Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Ahora te veré... estaremos juntos — exclamó sorpresivamente, casi sin saber lo que decía.

—Ah —respondió ella—, ¿la abuela te lo dijo?

Mientras la miraba, Archer estaba consciente de que Lefferts y Chivers, al llegar al lado más apartado de la esquina, habían cruzado discretamente la Quinta Avenida. Era la solidaridad masculina que él había practicado frecuentemente; ahora le daba asco su connivencia. ¿Pensaba Ellen realmente que ambos podrían vivir así? Y si no lo pensaba, ¿qué otra cosa imaginaba?

—Debo verte mañana... en alguna parte en que podamos estar solos —dijo Archer, en un tono de voz que sonó casi enojado a sus propios oídos.

Ella titubeó, y dio un paso hacia el carruaje.

—Pero si estaré en casa de la abuela... al menos por ahora —agregó, como si comprendiera que su cambio de planes requería de una explicación.

—Una parte donde podamos estar solos — insistió Archer.

Ella lanzó una tenue risa que lo irritó.

—¿En Nueva York? Pero si no hay iglesias... ni monumentos.

—Está el Museo de Arte... en el Parque — dijo él y ella lo miró asombrada—. A las dos y media. Estaré en la puerta...

La condesa se dio vuelta sin responder y se subió rápidamente al vehículo. Cuando éste se puso en marcha, se inclinó hacia adelante, y Archer pensó que lo saludaba con la mano en la oscuridad. Se quedó mirándola en medio de un torbellino de sentimientos contradictorios. Le parecía que no había hablado con la mujer que amaba sino con otra, con una mujer con quien estaba en deuda por placeres que ya lo hastiaban: era abominable verse prisionero de aquel trillado vocabulario.

—¡Vendrá! —se dijo, casi con desdén.

Evitando la popular "colección Wolfe", cuyas telas anecdóticas llenaban una de las principales galerías de la curiosa selva de fundición y azulejos pintados con la técnica encáustica que se conocía como el Museo Metropolitano, cruzaron un pasillo hacia la sala donde las antigüedades de Cesnola se desmoronaban en aquella soledad a la que no llegaban visitantes. Tenían este melancólico refugio para ellos solos y, sentados en el diván que rodeaba el radiador central de vapor, contemplaban en silencio las vitrinas montadas en madera de ébano que contenían los fragmentos recuperados de Ilium.

—Es curioso —dijo madame Olenska—, nunca estuve aquí antes.

—Ah, bueno... Algún día, supongo, será un gran museo.

—Sí —asintió ella, distraída.

Se levantó y caminó por la sala. Archer se quedó sentado, mirando los ligeros movimientos de su cuerpo, tan de niña hasta bajo las pesadas pieles, el ala de garza coquetamente prendida en su gorro de piel, y la forma en que un rizo oscuro caía en espiral como una enredadera en cada mejilla sobre la oreja. La mente del joven, como sucedía siempre en los primeros momentos de sus encuentros, estaba totalmente absorta en los deliciosos detalles que la hacían ser quien era y no otra. Se levantó también y se aproximó a la vitrina ante la cual se había detenido la condesa. Sus estantes de cristal estaban repletos de pequeños objetos quebrados, objetos domésticos casi irreconocibles, ornamentos y bagatelas personales, fabricados en cristal, arcilla, bronce descolorido y otras sustancias borrosas por su antigüedad.

—Parece cruel —dijo la condesa— que después de todo nada importe... tal como estos pequeños objetos, que fueron necesarios e importantes para gente olvidada, y ahora hay que adivinarlos bajo un vidrio de aumento y leer la etiqueta:

"Uso desconocido".

—Sí; pero entretanto...

—Ah, entretanto...

Parada allí, con su largo abrigo de piel de foca, sus manos escondidas en un manguito redondo, con el velo bajado como una máscara transparente hasta la punta de la nariz, y el ramo de violetas que él le llevara moviéndose con su agitada respiración, parecía increíble que tanta pureza de armonía y color debiera sufrir algún día la estúpida ley del cambio.

—Entretanto, todo importa... todo lo que te concierne a ti —dijo Archer.

Ella lo miró pensativa, y volvió a sentarse en el diván. Él se instaló a su lado y esperó; pero de pronto escuchó unos pasos resonando a lo lejos por las salas vacías, y sintió la presión de los minutos que pasaban.

—¿Qué querías decirme? —preguntó la condesa, como si hubiera recibido la misma advertencia.

—¿Qué quería decirte? —replicó él—. Bueno, que creo que viniste a Nueva York porque tenías miedo.

—¿Miedo?

—De que yo fuera a Washington.

Ella miró su manguito, y Archer vio que sus manos se movían inquietas.

—¿Y bien...?

—Y bien... sí —dijo la condesa.

—¿Tenías miedo? ¿Sabías...?

—Sí; sabía.

—Y, ¿entonces? —insistió el joven.

—Bueno, entonces: es mejor, ¿no es cierto? —respondió con un largo suspiro inquisitivo.

—¿Mejor...?

—Heriremos menos a los demás. ¿No es eso, después de todo, lo que siempre quisiste?

—¿Quieres decir, tenerte aquí, cerca y sin embargo lejos? ¿Verte de esta manera, a escondidas? Es exactamente lo contrario de lo que quiero. El otro día te dije lo que quiero.

Ella vaciló.

—¿Y todavía piensas que esto es... peor?

—¡Mil veces! —hizo una pausa—. Sería fácil mentirte; pero la verdad es que me parece detestable.

—¡Oh, a mí también! —gritó madame

Olenska con un profundo suspiro de alivio.

Él se levantó de un salto, impaciente.

—Bien, entonces... es mi turno de hacer preguntas: ¿qué es, en nombre de Dios, lo que crees mejor?

Ella bajó la cabeza y siguió abriendo y cerrando las manos dentro de su manguito. Los pasos se acercaron, y un guardián con gorra que lucía sus galones caminó desganado por la sala como un fantasma merodeando por una necrópolis. Ambos fijaron al mismo tiempo los ojos en la vitrina frente a ellos, y cuando la silueta del guardia desaparecía detrás de una perspectiva de momias y sarcófagos, Archer dijo nuevamente:

—¿Qué crees mejor?

En lugar de responder, ella murmuró:

—Le prometí a la abuela quedarme con ella porque me pareció que aquí estaría más a salvo.

—¿De mí?

Ella inclinó la cabeza ligeramente, sin mirarlo.

—¿Más a salvo de amarme?

Su perfil permaneció inmóvil, pero Archer vio que una lágrima brotaba de sus pestañas y quedaba prendida en la malla de su velo.

—A salvo de hacer un daño irreparable. ¡No seamos como los otros! —protestó ella.

—¿Qué otros? No pretendo ser diferente a los de mi especie. Me consumen los mismos deseos y las mismas ansias.

Ella lo miró como horrorizada, y él vio que un tenue rubor aparecía en sus mejillas.

—¿Quieres que... sea tuya una vez, y después me vaya a casa? —aventuró la condesa en una voz baja y clara.

La sangre se agolpó en la frente del joven.

—¡Mi amor! —dijo, sin moverse.

Parecía tener el corazón en sus manos, como una copa llena a la que el menor movimiento haría derramarse.

Entonces su última frase golpeó su oído y su rostro se ensombreció.

—¿A casa? ¿Qué quieres decir por irte a casa?

—Regresar con mi marido.

—¿Y esperas que te diga sí a eso?

Madame Olenska levantó sus ojos turbados y lo miró.

—¿Qué más me queda? No puedo permanecer aquí y mentirle a la gente que ha sido bondadosa conmigo.

—¡Pero ésa es la mismísima razón por la que te pido que te vengas conmigo!

—¿Y destruir sus vidas, cuando me ayudaron a rehacer la mía?

Archer se levantó de un brinco y la miró con muda desesperación. Habría sido fácil decir: "Sí, se mía, se mía por una vez". Sabía el poder que ella pondría en sus manos si consentía; no habría dificultad alguna para persuadirla a no regresar con su marido. Pero algo silenciaba la palabra en sus labios. Una suerte de honradez apasionada que había en ella hacía inconcebible que él tratara de llevarla a esa conocida trampa. "Si permito que sea mía", se dijo, "tendré que dejarla partir nuevamente". Y eso era algo que no podía soportar. Pero vio la sombra de las pestañas sobre sus mejillas húmedas, y titubeó.

—Después de todo —comenzó a decir nuevamente—, tenemos vidas propias... Es inútil pretender lo imposible. Tú tienes pocos prejuicios para algunas cosas, estás tan acostumbrada, como tú misma dices, a mirar la Gorgona, que no sé por qué tienes miedo de enfrentar nuestro caso, y verlo como es en realidad... a menos que pienses que el sacrificio no vale la pena.

Ella se levantó a su vez, con los labios apretados y el ceño fruncido.

—Llámalo así, entonces... debo irme —dijo sacando un pequeño reloj del pecho.

Salió de la sala, y él la siguió y la tomó por la muñeca.

—Bien, entonces: sé mía una sola vez —dijo, mientras la cabeza le daba vueltas ante la idea de perderla; y por un par de segundos se miraron como enemigos.

—¿Cuándo? —insistió—. ¿Mañana?

Ella dudó.

—Pasado mañana.

—¡Amor mío! —repitió Archer.

Ella había liberado su muñeca; pero por un momento siguieron mirándose a los ojos, y el joven vio que su rostro, que se había puesto muy pálido, se iluminaba con un profundo brillo interior. Su corazón latía temeroso: sintió que nunca antes había contemplado el amor de manera visible.

—Oh, llegaré tarde... adiós. No, no te acerques un paso más —gritó la condesa, atravesando apresuradamente la inmensa sala, como si el brillo reflejado en los ojos de Archer la hubiera asustado. Cuando llegó a la puerta, se volvió un momento para hacer un rápido gesto de despedida.

Archer regresó caminando solo. Caía la oscuridad cuando entró a su casa, y recorrió con la mirada los objetos familiares del vestíbulo, como si los viera desde el otro lado de la tumba. La mucama, al oír sus pasos, corrió escala arriba para encender el gas en el piso superior.

 

—¿Está Mrs. Archer?

—No, señor; Mrs. Archer salió en el coche después del almuerzo, y todavía no regresa.

Se fue a la biblioteca con una sensación de alivio y se hundió en su sillón. La mucama entró detrás de él, llevando la lámpara de lectura y agregó algunos carbones al fuego casi apagado. Cuando se retiró, Archer siguió sentado inmóvil, con los codos sobre las rodillas, la barbilla apoyada en las manos entrelazadas, los ojos fijos en la roja parrilla. Allí permaneció, sin pensamientos conscientes, sin sensación del correr del tiempo, en un profundo y solemne asombro que parecía suspender la vida más que apresurarla. "Esto es lo que tenía que ser, entonces..., esto es lo que tenía que ser", se repetía una y otra vez, como si estuviera preso en las garras del destino. Lo que había soñado era tan diferente que producía un mortal escalofrío a su arrobamiento. Se abrió la puerta y entró May.

—Estoy tremendamente atrasada... ¿estabas preocupado? —preguntó, apoyando la cabeza en el hombro de Archer en una de sus escasas caricias.

El la miró asombrado.

—¿Es tarde?

—Pasadas las siete. ¡Creo que te dormiste!

Se echó a reír, y sacando los alfileres de su sombrero de terciopelo lo arrojó sobre el sofá. Estaba más pálida que de costumbre, pero irradiaba una inaudita animación.

—Fui a ver a la abuelita, y justo cuando me venía llegó Ellen de vuelta de un paseo; de modo que me quedé y tuve una larga conversación con ella. Hacía años que no teníamos una verdadera conversación...

Se había dejado caer en su sillón preferido, frente a Archer, y pasaba los dedos entre su cabello desgreñado. El joven pensó que esperaba que él dijera algo.

—Una muy buena charla —continuó May, sonriendo con lo que a Archer le pareció una viveza poco natural—. Fue tan amable, la misma Ellen de antes. Temo que no fui justa con ella últimamente. A veces pensé...

Archer se puso de pie y se apoyó en la repisa de la chimenea, fuera del resplandor de la lámpara.

—¿Pensaste...? —repitió al ver que callaba.

—Bueno, quizás no la juzgué correctamente. Es tan distinta... al menos en apariencia. Se junta con gente tan rara, parece que le gusta llamar la atención. Supongo que se debe a la vida que llevó en esa disipada sociedad europea; no hay duda de que nos considera horriblemente aburridos. Pero no quiero juzgarla mal.

Calló nuevamente, casi sin aliento por el desacostumbrado largo de su discurso, y se sentó con los labios ligeramente separados y un fuerte rubor en las mejillas. Al mirarla, Archer recordó cómo brillaba su rostro en el jardín de la Misión en St. Augustine. Percibió en ella el mismo esfuerzo oscuro, la misma ansia por algo que sobrepasaba su campo visual. "Odia a Ellen —pensó—, y trata de sobreponerse a ese sentimiento, y quiere obligarme a que la ayude a superarlo." La idea lo conmovió, y por un momento estuvo a punto de romper el silencio y ponerse en sus manos.

—Supongo que entiendes — continuó May— por qué la familia se ha molestado tantas veces. Todos hicimos lo más que pudimos por ella al comienzo; pero no dio señas de comprenderlo. ¡Y ahora esta idea de ir a visitar a Mrs. Beaufort, en el coche de mi propia abuela! Me temo que se ha enemistado con los Van der Luyden...

—Ah —dijo Archer, con una risa impaciente. Se había vuelto a cerrar la puerta entre ellos.—Es hora de vestirse; cenamos afuera, ¿no es así? —preguntó, retirándose del fuego.

May se levantó también, pero se quedó junto a la chimenea. Cuando Archer pasó a su lado, se adelantó impulsivamente, como queriendo detenerlo; sus miradas se cruzaron, y él vio que sus ojos eran del mismo azul húmedo de lágrimas del día que fue a Jersey City. May le echó los brazos al cuello y lo besó.

—No me habías besado hoy —dijo en un murmullo; y Archer la sintió temblar en sus brazos.

32

—En la corte de las Tullerías —decía Mr. Sillerton Jackson con una sonrisa de reminiscencia—, estas cosas eran abiertamente toleradas.

El escenario era el comedor de nogal oscuro de los Van der Luyden en Madison Avenue, y la hora, la noche siguiente a la visita de Newland Archer al Museo de Arte. Mr. y Mrs. van der Luyden habían llegado desde Skuytercliff, a donde huyeron precipitadamente al conocer la noticia de la quiebra de Beaufort. Pero se les hizo ver que la confusión en que caería la sociedad por este deplorable asunto hacía más necesaria que nunca su presencia en la ciudad. Era una de las ocasiones en que, como dijo Mrs. Archer, ellos "tenían el deber social" de mostrarse en la ópera, e incluso de abrir las puertas de su casa.

—No hay que permitir por ningún motivo, mi querida Louisa, que gente como Mrs. Lemuel Struthers crea que puede ocupar el lugar de Regina. Es justamente en estas ocasiones cuando la gente nueva empuja y consigue una posición. Recuerden que debido a la epidemia de varicela en Nueva York del invierno pasado, cuando apareció Mrs. Struthers, los hombres casados se iban a su casa mientras sus esposas estaban hospitalizadas. Tú, Louisa, y mi querido Henry, deben estar en la brecha como siempre lo hicieron.

Mr. y Mrs. van der Luyden no podían permanecer sordos a tal llamado, y renuente pero heroicamente, viajaron a la ciudad, abrieron su casa, y mandaron invitaciones para dos cenas y una recepción nocturna. Para aquella recepción invitaron a Sillerton Jackson, Mrs. Archer y Newland y su mujer, para ir luego con ellos a la ópera. Se cantaba Fausto por primera vez en la temporada. Bajo el techo de los Van der Luyden nada se hacía sin ceremonia, y aunque no había más que cuatro invitados, la comida se inició a las siete en punto, de manera que se pudieran servir los diversos platos con la apropiada secuencia y sin apresuramiento antes de que los caballeros se instalaran a fumar sus cigarros.

Archer no había visto a su mujer desde la tarde anterior. Había salido temprano de casa hacia la oficina, donde se sumergió en una serie de asuntos sin importancia. En la tarde, uno de los socios principales le había hecho una inesperada visita, de modo que llegó a su hogar tan tarde que May ya se había ido a casa de los Van der Luyden, desde donde le envió a buscar con el coche.

Ahora, por encima de los claveles de Skuytercliff y la platería maciza, le sorprendió su palidez y su aire lánguido: pero sus ojos brillaban, y hablaba con exagerada animación. El tema que motivara el comentario favorito de Mr. Sillerton Jackson, fue puesto en el tapete (Mrs. Archer pensaba que no sin intención) por la anfitriona. La quiebra de los Beaufort, o más bien la actitud de los Beaufort desde la quiebra, era todavía un tema fructífero para un moralista de salón; y después de examinarlo minuciosamente y de condenarlo, Mrs. van der Luyden volvió sus ojos escrupulosos hacia May Archer.

—¿Es posible, querida, que lo que escuché sea verdad? Me dijeron que el carruaje de tu abuela Mingott fue visto estacionado a la puerta de Mrs. Beaufort.

Era digno de destacar el hecho de que ella ya no llamaba más por su nombre a la delincuente. A May se le subieron los colores, y Mrs. Archer respondió rápidamente:

—Si lo fuera, estoy convencida de que se hizo sin el conocimiento de Mrs. Mingott.

—Ah, ¿tú crees...? —Mrs. van der Luyden hizo una pausa, suspiró, y miró a su marido.

—Me temo —dijo Mr. van der Luyden—, que el bondadoso corazón de madame Olenska puede haberla impulsado a la imprudencia de visitar a Mrs. Beaufort.

—O su gusto por la gente extraña —intercaló Mrs. Archer en tono seco, mientras sus ojos se posaban inocentemente en los de su hijo.

—Me duele pensar una cosa así de madame Olenska —dijo Mrs. van der Luyden.

Y Mrs. Archer murmuró:

—¡Ah, querida mía, y después de que la tuviste dos veces en Skuytercliff!

Mr. Jackson Sillerton aprovechó la oportunidad para hacer su alusión favorita.

—En las Tullerías —repitió, viendo que los ojos de los asistentes se volvían expectantes hacia él—, el nivel de las costumbres era excesivamente relajado en algunos aspectos; ¡y no pregunten de dónde vino el dinero de Morny...! O quién pagó las deudas de algunas de las beldades de la Corte...

—Espero, querido Sillerton —dijo Mrs. Archer—, que no sugerirás que deberíamos adoptar semejantes reglas morales.

—Jamás sugiero nada —repuso Mr. Jackson imperturbable—. Pero la educación extranjera de madame Olenska podría hacerla menos particular...

—Ah —suspiraron las dos damas mayores.

—¡Así y todo, estacionar el carruaje de su abuela ante la casa de un desfalcador! —protestó Mr. van der Luyden.

Y Archer pensó que estaba recordando, con resentimiento, los cestos llenos de claveles que enviara a la casita de la calle Veintitrés.

—Yo siempre dije que ella ve las cosas de un modo absolutamente diferente al nuestro — resumió Mrs. Archer.

May volvió a ruborizarse. Miró por encima de la mesa a su marido, y dijo precipitadamente:

—Estoy segura de que Ellen lo hizo por bondad.

—La gente imprudente a menudo es bondadosa —dijo Mrs. Archer, como si el hecho no fuera un atenuante.

Mrs. van der Luyden murmuró:

—Si al menos hubiera consultado con alguien...

—¡Ah, eso no lo hace nunca! —replicó Mrs. Archer.

A este punto, Mr. van der Luyden miró a su esposa, que inclinó ligeramente la cabeza en dirección a Mrs. Archer; y las tres damas abandonaron la habitación barriendo el piso con las relumbrantes colas de sus trajes, y dejaron solos a los caballeros para que fumaran sus cigarros.

En las noches de ópera, Mr. van der Luyden ofrecía cigarros cortos, pero tan buenos que sus invitados deploraban su inexorable puntualidad. Terminado el primer acto, Archer se separó del grupo y se instaló al fondo del palco del club. Desde allí, por encima de los hombros de varios Chivers, Mingott y Rushworth, revivió la misma escena que presenciara dos años atrás, la noche de su primer encuentro con Ellen Olenska. Abrigaba la ligera esperanza de verla aparecer nuevamente en el palco de Mrs. Manson Mingott, pero éste permanecía desocupado; y se sentó inmóvil, los ojos clavados en él, hasta que de súbito la pura voz de soprano de madame Nilsson rompió a cantar Mama, non mama...

Archer volvió la vista al escenario, donde, en el típico decorado de inmensas rosas y pensamientos de papel, la misma víctima gorda y rubia sucumbía a los encantos del mismo seductor pequeño y moreno. Del escenario sus ojos vagaron hasta el punto de la herradura donde se sentaba May entre las dos señoras mayores, tal como, en aquella otra noche, se sentara entre Mrs. Lovell Mingott y su prima "extranjera" recién llegada. Como en esa ocasión, estaba vestida enteramente de blanco; y Archer, que no se había fijado en su traje, reconoció el raso blanco azulado y el encaje antiguo de su vestido de novia. Era costumbre en la Nueva York de antaño, que las novias usaran su costoso vestido durante los dos primeros años de matrimonio; Archer sabía que su madre guardaba el suyo en papel de seda con la esperanza de que Janey pudiera usarlo algún día, a pesar de que la pobre Janey estaba llegando a una edad en que la popelina gris perla y sin damas de honor se consideraría más "apropiado".

A Archer le llamaba la atención que May, desde que volvieran de Europa, usara muy pocas veces su vestido de novia, y la sorpresa de verla lucirlo lo hizo comparar su aspecto con el de la joven que había contemplado arrobado dos años atrás. Aunque la silueta de May estaba ligeramente más pesada, como lo predijo su porte de diosa, su atlético andar erguido y la infantil transparencia de su expresión no habían cambiado; si no fuera por la ligera languidez que Archer notaba en ella recientemente, sería la imagen exacta de la niña que jugaba con el ramillete de lirios silvestres la noche de sus esponsales. Parecía una llamada más a la compasión de su marido; tanta inocencia era tan conmovedora como el abandono confiado de un niño. Luego recordó la apasionada generosidad latente bajo aquella calma indiferente. Recordó su mirada de comprensión cuando le pidió que anunciaran su compromiso en el baile de los Beaufort; escuchó el tono de su voz cuando le dijo en el jardín de la Misión: "No podría construir mi felicidad en el daño... el daño a otra persona". Y lo dominó una incontrolable ansia por decirle la verdad, por entregarse a su generosidad, y pedirle la libertad que una vez él rechazara.

 

Newland Archer era un joven tranquilo y con gran dominio de sí. La conformidad a la disciplina de una pequeña sociedad había llegado a ser casi su segunda naturaleza. Le parecía de pésimo gusto hacer algo melodramático y que llamara la atención, algo que Mr. van der Luyden desaprobara y que el palco del club condenara como contrario a las formalidades. Pero repentinamente se olvidó del palco del club, de Mr. van der Luyden, de todo aquello que durante tanto tiempo encerrara al cálido abrigo de la costumbre. Caminó por el pasillo semicircular en la parte de atrás del teatro, y abrió la puerta del palco de Mrs. van der Luyden, como si fuera una puerta a lo desconocido. "¡Mama!" cantaba triunfante Margarita; y los ocupantes del palco miraron sorprendidos la entrada de Archer. Había roto una de las reglas de su mundo, que prohibía entrar en un palco durante un aria. Deslizándose entre Mr. van der Luyden y Sillerton Jackson, se inclinó hacia su esposa.

—Tengo un espantoso dolor de cabeza; no le digas a nadie, pero volvamos a casa, ¿quieres? —susurró.

May le lanzó una mirada de comprensión, y la vio susurrar algo a su madre, que asintió compasiva; después murmuró una excusa en el oído de Mrs. van der Luyden y se levantó de su asiento, justo cuando Margarita caía en los brazos de Fausto. Archer, al ayudarla a ponerse la capa de noche, captó el intercambio de significativas sonrisas entre las dos damas mayores. Cuando se alejaban en el coche, May puso tímidamente su mano sobre la de Archer.

— Lamento que no te sientas bien. Temo que te han recargado de trabajo en la oficina.

—No, no es eso. ¿Te molesta si abro la ventana? —contestó confundido, bajando el vidrio de su lado.

Se puso a mirar hacia la calle, sintiendo junto a él a su mujer como una interrogación muda y vigilante, y mantuvo los ojos fijos en las casas que pasaban ante su vista. Al llegar frente a la puerta de su casa, la falda de May quedó atrapada en el escalón del carruaje, y la hizo caer encima de él.

—¿Te hiciste daño? —le preguntó, sosteniéndola con el brazo.

—No, pero, ¡pobre vestido, mira cómo lo desgarré! —exclamó May.

Se inclinó a recoger un trozo de tela embarrada, y subió tras él las gradas hacia el vestíbulo. Los sirvientes no los esperaban tan pronto, y sólo se vislumbraba un resplandor tenue de gas en el último descansillo. Archer subió, encendió la luz, y acercó un fósforo a los apliques colocados a cada lado de la chimenea de la biblioteca. Las cortinas estaban corridas, y el cálido aspecto acogedor del cuarto le dio la impresión de encontrar una cara familiar en medio de una situación inconfesable. Notó que su mujer estaba muy pálida, y le preguntó si quería tomar un poco de coñac.

—Oh, no —exclamó con un momentáneo rubor, mientras se quitaba la capa, y agregó—: Pero ¿no será mejor que te acuestes de inmediato?

Archer abrió una caja de plata colocada sobre la mesa, y sacó un cigarrillo. Pronto lo apagó y se dirigió a su puesto habitual junto al fuego.

—No, mi cabeza no está tan mala como para eso —respondió él. Hizo una pausa y continuó—: Y hay algo que quiero decirte; algo importante, que debo decirte ahora mismo.

Ella se había instalado en un sillón y levantó la vista cuando él habló.

—¿Sí, querido? —replicó, de modo tan gentil que Archer se admiró de la falta de sorpresa con que recibía este preámbulo.

—May... —comenzó, parado a pocos pasos de su sillón y mirándola como si la ligera distancia entre ellos fuera un abismo infranqueable. El sonido de su voz hizo un eco misterioso a través de la quietud hogareña, y repitió—: Tengo que decirte algo... acerca de mí.

Ella lo miraba en silencio, sin un movimiento ni un temblor de sus pestañas. Todavía estaba extremadamente pálida, pero su rostro tenía una curiosa expresión de calma que parecía provenir de alguna secreta fuerza interna. Archer contuvo las frases convencionales que acudían a sus labios. Estaba decidido a exponer el caso con sencillez, sin vanas recriminaciones ni excusas.

—Madame Olenska... —dijo.

Pero al escuchar el nombre su mujer levantó la mano para pedirle que callara. Al hacer este ademán la luz de gas hizo brillar el oro de su anillo de matrimonio.

—Oh, ¿para qué hablar de Ellen esta noche? —preguntó, frunciendo los labios con impaciencia.

—Porque debí hablar antes.

May permaneció serena.

—¿Vale realmente la pena, querido? Ya sé que a veces he sido injusta con ella, tal vez todos lo hemos sido. Tú la entendiste, sin duda, más que nosotros; siempre fuiste muy amable con ella. ¿Pero qué importa ahora que todo ha terminado?

Archer la miró sin comprender. ¿Era posible que la sensación de irrealidad en que él se sentía aprisionado se hubiera traspasado a su mujer?

—¿Todo terminado? ¿Qué quieres decir? —preguntó en un confuso balbuceo.

May continuaba mirándolo con sus ojo transparentes.

—Pero si se vuelve a Europa muy pronto; ya que la abuela lo aprueba y lo entiende, y la ha hecho independiente de su marido...

Se interrumpió, y Archer, con una mano convulsa aferrada al borde de la repisa de la chimenea y apoyado en ésta, hizo un vano esfuerzo por extender el mismo control a sus arremolinados pensamientos.

—Suponía —escuchó que la firme voz de su esposa continuaba diciendo— que te habías quedado hasta tarde en la oficina para arreglar esos asuntos. Creo que se decidió esta mañana.

May bajó los ojos ante su mirada ciega, y un nuevo rubor fugitivo coloreó su rostro. Archer, comprendiendo que sus ojos debían serle insoportables, se volvió, apoyó el codo en la chimenea y se cubrió la cara. Algo martillaba y retumbaba furiosamente en sus oídos; no podía decir si era la sangre en sus venas, o el tictac del reloj en la repisa. May se quedó sentada sin moverse ni hablar mientras el reloj contaba lentamente cinco minutos. Un tizón cayó en la parrilla, y al oírla levantarse a empujarlo hacia adentro, Archer por fin se volvió a mirarla a la cara.

—Es imposible —exclamó.

—¿Imposible...?

—¿Cómo supiste lo que acabas de decirme?

—Estuve ayer con Ellen. Te dije que la vi en casa de la abuela.

—¿Fue entonces que te lo dijo?

—No, recibí una nota suya esta tarde. ¿Quieres verla?

Archer no pudo recuperar la voz, y ella salió de la habitación y regresó casi de inmediato.

—Creí que lo sabías —dijo simplemente.

Puso una hoja de papel sobre la mesa, y Archer extendió la mano y la tomó. La carta contenía sólo unas pocas líneas.

"May querida: Al fin logré que la abuela entendiera que mi visita no podía durar más que cualquiera visita; y ha sido bondadosa y generosa como siempre. Ahora comprende que si vuelvo a Europa debo vivir sola, o más bien con la pobre tía Medora, que se va conmigo. Regreso rápidamente a Washington a empacar, y nos embarcamos la próxima semana. Debes ser muy buena con la abuela cuando me haya ido, tan buena como siempre fuiste conmigo. Si algunos de nuestros amigos desean convencerme de que cambie de opinión, por favor diles que sería absolutamente inútil. Ellen."

Archer leyó la carta dos o tres veces; luego la dejó caer y rompió en carcajadas. El sonido de su risa lo asustó. Le recordó el espanto que tuvo Janey la noche en que lo encontró riendo a carcajadas con el telegrama de May en que anunciaba que se había adelantado la fecha de su matrimonio.

—¿Por qué escribió esto? —preguntó, calmando su risa con un esfuerzo supremo.

May tomó la pregunta con su candor inmutable.

—Supongo que porque ayer hablamos de muchas cosas...

—¿Qué cosas?

—Le dije que temía no haber sido justa con ella, que no siempre entendí lo duro que ha de haber sido para ella estar aquí, sola entre tanta gente que eran sus parientes pero a la vez unos desconocidos; que se sentían con derecho a criticar y no siempre conocían las circunstancias —guardó silencio un instante—. Sabía que tú habías sido el único amigo en quien ella podía confiar; y quería que supiera que tú y yo éramos iguales... en todos nuestros sentimientos.