lugar de sus indignos familiares, cuya falta de principios le parecía execrable, le aseguraba, llamándola su «querida niña», «que en lo sucesivo su objetivo principal en la vida sería hacerla feliz».

En una nota enviada a la mañana siguiente, le rogaba le permitiese verla cuando su presencia no supusiera una intrusión en su dolor. Con tanto afán insistió en que le dejase visitarla, según su promesa, para aliviar los tediosos momentos de ausencia reflexionando sobre su vida pasada, que ella le envió las memorias que había escrito para su hija, al tiempo que prometió a Jemima que se las dejaría leer en cuanto él las devolviese.

CAPÍTULO VII

«Al dedicarte estas memorias, mi niña, sin saber si alguna vez tendré la oportunidad de educarte, de mi corazón saldrán muchas observaciones que solo una madre —una madre acostumbrada al dolor— podría hacer.

»La ternura de un padre conocedor del mundo quizá fuese grande, pero ¿podría igualar a la de una madre, una madre que sufre parte de la condena que la constitución social parece haber impuesto a todo su género? Solo una madre así, mi niña, mi queridísima hija, se atreverá a romper cualquier restricción para permitirte alcanzar la felicidad y se enfrentará voluntariamente a la censura para alejar el dolor de tu corazón. De mi relato, querida niña, quizá obtengas la instrucción, el consejo, pensado más para ejercitar tu mente que para influir sobre ella. Puede que la muerte me aparte de ti antes de que puedas sopesar mis advertencias o analizar mis razonamientos. Yo te guiaría entonces con amoroso desvelo para que muy pronto en la vida te forjaras el criterio básico que rigiese tus actos: el criterio que te librase de lamentarte en vano si, víctima de la indecisión, dejaras pasar la marea de la vida sin mejorarla ni disfrutarla. Adquiere experiencia —¡ay, adquiérela!— mientras valga la pena tenerla, y obtén la suficiente fortaleza para buscar tu propia felicidad; eso incluye tu provecho, por una vía directa. ¿Qué es demasiado a menudo la sabiduría, sino la lechuza de la diosa, que, abatida, se posa sobre un corazón desdichado?

Ella chilla a mi alrededor, pero yo invitaría a todas las vistosas currucas de la primavera a anidar en tu pecho floreciente. Si, cuando dejé de dudar sobre cómo debería haber actuado, no hubiera desperdiciado años enteros cavilando, puede que ahora fuese útil y feliz. Por mi bien —y advertida por mi ejemplo— muéstrate siempre como eres y no pasarás por la vida sin disfrutar de sus auténticas bendiciones: el amor y el respeto.

»Nacida en una de las regiones más románticas de Inglaterra, un amor apasionado por los diversos encantos de la Naturaleza es el primer sentimiento que recuerdo o, más bien, la primera idea placentera que ocupó y forjó mi imaginación. Mi padre había sido capitán de un buque de guerra, pero, descontento con el ejército por el ascenso de hombres cuyo mérito principal eran sus contactos familiares o sus intereses en el municipio, se retiró al campo. Sin saber qué hacer con su vida, contrajo matrimonio. En su familia, para recuperar su preeminencia perdida, decidió mantener la misma pasiva obediencia que en los barcos que había comandado.

»Sus órdenes no podían discutirse y todos en la casa debíamos volar raudos a la voz de mando, como si se tratase de cuidar de los obenques o subirse a la arboladura en una lucha elemental a vida o muerte. Debía ser obedecido al instante, especialmente por mi madre, con la que se casó por amor, pero a la que no olvidaba de recordar sus obligaciones cuando ella osaba cuestionar en lo más mínimo su autoridad absoluta. Ciertamente, a mi hermano mayor, según iba creciendo, mi padre lo trataba con más respeto, y aquel se convirtió, como era de esperar, en el segundo tirano de la casa. Al ser el representante de mi padre y un ser privilegiado por la Naturaleza —un chico, y el favorito de mi madre—, no dejó de actuar como el único heredero. En efecto, tal era la extravagante predilección de mi madre que, por comparación, se diría que no quería al resto de sus hijos. A pesar de lo cual, ninguno de ellos parecía sentir tan poco afecto por ella como él. La extrema indulgencia de mi madre le había vuelto tan egoísta que solo pensaba en sí mismo, y pasó de martirizar a animales e insectos a convertirse en un déspota con sus hermanos, y más aún con sus hermanas.

»Tal vez resulte difícil describirte las insignificantes preocupaciones que ensombrecieron mi infancia: restricciones continuas en los asuntos más nimios, obediencia incondicional a órdenes que, no siendo más que una niña, pronto descubrí eran irracionales, por incoherentes y contradictorias. Ese es nuestro destino: sentir un poso de amargura al recordar nuestros placeres más inocentes.

»Las circunstancias que concurrieron durante mi niñez para forjar mi mente fueron variadas. No obstante, dado que probablemente me proporcionaría más placer revivir el débil recuerdo de mi alegría infantil del que a ti te supondría leerlo, no te pediré que te pierdas conmigo en la verde pradera para buscar las flores que las esperanzas juveniles esparcen en cada sendero; aunque, mientras escribo, casi puedo oler el verde frescor de la primavera, ¡de aquella primavera que no regresa jamás!

»Tenía dos hermanas y un hermano menores que yo. Mi hermano Robert era dos años mayor, y se le podría calificar como el ídolo de mis padres y el tormento del resto de la familia. Tal es, en efecto, la fuerza del prejuicio, que lo que en él se consideraba brío e ingenio, en mí lo amonestaban como descaro. Mi madre tenía un carácter indolente que le impedía prestar mucha atención a nuestra educación. Pero la saludable brisa de un brezal cercano en el que brincábamos a placer disipaba los humores que pudiese producir cualquier comilona. Disfrutar del aire libre y de la libertad era el paraíso, después de las restricciones tan antinaturales de nuestro hogar, donde a menudo nos obligaban a permanecer sentados durante tres o cuatro horas junto a la chimenea, sin osar pronunciar palabra, cuando mi padre no estaba de buen humor, por falta de trabajo o de una diversión bulliciosa y variada. Sin embargo, yo contaba con una ventaja: un preceptor, el hermano de mi padre, que, destinado a entrar en la Iglesia, había recibido en consecuencia una educación liberal. Pero, al enamorarse de una joven de gran belleza y fortuna, entrar en contacto con el mundo y escuchar algunas opiniones que no estaban en consonancia con la profesión a la que iba encaminado, aceptó, con las mejores expectativas de éxito, la oferta de un noble para acompañarlo a la India en calidad de secretario personal.