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100 Clásicos de la Literatura

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Advirtió que su mujer lo miraba con ansiedad.

—¿Te importa que se lo haya dicho a ella primero, Newland?

—¿Importarme? ¿Por qué debería importarme? —hizo el último esfuerzo por reponerse—. Pero eso fue hace unos quince días, ¿no es así? Me parece que dijiste que sólo hoy tuviste la certeza.

El rubor de May se volvió más intenso, pero le sostuvo la mirada.

—No; todavía no estaba segura ese día, pero le dije que lo estaba. ¡Y ya ves que tenía razón! —exclamó, con los ojos azules húmedos de victoria.

34

Newland Archer estaba sentado ante el escritorio de su biblioteca en la calle Treinta y Nueve Este. Acababa de regresar de una importante recepción oficial por la inauguración de las nuevas galerías del Museo Metropolitano, y el espectáculo de aquellos dos grandes espacios en que se almacenaba el botín de todas las épocas, donde una multitud elegante circulaba a través de una serie de tesoros científicamente catalogados, oprimió de pronto un enmohecido resorte de su memoria.

—Pero si esto solía ser una de las viejas salas de Cesnola —oyó decir a alguien.

Y al instante todo se desvaneció a su alrededor, y se encontró sentado solo en un duro diván de cuero, apoyado contra un radiador, mientras una delgada figura envuelta en un largo abrigo de piel de foca se alejaba por la pobremente alhajada sala del viejo museo. La imagen despertó un sinnúmero de otras asociaciones, y miró con nuevos ojos la biblioteca que, por más de treinta años, había sido el escenario de sus solitarias meditaciones y de las confabulaciones de toda la familia. Era el lugar donde sucedieron la mayoría de las cosas reales de su vida. Ahí su mujer, cerca de veintiséis años atrás, le había comunicado, con un ruborizado circunloquio que haría sonreír a las jóvenes de la nueva generación, la noticia de que tendría un hijo; y allí su hijo mayor, Dallas, demasiado frágil para llevarlo a la iglesia a mediados de invierno, había sido bautizado por el viejo amigo de la familia, el obispo de Nueva York, el grandote, magnífico e irremplazable obispo, orgullo y ornamento de su diócesis por largo tiempo. Allí Dallas caminó tambaleante por el suelo gritando "papá", mientras May y la niñera reían detrás de la puerta; allí su segunda hija, Mary (que era igual a su madre), anunció su compromiso con el más aburrido y fiable de los numerosos hijos de Reggie Chivers; y allí Archer la besó a través de los velos de su traje de novia antes de dirigirse al auto que los llevaría a la Iglesia de la Gracia, porque en un mundo donde todo lo demás había tambaleado en sus bases, " la boda en la Iglesia de la Gracia" seguía siendo una institución inamovible.

Era en la biblioteca donde conversaba con May acerca del futuro de sus hijos: los estudios de Dallas y de su hermano menor, Bill, la incurable indiferencia de Mary por el "intelecto", y su pasión por el deporte y la filantropía, y la vaga inclinación hacia el "arte" que a la postre hizo aterrizar al inquieto y curioso Dallas en la oficina de un prometedor arquitecto de Nueva York.

Los jóvenes de la época se emancipaban del Derecho y los negocios para emprender toda suerte de cosas nuevas. Si no los absorbía la política estatal o la reforma municipal, tenían la oportunidad de dedicarse a la arqueología centroamericana, a la arquitectura o a la decoración, interesarse con entusiasmo y cultura por los edificios de su propio país construidos antes de la Revolución, estudiar y adaptar los estilos Georgian, y protestar contra el uso sin sentido de la palabra "colonial". En esos días nadie tenía casas "coloniales", excepto los millonarios abasteros de los suburbios.

Pero por encima de todo (a veces Archer lo ponía por encima de todo) fue en esa biblioteca donde el Gobernador de Nueva York, una noche en que, de regreso de Albany, llegó a cenar y a pasar la noche en la casa, miró a su anfitrión y le dijo, golpeando violentamente con el puño apretado sobre la mesa y sosteniendo sus anteojos entre los dientes:

—¡Al diablo los políticos profesionales! Tú eres la clase de hombre que el país necesita, Archer. Si hay que limpiar el establo, son los hombres como tú los que tienen que dar una mano en la limpieza.

"¡Hombres como tú!", la frase hizo enrojecer a Archer. ¡Con cuánta ansiedad respondió al llamado! Era un eco de aquella vieja petición de Ned Winsett para que se arremangara las mangas y se metiera en la mugre; pero esta vez se lo decía un hombre que había dado el ejemplo, y cuyo llamamiento a seguirlo era irresistible. Archer, mirando hacia atrás, no estaba seguro de que hombres como él fueran lo que su país necesitaba, al menos en el servicio activo al que Theodore Roosevelt apuntaba; de hecho, tenía motivos para pensar que no era así, pues después de un año en la Asamblea del Estado no había sido reelecto, y se había retirado muy agradecido al obscuro aunque útil trabajo municipal, y de ahí había pasado a la redacción ocasional de artículos en uno de los semanarios reformistas que trataban de sacar al país de su apatía. Era harto poco como para rememorarlo; pero cuando recordaba las aspiraciones de los jóvenes de su generación y de su clase —ganar dinero, hacer deportes y vida social, mezquinos hábitos que limitaban su estrecha visión de la vida—, aun su pequeña contribución al nuevo estado de cosas le pareció valedera, así como cada ladrillo cuenta en una muralla bien construida. Había actuado poco en la vida pública; siempre sería por naturaleza un hombre contemplativo y un diletante, gracias a que tuvo grandes cosas que contemplar, grandes cosas en qué deleitarse; y la amistad de un gran hombre que era su fuerza y su orgullo. Había sido, en resumen, lo que la gente empezaba a llamar "un buen ciudadano". En Nueva York, a lo largo de muchos años, todo nuevo movimiento filantrópico, municipal o artístico, tomó en cuenta su opinión y buscó su apoyo. La gente decía: "Pregúntenle a Archer" cuando se trataba de hacer funcionar la primera escuela para niños inválidos, reorganizar el Museo de Arte, fundar el Club Grolier, inaugurar la nueva Biblioteca, o poner en marcha una nueva sociedad de música de cámara. Tenía los días llenos, y llenados decentemente. Pensaba que eso era todo lo que un hombre debía pedir. Había algo que sabía perdido: la flor de la vida. Pero lo consideraba como algo tan inalcanzable e improbable, que lamentarse ahora habría sido como desesperarse porque uno no se sacó el primer premio de la lotería. Cien millones de boletos en "su" lotería, y un solo premio; la suerte le había sido decididamente adversa. Cuando pensaba en Ellen Olenska, lo hacía en forma abstracta, serena, como se puede pensar en algún amor imaginario de un libro o de un cuadro: ella había llegado a ser la imagen que abarcaba todo lo que él había perdido. Esa imagen, indefinida y tenue como era, le había impedido pensar en otras mujeres. Había sido lo que se llama un marido fiel; y cuando May murió repentinamente de una neumonía infecciosa que le contagiara el menor de sus hijos, la lloró sinceramente. Los largos años juntos le mostraron que no importa mucho si el matrimonio es un deber monótono, siempre que conserve la dignidad de un deber: sin eso se convierte en una simple batalla de innobles apetitos. Mirando a su alrededor, rindió homenaje a su pasado, y lloró por él. Al fin y al cabo, había cosas buenas en las antiguas costumbres. Al recorrer con la mirada la habitación, redecorada por Dallas con grabados ingleses, vitrinas Chippendale, piezas escogidas de porcelana y lámparas eléctricas que daban una agradable luz, sus ojos se posaron sobre el viejo escritorio Eastlake del que nunca quiso desprenderse, sobre la primera fotografía de May, que todavía permanecía en su lugar al lado del tintero.

Allí estaba, alta, con su pecho redondo y esbelto, con su vestido de muselina almidonada y su sombrero de paja que se movía con el viento, tal como la vio bajo los naranjos en el jardín de la Misión. Y tal como la viera ese día permaneció ella siempre; nunca exactamente a la misma altura, pero nunca más abajo: generosa, leal, incansable; pero sin una gota de imaginación, tan incapaz de crecer que el mundo de su juventud cayó en pedazos y se reconstruyó a sí mismo sin que ella hubiera tenido noción del cambio. Esta resistente y brillante ceguera guardó su horizonte inmediato aparentemente sin alteración. Su incapacidad para reconocer los cambios hizo que sus hijos le ocultaran sus ideas, tal como Archer le ocultaba las suyas; siempre hubo, desde el comienzo, una solidaria simulación de igualdad, una especie de inocente hipocresía familiar, a la que padre e hijos colaboraron inconscientemente. Y ella murió pensando que el mundo era un buen lugar, lleno de amor y de familias cariñosas y armoniosas como la suya, y se resignó a dejarlo porque estaba convencida de que, pasara lo que pasara, Newland seguiría inculcando a Dallas los mismos principios y prejuicios que habían moldeado las vidas de sus padres, y que Dallas a su vez (cuando Newland la siguiera) transmitiría el sagrado legado al pequeño Bill. Y a propósito de Mary, estaba tan segura de ella como de sí misma. De manera que, habiendo salvado a Bill de la muerte arriesgando su propia vida, se fue tranquila a ocupar su lugar en la cripta de los Archer en St. Mark, donde Mrs. Archer yacía liberada de la aterradora "tendencia" de la que su nuera jamás tuvo conciencia. Frente al retrato de May había uno de su hija. Mary Chivers era tan alta y rubia como su madre, pero de talle largo, pecho plano, y ligeramente encorvada, como requería la nueva moda. Mary Chivers no hubiera podido realizar sus extraordinarias proezas atléticas con la cintura de veinte pulgadas que la cinta azul claro de May Archer rodeaba con tanta facilidad. Y la diferencia parecía simbólica; la vida de la madre fue tan estrechamente ceñida como su figura. Mary, que no era menos convencional que ella, ni más inteligente, vivía sin embargo una vida más libre y tenía ideas más tolerantes. También había cosas buenas en el nuevo orden.

 

Sonó el teléfono y Archer, apartando la mirada de las fotografías, descolgó el auricular que estaba al alcance de su mano. ¡Qué lejos estaban los días cuando las piernas del mensajero con botones de bronce eran el único medio de comunicación en Nueva York!

—Llaman de Chicago.

Ah, debía ser una llamada de larga distancia de Dallas, a quien su firma enviara a Chicago para discutir el plan del palacio de Lakeside que iban a construir por orden de un joven millonario lleno de ideas. La firma siempre encargaba a Dallas tales comisiones.

—Aló, papá. Sí, soy Dallas. Mira, ¿qué te parecería embarcarte el miércoles? En el Mauritania, sí, el miércoles que viene. Nuestro cliente quiere que vea algunos jardines italianos antes de tomar una determinación, y me ha pedido que me suba de inmediato en el próximo barco. Tengo que estar de vuelta el primero de junio...

La voz fue interrumpida por una alegre carcajada.

—...así que tenemos que movernos rápido. Papá, necesito tu ayuda, por favor ven.

Parecía que Dallas hablara en el mismo cuarto: la voz se oía tan cercana y natural como si estuviera echado en su sillón favorito frente al fuego.

El hecho no habría sorprendido a Archer, pues la telefonía a larga distancia había llegado a ser algo tan corriente como la luz eléctrica y los viajes de cinco días para atravesar el Atlántico. Pero la risa sí lo sobresaltó; todavía le parecía maravilloso que a través de todos aquellos miles de kilómetros del país, bosques, ríos, montañas, praderas, ciudades ruidosas y millones de seres ocupados e indiferentes, la risa de Dallas pudiera significar: "Por supuesto, pase lo que pase, debo regresar el primero, porque Fanny Beaufort y yo nos casaremos el cinco". Volvió a escuchar la voz.

—¿Que lo vas a pensar? No, señor, ni un minuto. Tienes que decir sí ahora. ¿Por qué no, me gustaría saber? Si puedes dar una sola razón... No, ya lo sabía. Entonces estamos de acuerdo, ¿eh? Porque cuento contigo para tocar el timbre en la oficina de los Cunard a primera hora de mañana; y es mejor que reserves el regreso en un barco que salga de Marsella. Papá, será la última vez que estemos juntos, de esta manera... ¡Bien, bien! Ya sabía que podrías acompañarme.

Chicago cortó, y Archer se levantó y comenzó a pasearse por el cuarto.

Sería la última vez que estuvieran juntos de aquella manera: el muchacho tenía razón. Tendrían muchos otros "momentos" después del matrimonio de Dallas, a su padre no le cabía duda, pues ambos habían sido siempre buenos camaradas, y Fanny Beaufort, a pesar de lo que se pudiera pensar de ella, no parecía querer interferir en la intimidad entre padre e hijo. Al contrario, por lo que había visto de ella, pensaba que sería fácil incluirla en el clan. Sin embargo, un cambio es un cambio, y las diferencias son las diferencias, y aunque se sentía muy inclinado hacia su futura nuera, era tentador aprovechar esta última ocasión de estar solo con su hijo.

No tenía ningún motivo para no hacerlo, salvo la profunda razón de que había perdido la costumbre de viajar. A May no le gustaba moverse más que por razones muy válidas, como llevar a los niños a la playa o a la montaña; no podía imaginar otro motivo para dejar su casa de la calle Treinta y Nueve, o su confortable alojamiento en la residencia de los Welland en Newport. Después que Dallas se graduó, ella pensó que era su deber viajar por tres meses; y toda la familia hizo el anticuado recorrido por Inglaterra, Suiza e Italia. Como tenían el tiempo limitado (nadie supo por qué) omitieron Francia. Archer recordaba la rabia de Dallas cuando le dijeron que contemplara el Mont Blanc en vez de Rheims y Chartres. Pero Mary y Bill quería escalar montañas, y ya habían bostezado como locos en las visitas de Dallas a las catedrales inglesas; y May, siempre justa con sus hijos, insistió en el equilibrio entre sus gustos atléticos y artísticos. En realidad propuso que su marido fuera a París por unos quince días, y se juntara con ellos en los lagos italianos después que ellos "hubieran hecho" Suiza; pero Archer no aceptó.

—Seguiremos juntos —dijo.

Y la cara de May se iluminó al escucharlo dar tan buen ejemplo a Dallas. Desde su muerte, casi dos años atrás, no tuvo motivos para continuar con la misma rutina. Sus hijos lo habían impulsado a viajar; Mary Chivers estaba segura de que le haría bien ir al extranjero y "ver las galerías". Lo profundamente misterioso de aquella cura la hacía confiar más en su eficacia. Pero Archer se había dado cuenta de que estaba atrapado por la costumbre, los recuerdos, y por un repentino miedo a las cosas nuevas.

Ahora, revisando el pasado, vio el profundo abismo en que había caído. Lo malo de cumplir con el deber era que éste aparentemente te imposibilitaba para hacer otra cosa. Al menos esa era la postura que los hombres de su generación habían adoptado. Las claras divisiones entre lo correcto y lo incorrecto, honesto y deshonesto, respetable y lo contrario, dejaban muy poco espacio para lo imprevisto. Hay momentos en que la imaginación de un hombre, tan fácilmente sojuzgada a lo que es su vida, súbitamente se alza por encima de su nivel cotidiano, y escruta las largas sinuosidades del destino. La de Archer se alzó también, y se hizo algunas preguntas...

¿Qué quedaba del pequeño mundo en que había crecido y cuyas reglas lo obligaron a bajar la cabeza y dejarse atar? Recordó una burlona profecía del pobre Lawrence Lefferts expresada hacía años en esa misma habitación: "Si las cosas siguen a este ritmo, nuestros hijos se casarán con los bastardos de Beaufort". Era justamente lo que el hijo mayor de Archer, el orgullo de su vida, iba a hacer, y nadie se extrañaba ni lo reprobaba. La propia Janey, tía del muchacho, que estaba igual a lo que fuera en su avejentada juventud, sacó las esmeraldas y perlitas de su madre del rosado envoltorio en que estaban cuidadosamente guardadas, y las llevó en sus manos torcidas a la futura novia; y Fanny Beaufort, en lugar de parecer desilusionada porque no recibía un "juego" de algún joyero de París, había prorrumpido en exclamaciones por su anticuada belleza, y declaró que cuando las usara se sentiría una miniatura de Isabey.

Fanny Beaufort, que apareció en Nueva York a los dieciocho años, después de la muerte de sus padres, se ganó el corazón de muchos, como madame Olenska lo hiciera treinta años atrás; sólo que en vez de desconfiar de ella y tenerle miedo, la sociedad la acogió alegremente como algo muy normal. Era bonita, simpática e instruida: ¿qué más se podía pedir? Nadie fue lo suficientemente estrecho de criterio como para remover en su contra los ya olvidados hechos del pasado de su padre y de su origen. Sólo la gente mayor recordaba aquel hecho tan obscuro en la vida de los negocios de Nueva York como fue la caída de Beaufort, o el hecho de que después de la muerte de su esposa se hubiera casado calladamente con la mal afamada Fanny Ring y que hubiera dejado el país con su nueva esposa y una niñita que heredó la belleza de su madre. Más tarde se oyó hablar de él en Constantinopla, luego en Rusia; y unos doce años más tarde, atendía generosamente a los viajeros norteamericanos en Buenos Aires, donde representaba a una importante agencia de seguros. El y su mujer murieron allá en medio de la prosperidad; y un día su hija huérfana apareció en Nueva York a cargo de la cuñada de May Archer, Mrs. Jack Welland, cuyo marido había sido nombrado tutor de la niña. El hecho le dio calidad de parentesco, casi como una prima, con los hijos de Newland Archer, y nadie se sorprendió cuando se anunció su compromiso con Dallas.

Nada podía dar más claramente la medida de la distancia que había recorrido el mundo. La gente de ahora estaba demasiado ocupada —ocupada con reformas y "movimientos", con los caprichos de la moda y los fetiches y las frivolidades— para molestarse por sus vecinos. ¿Y qué importaba el pasado de alguien, en el inmenso caleidoscopio donde todos los átomos sociales giraban en el mismo plano? Newland Archer miró por la ventana del hotel hacia la imponente alegría de las calles de París, y sintió que su corazón latía con la confusión y la ansiedad de la juventud.

Hacía tiempo que no se agitaba ni se encabritaba así bajo su amplia chaqueta, dejándolo al minuto siguiente con el pecho vacío y la frente ardiente. Se preguntaba si fue así como se condujo el de su hijo en presencia de Miss Fanny Beaufort, y decidió que no. "Funciona con la misma actividad, sin duda, pero el ritmo es diferente", reflexionó, recordando la fría calma con que el joven había anunciado su compromiso, tomando como un hecho que su familia lo aprobaría. "La diferencia es que los jóvenes de hoy dan por seguro que van a obtener todo lo que quieren, y que nosotros dábamos casi por seguro que no lo lograríamos. Sólo que, no sé si aquello de estar tan seguro de antemano, ¿podrá de verdad hacer latir el corazón tan locamente?", pensó.

Era el día siguiente a su llegada a París, y el sol primaveral mantenía a Archer asomado a su ventana abierta, que daba al plateado panorama de la Place Vendóme. Una de las cosas que estipulara, casi la única, cuando aceptó viajar con Dallas, fue que, en París, no lo harían ir a ninguno de esos modernos hoteles "palacios". —Ah, muy bien, por supuesto —dijo Dallas de buen grado—. Te llevaré a algún lugar anticuado pero sumamente alegre, como el Bristol, por ejemplo.

Su padre quedó sin habla al escuchar que el que fuera durante siglos hogar de reyes y emperadores, era ahora considerado como una anticuada posada, donde se iba por sus pintorescas incomodidades y nostálgico sabor local. Archer se imaginó muy a menudo, durante los primeros e impacientes años, la escena de su regreso a París; luego la imagen personal se había desvanecido, y simplemente trató de ver la ciudad como el entorno de la vida de madame Olenska. En las noches que permanecía solo en su biblioteca, después que la familia se había ido a dormir, evocaba el radiante estallido de la primavera en las avenidas con los castaños de Indias, las flores y estatuas en los jardines públicos, el fugaz aroma de las lilas en los carretones con flores, el majestuoso fluir del río bajo los enormes puentes, y la vida de arte y estudios y placeres que llenaba a reventar cada arteria importante. Ahora tenía ante él el espectáculo en toda su gloria, y mientras lo contemplaba se sintió tímido, pasado de moda, inadecuado: una mísera partícula gris de hombre comparado con el insensible y magnífico individuo que soñó ser... La mano de Dallas se apoyó cariñosamente en su hombro.

—Hola, padre; esto es algo maravilloso, ¿no es verdad?

Permanecieron un rato en silencio disfrutando de la vista, y luego el joven continuó:

—A propósito, tengo un mensaje para ti: la condesa Olenska nos espera a ambos a las cinco y media.

Lo dijo como al pasar, sin darle importancia, como quien comunica una información cualquiera, como la hora en que saldría su tren hacia Florencia la noche siguiente. Archer lo miró y creyó ver en sus alegres ojos jóvenes un destello de la malicia de su bisabuela Mingott.

—Ah, ¿no te lo había dicho? —prosiguió Dallas—. Fanny me hizo jurar que haría tres cosas en París: conseguirle la partitura de las últimas canciones de Debussy, ir al Grand Guignol y visitar a madame Olenska. Ella fue muy buena con Fanny cuando Mr. Beaufort la mandó desde Buenos Aires a La Asunción. Fanny no tenía ningún amigo en París, y madame Olenska fue cariñosa con ella y la sacaba a pasear en coche los días de fiesta. Me parece que fue gran amiga de la primera Mrs. Beaufort. Y es prima tuya, además. De modo que la llamé en la mañana, antes de salir, y le dije que estábamos aquí por un par de días y que queríamos verla.

Archer seguía mirándolo fijo.

—¿Le dijiste que yo estaba aquí?

—Por supuesto, ¿por qué no?

Dallas enarcó las cejas con expresión de extrañeza. Luego, al no obtener respuesta, tomó a su padre del brazo, y apretándolo le dijo en tono confidencial:

—Dime, papá, ¿cómo era? — Archer se sintió enrojecer bajo la abierta mirada de su hijo. — Vamos, confiésalo: ustedes fueron grandes amigos, ¿no es cierto? ¿Verdad que era increíblemente bonita?

—¿Bonita? No sé. Era diferente.

—¡Ah, ahí tienes! Eso es lo que sucede siempre, ¿no es así? Cuando aparece, es diferente, y no sabes por qué. Es exactamente lo que siento por Fanny.

Su padre retrocedió un paso, y se soltó de su brazo.

—¿Lo que sientes por Fanny? Pero, querido muchacho, ¡así lo espero! Sólo que no veo...

 

—¡Déjate de cosas, papá, no seas prehistórico! ¿No fue ella... una vez... tu Fanny?

Dallas pertenecía en cuerpo y alma a la nueva generación. Era el primer hijo de Newland y May Archer, sin embargo nunca fue posible inculcarle ni la más mínima reserva.

"¿Para qué tanto misterio? Lo único que se logra es que la gente quiera descubrirlo", objetaba cada vez que le imponían discreción.

Pero Archer, mirándolo a los ojos, vio el cariño filial bajo su tono burlón.

—¿Mi Fanny...?

—Bueno, la mujer por quien hubieras echado todo por la borda; sólo que no lo hiciste —continuó su sorprendente hijo.

—No lo hice —repitió Archer con cierta solemnidad.

—No: fuiste muy anticuado, mi viejo querido. Pero mamá me dijo...

—¿Tu madre?

—Sí, el día antes de morir. Fue cuando me mandó llamar a mí solo, ¿te acuerdas? Dijo que ella sabía que estábamos seguros contigo, y que siempre sería así, porque una vez, cuando ella te lo pidió, tú renunciaste a lo que más querías.

Archer recibió esta extraña información en silencio. Sus ojos enceguecidos seguían fijos en la asoleada plaza bajo la ventana. Al cabo de un rato, dijo en voz baja:

—Nunca me lo pidió.

—No, me había olvidado que ustedes nunca se pidieron nada uno al otro, ¿no es verdad? Y tampoco se contaron nada. Simplemente se sentaban y se miraban, y adivinaban lo que pasaba en su interior. ¡Realmente un asilo de sordomudos! Bueno, aplaudo a tu generación por haber conocido más los pensamientos privados del otro, ya que nosotros no tenemos tiempo para descubrir ni siquiera lo que hay dentro de nosotros mismos. Oye, papá — exclamó Dallas—, ¿estás enojado conmigo? Si es así, vamos a almorzar al Henri para reconciliarnos.

Archer no acompañó a su hijo a Versalles. Prefería pasar la tarde solo, vagando por París. Tenía que enfrentarse de inmediato con los remordimientos acumulados y los recuerdos borrados de una vida de silencio. Pronto dejó de lamentar la indiscreción de Dallas. Sintió que le quitaban una atadura de acero del corazón al saber que, después de todo, alguien había adivinado y le había tenido compasión... Y que ese alguien hubiera sido su mujer, lo conmovió de manera indescriptible. Dallas, con toda su cariñosa perspicacia, jamás lo hubiera entendido. No había duda de que para el joven el episodio era sólo un hecho patético de vana frustración, de esfuerzos malgastados. Pero, ¿fue sólo eso? Archer se quedó largo rato sentado en un banco en los Campos Elíseos, reflexionando, en tanto el torbellino de la vida seguía girando...

Unas pocas calles más allá, a unas pocas horas de distancia, Ellen Olenska esperaba. Nunca volvió con su marido y cuando éste murió, hacía algunos años, no cambió su manera de vivir. Ahora no había nada que separara a Archer de ella, y esa tarde iba a verla. Se levantó y caminó por la Plaza de la Concordia y los jardines de las Tullerías rumbo al Louvre. La condesa le dijo una vez que iba mucho a ese lugar, y tuvo el capricho de pasar el tiempo de espera en un sitio donde pudiera pensar que ella había estado recientemente. Durante más de una hora vagabundeó de galería en galería en medio de la deslumbrante luz de la tarde, y uno a uno los cuadros se le presentaban en todo su casi olvidado esplendor, llenando su alma con los profundos ecos de la belleza. Después de todo, su vida había estado tan privada de amor... De súbito, ante un fulgurante Tiziano, se encontró diciendo:

—¡Pero si sólo tengo cincuenta y siete!

Y entonces se dio media vuelta y se fue.

Era demasiado tarde para aquellos sueños de verano; pero ciertamente no para una serena cosecha de amistad, de camaradería, en la bendita quietud de su cercanía.

Regresó al hotel, donde debía encontrarse con Dallas; y juntos volvieron a atravesar la Plaza de la Concordia y a cruzar el puente que conduce a la Cámara de Diputados. Dallas, sin tener idea de lo que pasaba por la mente de su padre, charlaba con excitación y detalladamente acerca de Versalles. Sólo había tenido el primer atisbo del lugar, durante un viaje de vacaciones en que trató de acumular todos los paisajes de que tuvo que privarse cuando debió ir con la familia a Suiza; y un tumultuoso entusiasmo unido a un criticismo bastante engreído tropezaban uno con otro en sus labios. Escuchándolo, Archer sintió que aumentaba en él su sensación de falta de adaptación y de expresividad. El muchacho era sensible, lo sabía; pero tenía la facilidad y la confianza en sí mismo proveniente de mirar al destino no como a un amo sino como a un igual. "Eso es: se sienten iguales a las cosas, saben cómo manejarlas", reflexionó, pensando en su hijo como el portavoz de la nueva generación que había barrido con todas las viejas marcas, arrasando también con los postes señalizadores y los signos de peligro.

De repente Dallas se detuvo en seco, apretando el brazo de su padre.

—¡Oh, por Júpiter! —exclamó.

Habían salido a la gran explanada plantada de árboles frente a los Inválidos. La cúpula de Mansart parecía flotar etérea sobre las copas de los árboles y el largo frente gris de los edificios; atrayendo hacia ella todos los rayos de luz de la tarde, colgaba allí como el símbolo visible de la gloria de la raza. Archer sabía que madame Olenska vivía en una plaza cerca de una de las avenidas que nacían como rayos de los Inválidos; y había imaginado un barrio quieto y algo obscuro, olvidando el resplandor central que lo iluminaba. Ahora, por un curioso proceso de asociaciones, esa luz dorada fue para él la grandiosa iluminación en que ella vivía. Por cerca de treinta años, la vida de la condesa —de la cual, extrañamente, él sabía tan poco— había transcurrido en esta rica atmósfera que Archer ya sentía como demasiado densa y no obstante demasiado estimulante para sus pulmones. Pensó en los teatros a que habría ido, los cuadros que habría observado, las sobrias y espléndidas casas antiguas que habría frecuentado, la gente con la que habría conversado, el incesante movimiento de ideas, curiosidades, imágenes y asociaciones planteadas por la intensidad de una estirpe intensamente social dentro de un marco de costumbres inmemoriales; e inesperadamente recordó al joven francés que una vez le dijera: "Ah, una buena conversación, ¿hay algo mejor?"

Archer no volvió a ver a M. Riviére, ni oyó hablar de él, por cerca de treinta años; y ese hecho daba la medida de su ignorancia acerca de la existencia de madame Olenska. Más de la mitad de la vida los separaba, y ella había pasado ese intervalo entre gente que él no conocía, en una sociedad que apenas intuía, en condiciones que nunca podría comprender enteramente. Durante aquel tiempo, él vivió con su juvenil recuerdo de ella; pero ella sin duda tuvo otra compañía más tangible. Quizás también guardó su recuerdo como algo especial: pero si lo hizo, debió ser como una reliquia dentro de una pequeña capilla obscura, donde no había tiempo para rezar todos los días...

Habían atravesado la Plaza de los Inválidos, y caminaban por una calle muy transitada que bordeaba el edificio. Era un barrio tranquilo, después de todo, a pesar de su esplendor y su historia; y ese hecho daba una idea de las riquezas a que París podía recurrir, ya que escenas como aquella estaban reservadas a la minoría y al insignificante.

El día se desvanecía en una suave y vaga resolana, agujereada aquí y allá por una amarillenta luz eléctrica, y había pocos transeúntes en la pequeña plaza a que habían llegado. Dallas se detuvo otra vez, y miró hacia arriba.