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100 Clásicos de la Literatura

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Vaciló, como esperando que él hablara, y luego agregó lentamente:

—Ella entendió mi deseo de hablarle de esto. Creo que ella entiende todo.

Se acercó a Archer, y tomando una de las heladas manos del joven, la apretó rápidamente contra su mejilla.

—Me duele la cabeza a mí también; buenas noches, querido —dijo.

Se dirigió hacia la puerta, arrastrando tras ella por toda la habitación su destrozado y embarrado vestido de novia.

33

Como dijo sonriendo Mrs. Archer a Mrs. Welland, era un gran acontecimiento para una pareja joven ofrecer su primera cena de importancia. Los Newland Archer, desde que instalaran su casa, habían recibido gran cantidad de amigos en cenas informales. Archer era aficionado a invitar a tres o cuatro amigos a cenar, y May los acogía con la alegre destreza que le había enseñado su madre con su ejemplo en los asuntos conyugales. Su marido se preguntaba si, por ella, hubiera alguna vez convidado a alguien a su casa; pero hacía tiempo que había dejado de tratar de desprender su verdadera personalidad del marco en que la tradición y la enseñanza la habían moldeado. Se esperaba que las jóvenes parejas adineradas de Nueva York organizaran una buena cantidad de fiestas informales, y una Welland casada con un Archer estaba doblemente comprometida con la tradición.

Pero una gran cena, con un chef contratado más dos mozos, con ponche a la romana, rosas de Henderson, y el menú en tarjetones de canto dorado, era un asunto muy diferente, y no se podía tomar a la ligera. Como hizo notar Mrs. Archer, el ponche a la romana le daba toda la diferencia; no en sí mismo sino por sus múltiples implicancias, ya que exigía pato silvestre o tortuga de agua fresca, dos sopas, un postre caliente y otro frío, tenidas con decolletage total y mangas cortas, e invitados de la debida importancia.

Siempre era una ocasión interesante cuando una pareja joven enviaba sus primeras invitaciones en tercera persona, y rara vez eran rehusadas ni siquiera por los más sociables y solicitados. Y sin embargo se consideró un triunfo que los Van der Luyden, a solicitud de May, se hubieran quedado para estar presentes en la cena que ofrecería para despedir a la condesa Olenska. Ambas suegras se instalaron en el salón de May la tarde del gran día, Mrs. Archer escribiendo los menús en el papel bristol de canto dorado más grueso de Tiffany, Mrs. Welland vigilando la instalación de las hojas de palma y de las lámparas. Archer, al llegar bastante tarde de su oficina, las encontró todavía allí. Mrs. Archer estaba ahora dedicada a las tarjetas con los nombres para la mesa, y Mrs. Welland meditaba sobre la posibilidad de mover un poco más hacia adelante el enorme sofá dorado, para crear otro "rincón" entre el piano y la ventana. Le dijeron que May estaba en el comedor inspeccionando el arreglo de rosas Jacqueminot y cilandrillo en el centro de la larga mesa, y la colocación de los bombones Maillard en canastitos de filigrana de plata entre los candelabros. Sobre el piano había un enorme canastillo de orquídeas que Mr. van der Luyden le había enviado de Skuytercliff. En resumen, todo estaba como debía estar ante la inminencia de un evento tan importante.

Mrs. Archer revisó pensativa la lista, marcando cada nombre con su afilada pluma de plata.

—Henry van der Luyden, Louisa, los Lovell Mingott, los Reggie Chivers, Lawrence Lefferts y Gertrude (sí, supongo que May hizo bien en invitarlos), los Selfridge Merry, Sillerton Jackson, Van Newland y su mujer (¡cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer cuando te sirvió de padrino, Newland), y la condesa Olenska, sí creo que eso es todo...

Mrs. Welland miró cariñosamente a su yerno y le dijo:

—Nadie podrá decir, Newland, que tú y May no le dan a Ellen una estupenda despedida.

—Bueno —dijo Mrs. Archer—, comprendo el deseo de May de que su prima diga a la gente en el extranjero que no somos unos bárbaros.

—Estoy segura de que Ellen lo apreciará. Llegará esta mañana, me parece. Será para ella el más encantador de sus últimos recuerdos. La noche antes de embarcar es casi siempre muy triste —dijo animadamente Mrs. Archer.

Archer se volvió hacia la puerta, y su suegra le gritó:

—Por favor, anda a dar una mirada a la mesa. Y no dejes que May se canse demasiado.

Pero él fingió no oírla y subió a grandes zancadas a la biblioteca. La habitación lo miró con un semblante extraño haciéndole una mueca de cortesía; se dio cuenta de que había sido "ordenada" metódicamente y sin piedad, preparándola por medio de una juiciosa distribución de ceniceros y cajas de madera de cedro para que los caballeros disfrutaran fumando. "Bueno —pensó—; no es por mucho tiempo", y se fue a su cuarto de vestir.

Habían pasado diez días de la partida de madame Olenska de Nueva York. Durante aquellos diez días, Archer no había tenido noticias de ella fuera de la devolución de una llave envuelta en papel de seda, que fuera enviada a su oficina en un sobre sellado escrito con la letra de Ellen. Esta respuesta a su última petición podía interpretarse como un movimiento clásico en un juego conocido; pero el joven prefirió darle un significado diferente. Ella luchaba todavía contra su destino; se iba a Europa, pero no volvía con su marido. Por lo tanto, nada le impedía seguirla; y cuando hubiera dado el paso irrevocable, y le hubiera probado que era irrevocable, creía que ella no lo rechazaría. Esta confianza en el futuro lo calmó lo suficiente para jugar su papel actual. Lo hizo abstenerse de escribirle, o de traicionar con cualquier gesto o actitud su sufrimiento y su mortificación. Le parecía que en aquel juego mortal y silencioso que se desarrollaba entre ambos, las cartas de triunfo estaban aún en sus manos; y esperaba.

Hubo, no obstante, momentos sumamente difíciles de vivir. Como cuando Mr. Letterblair, un día después de la partida de madame Olenska, lo mandó llamar para revisar los detalles del fideicomiso que Mrs. Manson Mingott deseaba crear para su nieta. Durante un par de horas, Archer examinó con su colega los términos de la escritura, y sintió todo el tiempo, en forma confusa, que si se le había consultado era por alguna razón muy distinta a la obvia de su parentesco; y que el cierre de la conferencia lo revelaría.

—Bueno, la condesa no puede negar que es un acuerdo muy positivo —resumió Mr. Letterblair, luego de mascullar una recapitulación del arreglo—. En realidad, me veo obligado a decir que todos la han tratado con mucha generosidad.

—¿Todos? —repitió Archer con dejo de burla—. ¿Se refiere a la propuesta del marido de devolverle su propio dinero?

Las pobladas cejas de Mr. Letterblair se alzaron una fracción de pulgada.

—Mi querido señor, la ley es la ley; y la prima de su esposa se ha casado bajo la ley francesa. Es de presumir que ella sabía lo que eso significaba.

—Aunque lo supiera, lo que pasó después...

Pero Archer se detuvo. Mr. Letterblair había apoyado el mango de la pluma contra su enorme nariz arrugada, y lo miraba desdeñosamente con la expresión que asumen los virtuosos caballeros de edad cuando desean que los jóvenes entiendan que virtud no es sinónimo de ignorancia.

—Mi querido señor, no deseo atenuar las transgresiones del Conde; pero... pero por otro lado... no pondría mi mano al fuego... bueno..., que no se haya dado al inexperto paladín un pago equivalente al servicio prestado —nervioso, Mr. Letterblair abrió un cajón y le pasó a Archer un papel doblado—. Este informe es el resultado de una discreta investigación...

Y como Archer no hizo ningún esfuerzo por dar un vistazo al papel o repudiar la sugerencia, el abogado continuó, en tono un tanto monótono:

—No digo que sea concluyente, fíjese bien; lejos de eso. Pero cuando el río suena... y, en conclusión, es eminentemente satisfactorio para todas las partes que se haya alcanzado esta digna solución.

—Oh, eminentemente —asintió Archer, devolviendo el papel.

Un par de días después, respondiendo a un llamado de Mrs. Manson Mingott, su alma sufrió una prueba mucho más profunda. Encontró a la anciana deprimida y quejumbrosa.

—¿Sabes que me ha abandonado? — comenzó de inmediato; y sin esperar su respuesta agregó—: ¡Oh, no me preguntes por qué! Me dio tantas razones que las olvidé todas. Mi opinión personal es que no pudo enfrentar el aburrimiento. Al menos es lo que piensan Augusta y mis nueras. Y no sé si echarle a ella toda la culpa. Olenski es un maldito sinvergüenza; pero la vida con él debe haber sido muchísimo más alegre que en la Quinta Avenida. Claro que la familia no lo admite; todos piensan que la Quinta Avenida es el cielo con la rue de la Paix de regalo. Y; por supuesto, mi pobre Ellen no pretende volver con su marido. Se mantuvo más firme que nunca en este punto. Así que se instalará en París con esa loca de Medora... Bueno, París es París; y puedes mantener un coche casi por nada. Pero era alegre como un pájaro, y la echaré de menos.

Dos lágrimas, las resecas lágrimas de los viejos, rodaron por sus mejillas hinchadas y se perdieron en los abismos de su pecho.

—Lo único que pido —terminó— es que no me molesten más. Tengo derecho a llorar mi derrota...

Y parpadeó melancólicamente mirando a Archer. Fue esa tarde, al regresar a casa, que May anunció su intención de dar una cena de despedida a su prima. El nombre de madame Olenska no se pronunciaba entre ellos desde la noche del viaje de la condesa a Washington; y Archer miró sorprendido a su esposa.

—¿Una cena... por qué? —preguntó. May se ruborizó.

—Pero a ti te gusta Ellen, pensé que estarías contento.

—Es una gran delicadeza de tu parte... presentarlo de esa manera. Pero realmente no veo...

 

—Quiero hacerlo, Newland —dijo ella, levantándose con calma y dirigiéndose a su escritorio—. Aquí están las invitaciones ya escritas. Mamá me ayudó; está de acuerdo en que debemos hacerlo.

Guardó silencio, turbada pero sin dejar de sonreír, y Archer vio de súbito ante sí la encarnación de la imagen de la Familia.

—Oh, de acuerdo —dijo, mirando sin ver la lista de invitados que ella había puesto en su mano.

Cuando entró al salón antes de la cena, May estaba inclinada frente al fuego y trataba de obligar a los troncos a que ardieran en una desacostumbrada posición sobre inmaculadas baldosas. Las lámparas altas estaban todas encendidas, y las orquídeas de Mr. van der Luyden habían sido dispuestas notoriamente en varios receptáculos de porcelana moderna y plata cincelada. Todo el mundo comentó que el salón de Mrs. Newland Archer era un rotundo éxito. Una jardiniére de bambú dorado, en que prímulas y cinerarias se renovaban puntualmente, cerraba el acceso a la ventana saliente (donde los pasados de moda preferirían colocar una miniatura en bronce de la Venus de Milo); los sofás y sillones de brocado pálido estaban hábilmente agrupados alrededor de pequeñas mesas con tapetes de felpa y adornadas con cantidades de juguetes de plata, animales de porcelana y marcos floreados para fotografías; y algunas lámparas altas de pantalla rosada sobresalían como flores tropicales entre las hojas de palma.

—No creo que Ellen haya visto esta habitación enteramente iluminada —dijo May, levantándose enrojecida por su batalla con el fuego, y paseando la mirada a su alrededor con comprensible orgullo. Las tenazas de bronce que dejara apoyadas contra un costado de la chimenea cayeron con tal estrépito que ahogaron la respuesta de su marido; y antes de que Archer pudiera arreglarlas, se anunció la llegada de Mr. y Mrs. van der Luyden. Rápidamente los siguieron los demás invitados, pues era sabido que a los Van der Luyden les gustaba cenar puntualmente. La habitación estaba casi llena, y Archer se ocupó de mostrarle a Mrs. Selfridge Merry un pequeño y bien barnizado Verbeckhoven, Estudio de una Oveja, que Mr. Welland le regalara a May para Navidad, cuando vio a madame Olenska a su lado. Estaba excesivamente pálida, y su palidez hacía que su pelo oscuro se viera más espeso y más pesado que nunca. Quizás eso, o el hecho de que había enrollado varias hileras de cuentas de ámbar alrededor de su cuello, le recordaron repentinamente a la pequeña Ellen Mingott con quien bailara en las fiestas infantiles, la primera vez que Medora Manson la llevó a Nueva York. Las cuentas de ámbar no hacían juego con su piel, o bien su vestido le sentaba mal; su rostro se veía sin brillo y casi feo, y nunca la había amado tanto como en ese minuto. Sus manos se encontraron, y le pareció oírla decir:

—Sí, nos embarcamos mañana en el Rusia...

Y después de una pausa, la voz de May:

—¡Newland! La comida está servida, ¿quieres hacer el favor de acompañar a Ellen?

Madame Olenska puso su mano en el brazo de Archer, quien se dio cuenta de que la mano no tenía guante, y recordó cuando fijó sus ojos en esa mano la noche que estuvo sentado junto a ella en el saloncito de la Calle Veintitrés. Toda la belleza que había abandonado su cara parecía haberse refugiado en los largos dedos pálidos con pequeños hoyuelos en los nudillos que descansaban en su manga, y se dijo: "La seguiría aunque sólo fuera por volver a ver su mano..."

Sólo por tratarse de una fiesta ostensiblemente dedicada a una "visita extranjera", Mrs. van der Luyden soportó verse sentada a la izquierda de la anfitriona. El hecho de que madame Olenska era "extranjera" difícilmente habría podido ser tan bien destacado que por este homenaje de despedida; y Mrs. van der Luyden aceptó su desplazamiento con una afabilidad que no permitió dudar de su aprobación. Había ciertas cosas que debían hacerse, y ya que se hacían, hacerlas con excelencia y cabalmente; y una de ellas, en el código de la vieja Nueva York, era la reunión tribal alrededor de un pariente que va a ser eliminado de la tribu. No había nada en el mundo que los Welland y los Mingott no hubieran hecho por proclamar su inalterable afecto por la condesa Olenska ahora que estaba asegurado su viaje a Europa; y Archer, a la cabecera de la mesa, se maravillaba de la silenciosa e infatigable actividad con que se le devolvía su popularidad, cómo se silenciaban los motivos de queja en su contra, cómo se toleraba su pasado, y cómo toda la familia aprobaba su presente. Mrs. van der Luyden le sonrió con la mortecina benevolencia que era en ella lo más próximo a la cordialidad, y Mr. van der Luyden, desde su asiento a la derecha de May, le lanzaba por encima de la mesa miradas claramente destinadas a justificar todos los claveles que le enviara de Skuytercliff. Archer, que parecía estar asistiendo a la escena en un estado de curiosa incorporeidad, como si flotara entre los candelabros y el techo, no se preocupaba de nada más que de su propio papel en la acción. Cuando su mirada vagaba de una cara plácida y bien alimentada a otra, vio a toda esa gente de apariencia inofensiva concentrada en el pato silvestre de May como una banda de mudos conspiradores, y a sí mismo y a la mujer pálida de su derecha como el centro de esa conspiración. Y entonces vino a su mente, en un enorme destello compuesto de múltiples chispazos rotos, la idea de que para todas esas personas él y madame Olenska eran amantes, amantes en el extremo sentido de los vocabularios "extranjeros". Adivinó que fue, durante meses, el centro de incontables y observadores ojos silenciosos y pacientes oídos atentos; comprendió que, por medios que aún le eran desconocidos, se había logrado la separación entre él y la compañera de su culpa, y que ahora la tribu entera se juntaba en torno a su esposa en la tácita suposición de que nadie sabía nada, ni se había imaginado jamás nada, y que la causa de la fiesta era simplemente el deseo natural de May Archer de despedirse cariñosamente de su amiga y prima. En la vieja Nueva York, esa era la manera de quitar la vida "sin derramamiento de sangre": la manera de hacerlo de esa gente que tenía más horror al escándalo que a cualquiera enfermedad, que ponía la decencia por encima del valor, y que consideraba que nada era de peor educación que "las escenas", excepto el comportamiento de quienes las provocan. A medida que estos pensamientos se sucedían en su mente, Archer se sintió como un prisionero en el centro de un campamento armado. Su mirada recorrió la mesa, y presintió la inexorabilidad de sus captores por el tono con que, comiendo sus espárragos de Florida, trataban el caso de Beaufort y su esposa. "Es para enseñarme", pensó, "lo que me pasaría a mí...", y una mortal sensación de la superioridad de la consecuencia y analogía sobre la acción directa, y del silencio sobre las palabras imprudentes, se abatió sobre él como las puertas de la cripta familiar.

Se echó a reír, y se encontró con los ojos sorprendidos de Mrs. van der Luyden.

—¿Usted cree que es digno de risa? —dijo ella con una sonrisa contraída—. Es cierto que la idea de la pobre Regina de quedarse en Nueva York tiene su lado ridículo, supongo.

Y Archer murmuró:

—Es cierto.

A este punto, se dio cuenta que el otro vecino de madame Olenska hacía rato había entablado conversación con la dama de su derecha. Al mismo tiempo vio que May, serenamente sentada como en un trono entre Mr. van der Luyden y Mr. Selfridge Merry, lanzaba una rápida mirada a lo largo de la mesa. Era evidente que el anfitrión y la dama a su derecha no podían seguir en silencio durante toda la cena. Archer se volvió a madame Olenska, y ella le devolvió su pálida sonrisa. "Oh, soportémoslo hasta el fin", pareció decirle.

—¿Fue muy cansador el viaje? —le preguntó Archer con una voz que lo sorprendió por su naturalidad.

Ella contestó que, al contrario, pocas veces había viajado con tanta comodidad.

—Excepto por el horrible calor en el tren — agregó.

Archer hizo notar que no sufrirá esos contratiempos en el país a donde se dirigía.

—Yo nunca —declaró con firmeza— estuve más cerca de morir congelado que una vez, en abril, en el tren entre Calais y París.

Ella repuso que no le extrañaba, pero insistió en que, después de todo, siempre se puede llevar una manta de más, y que cualquier forma de transporte tiene sus problemas; a lo que él abruptamente replicó que nada tenía importancia comparado con la dicha de poder marcharse. Ella cambió de color, y él agregó, con voz que repentinamente subía de tono:

—Pienso viajar bastante dentro de poco.

Un estremecimiento cruzó la cara de la condesa; inclinándose hacia Reggie Chivers, Archer gritó:

—Oye, Reggie, ¿qué te parece un viaje alrededor del mundo, luego quiero decir, el mes próximo? Si tú te animas, yo voy.

Al escuchar estas palabras, Mrs. Reggie levantó la voz diciendo que ella no pensaba dejar que Reggie viajara antes del Baile Martha Washington que estaba organizando en beneficio del Asilo de Ciegos durante Semana Santa; y su marido observó plácidamente que en esos días debía hacer sus prácticas para el encuentro internacional de polo. Pero Mr. Selfridge Merry había captado la frase “alrededor del mundo" y, como una vez había circundado el globo en su yate a vapor, aprovechó la oportunidad para dar a conocer a todos algunos datos impresionantes respecto a la profundidad de los puertos mediterráneos. Aunque después de todo, añadió, no tenía importancia, pues cuando has visto Atenas y Esmirna y Constantinopla, ¿qué más te queda por ver? Y Mrs. Merry dijo que nunca terminaría de agradecer al Dr. Bencomb por haberlos hecho prometer que no irían a Nápoles a causa de la fiebre.

—Pero tienen que dedicar tres semanas para recorrer India como es debido —concedió su marido, ansioso de que entendieran que él no era un frívolo trotamundos.

Y en este punto de la charla, las damas subieron al salón.

En la biblioteca, a pesar de que había otras figuras de más peso, Lawrence Lefferts era quien llevaba la voz mandante. La conversación, como era habitual, versaba acerca de los Beaufort, y hasta Mr. van der Luyden y Mr. Selfridge Merry, instalados en los sillones de honor tácitamente reservados para ellos, callaron para escuchar la filípica del joven. Nunca había abundado tanto Lefferts en los sentimientos que adornan al hombre cristiano ni exaltado tanto la santidad del hogar. La indignación le inspiró una mordaz elocuencia, y estaba claro que si los demás hubieran seguido su ejemplo, y actuado como él decía, la sociedad nunca habría sido tan débil como para recibir a un extranjero advenedizo como Beaufort; no, señor, ni aunque se hubiera casado con una van der Luyden o una Lanning en lugar de una Dallas. ¿Y qué ocasión hubiera tenido, se preguntaba Lefferts indignado, de casarse con alguien de una familia como los Dallas, si antes no se hubiera abierto camino arrastrándose como un gusano hasta ciertas casas, igual que gente como Mrs. Lemuel Struthers se lo abrió siguiendo su estela? Si la sociedad optaba por abrir sus puertas a mujeres vulgares el daño no sería excesivo, aunque el beneficio fuera dudoso; pero cuando empezaba a tolerar a hombres de origen oscuro y riqueza mal habida, el resultado era la total desintegración, y a una fecha no lejana.

—Si las cosas siguen a este ritmo —tronó Lefferts, semejante a un joven profeta vestido por Poole, y a quien jamás habían apedreado—, veremos a nuestros hijos peleándose por ser invitados a casas de estafadores, y casándose con los bastardos de Beaufort.

—¡Oye, por favor, modérate! —protestaron Reggie Chivers y el joven Newland, mientras Mr. Selfridge Merry lo miraba realmente alarmado, y una expresión de dolor y disgusto se dibujaba en el sensitivo rostro de Mr. van der Luyden.

—¿Tiene algún bastardo? —gritó Mr. Sillerton

Jackson, aguzando el oído.

Y en tanto Lefferts trataba de dar vuelta la pregunta con una risa, el anciano caballero le susurró a Archer en el oído con su voz cascada:

—Curiosos esos muchachos que siempre quieren poner las cosas en su lugar. El que tiene los peores cocineros siempre dice que lo envenenan cuando come fuera. Pero dicen que hay razones apremiantes que justifican la diatriba de nuestro amigo Lawrence: esta vez se trata de una mecanógrafa, me parece...

La conversación pasaba por el lado de Archer como un río sin rumbo que corre y corre porque no sabe bien cómo parar. Veía, en las caras que lo rodeaban, expresiones de interés, de diversión y hasta de júbilo. Escuchaba la risa de los más jóvenes, y las alabanzas al Madeira de los Archer, que Mr. van der Luyden y Mr. Merry celebraban con aire pensativo. En medio de todo eso, estaba nebulosamente consciente de una actitud generalizada de cordialidad hacia él, como si la guardia del prisionero que él sentía ser estuviera tratando de suavizar su cautiverio; y la percepción aumentó su apasionada determinación de ser libre.

 

Al llegar al salón a reunirse con las señoras, su mirada se cruzó con los ojos triunfantes de May, en los que leyó la convicción de que todo había resultado a las mil maravillas. Se levantó de su asiento al lado de madame Olenska, y de inmediato Mrs. van der Luyden hizo señas a la condesa para que se sentara en un sofá dorado donde ella estaba instalada. Mrs. Selfridge Merry cruzó ostentosamente la sala para reunirse con ellas, y a Archer le quedó claro que también aquí se tramaba una conspiración de rehabilitación y olvido de culpas. La silenciosa organización que mantenía unido a su pequeño mundo, estaba determinada a demostrar que jamás, ni por un momento, cuestionó la corrección de la conducta de madame Olenska, como tampoco la felicidad conyugal de Archer. Todas esas personas amables pero inexorables estaban resueltamente empeñadas en aparentar, unos a otros, que nunca escucharon, sospecharon, o siquiera concibieron como una posibilidad, la menor insinuación en sentido contrario; y de este tejido de elaborado disimulo mutuo, una vez más Archer concluyó que Nueva York creía que él era amante de madame Olenska. Captó el brillo de victoria en los ojos de su mujer, y por primera vez comprendió que ella compartía tal creencia. El descubrimiento provocó la carcajada de sus demonios internos, la que retumbó a pesar de todos sus esfuerzos por conversar del Baile Martha Washington con Mrs. Reggie Chivers y la joven Mrs. Newland. Y así transcurrió la noche, deslizándose como un río que ha perdido su rumbo y no sabe cómo parar...

A la distancia vio que madame Olenska se había levantado y se despedía. Se dio cuenta de que en un momento más se habría ido, y trató de recordar qué le había dicho durante la cena; pero no pudo acordarse de una sola palabra de la conversación que sostuvieron. Ella se dirigió hacia May, con el resto de la concurrencia haciendo un círculo a su alrededor a medida que avanzaba. Las dos jóvenes se estrecharon las manos, luego May se inclinó hacia adelante y besó a su prima.

—No hay duda de que nuestra anfitriona es la más hermosa de las dos —oyó Archer que Reggie Chivers decía en tono bajo a Mrs. Newland; y recordó la vulgar mofa que hiciera Beaufort acerca de la inútil belleza de May.

Minutos después Archer estaba en el vestíbulo, poniendo la capa de madame Olenska en sus hombros.

En medio de toda su confusión mental, había adoptado la resolución de no decir nada que pudiera asustarla o molestarla. Convencido de que ningún poder podría ahora desviarlo de su propósito, encontró fuerzas para dejar que los acontecimientos tomaran su propio camino. Pero cuando seguía a madame Olenska al vestíbulo, pensó con súbita ansia en poder estar un momento a solas con ella en la puerta de su carruaje.

—¿Tu coche está aquí? —le preguntó.

Y en ese momento Mrs. van der Luyden, a quien ayudaban a ponerse sus majestuosas martas cibelinas, dijo amablemente:

—Nosotros conduciremos a Ellen a su casa.

El corazón de Archer dio un brinco, y madame Olenska, sujetando su capa y su abanico con una mano, extendió la otra al joven.

—Adiós —le dijo.

—Adiós... aunque te veré pronto en París — contestó Archer en voz alta, hasta le pareció que había gritado.

—Oh —murmuró la condesa—, ¡qué alegría que tú y May pudieran venir...!

Mr. van der Luyden se acercó a darle su brazo, y Archer se volvió hacia Mrs. van der Luyden. Por un instante, en la densa obscuridad que reinaba dentro del enorme landó, alcanzó a vislumbrar el difuso óvalo de una cara, unos ojos fijos que brillaban... y la condesa desapareció. Cuando subía los escalones se cruzó con Lawrence Lefferts que bajaba con su esposa. Lefferts tomó a Archer por la manga y lo apartó para dejar pasar a Gertrude.

—Oye, viejo, ¿te importaría insinuar solamente que mañana en la noche ceno contigo en el club? ¡Un millón de gracias, eres un buen amigo! Buenas noches.

—Salió todo fantásticamente bien, ¿no es cierto? —preguntó May desde el umbral de la biblioteca. Archer se levantó sobresaltado. En cuanto se hubo alejado el último carruaje, subió a la biblioteca y se encerró allí, con la esperanza de que su mujer, que todavía se paseaba abajo, se iría derecho a su cuarto. Pero allí estaba, pálida y fatigada, pero irradiando la ficticia energía de quien se ha sobrepuesto al cansancio.

—¿Puedo entrar a comentarlo contigo?

—Por supuesto, si así lo quieres. Pero debes tener tanto sueño...

—No, no tengo sueño. Me gustaría quedarme aquí contigo un rato.

—Muy bien —respondió el joven, colocando una silla para ella cerca del fuego. May se sentó y él volvió a su sillón; pero ninguno habló durante largo tiempo. Finalmente, Archer dijo en tono brusco:

—Ya que no estás cansada y quieres conversar, hay algo que debo decirte. Traté de hacer la otra noche...

Ella volvió rápidamente la mirada hacia él.

—Sí, querido. ¿Algo personal?

—Algo personal. Dices que no estás cansada; bueno, yo sí. Horriblemente cansado...

En un instante, ella era toda ansiedad y ternura.

—¡Oh, yo lo veía venir, Newland! ¡Has estado trabajando excesivamente!

—Tal vez sea eso. De todas maneras, quiero darle un corte.

—¿Un corte? ¿Piensas abandonar las leyes?

—Pienso irme, como sea, de inmediato. En un viaje largo, lo más lejos posible... lejos de todo... —Calló, consciente de haber fallado en su intento de hablar con la indiferencia del hombre que ansía un cambio, y sin embargo está demasiado cansado para disfrutarlo. Por mucho que se esforzara, siempre vibraba la cuerda de la vehemencia. —Lejos de todo... —repitió.

—¿Muy lejos? ¿A dónde, por ejemplo? — preguntó May.

—Oh, no sé. India, o Japón.

Ella permaneció de pie, y cuando Archer se sentó con la cabeza baja y el mentón apoyado en sus manos, sintió el cálido y fragante aliento de May junto a él.

—¿Tan lejos? Pero me temo que no podrás, querido —le dijo con voz insegura—, a menos que me lleves contigo.

—Y entonces, como Archer seguía en silencio, May continuó, en tono tan claro, tranquilo y agudo que cada sílaba separada golpeó como un pequeño martillo en el cerebro de su marido:

—Siempre que los médicos me dejen viajar..., pero creo que no lo harán. Porque, Newland, esta mañana confirmé algo que esperaba y ansiaba desde hace tanto tiempo...

El la contempló con una mirada dolorosa, y ella se desarmó, toda inocencia y rosas, y escondió la cara en las rodillas de su esposo.

—¡Oh, querida mía! —dijo el joven, acercándola a él mientras dejaba caer una mano fría sobre los cabellos de May.

Hubo una larga pausa, llenada por la estridente carcajada de los demonios internos; luego May se liberó de sus brazos y se puso de pie.

—¿No adivinabas...?

—Sí... es decir... no. Claro que lo esperaba...

Se miraron uno al otro durante un instante y nuevamente guardaron silencio; luego, mirándola a los ojos, Archer le preguntó abruptamente:

—¿Se lo dijiste a alguien más?

—Sólo a mamá, y a tu madre —calló, y luego agregó apresuradamente, mientras un fuerte rubor se extendía por todo su rostro—: Y también... a Ellen. Recordarás que te dije que una tarde tuvimos una larga conversación... y ella fue tan cariñosa conmigo.

—Ah —dijo Archer, sintiendo que su corazón dejaba de latir.