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100 Clásicos de la Literatura

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No es nuestra intención seguir la evolución de esta pasión ni contar cuán a menudo Darnford y María se vieron obligados a separarse en medio de una interesante conversación. Jemima siempre vigilaba de puntillas por miedo a que los descubriesen y frecuentemente los separaba tras una falsa alarma cuando hubieran dado cualquier cosa por permanecer un poco más de tiempo juntos.

Ahora parecía haber una lámpara mágica colgada en la prisión de María, y por las lóbregas paredes, tan lisas hasta entonces, pasaban, raudos, paisajes feéricos. Escapando de los abismos de desesperación sobre las seráficas alas de la esperanza, se sentía dichosa. Era amada y cualquier emoción resultaba embriagadora.

No le había mostrado a Darnford un cariño decidido. El miedo a exceder el suyo, lo cual era una prueba inequívoca de amor, la hacía adoptar a menudo una frialdad e indiferencia ajenas a su carácter; y cuando daba paso a las emociones, a las gozosas emociones de un corazón recién liberado de las gélidas cadenas de la aflicción, había una delicadeza en la manera de expresar su sensibilidad que a él le hacía dudar de que aquello fuese consecuencia del amor.

Una tarde, cuando Jemima los dejó para escuchar el sonido de unos pasos lejanos que parecían aproximarse cautelosamente, él tomó su mano y ella no la retiró. Hablaron seriamente de la situación en que se hallaban y durante la conversación él la atrajo suavemente hacia sí en una o dos ocasiones. Él sintió la fragancia de su aliento y deseó, aun temiéndolo, tocar los labios de los que provenía. Espíritus puros parecían vigilarlos, mientras todas las encantadoras lindezas del amor jugueteaban en las mejillas y languidecían en los ojos de María.

Al entrar Jemima, él reflexionó sobre su timidez con profundo pesar y, cuando la guardiana fue a comprobar otra falsa alarma, Darnford se atrevió, mientras María permanecía de pie cerca de su silla, a aproximarse a sus labios con una declaración de amor. Ella retrocedió con firmeza y él agachó la cabeza avergonzado, pero, cuando alzó tímidamente los ojos, se encontró con los de ella. Ella había decidido y permitido, durante ese instante, que sus ardientes miradas se cruzasen. Él, más tranquilo y con más apasionamiento si cabe, le robó un beso mitad consentido, mitad reticente, aunque la reticencia provenía únicamente del recato. Había algo sagrado en la dignidad con la que ella reclinó su encendido rostro sobre su hombro que a él le impresionó profundamente. El deseo se perdió en emociones más inefables, y protegerla de la ofensa y el sufrimiento y hacerla feliz no solo le pareció el deseo más ferviente de su corazón, sino el deber más noble de su vida. Una confianza tan angelical requería ser fiel a su honor, mas, ¿acaso él podría, sintiéndola como la sentía en cada latido, alguna vez cambiar y convertirse en un villano? La emoción con la que ella le permitió apretarla por un momento contra su pecho, las lágrimas de ardiente compasión, mezcladas con un sentimiento levemente melancólico de desilusión revivida, decían más acerca de la verdad y la fidelidad de lo que la lengua podría haber explicado durante horas. Permanecieron callados y, aún así, cuán elocuente fue su diálogo hasta que María acercó su silla hacia la de él y, con voz dulce y serena y una expresión afable y relajada, dijo:

—Debo abriros todo mi corazón. Debéis saber quién soy, por qué estoy aquí y por qué, si os digo que estoy casada, no me avergüenzo de esto —su rubor dijo el resto.

Jemima se hallaba nuevamente a su lado y su presencia no evitó una conversación animada en la que el amor, ese astuto pilluelo, seguía espiando.

Disfrutaban tanto del Cielo que el Paraíso florecía a su alrededor, o un poderoso hechizo los había transportado al jardín de Armida. El amor, el gran hechicero, «los arrastró al Elíseo» y todos sus sentidos armonizaban con el gozo y el éxtasis compartido. En verdad, tan animadas eran sus expresiones de ternura al discutir lo que en otras circunstancias hubiesen sido lugares comunes que Jemima se sorprendió al sentir una lágrima de alegría bajando por sus duras mejillas. Se la enjugó, medio avergonzada, y cuando María le preguntó discretamente la causa, con la ansiosa solicitud de una criatura dichosa que desea transmitir a toda la Naturaleza su desbordante felicidad, Jemima le confesó que era la primera lágrima que la dicha compartida le había arrancado jamás. Ciertamente parecía respirar con mayor libertad. La nube de recelo se disipó de su frente; por una vez en su vida se sentía tratada como una igual.

¡Imaginación!, ¿quién puede pintar tu poder o reflejar los evanescentes tonos de esperanza que alientas con tu mano? Una desoladora penumbra había oscurecido durante mucho tiempo el horizonte de María, pero ahora el sol surgía esplendoroso, aparecía el arcoíris y todas las perspectivas eran prometedoras. El horror seguía reinando en las celdas oscuras, el recelo acechaba en los pasadizos y susurraba por las paredes. Los alaridos de esos hombres alienados a veces les obligaban a hacer una pausa y maravillarse de sentirse tan dichosos en una tumba de muertos vivientes. Incluso se reprendían a sí mismos por esa aparente insensibilidad. No obstante, en el mundo no había tres seres más felices, y Jemima, tras hacer otra ronda por el pasadizo, se sintió tan confortada por el aire de confianza que respiraba a su alrededor que de forma voluntaria comenzó a relatar su historia.

CAPÍTULO V

—Mi padre —dijo Jemima— sedujo a mi madre, una hermosa muchacha con quien vivía, pues ambos servían en la misma casa. En el mismo momento en que ella percibió la natural y temida consecuencia de esa seducción, la terrible convicción de que aquello significaba su ruina relampagueó en su mente. La honestidad y el cuidado de su reputación habían sido los únicos principios que su madre le había inculcado, y se le habían grabado con tal fuerza que temía más la vergüenza que la pobreza a la que todo aquello conduciría. Sus constantes ruegos para convencer a mi padre de que la librase del oprobio casándose con ella, tal y como él le había prometido en el fragor de la seducción, lo importunaron tanto que mi madre comenzó a resultarle enojosa y él empezó a odiarme y despreciarme antes incluso de nacer.

Mi madre, herida en el alma por ese trato cruel y displicente, decidió dejarse morir de hambre y su salud se resintió por ese intento, aunque no tuvo la suficiente fuerza como para culminar su propósito ni para renunciar enteramente a él. La muerte no acudió a su llamada. No obstante, el desconsuelo y los métodos que empleó para ocultar su estado mientras seguía haciendo su trabajo de criada, afectaron de tal modo a su salud que murió en el mísero desván donde su virtuosa ama la había obligado a refugiarse cuando ya sentía los dolores previos al parto; mientras que a mi padre, tras una ligera reprimenda, se le permitió continuar en su puesto. Esa autorización provenía de la madre de seis hijos que, tras no permitir apenas que se oyera una pisada durante el mes de indulgencia que le concedió a mi madre, no sintió compasión alguna por la pobre infeliz y le negó todos los cuidados que su situación requería.

El día en que murió mi madre, el noveno después de mi nacimiento, se me dejó al cuidado de la nodriza más barata que mi padre pudo encontrar, la cual amamantaba a su criatura al tiempo que alojaba a tantas como podía en dos habitaciones que parecían celdas. La pobreza y el hábito de ver a bebés morir en sus brazos habían endurecido de tal modo su corazón que el hacer de madre no despertaba en ella la ternura propia de toda mujer, de modo que nunca recibí las caricias femeninas que parecen formar parte de la crianza de un bebé. El polluelo tiene un ala bajo la que cobijarse, pero yo no tuve ningún pecho en el que acurrucarme, ni calor humano para poder salir adelante. Abandonada entre la suciedad, lloraba de frío y hambre hasta quedar exhausta, y dormía sin que me indujeran al sueño con algún ejercicio ni me arrullaran tiernamente para hacerme descansar. ¿Acaso podía esperarse que me convirtiese en algo distinto a una criatura débil y raquítica? No obstante, pese a la falta de cuidados, pude sobrevivir, aprendiendo a maldecir la existencia, su expresión iba volviéndose más fiera conforme hablaba, y el trato que me hizo desdichada pareció aguzar mi ingenio. Encerrada en un húmedo tugurio y obligada a mecer la cuna de los niños que llegaron después de mí, mi aspecto se asemejaba al de una viejecita o al de una bruja que fuera consumiéndose hasta extinguirse. Las arrugas provocadas por la reflexión y la responsabilidad contrajeron mi juvenil mejilla y dieron una suerte de fiereza sobrenatural a la mirada siempre alerta. Durante este periodo, mi padre se había casado con otra criada que trabajaba con él, quien lo amaba menos y supo manejarlo mejor que mi madre. Cuando comprobó que estaba encinta, ambos decidieron abrir una tienda, pues mi madrastra —si es que puedo llamarla así, siendo como soy hija ilegítima— había obtenido cierta suma de dinero de un pariente rico para ese propósito.

Poco después de dar a luz, convenció a mi padre para que me llevara a casa con el fin de ahorrarse los gastos de mi manutención y no tener que contratar a una muchacha para ayudarla con el bebé. Yo era joven, es cierto, pero parecía avispada y quizá podría resultar de cierta utilidad. Así pues, me llevaron a su casa, a la que no puedo llamar hogar, pues nunca conocí tal cosa. Mi madrastra sentía hacia esa criatura, una niña, un cariño desmesurado, y parte de mi cometido consistía en ayudar a malcriarla satisfaciendo todos sus antojos y tolerando todos sus caprichos. Sabedora de su poder, antes siquiera de empezar a hablar, había aprendido el arte de atormentarme y, si alguna vez osaba resistirme, me daban golpes sin ningún miramiento o me mandaban a la cama sin comer ni cenar. Dije antes que parte de mi trabajo diario consistía en atender a esta niña con el servilismo de una esclava, y a fe que es cierto. Me enviaban fuera de la casa en cualquier estación del año y de un sitio a otro a cargar pesos que excedían ampliamente mis fuerzas, sin que se me permitiese arrimarme a la chimenea ni recibir ninguna palabra amable o alentadora. Así pues, no es de extrañar que, tratada como si perteneciese a otra especie, comenzase a envidiar y, a la larga, a odiar al tesoro de la casa. No obstante, recuerdo perfectamente que fueron las caricias y las tiernas expresiones de mi madrastra las que primero avivaron mi celoso descontento. En cierta ocasión (que no he podido olvidar) en que ella llamaba inútilmente a su caprichosa hija para que le diera un beso, corrí hacia ella diciendo: «¡Yo os besaré, señora!», y ¡cómo se me partió el corazón, que casi se me salía por la boca, cuál fue la humillación de mi alma al ser rechazada con un: «No es a ti a quien quiero, impertinente»! Otro día, en que un traje nuevo la había puesto de un humor excelente y pronunció el consiguiente «querida», pero dirigido inesperadamente a mí, pensé que nunca podría hacer lo suficiente por complacerla. Yo era la eficiencia personificada y la estima que de mí misma tenía creció proporcionalmente.

 

Conforme su hija iba creciendo, la premiaban con pasteles y fruta, mientras que a mí me daban de comer literalmente las sobras de la mesa y lo que ella dejaba. La afición a los dulces es, creo yo, algo común a los niños, y yo solía robar cualquier golosina que pudiese alcanzar con el fin de esconderla.

Cuando me pillaba, mi madrastra no se contentaba con castigarme en el momento, sino que, cuando mi padre llegaba por la noche (pues era tendero), se dedicaba a hacer el recuento de mis faltas y atribuirlas a la maldad innata con la que había nacido, heredada de mi madre. Él nunca olvidaba castigarme para dejar en mi cuerpo las marcas de su rencor, y después se consolaba jugando con mi hermana; en esos momentos yo hubiese querido matarla. Para eludir esos castigos despiadados, recurrí a la falsedad y a mentiras que mantenía obstinadamente y que se aportaban como pruebas para sustentar la inhumana acusación de mi tirana sobre mi propensión al vicio. Al ver que me trataban con desprecio, y puesto que siempre la alimentaban y vestían mejor que a mí, mi hermana se creó una opinión igualmente despectiva que terminó siendo un obstáculo para cualquier tipo de afecto. Mi padre, al oír hablar una y otra vez de mis faltas, empezó a considerarme una maldición por sus pecados, de forma que a mi madrastra no le costó convencerle para colocarme de aprendiza con una de sus amigas, que tenía una tienda de ropa en Wapping. Me pintó tal como yo era (esas fueron sus palabras), aunque ella «garantizaba», dijo chasqueando los dedos, «que conseguiría domarme». Mi madrastra respondió gimoteando que si alguien podía enderezarme, esa era una mujer tan lista como aquella, aunque ella, por su parte, lo había intentado en vano, pues su pecado «era ser demasiado buena».

Me estremezco horrorizada cuando recuerdo el trato que nunca debí sufrir. No solo estaba bajo el látigo de mi ama, sino que también era la esclava de la criada, los aprendices y los niños, y nunca recibí una muestra de bondad que suavizase los rigores de un trabajo inacabable. Me habían presentado ante esa familia como algo aborrecible, un ser con el que mi madrastra, pese a haber tenido la generosidad de permitirme vivir en su casa y junto a su propia hija, no había podido hacer nada. Me describió como una infeliz, alguien a quien se debía hacer trabajar muy duramente.

Y eso allí se hacía cumplir con mano de hierro. Parecía que quienes me rodeaban tenían, en función de su naturaleza superior, el privilegio de patearme como al perro o al gato. Si me mostraba atenta, me acusaban de servil; si me veían reacia, decían que era más tozuda que una mula, y como una mula debía cargar su censura sobre mis espaldas. A menudo mi ama, por cualquier descuido, me arrojaba de un lado a otro de la cocina, me golpeaba la cabeza contra la pared o me escupía en la cara, con unos procedimientos tan bárbaros, variados y sofisticados que me abstendré de enumerarlos, aunque la criada los ejecutaba una y otra vez con insultos adicionales —a los que solía añadirse el de «bastarda»—, burlas e improperios. Pero no intentaré daros una idea aproximada de mi situación por miedo a que vos, que probablemente nunca os hayáis visto tan salpicada por la inmundicia de la miseria humana, pudieseis pensar que exagero.

En esa época robaba pan por absoluta necesidad, pero cualquier otra cosa que hubiese desaparecido, y que yo no podía haber cogido, me era atribuida. Yo era el gato ladrón, el perro famélico, la bestia estúpida que debía soportarlo todo, pues si me esforzaba por exculparme, me mandaban callar, sin preguntarme siquiera, con un: «¡Cállate, tú nunca dices la verdad!». Hasta el aire mismo que respiraba estaba viciado por el desprecio, pues me enviaban a las tiendas del vecindario con las palabras «glotona», «mentirosa» o «ladrona» escritas en la frente. Este era al principio el castigo más amargo, pero un orgullo arisco o una especie de estúpida desesperación me hicieron a la larga casi insensible al desprecio, que tantas lágrimas solitarias me había arrancado en los pocos momentos en que se me permitía descansar.

De este modo fui blanco de la crueldad de cuantos me rodeaban hasta los dieciséis años, y a partir de entonces únicamente puedo señalar otro tipo de sufrimientos, durante un periodo que nunca supe precisar. Permitidme, primero, hacer una observación. Al volver la vista atrás, no puedo evitar atribuir la mayor parte de mi desdicha al hecho de haber sido arrojada al mundo sin el mayor sustento en esta vida: el cariño de una madre. No tenía a nadie que me quisiera, ni que me hiciera respetar o me enseñase a ganarme el respeto de los demás. Era como un huevo abandonado sobre la arena, una indigente por naturaleza, perseguida de familia en familia, que no pertenecía a nadie y que a nadie le importaba. Me despreciaron desde mi nacimiento y se me negó la posibilidad de obtener un puesto en la sociedad. Sí, ni siquiera tuve la oportunidad de ser considerada un ser humano, aunque todas las personas con las que viví, pese a estar embrutecidas por la vil astucia del comercio y las mañas despreciables de la pobreza, no carecían por completo de corazón, aun cuando no suspirasen por mí. De hecho, yo nací esclava, encadenada a la esclavitud por la infamia perpetua, sin compañeros que la aliviasen con su compasión ni que me enseñasen a superarla mediante su ejemplo. Pero, retomando el hilo de mi historia, a los dieciséis años di un estirón, y algo parecido a la hermosura afloró cierto domingo en que tuve tiempo de lavarme la cara y ponerme ropa limpia. Mi amo me había agarrado en el pasillo en una o dos ocasiones, pero yo evitaba instintivamente sus repugnantes caricias. No obstante, cierto día en que la familia se hallaba en una reunión metodista, se las ingenió para quedarse a solas conmigo en la casa y mediante golpes, ¡sí, golpes y amenazas!, me forzó a someterme a su brutal deseo. Para evitar la ira de mi ama, en adelante me vi obligada a acceder y esperar en silencio en mi buhardilla cuando él me lo ordenaba, a pesar del asco creciente que aquello me causaba.

La angustia acumulada en ese momento en mi pecho pareció abrirme un mundo nuevo. Comencé a expandir mis pensamientos más allá de mí misma y a llorar por el sufrimiento humano, hasta que descubrí con horror —¡ay, y cuánto!— que estaba embarazada. No sé por qué sentí una mezcla de desesperación y ternura, quizá porque, al haberme llamado siempre los demás «bastarda», un bastardo me parecía algo digno de la mayor compasión en este mundo.

Le dije a mi amo que estaba encinta, y esta noticia lo alarmó casi tanto como a mí, pues temía a su mujer y la censura pública en las reuniones sociales.

Después de algunas semanas pensando qué hacer, en las que viví con el continuo temor de que advirtiesen mi cambiada silueta, mi amo me dio una medicina en un frasco para que me la tomase, y me dijo sin rodeos qué efectos produciría. Rompí a llorar, pensando que era para acabar con mi vida —aunque, después de todo, ¿acaso mi vida merecía preservarse?—. Él me llamó estúpida y me abandonó a mis propias reflexiones. No fui capaz de decidirme a tomar esa poción infernal, sino que la envolví en un viejo vestido y la escondí en un rincón de mi baúl.

Nadie sospechó de mí, acostumbrados como estaban a considerarme un ser de otra especie. Pero la amenazadora tormenta acabó estallando sobre mi cabeza. Nunca lo olvidaré. Una tarde de domingo en que me dejaron como de costumbre al cuidado de la casa, mi amo llegó ebrio y yo me convertí en víctima de su brutal apetito. Su extrema embriaguez le hizo olvidar su acostumbrada cautela, y mi ama entró y nos encontró en una situación que no pudo ser más odiosa para ella que para mí. Su marido estaba envalentonado por el alcohol, no la temía en esos momentos, ni tenía demasiados motivos para hacerlo, pues ella desvió al instante toda la fuerza de su ira en otra dirección. Me arrancó la cofia, me arañó, pateó y abofeteó hasta que no le quedaron fuerzas y, mientras dejaba descansar su brazo, afirmó que yo había engatusado a su marido para intentar arrebatárselo. ¿Qué otra cosa podía esperar de una desgraciada a quien había acogido en su casa por pura caridad? No sabría decir cuántos insultos salieron de su boca hasta que, casi sin aliento, concluyó diciendo «que yo había nacido ramera, lo llevaba en la sangre y nada bueno podía ocurrirles a quienes me diesen cobijo».

Mi embarazo, por supuesto, terminó descubriéndose y ella afirmó que yo no debería pasar ni una sola noche más bajo el mismo techo con una familia decente. Por consiguiente, me expulsaron de la casa y me arrojaron mis pocas pertenencias tras examinarlas de paso con desprecio, por si había robado algo.

¡Heme, pues, en la calle, completamente desamparada! ¿Adónde podía arrastrarme en busca de refugio? No tenía derecho a pedírselo a mi padre, perseguida como estaba por la deshonra. Temía como a la muerte los crueles reproches de mi madrastra y las imprecaciones de mi padre. No podría soportar oírle maldecir el día en que nací, aunque la vida había sido una maldición para mí. Pensaba en la muerte, pero con un confuso sentimiento de terror, mientras permanecía de pie con la cabeza apoyada en un poste y me sobresaltaba ante cualquier ruido de pisadas por miedo a que mi ama viniera a arrancarme el corazón. Uno de los muchachos de la tienda que pasaba por allí escuchó mi historia y al instante acudió a su amo para describirle mi situación, y con ello pulsó la tecla adecuada: el escándalo que todo esto suscitaría si se me permitía repetir mi historia a cualquier curioso. Mi alegato le hizo recuperar la razón, de nuevo sobria por la ira de su mujer, cuya cólera había caído sobre él cuando estuve fuera de su alcance. Me envió a un muchacho con media guinea y la orden expresa de llevarme a una casa donde dormían los mendigos y otros infelices, los deshechos de la sociedad.

Aquella noche transcurrió en un estado de estupefacción y desconsuelo. Odiaba al género humano y me aborrecía a mí misma. Por la mañana me aventuré a salir e ir al encuentro de mi amo a la hora en que solía marchar al trabajo. Me aproximé a él y él me llamó «p——», dijo que «había perturbado la paz de su familia y que le había jurado a su mujer no volver a tener nunca ningún contacto conmigo». Se marchó, pero regresó al instante para decirme que hablaría con un párroco amigo con el fin de encontrar un ama de cría para el mocoso que yo le pariese, y me aconsejó que, si quería evitar el correccional, no le pusiera su nombre.

Volví rápidamente a mi cubil y, cuando la rabia dio paso a la desesperación, busqué el brebaje que había de provocar el aborto y me lo bebí de un trago deseando que pudiese liquidarme e interrumpiese las sensaciones de esa vida recién nacida, que yo experimentaba con indescriptible emoción. La cabeza me daba vueltas, el corazón empezó a dolerme y en medio de una sensación de horror por la inminente destrucción desapareció mi angustia. El efecto de la medicina fue violento y hube de guardar cama durante varios días, pero, al prevalecer mi juventud y mi constitución robusta, una vez más salí arrastrándome y haciéndome la cruel pregunta: «¿Adónde ir?». Solo me quedaban dos peniques en el bolsillo, el resto lo había gastado una pobre mujer que dormía en la misma habitación para pagar mi alojamiento y comprar los alimentos indispensables que ambas compartíamos.

Con esta infeliz me fui a las calles del vecindario a mendigar, y mi aspecto desconsolado sonsacaba a los ociosos unos pocos peniques, lo cual me permitía seguir disponiendo de una cama hasta que, tras recuperarme de mi enfermedad y aprender a vestirme con andrajos para obtener más limosnas, fui abordada con otras intenciones y hube de someterme a los deseos de los brutos que me encontré con la misma repulsión que había sentido por mi amo, aún más bruto que ellos. Desde entonces, he leído en las novelas acerca de las galanterías de la seducción, pero yo no tuve siquiera el placer de que me indujeran a caer en el vicio.

 

No expondré —dijo Jemima— ante vuestra imaginación todas las escenas de infortunio y depravación que tuve que presenciar, ni señalaré las diferentes fases de mi degradante miseria. El destino me arrastró por las cloacas mismas de la sociedad; seguía siendo una esclava, una bastarda, un bien común. Llegué a familiarizarme con el vicio (pues no quiero ocultaros nada), y robaba de los bolsillos de los borrachos que abusaban de mí. Mi conducta parecía demostrar que merecía los epítetos que me atribuían incluso en los momentos en los que esa desconfianza no estaba justificada.

Detestaba mi ocupación nocturna, aunque valoraba, si puedo usar esa palabra, mi independencia, que únicamente consistía en elegir la calle por la que pasearía y el techo en que escondería la cabeza cuando tuviese dinero, así que me llevó algún tiempo convencerme para aceptar una plaza en una casa de mala reputación que una muchacha con la que había hablado por casualidad en la calle me había recomendado. Los serenos del barrio de la ciudad que frecuentaba me habían perseguido hasta la extenuación. Uno de ellos, al que yo había ofendido sin darme cuenta, dio la orden al resto. Vos apenas podéis concebir la tiranía que ejercían esos desgraciados: creyéndose los instrumentos de las mismas leyes que violan, el pretexto que insensibiliza su conciencia endurece también su corazón. No contentos con recibir de nosotras, proscritas de la sociedad, una gratificación brutal y gratuita (lo que otras mujeres llaman favores) como privilegio de su cargo, cobraban un diezmo por la prostitución y hostigaban con amenazas a las pobres criaturas cuya ocupación no rentaba lo suficiente para silenciar sus gruñidos de avaricia. Para escapar de esta persecución, entré de nuevo a servir.

Una vida de relativa seguridad me hizo recuperar la salud y (no os sorprendáis) mis modales mejoraron, en un contexto en el que el vicio procuraba resultar atractivo y el gusto se cultivaba para adornar a las personas, si no para refinar la mente. Además, la común cortesía en el hablar, comparada con la burda vulgaridad a la que había estado acostumbrada, me parecía el colmo de la sofisticación. No me excluían del trato con otros seres humanos. No obstante, me disgustaba el yugo del servicio y mi ama, que a menudo sufría violentos arrebatos de ira, me hacía temer un despido repentino que, como pronto comprendí, era lo más habitual. Por consiguiente, no fue difícil convencerme, aunque sentía horror por los hombres, de aceptar el ofrecimiento de cierto caballero, más bien en el ocaso de la edad, para atender su casa, situada en un agradable pueblecito cerca de Hampstead.

Era un hombre de gran talento y brillante ingenio, pero, al ser un devoto (ya muy ajado) de la voluptuosidad, sus deseos se volvieron fastidiosos conforme se fueron debilitando y una imaginación viciada socavó la ternura innata de su corazón. Una insensata carrera de libertinaje y diversiones sociales había dañado su salud hasta tal punto que, cualquiera que fuese el placer que me deparase su conversación (y no faltaban pruebas que me demostraban la generosa humanidad de su carácter), me hacía pagar un precio muy alto por ser su amante. Con una percepción tan aguda de las delicadezas sentimentales, con una imaginación tan avivada por la expresión del genio, ¿cómo podía un hombre así hundirse en la más grosera sensualidad?

Pero, para pasar por alto un asunto que recuerdo con dolor, debo deciros en respuesta a la pregunta que tan a menudo repetís de por qué mis sentimientos y mi lenguaje son superiores a los propios de mi condición, que fue entonces cuando comencé a leer para distraer el tedio y la soledad y satisfacer mi mente curiosa y activa. En mi niñez, a menudo había seguido a un cantor de romances para escuchar la continuación de una triste historia, a pesar de que sabía que me castigarían severamente por volver tarde con lo que me hubiesen mandado comprar. Apenas sabía el alfabeto ni juntar una frase, y escuchaba las diversas discusiones, a menudo mezcladas con alguna obscenidad, que tenían lugar en la mesa que me permitían presidir, pues con frecuencia uno o dos literatos amigos venían a casa con mi amo para cenar y quedarse a dormir. Cuando olvidaban el respeto debido a mi sexo, mi presencia, en vez de refrenarles, parecía soltarles la lengua. Con todo, tuve la ventaja de oír discusiones de las que las mujeres están excluidas en la vida corriente.

Podéis fácilmente imaginar que solo de manera gradual pude comprender algunos de los temas que trataban y extraer de su razonamiento lo que podría llamarse un sentido moral. Pero, al aumentar mi afición por la lectura y recluirse mi amo de vez en cuando en este retiro durante semanas enteras para escribir, tuve muchas oportunidades para progresar. Al principio, considerando el dinero (¡y bien que acertaba! —exclamó Jemima, alterando su tono de voz—) como el único medio, tras perder mi reputación, de ganarme el respeto e incluso la tolerancia de la humanidad, no tuve el menor escrúpulo en esconder una parte de las sumas que me eran confiadas y evitar que me descubrieran mediante toda una red de mentiras. Pero había adquirido nuevos principios, así que comencé a albergar la ambición de volver al sector respetable de la sociedad y fui lo suficientemente ingenua como para creerlo posible. La atención de mi humilde preceptor que, sin ignorar sus cualidades, poseía una gran sencillez de modales, reforzaba esa ilusión. Al captar a veces destellos de ingenio en mis comentarios en absoluto instruidos, a menudo me invitaba a discutir el tema que estaba tratando y me leía sus obras antes de publicarlas con el deseo de aprovechar la crítica de un temperamento poco sofisticado. El propósito de sus escritos era llegar a los sencillos veneros del corazón, pues despreciaba a los que se creían oráculos, a los autoproclamados filósofos, que desechaban la imaginación al tiempo que desgranaban cada pensamiento para demostrar que la lentitud en la comprensión equivale a la sabiduría.

Debería haber distinguido este momento como una época luminosa, un periodo feliz de mi vida, si la aversión que me inspiraba el repugnante libertinaje de mi amo no se me hiciera cada día más fastidiosa. De hecho, así lo recordé con dolor cuando su muerte repentina (pues había recurrido a los brebajes más excitantes para mantener su efusividad) me arrojó de nuevo al desierto de la sociedad humana. Si mi amo hubiese dispuesto de algún tiempo para pensarlo, estoy segura de que me habría legado los pocos bienes que poseía, pero, cuando tuvo el ataque fatal de apoplejía en la ciudad, su heredero, un hombre de moral estricta, llegó con su mujer para tomar posesión de la casa y todos sus enseres antes de que yo supiese de su muerte, «para impedir —como ella se encargó de decirme de manera indirecta— que un ser como sospechaba que yo era robase algo en caso de haberme avisado a tiempo».