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100 Clásicos de la Literatura

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Archer volvió a mirar al presidente de los Estados Unidos, y después miró su escritorio y los papeles diseminados en él. Por unos segundos no tuvo confianza en su voz para poder hablar. Durante este intervalo oyó que M. Riviére echaba hacia atrás su silla, y se dio cuenta de que el joven se había puesto de pie. Cuando volvió a levantar los ojos, vio que su visitante estaba tan conmovido como él.

—Gracias —dijo Archer simplemente.

—No tiene nada que agradecerme, monsieur; más bien soy yo... —M. Riviére se interrumpió, como si también le costara hablar—. Sin embargo, me gustaría —continuó con voz más firme— agregar una cosa. Me preguntó si trabajaba para el conde Olenski. Por el momento sí; volví a él, hace algunos meses, por razones de necesidad como le puede suceder a cualquiera que tenga personas enfermas y ancianas que dependen de él. Pero desde que di el paso de venir aquí a decirle estas cosas, me considero despedido, y así se lo diré al conde a mi vuelta, y le daré las razones. Eso es todo, monsieur.

M. Riviére hizo una reverencia y retrocedió un paso.

—Gracias —dijo Archer nuevamente, mientras estrechaba su mano.

26

El quince de octubre de cada año la Quinta Avenida abría sus persianas, desplegaba sus alfombras y colgaba la triple capa de cortinas en las ventanas.

El primero de noviembre este ritual doméstico ya estaba terminado, y la sociedad había comenzado a mirar a su alrededor y a evaluarse a sí misma. Ya el día quince la temporada estaba en su apogeo, la ópera y los teatros estrenaban sus nuevas atracciones, se acumulaban las invitaciones a cenar, y se fijaban las fechas de los bailes. Y puntualmente en esta época, Mrs. Archer decía que Nueva York había cambiado mucho.

Observándola desde el altivo punto de vista del que no participa, era capaz, con la ayuda de Mr. Sillerton Jackson y Miss Sophy, de descubrir cada nueva resquebrajadura en su superficie, y todas las extrañas hierbas que brotaban entre las ordenadas hileras de vegetales sociales. Una de las entretenciones de Archer en su juventud era esperar este pronunciamiento anual de su madre, y escucharla enumerar los mínimos signos de desintegración que su descuidada mirada había pasado por alto. Pues en la mente de Mrs. Archer, Nueva York nunca cambiaba sin cambiar para peor; y Miss Sophy Jackson compartía de todo corazón esta opinión. Mr. Sillerton Jackson, como todo hombre de mundo, no expresaba su juicio y escuchaba divertido y con imparcialidad las lamentaciones de las damas. Pero ni siquiera él negaba que Nueva York había cambiado; y Newland Archer, en el invierno de su segundo año de matrimonio, se sintió obligado a admitir que si todavía no había cambiado, en realidad estaba cambiando.

Estas ideas habían salido a la luz, como era habitual, en la cena de Acción de Gracias de Mrs. Archer. En la fecha en que oficialmente estaba empeñada en agradecer las bendiciones del año, tenía la costumbre de hacer un recuento sombrío pero nunca amargo de su mundo, y preguntarse de qué había que dar gracias. En todo caso, no del estado de la sociedad; la sociedad, si se pudiera decir que existía, era más bien un espectáculo al que habría que reconvenir con imprecaciones bíblicas... Y en realidad, todos sabían lo que el Reverendo Dr. Ashmore quiso decir al elegir un texto de Jeremías (cap. ii, vers. 25) para su sermón de Acción de Gracias. El Dr. Ashmore, nuevo Rector de St. Matthew, fue nombrado porque era muy "avanzado": sus sermones se consideraban audaces en los planteamientos y novedosos en el lenguaje. Cuando fulminaba a la sociedad elegante, siempre mencionaba su "tendencia"; y para Mrs. Archer era aterrador a la vez que fascinante sentirse parte de una comunidad que tendía a algo.

—No hay duda de que el Dr. Ashmore tiene razón: hay una marcada tendencia —dijo, como si fuera algo visible y mensurable, como una grieta en la casa.

—Fue bastante raro, sin embargo, predicar sobre eso en un día de Acción de Gracias — opinó Miss Jackson.

Su anfitriona repuso con tono seco:

—Oh, él quiere que demos gracias por lo que nos resta.

Archer tenía la costumbre de sonreír ante estos vaticinios anuales de su madre; pero este año hasta él se sintió obligado a reconocer, cuando escuchó enumerar los cambios, que la "tendencia" era visible.

—La extravagancia en el vestir... —comenzó Miss Jackson—. Sillerton me llevó a la primera noche de ópera, y sólo puedo decirles que el vestido de Jane Merry era el único que reconocí del año pasado; y hasta a ese vestido le habían cambiado la parte delantera. Y yo sé que se lo mandaron de Worth hace sólo dos años, porque mi costurera siempre le adapta los vestidos llegados de París antes de que los use.

—Ah, y Jane Merry es una de nosotros — dijo Mrs. Archer.

Y suspiró como si no fuera nada de envidiable estar en una época en que las damas empezaban a lucir sus vestidos parisienses en cuanto los sacaban de la Aduana, en lugar de dejarlos madurar bajo siete llaves, como hacían sus contemporáneas.

—Sí, ella es una de las pocas. En mi juventud —replicó Miss Jackson—, se consideraba vulgar vestirse con la última moda; y Amy Sillerton siempre me dijo que en Boston la regla era guardar los vestidos franceses durante dos años. La anciana Mrs. Baxter Pennilow, que todo lo hacía con elegancia, solía importar doce vestidos al año, dos de terciopelo, dos de raso, dos de seda, y los otros seis de popelina y del casimir más fino. Era un encargo permanente, y como estuvo enferma dos años antes de morir, se encontraron cuarenta y ocho vestidos de Worth que nunca se sacaron de sus cajas; y cuando las hijas se quitaron el luto, pudieron usar el primer lote en los conciertos sinfónicos sin verse adelantadas a la moda.

—Ah, bueno, Boston es más conservador que Nueva York; pero siempre pienso que es una ley más segura para una dama guardar sus vestidos franceses durante una temporada — concedió Mrs. Archer.

—Fue Beaufort quien comenzó la nueva moda obligando a su mujer que se pusiera sus vestidos nuevos en cuanto llegaban: debo decir que a veces se requiere toda la distinción de Regina para no verse como... como... —Miss Jackson miró alrededor de la mesa, se cruzó con los ojos saltones de Janey, y se refugió en un inteligible murmullo.

—Como sus rivales —dijo Mr. Sillerton Jackson, con el aire de quien inventa un epigrama.

—Oh —murmuraron las señoras. Y Mrs. Archer agregó, más bien para distraer la atención de su hija de temas prohibidos:

—¡Pobre Regina! Me temo que su día de Acción de Gracias no ha sido muy alegre. ¿Ha escuchado rumores acerca de las especulaciones de Beaufort, Sillerton?

Mr. Jackson asintió con indiferencia. Todos habían escuchado los rumores en cuestión, y odiaba confirmar un chisme que ya era de conocimiento público. Un sombrío silencio cayó sobre el grupo. A nadie le gustaba realmente Beaufort, y no era del todo desagradable pensar lo peor de su vida privada; pero la idea de que trajera deshonor financiero a la familia de su esposa era demasiado espantosa como para ser celebrada ni siquiera por sus enemigos. Esa Nueva York de Archer toleraba la hipocresía en las relaciones privadas, pero en asuntos de negocios exigía una honestidad límpida e impecable. Había pasado mucho tiempo desde que un banquero conocido cayera en el descrédito, pero todos recordaban cómo se extinguieron socialmente las cabezas de la empresa cuando ocurrió el último hecho de esa clase. Podría pasar lo mismo con los Beaufort, a pesar de su poder y de lo estimada que era su esposa. Ni siquiera toda la fuerza coaligada de la familia Dallas podría salvar a la pobre Regina si resultaban verdaderos los informes sobre las ilegales especulaciones de su marido.

La conversación buscó refugio en temas menos ominosos; pero todos los que trataron parecían confirmar la sensación que comentara Mrs. Archer acerca de una tendencia acelerada.

—Ya te imaginarás, Newland, que supe que dejaste ir a May a casa de Mrs. Struthers a una de sus recepciones dominicales... —comenzó a decir. Pero May la interrumpió alegremente.

—Oh, pero es que ahora todo el mundo va a casa de Mrs. Struthers; hasta invitó a mi abuela a la última recepción.

Así era, reflexionó Archer, como Nueva York manejaba sus transiciones: conspirando por ignorarlas hasta que estuvieran bien instaladas, y entonces, de toda buena fe, imaginar que se habían producido en una época anterior. Siempre había un traidor en la ciudadelas y después de que él (o, generalmente, ella) hubiera entregado las llaves, ¿qué se ganaba con pretender que era inexpugnable? Una vez que la gente había gustado de la hospitalidad de los relajados domingos de Mrs. Struthers, nadie quería quedarse en casa recordando que lo que bebían era betún de zapatos transformado en champagne.

—Ya lo sé, querida, ya lo sé —suspiró Mrs. Archer—. Supongo que tendrán que suceder estas cosas porque lo único que busca la gente en sus salidas es entretención; pero nunca le perdonaré a tu prima madame Olenska que fue la primera persona que aprobó a Mrs. Struthers.

Un repentino rubor subió por el rostro de la joven Mrs. Archer, sorprendiendo a su marido y a los demás invitados a lo largo de la mesa.

—Oh, Ellen... —murmuró, en el mismo tono de acusación y de disculpa a la vez con que sus padres dirían: "Oh, las Blenker".

Era la nota que tañía la familia cada vez que se mencionaba el nombre de la condesa Olenska, pues ésta los sorprendió y los molestó al permanecer insensible a las propuestas de su esposo; pero oírla en los labios de May daba qué pensar, y Archer la miró con la sensación de extrañeza que a veces lo invadía cuando ella hacía eco del ambiente que la rodeaba. Mrs. Archer, demostrando menos sensibilidad de la habitual en ella para captar ciertas situaciones, siguió insistiendo.

 

—Siempre he pensado que gente como la condesa Olenska, que ha vivido en sociedades aristocráticas, debería ayudarnos a mantener nuestras distinciones sociales en lugar de ignorarlas.

May continuaba ruborizada; su rubor parecía tener un significado que iba más allá del que implicaba el reconocimiento de la mala fe social de madame Olenska.

—No me cabe duda de que a los extranjeros les parecemos todos iguales —dijo Miss Jackson en tono agrio.

—No creo que a Ellen le interese la sociedad; pero nadie sabe exactamente qué le interesa —insinuó May, como buscando una evasiva.

—Así es —suspiró Mrs. Archer nuevamente.

Todos sabían que la condesa Olenska no estaba en buenos términos con su familia. Ni su devota defensora, la anciana Mrs. Manson Mingott, fue capaz de defender su posición al rehusarse a regresar con su marido. Los Mingott no proclamaban en voz alta su desaprobación, pues su sentido de solidaridad era demasiado fuerte. Lo que hicieron fue, simplemente, lo que dijo Mrs. Welland: "dejar que la pobre Ellen encuentre su sitio en la sociedad", y aquél, mortificante e incomprensiblemente, estaba en las oscuras profundidades donde triunfaban las Blenker, y donde la "gente que escribe" celebraba sus desaseados ritos. Era increíble, pero era un hecho, que Ellen, a pesar de todas sus oportunidades y sus privilegios, se había transformado en una simple "bohemia". Este hecho reforzaba la opinión acerca de que había cometido un error fatal al no regresar con el conde Olenski. Después de todo, el lugar de una mujer joven es bajo el techo de su marido, especialmente cuando ella lo dejó en circunstancias que... bueno... si uno se diera el trabajo de examinarlas...

—Madame Olenska es muy admirada por los caballeros —dijo Miss Sophy, como si quisiera poner algo conciliatorio donde bien sabía que asestaba un dardo.

—Ah, ese es el peligro a que se expone una mujer joven como madame Olenska —corroboró en tono dolido Mrs. Archer.

Y las señoras, después de esta conclusión, tomaron la cola de sus trajes para irse en busca de las suaves luces del salón, mientras Archer y Mr. Sillerton Jackson se retiraban a la biblioteca gótica. Una vez instalado frente a la chimenea, y consolándose de la insuficiencia de la comida con la perfección de un cigarro, Mr. Jackson tomó un aire profético y comunicativo (pero de noticias de mal agüero).

—Si se produce la quiebra de Beaufort — anunció—, se revelarán algunos secretos.

Archer levantó la cabeza rápidamente. No podía oír ese nombre sin recordar la nítida visión de la pesada figura de Beaufort, cubierta de opulentas pieles y calzado fino, avanzando por la nieve en Skuytercliff.

—Tendrá que ser —continuó Mr. Jackson— la más sucia de las limpiezas. Beaufort no ha gastado todo su dinero sólo en Regina.

—Bueno, pero eso se da por descontado, ¿no? Mi opinión es que saldrá adelante —dijo el joven, con ganas de cambiar de tema.

—Quizás, quizás. Sé que debía ver a gente influyente hoy día. Por supuesto —concedió Mr. Jackson de mala gana—, se espera que le ayuden a salir del apuro, por esta vez que sea. No me gustaría pensar en la pobre Regina pasando el resto de su vida en el extranjero, en algún miserable balneario para gente arruinada.

Archer no dijo nada. Le parecía tan natural, aunque trágico, que el dinero mal habido fuera cruelmente expiado, que su mente, que apenas se detuvo un instante en la suerte de Mrs. Beaufort, vagara hacia cosas más contingentes. ¿Qué significaba el rubor de May cuando se mencionó a la condesa Olenska? Habían pasado cuatro meses desde ese día de verano que estuviera junto a madame Olenska; y desde entonces no la veía. Sabía que había vuelto a Washington, a la casita que alquilaran ella y Medora. Le escribió una vez, unas pocas palabras para preguntarle cuándo se encontrarían de nuevo, y ella respondió más brevemente aún: "Todavía no".

Desde entonces no hubo más comunicación entre ellos, y él había construido dentro de sí una especie de santuario donde ella reinaba entre sus pensamientos secretos y sus añoranzas. Poco a poco se convirtió en el escenario de su verdadera vida, en su única actividad racional; allá llevaba los libros que leía, las ideas y pensamientos que lo alimentaban, sus decisiones y sus fantasías. Fuera de allí, en el escenario de su vida diaria, se movía con un creciente sentido de irrealidad e insuficiencia, chocando con los prejuicios familiares y los puntos de vista tradicionales como un hombre distraído tropieza con los muebles de su propio dormitorio. Ausente, eso es lo que era: tan ausente de todo lo que era densamente real y cercano a los seres que lo rodeaban que a veces se sorprendía al notar que ellos aún creían que estaba allí. Se dio cuenta de que Mr. Jackson aclaraba su garganta preparándose para nuevas revelaciones.

—No sé, por cierto, hasta qué punto está enterada la familia de su esposa de lo que la gente dice de... bueno, del rechazo de madame Olenska ante la última oferta de su marido.

Archer no respondió, y Mr. Jackson prosiguió hablando en forma ambigua.

—Es una lástima, realmente una lástima, que la rechazara.

—¿Una lástima? ¿Por qué, en nombre de Dios?

Mr. Jackson contempló su pierna desde la rodilla hasta el impecable calcetín que la unía al lustroso escarpín.

—Bueno... para ponerlo en términos más vulgares... ¿de qué va a vivir ahora?

—¿Ahora...?

—Si Beaufort...

Archer se levantó de un salto, y dio un puñetazo en el negro borde de caoba de la mesa escritorio.

Los vasos del doble tintero de bronce bailaron en sus cuencas.

—¿Qué diablos quiere decir, señor?

Mr. Jackson, incorporándose ligeramente en su silla, clavó una tranquila mirada en la ardiente cara del joven.

—Bueno... sé de muy buena fuente... en realidad, de la propia Catherine... que la familia redujo en forma considerable la asignación de la condesa Olenska cuando rechazó definitivamente regresar junto a su esposo; y como, debido a este mismo rechazo, también pierde el derecho al dinero que aportó al casarse, y que Olenski estaba dispuesto a devolverle si regresaba, entonces, ¿qué demonios quieres decir tú, querido muchacho, al preguntarme lo que yo quiero decir? —fue la respuesta de Mr. Jackson, de muy buen humor.

Archer caminó hacia la repisa de la chimenea y se inclinó a remover las cenizas.

—No conozco los asuntos privados de madame Olenska, pero no necesito saberlos para estar seguro de que lo que usted insinúa...

—Oh, no soy yo quien lo dice, es Lefferts, entre otros —interrumpió Mr. Jackson.

—¡Lefferts, que la cortejó y se ganó un desaire por hacerlo! —exclamó Archer desdeñosamente.

—Ah... ¿lo hizo? —dijo con brusquedad Mr. Jackson, como si fuera exactamente el hecho que esperaba saber por medio de la trampa que tendiera. Seguía sentado al lado del fuego, de modo que su dura mirada gastada abarcó el rostro de Archer como en un resorte de acero.

—Bueno, bueno, es una lástima que no quisiera regresar antes del colapso de Beaufort — repitió—. Si se va ahora, y si él fracasa, servirá para confirmar la impresión general, que no pertenece de manera alguna únicamente a Lefferts, para que sepas.

—¡Oh, ella no regresará ahora, menos que nunca!

No acababa de decir esto Archer cuando tuvo otra vez la certeza de que era exactamente lo que Mr. Jackson estaba esperando oír.

El anciano caballero lo contempló atentamente.

—Esa es tu opinión, ¿eh? Bueno, sin duda tú sabes lo que dices. Pero todos te dirán que los pocos peniques que le quedaban a Medora Manson están todos en las manos de Beaufort; y no me imagino cómo estas dos mujeres mantendrán sus cabezas fuera del agua a menos que él logre salvarse. Por supuesto, madame Olenska todavía puede ablandar a la anciana Catherine, que se ha opuesto inexorablemente a que permanezca aquí; y la vieja Catherine podría darle la asignación que se le antoje. Pero todos sabemos que odia separarse del buen dinero; y el resto de la familia no tiene ningún interés particular en mantener a madame Olenska aquí.

Archer se percató de que Mr. Jackson estaba extrañado por el hecho de que él ignorara las diferencias de madame Olenska con su abuela y otros familiares, y que el anciano había sacado sus propias conclusiones respecto a las razones de la exclusión de Archer de los consejos de familia. Este hecho le advirtió a Archer que se fuera con cautela, pero las insinuaciones acerca de Beaufort lo hacían actuar imprudentemente. Tenía claro, sin embargo, si no su propio peligro, al menos el hecho de que Mr. Jackson estuviera bajo el techo de su madre, y por consiguiente fuera su invitado. La vieja Nueva York observaba escrupulosamente la etiqueta de la hospitalidad, y no se permitía que ningún cambio de opiniones con un invitado degenerara en una discusión.

—¿Qué le parece si subimos a reunirnos con mi madre? —sugirió fríamente, cuando el último cono de cenizas de Mr. Jackson caía dentro del cenicero de bronce que tenía al lado de su codo.

En el camino a casa, May iba extrañamente silenciosa; a través de la oscuridad, Archer la sintió todavía envuelta en su amenazante rubor. No podía adivinar el significado de esta amenaza, pero ya estaba suficientemente advertido por el hecho de que lo había provocado el nombre de madame Olenska. Fueron al piso de arriba y él entró en la biblioteca. Habitualmente ella lo seguía, pero la oyó caminar por el pasillo hacia su dormitorio.

—¡May! —gritó con impaciencia.

Ella regresó, con una mirada de leve sorpresa.

—Esta lámpara está humeando otra vez; creí que los sirvientes se preocuparían de mantenerla adecuadamente nivelada —gruñó, nervioso.

—Lo siento, no volverá a suceder — respondió ella.

Empleaba el tono firmemente claro que había aprendido de su madre; y Archer se exasperaba al sentir que ella ya empezaba a seguirle la corriente como a un nuevo Mr. Welland. May se inclinó para bajar la mecha, y cuando la luz iluminó sus blancos hombros y las claras curvas de su rostro, Archer pensó: "¡Qué joven es! ¡Cuántos años interminables tendrá que durar esta vida!" Sintió, con una especie de horror, la fuerza de su propia juventud y de la sangre que hervía en sus venas.

—Mira —dijo de súbito—, tendré que ir a Washington por unos pocos días, pronto, quizás la próxima semana.

Ella tenía todavía la mano sobre el regulador de la lámpara cuando se volvió lentamente hacia él. El calor de la llama devolvió el color subido a sus mejillas, pero volvió a palidecer a medida que levantaba la vista.

—¿Por negocios? —preguntó.

Su tono implicaba que no había otra razón imaginable, y que hizo la pregunta en forma automática, como para redondear su propia frase.

—Por negocios, naturalmente. Hay un caso de patentes que se verá ante la Corte Suprema...

Dio el nombre del inventor y continuó proporcionando detalles con una locuacidad digna de Lawrence Lefferts, mientras ella escuchaba atentamente, diciendo a intervalos: "Ya, entiendo".

—El cambio te hará bien —dijo May simplemente, cuando él finalizó su discurso—; y no dejes de ir a ver a Ellen —agregó mirándolo derecho a los ojos con su sonrisa límpida, en el tono que hubiera empleado para pedirle que no olvidara algún fastidioso deber familiar.

Fueron las únicas palabras que intercambiaron respecto del tema; pero en el código en que ambos habían sido entrenados, esto quería decir: "Por supuesto que entiendes que sé todo lo que la gente ha dicho sobre Ellen, y simpatizo de todo corazón con mi familia en sus esfuerzos por lograr que regrese junto a su esposo. También sé que, por alguna razón que no has tenido a bien comunicarme, tú le has aconsejado que no siga la senda que los hombres mayores de la familia y también nuestra abuela aprueban; y que gracias a tu apoyo Ellen nos desafía a todos, y se expone a esa clase de críticas que probablemente Sillerton Jackson te ha dado a conocer esta tarde, la insinuación que te ha puesto tan irritable... No han faltado insinuaciones, es cierto; pero ya que al parecer tú no estás dispuesto a recibirlas de otros, te ofrezco yo misma una, de la única manera en que la gente bien nacida de nuestra clase puede comunicar a otra las cosas desagradables: haciéndote entender que sé que piensas ver a Ellen cuando vayas a Washington, y que tal vez vas allá expresamente con ese propósito; y que, ya que estás seguro de verla, deseo que lo hagas con mi entera y explícita aprobación; y que aproveches la ocasión para darle a conocer dónde puede conducirla la línea de conducta que le aconsejaste seguir".

 

Su mano seguía girando la manilla de la lámpara cuando Archer recibió la última palabra de este mudo mensaje. May bajó la mecha, levantó el globo, y sopló la rebelde llama.

—Dan menos olor si se las apaga soplando —explicó May, con su aire de brillante dueña de casa. Se detuvo en el umbral esperando que él la besara.

27

Al día siguiente, Wall Street tenía informaciones más tranquilizadoras sobre la situación de Beaufort. No eran definitivas, pero eran esperanzadoras. Todos tenían la idea de que podía apelar a poderosas influencias en caso de emergencia, y que lo había hecho con éxito; y esa noche en la ópera, cuando Mrs. Beaufort apareció sonriendo como siempre y luciendo un nuevo collar de esmeraldas, la sociedad respiró aliviada.

Nueva York era inexorable para condenar las irregularidades financieras. Hasta el momento nunca hubo excepción a la tácita regla de que aquellos que quebrantaban la ley de la probidad debían pagar; y todos sabían que hasta Beaufort y su esposa serían sacrificados sin concesiones a este principio. Pero verse obligados a sacrificarlos no sólo sería doloroso sino también inconveniente. La desaparición de los Beaufort dejaría un enorme vacío en su pequeño círculo; y los que eran demasiado ignorantes o demasiado indiferentes como para estremecerse ante la catástrofe moral, deploraban desde ya la pérdida del mejor salón de baile de Nueva York.

Archer había resuelto definitivamente ir a Washington. Sólo esperaba la apertura del proceso que había mencionado a May, para que esa fecha coincidiera con la de su visita; pero el martes siguiente supo por Mr. Letterblair que el caso podría postergarse por varias semanas. No obstante, se fue a casa esa tarde decidido a partir de todas maneras la noche siguiente. Lo más probable era que May, que no sabía nada de su vida profesional y jamás mostró interés en ella, no supiera de la postergación, si es que se realizaba, ni recordara los nombres de los litigantes si se les mencionaba en su presencia. Y, como fuera, él no podía aplazar más su visita a madame Olenska. Había demasiadas cosas que debía decirle.

En la mañana del miércoles, al llegar a su oficina, Mr. Letterblair fue a hablarle con grandes muestras de turbación. Beaufort, finalmente, no logró salir del apuro; pero, esparciendo el rumor de que lo había hecho, tranquilizó a sus depositantes, y gruesas sumas de pagos llegaron a destajo al banco hasta la noche anterior, cuando principiaron a predominar nuevamente los rumores inquietantes. En consecuencia, comenzó una corrida de capitales, y era probable que cerrara sus puertas antes de que terminara el día. Se decían las cosas más feas sobre la vil maniobra de Beaufort, y su caída prometía ser una de las más desacreditadas en la historia de Wall Street.

La magnitud de la calamidad tenía a Mr. Letterblair pálido y desconcertado.

—He visto cosas terribles en mi época, pero nada tan terrible como esto. Todos nuestros conocidos serán afectados, de algún modo u otro. Y ¿qué se hará con Mrs. Beaufort? ¿Qué puede hacerse por ella? Me da lástima Mrs. Mingott Manson más que nadie: a su edad, no se sabe el efecto que este asunto pueda tener en ella. Siempre creyó en Beaufort... ¡se hizo amiga suya! Y está toda la parentela Dallas: la pobre Mrs. Beaufort está relacionada con todos ustedes. Su única oportunidad sería abandonar a su marido, y sin embargo, ¿cómo decirle algo así? Su deber está a su lado; y por suerte al parecer fue siempre ciega en lo que respecta a las debilidades privadas de Beaufort.

Golpearon la puerta, y Mr. Letterblair volvió la cabeza vivamente.

—¿Qué pasa? No quiero que me molesten.

Un empleado entregó una carta a Archer y se retiró. Reconociendo la letra de su mujer, el joven abrió el sobre y leyó: "¿Puedes venir, por favor, al barrio residencial lo antes posible? La abuela ha tenido un leve ataque anoche. De alguna manera misteriosa se enteró antes que nadie de las atroces noticias acerca del banco. El tío Lovell está ausente, cazando, y la idea de la deshonra ha puesto tan nervioso a papá que está con fiebre y no puede salir de su habitación. Mamá te necesita urgentemente, así que espero que puedas salir de inmediato e irte directamente a casa de la abuela".

Archer pasó la nota a su socio, y minutos más tarde iba en un repleto tranvía tirado por caballos que se arrastraba lentamente hacia el norte; cambió este vehículo en la Calle Catorce por uno de aquellos altos y tambaleantes buses de la línea de la Quinta Avenida. Eran pasadas las doce horas cuando su esforzado vehículo lo dejó en casa de la anciana Catherine. Por la ventana de la sala de estar del piso bajo, donde habitualmente ella se instalaba en su trono, se asomaba ahora la inapropiada figura de su hija, Mrs. Welland, quien, levantando sus ojos ojerosos, hizo un gesto de bienvenida a Archer cuando lo vio aparecer; y May salió a recibirlo a la puerta. El vestíbulo tenía esa apariencia antinatural tan peculiar en casas bien cuidadas cuando son invadidas súbitamente por una enfermedad: bufandas y pieles amontonadas sobre las sillas, el maletín y el abrigo de un médico encima de la mesa, y a su lado cartas y tarjetas que se apilaban sin que nadie les prestara atención. May estaba pálida pero sonriente, pues el Dr. Bencomb, que acababa de llegar por segunda vez, tenía un diagnóstico más esperanzador, y la animosa determinación de Mrs. Mingott de vivir y sanar ya hacía su efecto en la familia. May condujo a Archer a la sala de estar de la anciana, donde las puertas corredizas que abrían hacia el dormitorio habían sido cerradas y se había dejado caer sobre ellas las pesadas portíéres de damasco amarillo; y allí Mrs. Welland le comunicó en horrorizada voz baja los detalles de la catástrofe. Al parecer, la noche anterior había ocurrido algo terrible y misterioso. Hacia las ocho de la noche, cuando Mrs. Mingott terminaba su solitario que siempre jugaba después de cenar, sonó la campanilla de la puerta, y una dama cubierta de un velo tan tupido que los sirvientes no pudieron reconocerla de inmediato solicitó ser recibida.

El mayordomo, al escuchar una voz familiar, abrió de par en par la puerta de la sala de estar y anunció: "Mrs. Julius Beaufort", y la volvió a cerrar. Las señoras deben haber estado juntas, le parecía, cerca de una hora. Cuando Mrs. Mingott llamó, Mrs. Beaufort se había escabullido sin que nadie la viera, y la anciana, pálida, inmensa y terrible, estaba sola sentada en su gran sillón, y hacía señas al mayordomo para que la ayudara a ir a su dormitorio. En ese momento, aunque obviamente afligida, parecía tener completo control de su cuerpo y de su mente. La criada mulata la acostó, le llevó su habitual taza de té, ordenó toda la habitación, y se marchó: pero a las tres de la madrugada la campanilla volvió a sonar, y las dos criadas, que acudieron corriendo ante esta convocatoria desacostumbrada (pues Catherine dormía generalmente como un niño), encontraron a su ama sentada y apoyada contra las almohadas, con una sonrisa torcida en su cara y una mano que colgaba fláccida de su gigantesco brazo. Era claro que el ataque había sido suave, ya que podía articular y hacerse entender; y muy poco después de la primera visita del médico comenzó a recuperar el control de sus músculos faciales. Pero la alarma fue grande; y proporcionalmente grande era la indignación cuando se recogieron de labios de Mrs. Mingott frases fragmentarias diciendo que Regina Beaufort había acudido a ella para pedirle —¡increíble afrenta!— que respaldara a su marido, que lo ayudara a salir del apuro, que no lo desamparara según sus propias palabras, en resumen que indujera a toda la familia a cubrir y condonar su monstruoso deshonor.