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100 Clásicos de la Literatura

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Esta idea hizo que su corazón latiera apresuradamente y pasara las hojas con temor reverencial, como si el hecho de que hubiesen pasado por las manos de un ser desventurado, oprimido por un hado similar, las hubiese vuelto sagradas.

Las Fábulas de Dryden, El paraíso perdido de Milton, junto con varias obras modernas, componían la colección. Era una mina de tesoros. Unas notas al margen en las Fábulas de Dryden captaron su atención: estaban escritas con brío y finura, y en uno de los panfletos modernos, que contenía diversas observaciones sobre el estado actual de la sociedad y el gobierno, con un estudio comparativo de la política de Europa y América, faltaba un fragmento.

Estos comentarios estaban escritos con cierto grado de generosa efusividad cuando aludían a la opresión que sufría la masa trabajadora, en perfecta consonancia con las ideas de María.

Ella leyó esos comentarios una y otra vez, y la fantasía, la traicionera fantasía, comenzó a imaginar un carácter compatible con el suyo a partir de esas vagas pinceladas. ¿Acaso estaba loco? Releyó con atención las notas al margen y le parecieron escritas por una imaginación vivaz, pero no perturbada. Sin otra opción que la de especular, cada vez que las releía quedaba impresionada por alguna refinada descripción de sus sentimientos o por cierta agudeza de ingenio que le asombraba no haber captado antes.

¡Cuánto poder creativo tiene un corazón afectuoso! Hay seres que no pueden vivir sin amar como aman los poetas y sienten el chispazo del genio allí donde este hace surgir el sentimiento o la gracia. María a menudo había pensado, al disciplinar su corazón rebelde, que el encanto equivalía a la virtud. «Quienes me hacen desear aparecer ante ellos como la más afable y virtuosa —afirmaba— han de poseer los dones y virtudes que suscitan en los demás».

Cogió un libro sobre los poderes de la mente humana, pero el sentimiento que la embargaba no le permitía mantener la atención en los fríos argumentos sobre la naturaleza de sus propios sentimientos, y abandonó esos razonamientos teóricos para leer el «Guiscardo y Segismunda» de Dryden.

Al día siguiente, María devolvió algunos de los libros con la esperanza de conseguir otros con más notas al margen. De este modo, excluida de las relaciones sociales y reducida a no ver sino la prisión de los espíritus afligidos, el hecho de encontrar a un infeliz en su misma situación le ofrecía grandes probabilidades de encontrar un amigo, como cuando descubrimos a un compatriota en una tierra extraña donde la voz humana no da ninguna información al oído impaciente.

—¿Habéis visto alguna vez al desdichado ser a quien pertenecen estos libros? —preguntó María cuando Jemima le trajo la cena.

—Sí. Algunas veces sale a pasear, entre las cinco y las seis, antes de que se revuelva la parroquia, por la mañana, acompañado de dos vigilantes; pero incluso entonces lleva las manos atadas.

—¿Qué? ¿Tan ingobernable es? —preguntó María con tono decepcionado.

—No, hasta donde yo puedo ver —replicó Jemima—, pero tiene una mirada indómita, una vehemencia en los ojos que infunde temor. De no estar atado, se diría por su aspecto que sería capaz de reducir fácilmente a sus dos guardianes. No obstante, parece tranquilo.

—Si es tan fuerte, debe de ser joven —observó María.

—Treinta y tres o treinta y cuatro, supongo. Mas no hay ninguna forma de juzgar a una persona en su situación.

—¿Estáis segura de que es un demente? —la interrumpió ansiosamente María. Jemima salió de la estancia sin contestar.

—¡No, no, está claro que no lo es! —exclamó María respondiéndose a sí misma—. El hombre que fue capaz de escribir esos comentarios no tiene ningún trastorno.

Sentada, meditaba mientras contemplaba la luna que parecía deslizarse bajo las nubes. Después, mientras se disponía a acostarse, pensó: «¿De qué podría servirle yo, o él a mí, si es cierto que está encerrado injustamente? ¿Acaso podría ayudarme a huir si a él mismo lo vigilan tan de cerca? Aun así, me gustaría verle».

Se fue a la cama y soñó con su pequeña, pero se despertó cuando daban las cinco y media. Se incorporó bruscamente, se cubrió apenas con una bata y corrió hacia la ventana. La mañana era fría, septiembre tocaba a su fin; a pesar de ello, no se retiró para entrar de nuevo en calor y pensar en acostarse hasta que el sonido de los criados moviéndose por la casa la convenció de que el desconocido no pasearía por el jardín aquella mañana. Se avergonzó por sentirse desilusionada y comenzó a reflexionar, para excusarse a sí misma, sobre los pequeños objetos que atraen la atención cuando no existe nada que distraiga la mente, y en cuán difícil resultaba a las mujeres sin una ocupación o deber activos el evitar volverse románticas.

A la hora del desayuno, Jemima le preguntó si comprendía el francés, pues de lo contrario la provisión de libros del desconocido se había agotado. María respondió afirmativamente, pero se abstuvo de formular ninguna pregunta más con respecto a la persona a la que pertenecían. Y Jemima le ofreció un nuevo tema de reflexión, al describirle a una encantadora maníaca a quien acababan de ingresar en una celda contigua. Estaba cantando la triste balada del viejo Robin Gray con pausas y cadencias que derretirían el más duro de los corazones. Jemima había entreabierto la puerta para distinguir su voz y María se acercó a ella, conteniendo la respiración por miedo a perderse una sola nota, tan exquisitamente dulce, tan apasionadamente salvaje. Empezaba a representarse en su mente a otra víctima que había suscitado su compasión, cuando la encantadora curruca voló, por así decirlo, de la ramita, y un torrente de exclamaciones y preguntas inconexas salieron de su boca, interrumpidas por ataques de risa tan horribles que María cerró la puerta y, volviendo los ojos al cielo, exclamó:

—¡Dios mío!

Transcurrieron varios minutos hasta que María pudo preguntar sobre el rumor que recorría la casa, pues era obvio que no habían recluido a esta pobre infeliz sin una causa. Jemima solo pudo contarle que, según decían, «había sido desposada contra su voluntad con un anciano rico y extremadamente celoso —lo cual no era de extrañar, pues era una criatura encantadora— y que, a consecuencia del trato que él le dispensaba o de algo que dependía de su propia mente, había perdido el juicio durante su primer parto».

Qué tema de meditación… incluso en los confines mismos de la locura. «¡La mujer, una frágil flor! ¿Por qué se nos permitió adornar un mundo expuesto a las incursiones de tan tempestuosos elementos?» —pensó María mientras la crisis nerviosa de la pobre maníaca aún resonaba en sus oídos y se hundía hasta el fondo de su alma.

Hacia el anochecer, Jemima le trajo la Eloísa de Rousseau y se sentó a leer con los ojos y el corazón hasta que su guardiana retornó para apagar la luz. Una muestra de su bondad era el permitirle tener una vela encendida hasta que ella misma se retiraba a descansar. Había leído esta obra mucho tiempo atrás, pero ahora parecía abrirle un mundo nuevo, el único digno de ser habitado. No conseguía conciliar el sueño; lejos de hallarse fatigada por la incesante sucesión de pensamientos, se levantó y abrió una ventana justo en el momento en el que las finas nubes cargadas de agua del crepúsculo resaltaban las largas y silenciosas sombras. El aire resbalaba por su rostro con un frescor voluptuoso que estremecía su corazón y despertaba emociones que no podría describir. Únicamente el sonido de una rama al mecerse o el gorjeo de algún pájaro sobresaltado rompían la quietud de la Naturaleza en reposo. Absorta por la sublime sensibilidad que convierte en felicidad la conciencia de existir, María era dichosa, hasta que un aroma otoñal, traído por la brisa de la alborada desde las hojas caídas de un bosque cercano, le hizo recordar que la estación había cambiado desde que la encerraron. Aun así, la vida no ofrecía ninguna variedad para entretener un corazón afligido.

Regresó abatida a su diván y pensó de nuevo en su pequeña hasta que la radiante luz del día la atrajo de nuevo hacia la ventana. No buscaba al desconocido, mas ¡cuán grande fue su desconsuelo al percibir la espalda de un hombre —él, sin duda— con sus dos acompañantes, mientras giraba hacia un sendero lateral que conducía a la casa! Un recuerdo confuso de haber visto a alguien que se le asemejaba se le vino enseguida a la mente para atormentarla e intrigarla con infinitas conjeturas. Cinco minutos antes habría visto su rostro y despejado todas sus dudas, ¿acaso podía tener peor suerte? Su paso firme y enérgico y el aire general que transmitía su persona, rotundo como el de una nube, le agradaron y proporcionaron unas pinceladas a su imaginación para esbozar al individuo al que deseaba reconocer.

Sintiéndose más decepcionada de lo que estaba dispuesta a admitir, corrió hacia el libro de Rousseau como único refugio ante la idea de ese hombre, que podría resultar un amigo si ella pudiera encontrar la manera de hacer que se interesase por su destino. No obstante, la personificación de Saint-Preux, o la de un amante ideal muy superior, se escondía tras este modelo imperfecto, al que apenas había echado un rápido vistazo, hasta en sus detalles más insignificantes, como el abrigo y el sombrero. Pero si atribuía a Saint-Preux o al semidiós de su fantasía la forma de aquel extraño, a este lo resarcía ampliamente revistiéndole de todas las pasiones y sentimientos de Saint-Preux, elegidos para satisfacer los suyos, de los que él pareció hacerse acreedor cuando María leyó, en el margen de una carta apasionada escrita por la mano que tan bien conocía: «Solo Rousseau, el verdadero Prometeo del sentimiento, poseía el fuego y el genio necesarios para retratar la pasión cuya verdad va tan directa al corazón».

 

Al día siguiente María fue de nuevo puntual al paseo acostumbrado; ya había terminado el libro de Rousseau y comenzó a transcribir algunos pasajes seleccionados, incapaz de dejar ni a su autor ni la ventana antes de haber vislumbrado el rostro que diariamente anhelaba contemplar.

Cuando por fin lo consiguió, no se hizo una idea clara de dónde lo había visto con anterioridad. Debía de tratarse de algún conocido ocasional, pero ese descubrimiento ya era de por sí afortunado si pudiese lograr captar su atención y suscitar su compasión. Cada ojeada le permitía colorear la imagen que dibujaba en su corazón y, en una ocasión en que la ventana se hallaba entreabierta, pudo oír el sonido de su voz. De repente se confirmaron sus presentimientos; sin ninguna duda, había escuchado en algún trance doloroso esos mismos acentos, varoniles y propios de una mente noble. Más aún, eran incluso dulces, o eso le pareció a su oído atento.

Retrocedió temblorosa, alarmada ante la emoción que la extraña coincidencia de una serie de circunstancias había suscitado y cuestionándose por qué pensaba tanto en un extraño, agradecida como estaba a su oportuna intervención (pues iba recordando, poco a poco, todos los pormenores de su anterior encuentro). No obstante, descubrió que no podía pensar en nada más, o que si pensaba en su hija era para desear que tuviese un padre al que su madre pudiese respetar y amar.

CAPÍTULO III

Tras leer atentamente la primera remesa de libros, María había escrito con un lápiz en uno de ellos unas pocas frases, expresiones de compasión y solidaridad, que apenas recordaba hasta que, al pasar las páginas de uno de los volúmenes que le habían traído recientemente, se desprendió de este un papelito que Jemima se apresuró a recoger.

—Dejadme verlo —le rogó María con impaciencia—. Estoy segura de que no teméis confiarme las efusiones de un demente.

—Debo considerarlo —respondió Jemima, y se alejó con el papel en la mano.

En una vida de tal reclusión, las pasiones adquieren una fuerza desmedida. Por ello, María sintió un gran resentimiento y una aflicción que no tuvo tiempo de dominar antes de que Jemima regresara y le entregara el papel.

Quienquiera que seáis vos, que compartís mi suerte, aceptad mi sincera conmiseración; habría preferido decir protección, pero me niegan el privilegio de cualquier hombre. Mi propia situación despierta en mi mente una terrible sospecha. Quizá no me consuma eterna e inútilmente el anhelo de libertad. Decid quién sois. Yo no puedo preguntároslo. No obstante, os recordaré cuando mi memoria pueda ser de alguna utilidad. Preguntaré por qué estáis recluida de un modo tan misterioso y obtendré una respuesta.

HENRY DARNFORD

Mediante las más ardientes súplicas, María convenció a Jemima de que le permitiese responder a esa nota. Otros mensajes fueron sucediéndose, en los que no se permitían explicaciones relativas a su situación presente, pero María, de manera lo suficientemente explícita, aludió a un compromiso anterior, y sin darse cuenta iniciaron un intercambio de sentimientos sobre las más profundas cuestiones. María empleaba el día en escribir estas cartas, y el recibirlas era para ella como un amanecer. Por algún medio, Darnford había descubierto cuál era la ventana de María y en la siguiente ocasión en que ella se asomó, hizo una profunda reverencia de respeto y reconocimiento por detrás de sus vigilantes.

De este modo trascurrieron dos o tres semanas; durante este periodo Jemima —a quien María había dado la suficiente información respecto a su familia— había obtenido ciertos datos que aumentaron su deseo de complacer a la reclusa, aunque todavía no podía resolverse a liberarla. María aprovechó este cambio favorable sin indagar excesivamente su causa. Tal era su ansia por conversar con otro ser humano y ver a su antiguo protector —aún un desconocido para ella— que pedía incesantemente a su guardiana que satisficiera algo más que su curiosidad.

Cuando escribía a Darnford, se olvidaba de los tristes seres que tenía delante y a menudo se volvía insensible a los horribles ruidos que la rodeaban y que anteriormente habían invadido una y otra vez su febril fantasía. Consideraba egoísta el hecho de explayarse en sus propios sufrimientos cuando se hallaba entre infelices que no solo habían perdido todo cuanto hace la vida agradable, sino también la conciencia de sí mismos. Su imaginación se dedicaba, con melancólica ansiedad, a recorrer los laberintos de desdicha que tantos desventurados debían de haber atravesado para pasar desde esta lóbrega posada de almas trastornadas a la grandiosa fuente de la corrupción humana. A menudo la despertaban a medianoche los tétricos aullidos de rabia demoníaca o desesperación extrema, proferidos en tonos de un salvajismo y una angustia tan indescriptibles que evidenciaban una ausencia total de razón y suscitaban horribles fantasmas en su mente, mucho más terroríficos que los que haya podido concebir jamás la imaginación supersticiosa. Además, con frecuencia había algo tan inconcebiblemente pintoresco en esas variadas expresiones de pasión desenfrenada, algo tan irresistiblemente cómico en sus delirios, o de un patetismo tan sobrecogedor en las cancioncillas que cantaban —a menudo en un arrebato que seguía a un lúgubre silencio—, que captaban la atención y entretenían la fantasía al tiempo que torturaban el alma. María se veía obligada a contemplar ese pandemónium de pasiones y a distinguir el lúcido destello de la razón, como una llama temblorosa en el candil o como el relámpago que divide las amenazadoras nubes del cielo airado únicamente para exhibir los horrores que la oscuridad velaba.

Jemima se afanaba por aligerar las tediosas tardes describiendo el carácter y costumbres de esos seres desdichados cuyas figuras o voces despertaban una compasiva aflicción en el corazón de María. Las historias que relataba eran tanto más interesantes por cuanto siempre dejaban un espacio para imaginar algo extraordinario. No obstante María, acostumbrada a dar un carácter general a sus observaciones, terminó deduciendo de todo lo que oía que era un error común suponer que las personas con talento eran las más proclives a perder la razón. Pensaba, por el contrario, que de la mayoría de casos que había podido analizar se desprendía que las pasiones solo parecían violentas y desproporcionadas porque el entendimiento era débil y apenas se había ejercitado, y que adquirían más fuerza por el deterioro de la razón, igual que las sombras se vuelven más alargadas conforme el sol va declinando.

María se mostraba impaciente por ver a su compañero de fatigas, pero Darnford estaba aún más ansioso por lograr entrevistarse con ella. Acostumbrado a rendirse a cualquier impulso pasional y al no haber sido nunca educado, como las mujeres, para refrenar los deseos más naturales y adquirir, en lugar de la encantadora espontaneidad de la Naturaleza, un decoro artificial, cualquier deseo se convertía en un torrente que derribaba cualquier obstáculo.

Le habían enviado su baúl de viaje, que contenía los libros prestados a María, y con una parte de lo que en él había sobornó a su principal vigilante quien, tras recibir la promesa más solemne de que regresaría a su aposento sin intentar explorar ninguna dependencia de la casa, lo condujo al anochecer a la habitación de María. Jemima había puesto al corriente de la visita a la reclusa y esta, con temblorosa impaciencia, inspirada por una vaga esperanza de que él se confirmase de nuevo como su salvador, esperaba ver al hombre que anteriormente la había librado de la opresión. Él entró con rostro animado, modelado para cautivar a una apasionada, y rápidamente apartó sus ojos de ella para dirigirlos a la habitación, que examinó con muestras aparentes de piadosa indignación. La compasión iluminó su mirada y, cogiendo su mano, hizo una respetuosa reverencia mientras exclamaba:

—¡Esto es extraordinario! ¡Encontraros de nuevo y en semejantes circunstancias!

No obstante, aunque la coincidencia que los había vuelto a reunir era extraordinaria, no dejaron desbordarse sus henchidos corazones.

Y aunque tras esta primera visita se les permitió con frecuencia repetir sus entrevistas, pasaron un tiempo ocupados en conversaciones privadas que todo el mundo podría haber escuchado; salvo que, al discutir algún tema literario, destellos de un sentimiento, reforzado por sus gestos relajados, parecían recordarles que sus mentes ya se conocían.

Poco a poco Darnford le contó los pormenores de su historia. Brevemente le informó de que había sido un joven inconsciente y extravagante. No obstante, según iba describiendo sus faltas, estas aparecían como la pletórica exuberancia de una mente noble. Nada parecido a la mezquindad empañaba el brillo de su juventud, ni la larva del egoísmo había anidado en su interior, aunque había sufrido engaños. Sin embargo, poco a poco fue adquiriendo la experiencia necesaria para evitar futuros enojos.

—Os estaré aburriendo con tanto hablaros de mí —prosiguió—, y, si poderosas emociones no me atrajesen hacia vos —sus ojos brillaban mientras hablaba y un temblor pareció recorrer su cuerpo varonil—, no malgastaría estos preciosos momentos hablando de mi persona. Mi padre y mi madre eran personas distinguidas que se casaron por decisión de sus respectivos padres. Él era aficionado a las carreras de caballos; ella a jugar a las cartas. Y a mí y a otros dos o tres hijos que murieron prematuramente nos encerraban en casa hasta que nos volvíamos insoportables. Mi padre y mi madre sentían un evidente rechazo el uno por el otro, y así lo manifestaban continuamente. Los criados eran del tipo depravado que suele hallarse en las casas de gente acaudalada. Al morir mis padres y todos mis hermanos, me dejaron al cuidado de tutores y me enviaron a Eton. Nunca conocí las bondades del amor familiar, pero sufrí la falta de indulgencia y la huera obediencia en la escuela. Os ahorraré la relación de mis pecados de juventud, que la delicadeza femenina apenas puede comprender. Me enseñó a amar alguien a quien me avergüenza nombrar, y las otras mujeres con las que intimé después pertenecían a una clase de la que no podéis tener conocimiento. Las encontraba en los teatros y, cuando la vivacidad brillaba en sus ojos, no me disgustaba fácilmente por las vulgaridades que salían de sus labios. Tras haber gastado, pocos años después de alcanzar la mayoría de edad, la totalidad de un patrimonio considerable, salvo unos pocos cientos de libras, no me quedó otro recurso que comprar un grado en un regimiento reclutado recientemente y destinado a someter a los norteamericanos. La pena que me daba renunciar a una vida licenciosa se compensaba por la curiosidad que sentía por conocer América o, más bien, por viajar. No concurrieron en mi juventud ninguna de esas circunstancias que podrían haberse planeado para vincularme a mi país. No os fatigaré con los detalles de la vida militar. Logré seguir con vida hasta que, cerca del final de la contienda, fui herido y hecho prisionero.

Obligado a permanecer en cama o en una silla durante la larga convalecencia, mi único refugio de la tormentosa actividad de mi mente eran los libros, que leía con gran avidez, al tiempo que aprendía de la conversación de mi anfitrión, un hombre de entendimiento preclaro. Mis convicciones políticas experimentaron entonces un cambio radical y, deslumbrado por la hospitalidad de los americanos, decidí establecerme allí con plena libertad. Así pues, con mi acostumbrada impetuosidad, vendí mi rango en el ejército y viajé por el interior del país con el fin de emplear mi dinero de un modo más provechoso. Añádase a esto el hecho de que no me agradaban demasiado las costumbres puritanas de las grandes ciudades. En ellas la desigualdad social era extremadamente irritante. El único placer que proporcionaba la riqueza era el de hacer ostentación de ella, pues el cultivo de las bellas artes o la literatura no había dotado a las clases privilegiadas de ese refinamiento en las costumbres que en Europa hace que el rico sea tan sustancialmente superior al pobre. Además, la Revolución había abierto la puerta a toda una serie de vicios, y los más rígidos principios de la religión se habían visto sacudidos de raíz antes de que el entendimiento pudiera emanciparse gradualmente de los prejuicios que indujeron a sus antepasados a buscar intrépidamente un clima inhóspito y una tierra virgen. La determinación que, para independizarse, los llevó a embarcarse en ríos que más parecían mares, buscar costas desconocidas y dormir bajo las nieblas que cubrían los bosques interminables cuyas lóbregas humedades castigaban sus miembros, ahora se había transformado en pura especulación comercial, hasta el punto de que el carácter nacional americano exhibía un curioso fenómeno en la historia de la mente humana: un cerebro entusiasta y emprendedor y un corazón frío y egoísta.

 

En cuanto a la mujer, la encantadora mujer… En todas partes nos seducen, pero hay una mojigatería y una falta de gusto y naturalidad en las maneras de las mujeres americanas que las hace, a pesar de sus rosas y lirios, muy inferiores a nuestras encantadoras mujeres europeas. En el campo a menudo presentan una cautivadora simplicidad de carácter, pero en las ciudades tienen los aires y la ignorancia de las damas que dan tono a los círculos elegantes de las grandes ciudades comerciales inglesas. Les gustan sus adornos solo porque son buenos y no porque las embellezcan. Sienten más satisfacción en inspirar envidia a las otras mujeres por estos lujos superficiales que enamorando a los hombres. Toda la frivolidad que a menudo (disculpadme, señora) hace tan estúpidas a las mujeres recatadas en Inglaterra, allí parecía restringir aún más sus encantos. Sin ser un maestro en el arte de la seducción, descubrí que únicamente podía tolerar su compañía haciéndoles abiertamente la corte.

Para no abusar de vuestra paciencia, os diré que me retiré a la parcela de tierra que había comprado en el campo y que mis días transcurrían plácidamente mientras talaba árboles, construía mi casa y sembraba diferentes cultivos. Pero llegó el invierno y la ociosidad, y yo suspiraba por una compañía más sofisticada, por enterarme de qué pasaba en el mundo y hacer algo mejor que vegetar con los animales que constituían una parte sustancial de mi hogar. En consecuencia, tomé la decisión de viajar. El viaje era un sustitutivo de cosas varias, y atravesando las vastas superficies rurales agoté mis ardorosos deseos sin adquirir una gran experiencia. En todas partes había visto que la industria es la precursora del lujo y no su consecuencia, pero ese país, al ser todo a gran escala, no ofrecía esas vistas pintorescas que un cierto grado de cultivo necesariamente produce de forma gradual. La mirada erraba sin un objeto en el que posarse sobre llanuras y lagos inconmensurables que parecían regados por el océano, mientras bosques infinitos de pequeños y abigarrados árboles impedían que el aire circulara y dificultaban el camino sin alegrar la vista. Ni una sola casa campestre que adornara la llanura, ningún viajero que nos saludara para infundir algo de vida a la silenciosa Naturaleza. Si por ventura veíamos una huella en nuestro camino, resultaba ser una pavorosa advertencia para que nos alejáramos de allí, y entonces la cabeza nos dolía como si nos hubiesen intentado arrancar la cabellera con un cuchillo. Los indios que acechaban sobre las faldas de los asentamientos europeos no habían aprendido de sus vecinos más que a saquear, y les robaban las armas para hacerlo de forma más segura.

De los bosques y poblados más lejanos regresé a las ciudades y aprendí a comer y beber sin el menor comedimiento, pero descubrí que sin empezar a comerciar —yo, que odiaba el comercio— no podría vivir allí. Cada vez más hastiado de la tierra de la libertad y de la aristocracia vulgar, fundada en sus sacas de dólares, decidí una vez más regresar a Europa. Escribí a un pariente lejano de Inglaterra, con quien me había educado, mencionándole el barco en el que pretendía zarpar. Al llegar a Londres, me sentí completamente extasiado. Recorrí cada calle, cada teatro, y las mujeres de esa ciudad —de nuevo debo pediros perdón por mi habitual franqueza— me parecieron ángeles.

En esta inconsciencia había transcurrido una semana cuando, una noche en que volvía muy tarde al hotel en el que me había alojado desde mi llegada, me derribaron en un callejón apartado, me llevaron rápidamente a un coche que me trajo hasta aquí y recuperé el sentido solo para que me tratasen como a alguien que lo ha perdido. Mis guardianes son sordos a mis quejas y preguntas, aunque me aseguran que mi encierro no durará mucho. Sin embargo, pese a agotarme en infinitas conjeturas, no puedo adivinar por qué estoy encerrado o en qué parte de Inglaterra está situada esta mansión. A veces imagino que oigo el rugido del mar, y deseaba estar de nuevo en el Atlántico hasta que os vislumbré.

María solo dispuso de unos instantes para comentar esta narración, después de lo cual Darnford la dejó a solas con sus propios pensamientos, con la tarea «que se emprende una y otra vez y nunca acaba» de sopesar sus palabras, recordar su voz y sentirla resonar en su corazón.

CAPÍTULO IV

La piedad, así como la desamparada y grave adversidad, han sido consideradas estados favorables para el amor, mientras que los escritores satíricos han atribuido esta propensión a los efectos relajantes de la ociosidad. Así pues, ¿qué posibilidad tenía María de escapar cuando la piedad, la aflicción y la soledad conspiraban para suavizar su mente y alimentar deseos y, como consecuencia lógica, esperanzas románticas?

María tenía veintiséis años. Pero su constitución era tan fuerte que el tiempo solo había hecho que en su rostro se reflejase el carácter de su mente. Su tendencia a dar vueltas a un mismo tema y los afectos que había desarrollado habían borrado algunas de las alegres bondades de la inocencia, y habían producido de manera inconsciente esa irregularidad en sus rasgos que los esfuerzos del entendimiento por rastrear o gobernar los fuertes impulsos del corazón suelen imprimir en la complaciente multitud. La aflicción y el cuidado habían suavizado, sin ensombrecerlos, los brillantes destellos de juventud, y la gravedad que se reflejaba en su frente no rebajaba la femenina delicadeza de sus rasgos. Es más, la sensibilidad que a menudo la recubría era tal, que con frecuencia María parecía, como gran parte de las de su sexo, haber nacido únicamente para sentir. Los movimientos de su bien proporcionada e incluso casi voluptuosa figura sugerían la idea de una gran fortaleza mental, más que corporal. En ocasiones había una sencillez en su porte, rayana en la ingenuidad infantil, que inducía a la gente común a subestimar sus cualidades y sonreír ante los vuelos de su imaginación. Pero quienes no podían comprender la delicadeza de sus sentimientos quedaban prendados de su compasión inagotable, por lo que era muy querida por personas de los más diversos caracteres. No obstante, estaba demasiado influida por su ardiente imaginación como para observar las reglas comunes.

Hay faltas que a los veinticinco años son pruebas de fortaleza mental y que diez o quince años después demostrarían la debilidad e incapacidad de la mente para forjar un entendimiento sano. Los jóvenes que se contentan con los placeres corrientes de la vida y no persiguen fantasmas ideales de amor o amistad no alcanzarán nunca una gran madurez intelectual. Mas si se albergan tales sueños, como ocurre con demasiada frecuencia en el caso de las mujeres —cuando la experiencia debería haberles enseñado en qué consiste la felicidad humana—, aquellos se vuelven tan inútiles como estas desdichadas. Además, sus sufrimientos y placeres dependen tanto de circunstancias externas, de los objetos en los que vierten sus afectos, que rara vez actúan impulsadas por una mente resuelta, capaz de elegir su propio camino.

Al haber tenido que luchar incesantemente contra los vicios humanos, la imaginación de María hallaba sosiego en describir las virtudes que el mundo podía contener. Pigmalión dio forma a una joven de marfil y anheló que un alma le infundiese vida. Por el contrario, ella combinó todas las cualidades de la mente de un héroe y el destino le procuró una estatua en la que podía guardarlas como una reliquia.