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100 Clásicos de la Literatura

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—Debe ser ahí —dijo, deslizando su brazo por debajo del de su padre, con un ademán que la timidez de Archer no pudo rechazar; y permanecieron ambos de pie mirando hacia la casa.

Era un edificio moderno, sin carácter distintivo, pero con muchas ventanas, y con agradables balcones en su amplio frente color crema. En uno de los balcones de más arriba, que colgaba por encima de las copas redondeadas de los castaños de Indias de la plaza, los toldillos aún estaban bajos, como si el sol acabara de abandonarlo.

—¿Cuál piso será...? —conjeturó Dallas; y acercándose a la porte-cochére metió la cabeza dentro de la ventanilla del portero, y volvió diciendo—: El quinto. Debe ser el del toldo.

Archer se quedó inmóvil, contemplando las ventanas de arriba como si hubiera alcanzado el final de su peregrinaje.

—Sabes, son cerca de las seis —le recordó al cabo de unos minutos su hijo.

El padre miró un banco vacío bajo los árboles.

—Creo que me sentaré allí un momento — dijo.

—¿Por qué? ¿No te sientes bien? —exclamó su hijo.

—Oh, perfectamente bien. Pero quisiera que subieras sin mí, por favor.

Dallas se paró frente a él, visiblemente sorprendido.

—Pero, papá, ¿esto significa que no quieres subir?

—No lo sé —dijo Archer lentamente.

—Si no subes, ella no lo entenderá.

—Anda, hijo mío; tal vez te siga.

Dallas le clavó una larga mirada a través de la luz del crepúsculo.

—¿Pero qué diablos le voy a decir?

—Hijo, tú siempre sabes qué decir —replicó su padre con una sonrisa.

—Está bien. Le diré que eres un anticuado, que prefiere subir cinco pisos a pie porque no te gustan los ascensores.

Su padre volvió a sonreír.

—Dile que soy anticuado, con eso basta.

Dallas volvió a mirarlo, y luego, con un gesto de incredulidad, desapareció de su vista bajo el abovedado portal.

Archer se sentó en el banco y siguió mirando el balcón del toldillo. Calculó el tiempo que demoraría su hijo en llegar al quinto piso en el ascensor, tocar el timbre, y ser introducido al vestíbulo, y luego escoltado hasta el salón. Se imaginó a Dallas entrando en ese cuarto con su paso rápido y seguro y con su encantadora sonrisa; y se preguntó si la gente tenía razón cuando decía que su hijo "había salido a él". Después trató de ver a las personas ya en el salón —porque probablemente a esa hora en que se recibían visitas debía haber más de una y entre ellas a una dama morena, pálida, de pelo negro, que lo miraría vivamente, casi levantada de su asiento, y extendería una mano larga y fina con tres anillos en sus dedos... Pensó que estaría sentada en un sofá junto al fuego, y tras ella una mesa con un gran ramo de azaleas.

—Es más real para mí desde aquí que si hubiera subido —se oyó decir de súbito.

Y el miedo de que aquella última sombra de realidad perdiera su contorno, lo mantuvo pegado a su asiento a medida que los minutos pasaban uno tras otro.

Permaneció así mucho tiempo mientras el crepúsculo se hacía más denso, sin quitar los ojos del balcón. Hasta que brilló una luz a través de las ventanas, y un momento después un sirviente salió al balcón, levantó el toldillo, y cerró los postigos.

Entonces, como si hubiera sido la señal que esperaba, Newland Archer se levantó lentamente y regresó caminando, solo, a su hotel.

María

Por

Mary Wollstonecraft

PREFACIO

Los males de la mujer, como los de los sectores oprimidos de la humanidad, se han de considerar necesarios por parte de sus opresores, pero seguramente hay mujeres que se atreverán a adelantarse a su tiempo y a certificar que mis bosquejos no son el engendro de una mente trastornada ni los trazos enérgicos de un corazón herido.

Al escribir esta novela he preferido retratar pasiones antes que costumbres. En muchos casos, podría haber dado a las escenas un carácter más dramático si hubiera sacrificado mi objetivo principal: el deseo de mostrar el sufrimiento y la opresión, exclusivos de las mujeres, que se derivan de unas leyes y costumbres sociales partidistas. En la invención de esta historia, esta idea puso freno a mi fantasía y por ello este relato debería considerarse como la historia de la mujer, más que la de un individuo concreto. He tratado de que los sentimientos se encarnasen.

En muchas obras de este tipo, al héroe se le permite comportarse como un ser mortal y convertirse en sabio, feliz y virtuoso a través de una serie de acontecimientos y circunstancias. Las heroínas, por el contrario, han de nacer inmaculadas y actuar como diosas de la sabiduría, impecables minervas nacidas de la cabeza de Júpiter.

Por mi parte, no puedo imaginar una situación más angustiosa que la que supone, para una mujer con inteligencia y sensibilidad, estar atada de por vida a un hombre como el que he descrito, obligada a renunciar a todos los tiernos afectos y a cultivar el intelecto, no fuera que al percibir la belleza y el refinamiento de los sentimientos se agudizara su desencanto hasta hacerlo intolerable. El amor, que la imaginación adereza con sus tonos embriagadores, se ha de vivificar mediante la delicadeza. Debería despreciar —o definirla como vulgar— a aquella mujer que pudiera soportar a un marido como el que he retratado.

En mi opinión, estos —es decir, la tiranía del matrimonio en lo que respecta a los sentimientos y a las conductas— son los males propios de la mujer, porque degradan su espíritu. Los llamados «grandes infortunios» quizá causen una impresión más fuerte en la mente de los lectores comunes, pues contienen más de esos efectos que suelen llamarse «teatrales», pero lo que constituye, en mi opinión, el mayor mérito de nuestras mejores novelas es el bosquejo de sensaciones más sutiles. Esto es lo que me propongo, así como mostrar los males de diferentes clases de mujeres que están, sin embargo, igualmente oprimidas, a pesar de las diferencias de educación inevitables.

CAPÍTULO I

Con frecuencia se han descrito casas del terror y castillos llenos de espectros y quimeras, conjurados por las mágicas palabras del genio artístico para atormentar el alma y cautivar la mente fantasiosa. Pero, formados como están los sueños de un material así, ¿qué eran esas descripciones comparadas con la mansión de la desesperación, en uno de cuyos rincones estaba sentada María, intentando reunir sus pensamientos dispersos?

La sorpresa, la estupefacción, rayanas en la locura, parecían haber suspendido sus sentidos hasta que, despertándose en ella una aguda sensación de angustia, un torrente de rabia e indignación reavivó su pulso mortecino. Los recuerdos empezaron a sucederse uno tras otro a velocidad vertiginosa, amenazando con incendiar su cerebro y convertirla en digna compañera de los terroríficos habitantes de ese lugar, cuyos gritos y gemidos no eran los sonidos inofensivos del viento cuando aúlla ni de pájaros sobresaltados, modulados por una fantasía romántica, que divierten a la vez que asustan, sino esos tonos lastimeros que suscitan en el corazón una certeza terrible. ¡Qué efecto debieron de producir en alguien como María, compasiva y torturada por los temores maternales!

La imagen de su pequeña se le aparecía constantemente, y recordaba su primera sonrisa pícara como solo una madre —una madre desdichada— puede imaginar. Oía sus tiernos balbuceos y sentía sus deditos sobre su pecho henchido, un pecho que rebosaba de ese alimento por el que su pequeño tesoro quizá ahora estuviese suspirando en vano. Su pequeña podía recibir la leche materna de una extraña (a María le entristecía pensarlo) pero ¿quién la cuidaría con la ternura y abnegación de una madre?

Las sombras ocultas de antiguos pesares regresaron de golpe en lúgubre sucesión, y parecían dibujarse en las paredes de su prisión, magnificadas por el ánimo con el que eran percibidas. Aún lloraba por su hija, lamentaba que fuese una niña y anticipaba los graves infortunios en la vida que su sexo hacía casi inevitables, a la que vez que temía hubiese dejado de existir. Pensar que había muerto era para ella una agonía. No obstante, cuando su imaginación se obstinaba en desbordarse, el pensamiento de su pequeña abandonada en un mar desconocido era igualmente descorazonador.

Tras pasar dos días dominada por emociones impetuosas y variadas, María comenzó a reflexionar con más calma sobre su situación actual, pues el descubrimiento del acto tan atroz del que había sido víctima la había dejado incapaz de cualquier reflexión serena. No podía haber imaginado que, siquiera en la putrefacción de una sociedad depravada, un plan semejante pudiera ocurrírsele a una mente humana. Había quedado aturdida por un golpe inesperado, pero no debía renunciar indolentemente a la vida, por triste que fuera, ni sufrir los infortunios sin hacerles frente, o considerar la paciencia como una virtud. Hasta entonces no había meditado sino para afilar el dardo de la angustia y había borrado de su corazón los latidos de indignación mediante el simple desprecio. Ahora intentaba prepararse para ser fuerte y plantearse en qué habría de emplear su tiempo en esa lúgubre celda. ¿Acaso no debía intentar escapar, huir para socorrer a su hija y desbaratar las egoístas maquinaciones de su tirano, que no era otro que su marido?

Estos pensamientos despertaron su adormecido espíritu y le hicieron recuperar el control de sí misma, que parecía haberla abandonado en la infernal soledad a la que había sido arrojada. Las primeras emociones de irrefrenable impaciencia comenzaron a remitir y el resentimiento dio paso a la ternura y a una reflexión más calmada, aunque una vez más la cólera interrumpió el curso de esas tranquilas meditaciones cuando intentó mover los brazos esposados. Pero este era un ultraje que solo podía provocarle sentimientos momentáneos de desdén, que se desvanecieron en una leve sonrisa, pues María estaba lejos de considerar que una ofensa personal fuera lo más difícil de sobrellevar con magnánima indiferencia.

 

Se aproximó a la pequeña ventana enrejada de su aposento y durante un tiempo que no sabría precisar se limitó a observar el cielo azul, aunque desde allí se veía un desolado jardín y parte de una enorme mole de edificios que, tras haber sufrido durante medio siglo numerosos derrumbes a causa del abandono, habían sido objeto de algunas torpes reparaciones con el único fin de hacerlos habitables. Se había arrancado la hiedra de los torreones, y las piedras no utilizadas para cerrar las brechas abiertas por el tiempo o evitar el azote de los elementos se habían apilado en montones por todo el desordenado patio. María contempló este escenario durante un buen rato, o, más bien, mantuvo la mirada fija en esos muros mientras meditaba acerca de su situación. Dirigiéndose al amo de esta prisión, la más horrible de cuantas puedan imaginarse, al poco de ingresar allí, había despotricado contra la injusticia, en un tono que habría justificado el trato que se le dispensaba si una sonrisa maligna, cuando ella apeló a su buen juicio, no hubiese sofocado con espantosa convicción sus quejas y reconvenciones. Por la fuerza o abiertamente, ¿qué podía hacerse? Sin duda, algún recurso podría ocurrírsele a una mente activa, consagrada a ese único objetivo y con el suficiente convencimiento como para medir en una balanza el riesgo de perder la vida y la posibilidad de alcanzar la libertad.

En medio de estas cavilaciones entró una mujer con paso firme y decidido. Tenía rasgos muy marcados y unos grandes ojos negros que clavó fijamente en los de María, como si se propusiera intimidarla, mientras decía:

—Más vale que os sentéis y comáis la cena, en lugar de mirar las nubes.

—No tengo apetito —respondió María, quien previamente había decidido hablar sosegadamente—. ¿Por qué, pues, debería comer?

—No obstante, debéis comer algo y así lo haréis. He tenido bajo mi custodia a muchas damas resueltas a dejarse morir de hambre, pero tarde o temprano recuperaron el juicio y desistieron de su propósito.

—¿De veras me consideráis loca? —preguntó María, haciendo frente a su penetrante mirada.

—No en este preciso momento, pero ¿qué prueba eso? Solo que se os debe vigilar con más cuidado, al parecer a veces tan razonable. No habéis probado bocado desde que entrasteis en la casa —María suspiró ostensiblemente—. ¿Qué otra cosa sino la locura podría producir semejante aversión a la comida?

—La aflicción; no lo preguntaríais si supierais lo que es —la celadora sacudió la cabeza; una estremecedora sonrisa de desesperada firmeza sirvió de respuesta y obligó a María a hacer una pausa, antes de añadir:

—No obstante, comeré algo. No tengo intención de morir, no. Conservaré el juicio y os convenceré incluso a vos, antes de que os deis cuenta, de que siempre he estado en pleno uso de mis facultades, aunque alguna droga infernal pueda haberlas tenido en suspenso.

La duda se dibujaba más claramente aún en la frente de su guardiana mientras trataba de sorprenderla en alguna falta.

—¡Tened paciencia! —exclamó María con una solemnidad que inspiraba temor reverencial—. Dios mío, ¡cuán instruida he sido en esta práctica!

Su voz ahogada delataba las agónicas emociones que intentaba dominar. Conteniendo una náusea, se esforzó por comer lo suficiente como para demostrar su docilidad, al tiempo que se volvía continuamente hacia la recelosa mujer, cuya atención intentó atraer mientras hacía la cama y arreglaba la estancia.

—¡Venid a menudo! —dijo María con tono persuasivo, como consecuencia de un plan un tanto difuso aún que había ideado precipitadamente cuando, tras estudiar el aspecto y los rasgos de aquella mujer, sintió que poseía un entendimiento por encima de lo común—, y tenedme por loca hasta que os veáis obligada a reconocer lo contrario.

La mujer no era estúpida, sino superior a las de su clase, y la desdicha no había logrado borrar en ella la fuerza de la compasión, a la que la reflexión sobre nuestras propias desgracias solo había dado un carácter más ordenado. El gesto de María, más que sus palabras, despertó una ligera sospecha en su mente, acompañada de la correspondiente piedad, que otras ocupaciones pendientes, así como el hábito de desterrar la compunción, le impedían por el momento examinar con más detenimiento. Pero cuando se le dijo que no había de permitirse a persona alguna, excepto al médico designado por la familia, ver a la dama del final de la galería, abrió aún más sus perspicaces ojos y carraspeó antes de preguntar por qué. Se le explicó brevemente que la enfermedad era hereditaria y que, al no producirse los accesos de locura sino a intervalos muy espaciados e irregulares, debía ser vigilada muy de cerca, pues la duración de estos periodos de lucidez no había hecho sino volverla más astuta cuando cualquier disgusto o capricho le provocaban uno de tales arrebatos.

Si su amo hubiese confiado en ella, probablemente ni la piedad ni la curiosidad la habrían hecho desviarse de su cometido, pues había sufrido demasiado en su relación con el género humano como para no tomar la determinación de buscar apoyo, más por complacer las pasiones de la gente que por buscar su aprobación mediante la integridad de su conducta. Una terrible desgracia la había golpeado en el umbral mismo de su existencia, y la muerte de su madre fue como una pesada carga que colgaba de su cuello inocente para arrastrarla a la perdición. No podía tomar la heroica determinación de socorrer a una desventurada, pero, ofendida por la mera suposición de que se la pudiese engañar con la misma facilidad que a una celadora común, dejó de reprimir su curiosidad. Aunque nunca profundizaba seriamente en sus propias intenciones, se sentaría, cuando nadie la observara, a escuchar la historia que María ansiaba relatarle con toda la convincente elocuencia de su dolor.

Resulta tan esperanzador ver un rostro humano, aun cuando apenas quede en él rastro alguno de la divina virtud, que María esperaba ansiosa el regreso de la guardiana como el de un destello de luz que rompiese esa oscura quietud. Percibía que la pena consentida debe de embotar o agudizar las facultades en sentidos opuestos: o bien produciendo estupidez, la resignada melancolía de la indolencia, o bien dando lugar a la actividad frenética de una imaginación perturbada. María se sumía en uno de estos estados tras salir exhausta del otro, hasta que el deseo de ocuparse en algo se hizo más doloroso aún que la propia angustia o el miedo a sufrir. El encierro que la tenía recluida en un oscuro rincón, con un porvenir invariable ante ella, se convirtió en el más insoportable de los castigos. La antorcha de la vida parecía consumirse para tratar de despejar los vapores de una mazmorra que ningún conjuro podía disipar. ¿Y con qué fin reunía toda su energía? ¿No era el mundo una vasta prisión y las mujeres esclavas por nacimiento?

Pese a fracasar en su reciente intento por suscitar una viva sensación de injusticia en la mente de su guardiana, pues esta había sido entrenada para la misantropía, no obstante logró tocar su corazón. Jemima, quien no tenía derecho más que a un nombre, pero a ningún privilegio cristiano, pudo, con falsos pretextos, enterarse de los detalles del encierro de María. Había sentido la mano aplastante del poder, se había endurecido por la práctica de la injusticia y había dejado de maravillarse ante las perversiones de la inteligencia que justifican la opresión. Mas cuando le dijeron que su pequeña, de tan solo cuatro meses de edad, le había sido arrebatada a María, aun cuando esta le prodigaba los más tiernos cuidados maternales, se despertaron de nuevo en ella sentimientos femeninos que había desterrado de su pecho durante largo tiempo, y Jemima se resolvió a aliviar hasta donde pudiera, sin arriesgarse a perder su puesto, los sufrimientos de una madre desdichada, aparentemente herida y sin duda infeliz. Un sentido del bien parece desprenderse del acto racional más simple y presidir las facultades de la mente, como criterio que gobierna el sentimiento, para corregir a las demás; pero —pues la comparación puede llevarse aún más lejos— ¡cuán a menudo la exquisita sensibilidad de ambos resulta debilitada o destruida por las ocupaciones vulgares y los placeres burdos de la vida!

El mantener su situación era ciertamente un objetivo importante para Jemima, a quien habían perseguido de agujero en agujero como si de una alimaña se tratara o estuviese infectada por alguna plaga moral. El salario que percibía, la mayor parte del cual guardaba como su única posibilidad de independizarse, era considerablemente más alto del que podía esperar obtener en cualquier otra parte, aun en el caso de que le permitiesen —a ella, una marginada de la sociedad— ganarse el sustento en una familia respetable. Al oír a María quejarse constantemente de su apatía y de no ser capaz de distraer su aflicción reanudando sus acostumbrados quehaceres, se dejó persuadir fácilmente, por compasión y por ese involuntario respeto por el talento, que aquellos que lo poseen nunca pueden erradicar, para traerle algunos libros y utensilios de escritura. La conversación de María la había entretenido e interesado, y la consecuencia lógica fue un deseo, del que apenas era consciente, de obtener la estima de una persona a la que admiraba. El recuerdo de días mejores se hizo más vívido y los sentimientos adquirieron un aspecto menos romántico del que tuvieron durante mucho tiempo. Un destello de esperanza animó su mente hacia una actividad nueva.

¡Cuán agradecida era su atención a María! Oprimida por el peso de la existencia o víctima del corrosivo gusano del descontento, ¡con cuánto afán se esforzaba por acortar los largos días que no dejaban huella alguna! Parecía navegar en el vasto océano de la vida, sin distinguir ninguna señal reconocible que indicase el transcurrir del tiempo. Así pues, encontrar algo en qué emplearse era encontrar la variedad, el principio vivificador de la Naturaleza.

CAPÍTULO II

Aunque María se esforzaba con el mayor empeño en mitigar mediante la lectura la angustia de su mente afligida, sus pensamientos a menudo se desviaban del tema que esa lectura le planteaba y los argumentos de esa página quedaban oscurecidos por lágrimas de ternura maternal. Reflexionaba amargamente sobre «los males de los que la carne es heredera» siempre que el relato de un infortunio que guardara alguna semejanza con el suyo le hiciera revivir el recuerdo de su niña. Su imaginación se empleaba continuamente en conjurar y dar forma a los diversos fantasmas de la aflicción que la locura y el vicio han dejado sueltos por el mundo. La pérdida de su pequeña era su punto vulnerable, e intentaba defender su pecho de otros pensamientos dolorosos; incluso un rayo de esperanza en medio de su lúgubre ensoñación brillaba a veces en el oscuro horizonte futuro, mientras se convencía a sí misma de que debía dejar de albergar esperanzas, pues en ningún lugar hallaría la felicidad. Pero no podía pensar en su pequeña, debilitada por la congoja que había invadido a su madre antes de su nacimiento, sin revolverse por la impaciencia.

—¡Yo sola, con mi solícita ternura —exclamó—, pude haber salvado de un temprano infortunio a esta dulce flor y, al cuidarla, aún tendría alguien a quien amar!

En la misma medida en que otras esperanzas le habían sido arrebatadas, esta dulce ilusión se había aferrado y cosido a su corazón. Los libros que había obtenido pronto fueron devorados por alguien que no tenía otro medio para escapar de la tristeza y de los febriles sueños de la desdicha o la felicidad ideales, que debilitan por igual la sensibilidad intoxicada. Así pues, escribir era la única alternativa, y escribió algunos poemas que describían su estado de ánimo. Mas, al pesar sobre ella los acontecimientos de su pasado, decidió relatarlos de forma detallada, con los sentimientos que le sugería la experiencia y un entendimiento más maduro. Tal vez estos podrían educar a su hija y protegerla del sufrimiento y la tiranía que su madre no había sabido evitar.

Este pensamiento dio vida a su discurso. Su alma fluía en él y pronto descubrió que la tarea de recordar impresiones casi olvidadas era muy estimulante. Revivió las emociones de juventud y olvidó su situación presente al rememorar los infortunios que habían adquirido un carácter inalterable. No obstante, aunque esta ocupación aligeraba el paso de las horas, María, sin perder nunca de vista su objetivo principal, no dejaba escapar una sola oportunidad de ganarse el afecto de Jemima, pues descubrió en ella una fortaleza mental que le hizo ganarse su estima, nublada hasta entonces por la misantropía y la desesperación.

 

Aislada desde la desgracia de su nacimiento, despreciaba y vivía a costa de la sociedad que la había oprimido. No amaba a sus semejantes, pues nunca nadie la había amado. Jamás ninguna madre la había acariciado, ningún padre ni hermano la habían protegido de la indignidad, y el hombre que la había sumido en la infamia y la había abandonado cuando más apoyo necesitaba no se dignó siquiera a suavizar con la bondad el camino a la perdición. Vejada, se encontró sola en el mundo, y la virtud, nunca alimentada por el afecto, adoptó el severo aspecto de la más egoísta independencia.

María reconstruyó esta visión general de la vida de Jemima a partir de sus exclamaciones y sus escuetos comentarios. Esta mostraba, en efecto, una extraña mezcla de interés y recelo, pues la escuchaba muy atentamente y acto seguido interrumpía la conversación, como si temiese renunciar, por el mero hecho de ceder a la compasión, a su concepción del mundo, por la que había pagado un precio tan alto.

María aludió a la posibilidad de una huida y mencionó una recompensa; mas la forma en que su propuesta fue rechazada la indujo a ser cauta y no retomar el tema hasta saber más sobre el carácter al que debía intentar persuadir. El semblante y las leves insinuaciones de Jemima parecían decir: «Sois una mujer extraordinaria, mas permitidme pensar que pueda tratarse únicamente de uno de vuestros intervalos de lucidez». Es más, la energía del carácter de María le hacía sospechar que la extraordinaria animación que percibía pudiera ser efecto de la locura. Pues, si su marido confirmaba su acusación y se apoderaba de sus bienes, ¿de dónde provendría la renta anual que María le había prometido, o alguna protección más deseada? Además, ¿no podría una mujer ansiosa por huir ocultar algunas de las circunstancias que iban en su contra? ¿Acaso cabía esperar la verdad de alguien que había sido capturado en una trampa y raptado de la manera más fraudulenta?

Jemima siguió reflexionando sobre todo esto después de que la compasión y el respeto pareciesen desviarla de su forma de pensar. No obstante, resolvió no dejarse manipular para hacer algo más que suavizar el rigor del encierro hasta poder pisar sobre suelo más firme.

A María no se le permitía pasear por el jardín, pero algunas veces, desde su ventana, apartaba los ojos de las lóbregas paredes en las que su vida languidecía para posarlos en los pobres infelices que vagaban por las alamedas, y contemplaba la más terrorífica de las ruinas: la de un alma humana. ¿Qué es la visión de una columna derrumbada o un arco decrépito de la más exquisita factura, comparada con este testimonio viviente de la fragilidad y la inestabilidad de la razón y la salvaje exuberancia de las bajas pasiones? El entusiasmo se libra de sus ataduras y, como un arroyo caudaloso que rebasa sus orillas, avanza impetuoso con velocidad destructiva e inspira un sublime aluvión de pensamientos. Así pensaba María. Esos son los estragos sobre los que la humanidad debe meditar con profunda tristeza, sin que el mármol roto ni el latón herrumbroso, indignos de la confianza que inspira la fama monumental, incrementen su angustia. No volcamos nuestra congoja sobre los decadentes productos de nuestra mente, adornados con el arte más gozoso. La visión de lo que ha hecho el hombre produce un melancólico pero enaltecedor sentimiento de lo que aún queda por alcanzar al intelecto humano. Mas una convulsión mental que, como la devastación causada por un terremoto, llena de confusión todos los productos del pensamiento y la imaginación, hace que la contemplación se vuelva borrosa y nos preguntemos temerosos qué suelo pisamos.

La melancolía y la imbecilidad se marcaban en los rasgos de los desgraciados a quienes se permitía respirar un poco de aire, pues los lunáticos, aquellos que en su desvarío habían perdido la conciencia de su aflicción, estaban celosamente encerrados. Las juguetonas travesuras y las maliciosas estratagemas de su perturbada fantasía, que estallaban de modo inesperado, no podían evitarse cuando se les daba un poco de libertad. Tan activa era su imaginación que cualquier objeto que excitase accidentalmente sus sentidos despertaba hasta el delirio sus agitadas pasiones, tal como María aprendió de la acometida de esos incesantes desvaríos.

En ocasiones, al caer la tarde, bajo la orden estricta de guardar silencio, Jemima permitía a María recorrer agarrada a su brazo los estrechos pasillos que separaban esos aposentos similares a mazmorras. ¡Qué cambio de escenario! María deseaba franquear el umbral de la prisión, pero cuando por casualidad se sentía fulminada por una mirada iracunda, aunque infiel a su deber, retrocedía con un horror y espanto mayores que si hubiese tropezado con un cadáver mutilado. Su ajetreada fantasía imaginaba la pena de un corazón afectuoso que velaba a una amiga apartada de su lado, ausente, aunque presente, en la figura de una pobre infeliz ajena a la razón y a los placeres sociales de la existencia y que, en su delirio, había perdido por completo la conciencia de su desdicha. ¡Qué tarea, la de observar cómo la luz de la razón vacila en la mirada, o captar con angustiosa expectación el destello de un recuerdo! ¡Atormentada por la esperanza, mas únicamente para caer en una desesperación más profunda al distinguir un rostro o una voz amados que se han recordado de pronto o se han invocado ardientemente solo para ser olvidados al instante o contemplados con indiferencia o aborrecimiento! Un suspiro melancólico y desgarrador inundaba su alma, y cuando se retiraba a descansar, las pétreas figuras que había encontrado, las únicas formas humanas que estaba condenada a observar, atormentaban sus sueños con historias de agravios misteriosos y le hacían desear dormirse para no soñar más.

Los días se iban sucediendo y, pese a lo tediosa que resultaba su situación, transcurrían con tal monotonía que María se sorprendió al descubrir que llevaba ya seis semanas enterrada en vida y que, sin embargo, tenía tan pocas esperanzas de consumar su huida. Aunque antes había buscado desesperadamente alguna ocupación, ahora se sentía enojada consigo misma por haberse entretenido escribiendo su relato, y le apenaba imaginar que por un momento hubiese pensado en otra cosa que no fuese escapar.

Resultaba evidente que Jemima disfrutaba de su compañía. Sin embargo, aunque a veces se despedía de ella con un destello de bondad, volvía con el mismo aire de frialdad; cuando su corazón parecía a punto de abrirse, algo en su mente la obligaba a cerrarlo antes de que pudiese manifestar la confianza que la conversación de María le inspiraba. Desalentada por tales cambios, María había caído de nuevo en el abatimiento, pero le alegró la prontitud con que Jemima le trajo un nuevo paquete de libros, asegurándole que le había costado algún trabajo obtenerlos de uno de los vigilantes de cierto caballero encerrado en la esquina opuesta de la galería.

María cogió los libros con emoción.

—Tal vez —se dijo— provengan de un infeliz, condenado, como yo, a discurrir sobre la naturaleza de la locura al tener constantemente ante sí tantas mentes trastornadas y casi a desear él mismo enloquecer, como yo lo deseo, para escapar a esa contemplación.