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100 Clásicos de la Literatura

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—Bueno, diría que en cualquier parte menos en su sala de clase. Esa gente siempre se ve rara en sociedad. Pero —agregó, apaciguadora— supongo que no me di cuenta de que era inteligente.

A Archer le disgustó tanto que usara la palabra "inteligente" como que usara la palabra "vulgar"; pero empezaba a temer su propia tendencia a hacer hincapié en las cosas que le disgustaban en ella. Después de todo, la opinión de May había sido siempre la misma. Era la de toda la gente entre quienes él había crecido, y siempre lo había considerado como algo necesario pero sin importancia. Hasta hacía pocos meses nunca había conocido a una mujer "bien" que mirara la vida de un modo diferente; y si un hombre se casa, necesariamente lo hará con alguien "bien".

—¡Ah, entonces no lo invitaré a cenar! — resolvió, riendo.

Y May repitió, espantada:

—¿Qué dices? ¿Invitar al preceptor de las Carfry?

—Bueno, no el mismo día con las Carfry, si lo prefieres. Pero tengo ganas de volver a conversar con él. Está buscando trabajo en Nueva York.

La sorpresa de May aumentó a la par con su indiferencia: Archer llegó a creer que sospechaba que él se hubiera contaminado con "extranjerismo".

—¿Un empleo en Nueva York? ¿Qué clase de empleo? La gente no tiene preceptores franceses; ¿qué quiere hacer él?

—Principalmente, gozar de una buena conversación, me parece —replicó malévolamente su esposo; y ella se echó a reír, festejando la ocurrencia.

—¡Oh, Newland, qué cosa tan divertida! ¿Has visto algo más francés?

En el fondo, Archer quedó contento de que se solucionara el asunto gracias al rechazo de May de tomar en serio su deseo de invitar a M. Riviére. Otra charla después de cenar habría hecho difícil esquivar el asunto de Nueva York; y mientras más lo pensaba, menos conseguía calzar a M. Riviére dentro de la imagen de la Nueva York que él conocía. Presintió, con un escalofrío interno, que en el futuro muchos problemas le serían resueltos negativamente; pero cuando pagaba el coche de alquiler y seguía la larga cola del traje de su mujer al interior de la casa, se refugió en la cómoda trivialidad que afirma que los seis primeros meses eran siempre los más difíciles del matrimonio.

Al cabo de ese tiempo, supongo que ya habremos prácticamente terminado de pulir las asperezas de nuestros respectivos ángulos — reflexionó. Pero lo peor de todo esto era que la presión de May ya estaba pesando precisamente en los ángulos cuya aspereza más le interesaba mantener.

21

El pequeño prado se extendía suavemente hacia el mar inmenso y resplandeciente. El césped estaba bordeado por un cerco de geranios escarlata, y en los jarrones de hierro fundido pintados de color chocolate que estaban colocados a intervalos a lo largo del sinuoso sendero que conducía hasta el mar, guiaban sus guirnaldas las petunias y la hiedra por encima de la gravilla cuidadosamente rastrillada. A medio camino entre el borde del acantilado y la cuadrada casa de madera (también color chocolate, pero con el techo de latón de la veranda pintado a rayas amarillas y cafés para representar un toldo), habían colocado dos enormes placas para tiro al blanco contra un fondo de matorrales. Al otro lado del prado, frente a las dianas, se había montado una verdadera tienda, rodeada de bancos y sillas de jardín. Varias damas vestidas de verano y algunos caballeros con chaqueta gris y sombrero de copa conversaban de pie sobre el césped o sentados en los bancos; y de vez en cuando una esbelta joven vestida de muselina almidonada salía de la tienda con un arco en la mano, y lanzaba su saeta a uno de los blancos, mientras los espectadores interrumpían su charla para ver el resultado.

Newland Archer, de pie en la terraza de la casa, miraba con curiosidad la escena. A cada lado de los escalones pintados con colores radiantes, había un enorme florero de porcelana azul sobre un pedestal de porcelana amarilla muy brillante. Todos los floreros tenían una planta verde y espinosa, y bajo la terraza había una hilera de hortensias azules cercadas por más geranios rojos. Detrás de Archer, las puertas— mamparas de los salones por las que había pasado permitían vislumbrar, entre las oscilantes cortinas de encaje, el suelo de parquet encerado atiborrado de poufs de chintz, sillas enanas, mesas con tapete de terciopelo repletas de objetos de plata.

El Club de Arquería de Newport siempre realizaba su reunión del mes de agosto en casa de los Beaufort. El deporte, que hasta aquí no tenía otro rival que el croquet, empezaba a ser desplazado en favor del tenis sobre césped; pero este último juego todavía era considerado demasiado rudo y poco elegante para eventos sociales, y como oportunidad para lucir bonitos vestidos y actitudes graciosas, el arco y la flecha no tenían igual.

Archer contempló maravillado el familiar espectáculo. Le sorprendía que la vida continuara su viejo camino cuando sus propias reacciones al respecto habían cambiado de modo tan absoluto. Fue en Newport donde tuvo conciencia por primera vez de la magnitud del cambio. En Nueva York, durante el invierno recién pasado, después de que él y May se instalaran en la nueva casa color verde amarillento con ventanas salientes y el vestíbulo estilo pompeyano, había vuelto con alivio a su vieja rutina de la oficina, y la renovación de esta actividad diaria le sirvió de lazo de unión con su antigua personalidad. Luego se le presentó la agradable entretención de elegir un veloz caballo gris para la berlina de May (los Welland le habían regalado el carruaje), y el absorbente trabajo e interés por arreglar su nueva biblioteca, la que, a pesar de las dudas y la desaprobación de la familia, quedó tal como había soñado: con un papel gofrado de color oscuro, estanterías Eastlake, buenos sillones y mesas. En el Century había vuelto a verse con Winsett, y en el Knickerbocker con los jóvenes elegantes de su propia clase; y entre las horas dedicadas a las leyes y a cenar fuera o a recibir amigos en su casa, alguna noche ocasional en la ópera o a ver una obra de teatro, la vida que estaba viviendo todavía le parecía un asunto claramente real e inevitable.

Pero Newport representaba una escapada del deber hacia una atmósfera exclusivamente dedicada a los veraneantes. Archer había tratado de convencer a May de pasar el verano en una isla remota a gran distancia de la costa de Maine (llamada, muy apropiadamente, Monte Desierto), donde unos pocos y valientes turistas procedentes de Boston y Filadelfia acampaban en cabañas "nativas", y que era alabada por su maravilloso paisaje y la posibilidad de hacer vida al aire libre, casi de trampero, entre bosques y agua.

Pero los Welland siempre iban a Newport, donde poseían una de las casas cuadradas con vista al acantilado, y su yerno no podía aducir ninguna buena razón para que él y May no se les unieran allí. Como indicó Mrs. Welland en tono bastante cáustico, no valdría la pena que May se hubiera cansado probándose vestidos en París si no se le permitía lucirlos; y contra argumentos de esta clase Archer aún no encontraba respuesta. La misma May no lograba entender su extraña reticencia para aceptar una manera tan razonable y agradable de pasar el verano. Le recordó que siempre le gustó Newport en su época de soltero, y como no se lo pudo discutir, sólo le quedó manifestar que estaba seguro de que le iba a gustar más que nunca ahora que estaría allí con ella. Pero cuando desde la terraza de los Beaufort miraba hacia el prado lleno de una brillante muchedumbre, presintió con un escalofrío que no le iba a gustar en absoluto. No era culpa de May, pobrecita. Si a veces no habían ido al mismo paso durante sus viajes, la armonía había vuelto al reencontrarse ella en las condiciones a que estaba acostumbrada. Archer siempre previó que ella no lo desilusionaría; y no se equivocó. Se había casado (como la mayoría de los jóvenes) porque encontró una muchacha absolutamente encantadora en un momento en que terminaban, con prematuro disgusto, una serie de aventuras sentimentales sin objeto; y ella representó la paz, la estabilidad, la camaradería, y el equilibrado sentimiento de un deber ineludible. No podía decir que su elección había sido un error, ya que ella respondía a lo que él esperaba. Era sin lugar a dudas muy gratificante ser el marido de una de las más hermosas y queridas jóvenes casadas de Nueva York, especialmente cuando era también la esposa de mejor carácter y la más razonable; y Archer nunca fue insensible a tales ventajas. En cuanto a la momentánea locura que lo perturbó la víspera de su matrimonio, se había propuesto considerarlo como el último experimento descartado. La idea de que en algún momento, en su pleno juicio, hubiera soñado con casarse con la condesa Olenska había llegado a parecerle casi impensable; ella permanecía en su memoria simplemente como el más lastimero y conmovedor ejemplar de una dinastía de fantasmas. Pero todas estas abstracciones y eliminaciones hicieron de su mente un espacio casi vacío, como una cámara de resonancia, y supuso que era una de las razones por las cuales esas personas activas y animadas que colmaban el prado de los Beaufort lo escandalizaban como si fueran niños jugando en un cementerio. Oyó un murmullo de faldas cerca de él, y la marquesa Manson salió revoloteando por la puerta—mampara del salón. Como de costumbre, iba vestida con muy mal gusto, excesivamente adornada y llena de guirnaldas, con un sombrero Leghorn flexible sujeto con varias capas de gasa descolorida, y un pequeño quitasol de terciopelo negro con cacha de marfil tallado se balanceaba en forma absurda por encima del ala de su sombrero, que era mucho más grande.

—¡Mi querido Newland! No tenía idea de que tú y May habían llegado. ¿Dices que llegaste recién ayer? Ah, los negocios, los negocios... los deberes profesionales... comprendo. Sé que a muchos maridos les es imposible acompañar hasta aquí a sus esposas, salvo los fines de semana —ladeó la cabeza y le lanzó una mirada lánguida, y prosiguió con expresión de fastidio— Pero el matrimonio es un largo sacrificio, como a menudo le recuerdo a mi Ellen...

 

El corazón de Archer se detuvo con una extraña convulsión que ya sintiera una vez antes, y que parecía cerrar estrepitosamente una puerta entre él y el mundo exterior; pero este quiebre de continuidad debió ser uno de los más breves, porque de inmediato escuchó a Medora responderle una pregunta que aparentemente tuvo valor de hacerle.

—No, no estoy alojada aquí, sino con las Blenker en la deliciosa soledad de Portsmouth. Beaufort fue muy amable de enviar a sus famosos trotones a buscarme esta mañana, para que al menos viera algo de una de las fiestas al aire libre de Regina; pero esta tarde vuelvo a la vida rural. Las Blenker, gente adorable y original, arrendaron una vieja granja muy sencilla en Portsmouth donde reúnen a gente importante del lugar —dejó caer un poco el ala protectora de su sombrero y añadió ruborizándose ligeramente—: Esta semana el Dr. Agathon Carver organiza una serie de encuentros sobre Pensamiento Interior. Realmente un contraste con esta alegre escena de placer mundano, ¡pero yo siempre he vivido de contrastes! Para mí la única muerte es la monotonía. Siempre le digo a Ellen: "cuídate de la monotonía, es la madre de todos los pecados mortales". Pero mi pobre niña atraviesa una fase de exaltación, de aborrecimiento al mundo. Usted sabe, supongo, que declinó muchas invitaciones para venir a Newport, incluso la de su abuela Mingott. Casi no pude persuadirla de venir conmigo donde las Blenker, ¿me podrá creer? La vida que lleva es mórbida, antinatural. Ah, si me hubiera escuchado cuando todavía era posible... Cuando la puerta aún estaba abierta... Pero, ¿quiere que bajemos a ver ese fascinante juego? Oí decir que su May está en la competencia.

Saliendo de la tienda, Beaufort avanzó hacia ellos por el prado, alto, lento, con su levita londinense demasiado ajustada, y una de sus propias orquídeas en el ojal. Archer, que no lo veía hacía dos o tres meses, se impresionó de su cambio. A la cálida luz estival su aspecto rubicundo parecía pesado y abotagado, y si no fuera por su caminar erguido y sus hombros cuadrados habría parecido un anciano sobrealimentado y vestido recargadamente.

Circulaban toda clase de rumores acerca de Beaufort. En la primavera se había ido en un largo crucero a las Indias Occidentales en su nuevo yate a vapor, y se decía que, en varios puertos donde tocó, se le vio en compañía de una dama muy semejante a Miss Fanny Ring. Se decía que el yate, construido en el Clyde, y equipado con cuartos de baño embaldosados y otros lujos inauditos, le había costado medio millón: y que el collar de perlas que le había regalado a su esposa a su regreso era tan magnífico como deben ser tales regalos expiatorios. La fortuna de Beaufort era suficientemente sólida como para hacer frente a los gastos; y sin embargo persistían rumores inquietantes, no sólo en la Quinta Avenida sino en Wall Street. Algunos decían que había especulado sin suerte en el negocio ferrocarrilero, otros que lo sangraba una de las más insaciables miembros de la profesión de Fanny; y ante cada informe acusándolo de insolvencia, Beaufort respondía con una nueva extravagancia: la construcción de otra hilera de invernaderos de orquídeas, la compra de una nueva partida de caballos de raza, o de un nuevo Meissonnier o de un Cabanel para su pinacoteca.

Se acercó a la marquesa y a Newland con su habitual sonrisa burlona.

—¡Hola, Medora! ¿Se portaron bien los trotones? Cuarenta minutos, ¿eh? Bueno, no está mal, considerando que había que cuidar tus nervios. —Estrechó la mano de Archer y luego echó a andar con ellos y, dándose vuelta, se colocó al otro lado de Mrs. Manson y dijo, en voz baja, unas palabras que Archer no pudo oír. La marquesa respondió en una de sus raras jergas extranjeras, y un ¿Que voulez-vous? que ensombreció el ceño de Beaufort; pero éste logró esbozar una sonrisa de felicitaciones cuando miró a Archer, diciendo:

—Parece que May se llevará el primer premio.

—Ah, entonces queda en la familia — murmuró Medora.

En ese momento llegaban a la tienda y Mrs. Beaufort los recibió en una infantil nube de muselina color malva y velos flotantes. May Welland salía en ese instante de la tienda. Con su traje blanco, una cinta verde pálido alrededor del talle y una guirnalda de hiedra en el sombrero, tenía la misma indiferencia de la diosa Diana que cuando entró al salón de baile de Beaufort la noche de su compromiso. En el intervalo, ningún pensamiento parecía haber cruzado por sus ojos, ni ningún sentimiento por su corazón; y aunque su marido sabía que era capaz de ambos, se maravilló una vez más de la manera en que la experiencia se apartaba de ella sin tocarla.

Llevaba en la mano el arco y la flecha, y colocándose sobre la marca de tiza trazada sobre el césped, levantó el arco hasta el hombro y apuntó. Su actitud estaba tan llena de gracia clásica que un murmullo de admiración acompañó su aparición, y Archer experimentó el entusiasta sentido de propiedad que tan a menudo le tendía la trampa de un momentáneo bienestar. Las rivales de May, Mrs. Reggie Chivers, las hermanas Merry y las sonrosadas niñas Thorley, Dagonet y Mingott, permanecían tras ella formando un encantador y ansioso grupo, cabezas castañas y doradas inclinadas sobre el marcador, y los sombreros de pálidas muselinas y guirnaldas de flores se mezclaban en un tierno arco iris. Todas eran jóvenes y hermosas, y estaban bañadas en frescura estival; pero nadie tenía la soltura de ninfa de su esposa cuando, con los músculos tensos y el semblante alegre, entregaba su alma en alguna competencia física.

—¡Caramba! —escuchó Archer que exclamaba Lawrence Lefferts—. No hay nadie que sostenga el arco como ella.

Y Beaufort agregó:

—Sí, pero ése es el único blanco al que acertará en su vida.

Archer sintió una furia irracional. El desdeñoso tributo del anfitrión al "encanto" de May era justo lo que un marido desea oír decir de su esposa. El hecho de que un hombre de mente grosera la considerara falta de atractivo era simplemente otra prueba de la calidad de May; sin embargo las palabras hicieron temblar ligeramente su corazón. ¿Qué pasaría si aquel "encanto" llevado a ese grado supremo fuera sólo una negación, la cortina que tapa un vacío? Mirando a May que volvía encendida y tranquila de su último tiro acertado, tuvo la sensación de que todavía no había levantado aquella cortina.

May recibió las felicitaciones de sus rivales y del resto de los asistentes con la simplicidad que era en ella su máxima virtud. Nadie podía estar celoso de sus triunfos porque ella conseguía dar la impresión de que estaría igualmente tranquila si hubiera errado. Pero cuando sus ojos se cruzaron con los de su marido, su rostro se iluminó con el placer que leyó en los suyos.

A la salida los esperaba el coche de mimbre tirado por ponies de Mrs. Welland, y se retiraron en medio de los demás coches que se dispersaban; May llevaba las riendas y Archer iba sentado a su lado.

El sol de la tarde todavía iluminaba el reluciente césped y los arbustos, y una doble fila de victorias, coches de dos ruedas, landós y vis á vis, subían y bajaban por Bellevue Avenue, conduciendo a damas y caballeros elegantemente vestidos que regresaban de la fiesta de los Beaufort, o bien a otros que volvían de dar su diario paseo vespertino a lo largo de Ocean Drive.

—¿Vamos a ver a la abuela? —propuso de súbito May—. Me gustaría contarle que gané el premio. Nos queda mucho tiempo todavía antes de la cena.

Archer estuvo de acuerdo, y ella guio a los ponies por Narragansett Avenue, cruzaron Spring Street y salieron hacia el apartado páramo rocoso. Fue en aquella región descuidada donde en su juventud esta nueva Catalina la Grande, siempre indiferente a lo establecido y muy ahorrativa con su dinero, construyó un cottage orné puntiagudo de vigas transversales en un pedazo de terreno de mala calidad pero con vista a la bahía. Allí, en una espesura de robles atrofiados, las terrazas de su casa se extendían por encima de las aguas salpicadas de islas. Un sinuoso camino subía entre ciervos de hierro y bolas de cristal azul empotrados en montículos de geranios hasta una puerta principal de madera de nogal con varias capas de barniz bajo un techo pintado a rayas; y más atrás venía un estrecho vestíbulo con suelo de parquet en forma de estrellas blanco y negro al que daban cuatro pequeños cuartos cuadrados con papeles satinados bajo cielos en que un pintor italiano de brocha gorda había reproducido generosamente todas las divinidades del Olimpo. Cuando el peso de sus carnes se le hizo insoportable, Mrs. Mingott convirtió uno de aquellos cuartos en dormitorio, y en la habitación contigua pasaba sus días, entronizada en un amplio sillón entre la puerta y la ventana siempre abiertas, y abanicándose constantemente con un abanico de hojas de palmera que la prodigiosa proyección de su pecho mantenía tan alejado del resto de su persona que el aire que producía al moverlo apenas rozaba el borde de los protectores de los brazos de su sillón.

Desde que contribuyera a adelantar el matrimonio, la anciana Catherine mostraba a Archer la cordialidad que un servicio prestado incita hacia la persona que lo ha recibido. Estaba persuadida de que la causa de la impaciencia del joven había sido su incontrolable pasión; y como era ardiente admiradora de la impulsividad (cuando no conducía a gastar dinero), siempre lo recibía con un jovial guiño de complicidad y algunas alusiones a las que May era, por fortuna, totalmente ajena. Examinó y evaluó con mucho interés la flecha con punta de diamante que prendieran al pecho de May al término del partido, comentando que en su época se habría considerado suficiente un broche de filigrana, pero que no se podía negar que los Beaufort hacían las cosas en grande.

—Es realmente una joya de familia, querida mía —dijo la anciana con una risita ahogada—. Debes dejarla en herencia a tu hija mayor.

Pellizcó uno de los blancos brazos de May y vio que los colores le subían al rostro.

—Bueno, bueno —continuó—, ¿qué he dicho para que saques bandera roja? ¿No habrá hijas, sólo hijos, eh? ¡Qué divertido, mírala como se ruboriza más todavía! ¿Qué, tampoco puedo decir eso? ¡Por favor, cuando mis hijos me ruegan que borre todos esos dioses y diosas del cielo de la habitación, siempre les contesto que estoy muy agradecida de tener alguien a mi lado que no se escandaliza de nada!

Archer se echó a reír y May lo imitó, roja hasta los ojos.

—Bueno —prosiguió la anciana—, ahora, por favor, cuéntenme todo acerca de la fiesta, hijos queridos, porque nunca le sacaré una palabra a esa tonta de Medora.

—¿La prima Medora? —exclamó May—. Pero yo creía que había regresado a Portsmouth.

—Hacia allá va —repuso Catherine plácidamente—.pero primero vendrá a recoger a Ellen. Ah, ¿no sabías que Ellen vino a pasar el día conmigo? Qué locura que no haya querido venir a pasar el verano; pero ya dejé de discutir con los jóvenes hace unos cincuenta años. ¡Ellen... Eeeellen! —gritó con su vieja voz chillona, tratando de inclinarse hacia adelante lo suficiente para alcanzar a ver algo del prado que se extendía más allá de la terraza.

No hubo respuesta, y Mrs. Mingott golpeó impaciente con su bastón en el reluciente suelo. Una sirvienta mulata de colorido turbante, en respuesta al llamado, informó a su patrona que había visto a "Miss Ellen" bajando por el sendero hacia la playa. Mrs. Mingott se volvió a Archer.

—Baja y tráela, como un buen nieto. Entretanto esta linda dama me describirá la fiesta — dijo. Archer se levantó como en un sueño. Había escuchado pronunciar muy a menudo el nombre de la condesa Olenska durante el año y medio desde la última vez que se encontraron, y estaba incluso familiarizado con los principales acontecimientos de su vida en aquel intervalo. Sabía que había pasado el verano anterior en Newport, donde aparentemente hizo mucha vida social, pero que en el otoño había subarrendado repentinamente la "casa perfecta" que Beaufort le buscara con tanto esfuerzo, y decidió establecerse en Washington. Allí, durante el invierno, escuchó decir que brillaba (como siempre se oye decir de las mujeres bonitas en Washington) en la "esplendorosa sociedad diplomática" que supuestamente debía compensar las carencias del Gobierno. Escuchó todos esos relatos, y varias informaciones contradictorias acerca de su apariencia, su conversación, sus puntos de vista y la elección de sus amigos, con la indiferencia con que se escuchan las reminiscencias de alguien muerto hace largo tiempo. Nunca hasta que Medora la nombrara inesperadamente en el certamen de arquería había retomado Ellen Olenska una presencia viva para él. El tonto balbuceo de la marquesa le había hecho tener una visión del pequeño salón a la luz de la chimenea y el sonido de las ruedas del carruaje regresando por la calle desierta. Pensó en una historia que había leído, de unos niños campesinos de Toscana que encendieron una ramilla de paja en una cueva al borde del camino, cuya luz reveló viejas imágenes silenciosas en su tumba pintada...

 

El camino hacia la playa bajaba desde el terraplén donde estaba encaramada la casa hasta un paseo sobre el agua plantado con sauces llorones. A través de su velo, Archer vio el reflejo de Lime Rock, con su torreón de un blanco deslavado y la diminuta casa en que la heroica cuidadora del faro, Ida Lewis, vivía sus últimos y venerables años. Más allá estaban los llanos y las feas chimeneas gubernamentales de Goat Island, y la bahía que se extendía al norte con un resplandor dorado hacia Prudence Island con sus robles bajos, y las costas de Conanicut se perdían en la brumosa puesta de sol. Desde el paseo de los sauces se proyectaba un liviano muelle de madera que terminaba en una especie de glorieta en forma de pagoda; y en esa pagoda había una dama apoyada en la barandilla, dando la espalda a la playa. Archer se detuvo al verla como si despertara de un sueño. Esa visión del pasado era un sueño, y la realidad era lo que lo esperaba en la casa del terraplén allá arriba: era los ponies del coche de Mrs. Welland dando vueltas alrededor del óvalo frente a la puerta, era May sentada bajo los desvergonzados dioses olímpicos y animada por secretas esperanzas; era la villa de los Welland al final de Bellevue Avenue, y Mr. Welland, ya vestido para cenar, paseándose por el salón, reloj en mano, con impaciencia de dispéptico... pues en esa casa se sabía exactamente lo que sucedería a determinada hora. "¿Qué soy yo? Un yerno", pensó Archer. La silueta al final del muelle no se había movido. Durante largo rato el joven permaneció a medio camino de la ribera, contemplando la bahía surcada por el ir y venir de veleros, lanchas, yates, botes pescadores y negras barcazas carboneras arrastradas por ruidosos remolcadores. La dama de la glorieta permanecía absorta en el mismo panorama. Más allá de los grises bastiones de Fort Adams, una prolongada puesta de sol parecía astillarse en mil fuegos, y el resplandor tiñó la vela de un velero de calado liviano que se abría paso a través del canal entre Lime Rock y la playa. Archer, mientras miraba, recordaba la escena en el Shaughraun, y Montague levantando la cinta de Ada Dyas hasta sus labios sin que ella notara que él estaba en la habitación.

—No lo sabe, no lo ha adivinado. ¿Me daría cuenta yo si se acercara por detrás? Quién sabe —musitó; y de súbito se dijo—: Si no se da vuelta antes de que esa vela cruce Lime Rock, volveré a la casa.

La embarcación se deslizaba en la marea baja. Pasó frente a Lime Rock, ocultó la casita de ida Lewis, y cruzó la torre donde estaba colocado el faro. Archer esperó hasta que un amplio espacio de agua centelleó entre el último arrecife de la isla y la popa de la embarcación; pero la silueta de la glorieta no se movió. Archer dio media vuelta y subió la colina.

—Siento que no hayas encontrado a Ellen, me hubiera gustado que la vieras de nuevo — dijo May cuando iban en el coche de regreso a casa en medio del crepúsculo—. Pero tal vez a ella no le hubiera importado, está tan cambiada.

—¿Cambiada? —repitió su marido con voz descolorida y los ojos fijos en las orejas paradas de los ponies.

—Quiero decir que está muy indiferente con sus amigos; se aleja de Nueva York, dejó su casa, y pasa el tiempo con gente muy rara. ¡Imagínate lo atrozmente incómoda que estará en casa de las Blenker! Dice que lo hace para que tía Medora no se meta en más líos, para evitar que se case con gente espantosa. Pero a veces pienso que nosotros siempre la aburrimos.

Archer no contestó y ella prosiguió, con un matiz de cierta dureza que él nunca notara antes en su voz fresca y franca:

—Y por último, me pregunto si no sería más feliz con su marido.

El respondió con una carcajada.

—¡Sancta simplicitas! —exclamó, y como ella lo mirara con expresión de desconcierto, añadió—: Creo que nunca te oí decir algo tan cruel.

—¿Cruel?

—Bueno, contemplar las contorsiones de los condenados se supone que es uno de los deportes favoritos de los ángeles; pero creo que ni ellos pensarían que la gente es más feliz en el infierno.

—Entonces es una pena que se haya casado en el extranjero —dijo May con el tono plácido con que su madre enfrentaba las extravagancias de Mr. Welland; y Archer se sintió gentilmente relegado a la categoría de maridos irracionales.

Bajaron por Bellevue Avenue y doblaron entre los postes de madera acanalada coronados por faroles de hierro fundido que marcaban la cercanía de la villa de los Welland. Ya se veían por las ventanas las luces encendidas y Archer, una vez que se detuvo el coche, alcanzó a divisar a su suegro, tal como lo había imaginado, paseándose por el salón, reloj en mano y con esa expresión afligida que hacía años descubriera que era mucho más eficaz que la cólera. Al entrar al vestíbulo detrás de su mujer, el joven notó en sí mismo un curioso cambio de humor. Había algo en el lujo de la casa de los Welland y la densidad de su atmósfera, tan cargada de insignificantes reglas y exigencias, que siempre actuaba como un narcótico en su sistema nervioso. Las pesadas alfombras, los atentos criados, el perpetuo tic recordatorio de los disciplinados relojes de pared, el montón de tarjetas e invitaciones perpetuamente renovadas sobre la mesa del recibidor... Era toda una cadena de naderías tiránicas que enlazando una hora a la siguiente, y cada miembro de la casa a todos los demás, hacía que cualquier existencia menos sistematizada y próspera pareciera irreal y precaria. Pero ahora era la casa de los Welland y la vida que se esperaba que él llevara en ella la que se volvía irreal e irrelevante, y la breve escena de la playa, cuando se quedó indeciso a medio camino de la orilla, le era tan cercana como la sangre de sus venas. Estuvo despierto toda la noche al lado de May en el enorme dormitorio de chintz, mirando la luz de la luna caer en sentido oblicuo sobre la alfombra y pensando en Ellen Olenska regresando a su casa a través de las fulgurantes playas detrás de los trotones de Beaufort.

22

—¿Una fiesta para las Blenker? ¿Para las Blenker?

Mr. Welland dejó en la mesa su cuchillo y tenedor y dirigió una mirada ansiosa e incrédula a su mujer a través de la mesa; ésta, ajustando sus anteojos de marco de oro, leyó en voz alta, con tono de fina comedia:

—El Profesor y Mrs. Emerson Sillerton tienen el agrado de invitar a Mr. y Mrs. Welland a la reunión del Club de los Miércoles Vespertinos el 25 de agosto a las tres en punto, en honor de Mrs. Blenker y las señoritas Blenker. (Red Gables, Catherine Street. R.S.V.P.)"

—¡Santo Dios! —exclamó Mr. Welland, boquiabierto, como si necesitara esa segunda lectura para convencerse de tamaño disparate.

—Pobre Amy Sillerton, nunca se puede predecir lo que va a hacer su marido —suspiró Mrs. Welland—. Supongo que acaba de descubrir a las Blenker.