Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Dios mío, ¿tendré el anillo? —y volvió a repetir el gesto convulsivo de todos los novios. Luego, en un momento, May estaba a su lado, irradiando tanta luz que comunicó un leve calor a su insensibilidad; se enderezó y le sonrió mirándola a los ojos.

—Queridos míos, estamos reunidos aquí — comenzó a decir el rector.

May ya tenía el anillo en su mano, el pastor les había dado su bendición, las damas de honor estaban dispuestas a retomar su lugar en la procesión, y el órgano mostraba los primeros síntomas de explotar con la marcha de Mendelssohn, sin la cual jamás había salido ninguna pareja de recién casados en Nueva York.

—El brazo... ¡dale el brazo! —siseó nervioso el joven Newland.

Y una vez más Archer se dio cuenta de que había andado a la deriva, muy lejos, en un lugar desconocido. ¿Qué lo había mandado ir allá, pensaba? Tal vez divisar en el crucero de la iglesia, entre los anónimos espectadores, un rizo de pelo negro bajo un sombrero que un momento más tarde reveló pertenecer a una mujer desconocida de nariz larga, tan ridículamente diferente de la persona cuya imagen había evocado que se preguntó a sí mismo si era objeto de alucinaciones. Y ahora él y su esposa caminaban lentamente por la nave, transportados por las livianas notas de Mendelssohn, el día primaveral los saludaba a través de las puertas abiertas de par en par, y los alazanes de Mrs. Welland, cuyas frentes estaban adornadas con distintivos blancos, corcoveaban y se lucían al otro extremo del túnel de lona.

El lacayo, que tenía un distintivo blanco mucho más grande en su solapa, cubrió a May con la capa blanca, y Archer saltó dentro de la berlina y se sentó a su lado. La joven se volvió hacia él con una sonrisa triunfal y sus manos se estrecharon bajo el velo.

—¡Querida! —dijo Archer.

Y de súbito el mismo negro abismo se abrió inmenso ante él y sintió que se hundía, cada vez más profundamente, mientras su voz seguía hablando, alegre y cálida:

—Sí, claro que pensé que había perdido el anillo; no hay boda completa si el pobre infeliz del novio no pasa por ese trance. ¡Pero tú me hiciste esperar largo rato! Tuve tiempo para pensar en todos los horrores que podían haber pasado.

Ella lo sorprendió al echarle, en plena Quinta Avenida, los brazos al cuello.

—Pero nada podrá pasar ahora mientras estemos los dos juntos, ¿verdad, Newland?

Cada detalle del día había sido tan cuidadosamente preparado que la joven pareja, después del banquete matrimonial, tuvo suficiente tiempo para cambiarse ropa y ponerse su traje de viaje, bajar las amplias escalinatas de la mansión Mingott entre las risueñas damas de honor y los llorosos padres, y subir a la berlina bajo la tradicional lluvia de arroz y zapatillas de raso; y aún quedó media hora para conducirlos a la estación, comprar los últimos semanarios en el puesto de libros como hacen los viajeros habituales, e instalarse en el compartimento reservado donde la doncella de May ya había puesto su capa de viaje color gris pálido y el reluciente maletín recientemente adquirido en Londres.

Las viejas tías Du Lac de Rhinebeck habían puesto su casa a disposición de la pareja, con una rapidez inspirada por la perspectiva de pasar una semana en Nueva York con Mrs. Archer, y Archer, feliz de escapar de la típica "suite matrimonial" en un hotel de Filadelfia o Baltimore, había aceptado con igual presteza. A May le encantó la idea de ir al campo, y se divertía como un niño con los vanos esfuerzos de las ocho damas de honor por descubrir dónde se situaba el misterioso refugio de los recién casados. Se consideraba "muy inglés" que le prestaran a uno una casa de campo, y este hecho dio el último toque de distinción a la que todo el mundo consideraba la más brillante boda del año; pero nadie debía saber dónde se hallaba la casa, aparte de los padres de los novios, quienes, cuando les pedían contar el secreto, fruncían los labios y decían en tono misterioso: "No nos dijeron nada", lo que era verdad, ya que no había necesidad de hacerlo. Cuando estuvieron instalados en su compartimento y el tren dejó atrás las interminables casas de madera de la periferia y comenzó a adentrarse en el pálido paisaje primaveral, la conversación fluyó más fácilmente de lo que Archer esperaba. May era todavía, de aspecto y de temperamento, la niña sencilla de siempre, y estaba ansiosa por comentar con él las incidencias de la boda, con la misma imparcialidad de una dama de honor recordando los detalles con un paje de honor. Al principio Archer pensaba que esta indiferencia era un disfraz de su inquietud interna; pero los ojos claros de May revelaban una tranquila inconsciencia. Estaba sola por primera vez con su marido; pero su marido era solamente el encantador camarada de ayer. No había nadie que le gustara tanto, nadie en quien confiara tan plenamente, y la máxima "travesura" de toda aquella deliciosa aventura de compromiso y matrimonio era estar a solas con él en un viaje, como una persona adulta, como una "mujer casada", en buenas cuentas.

Era maravilloso, como Archer aprendiera un día en el jardín de la Misión en St. Augustine, que pudieran coexistir sentimientos tan profundos con tal falta de imaginación. Pero recordaba que también en esa ocasión ella lo había sorprendido volviendo a su inexpresivo infantilismo tan pronto como liberó su conciencia del peso que la oprimía; y se dio cuenta de que probablemente May iría por la vida enfrentando lo mejor posible cada experiencia que se le presentara, pero nunca se le anticiparía ni siquiera con una mirada furtiva. Quizás esa facultad de negligencia era lo que les daba transparencia a sus ojos, y a su rostro el arte de representar a un tipo de gente más que a una persona; como si hubiera sido escogida para posar para la Virtud Civil o para una diosa griega. La sangre que corría tan a flor de piel podía ser un líquido que preservara antes que un elemento destructor; sin embargo su imagen de indestructible juventud no la hacía parecer ni dura ni torpe, sino sólo primitiva y pura. En lo más álgido de su meditación, Archer se encontró de súbito mirándola con la mirada asombrada de un extraño, y sumido en la reminiscencia del banquete y de la inmensa y triunfal aparición de Mrs. Mingott. May disfrutaba francamente del tema.

—Pero me sorprendió, no sé si a ti también, que la tía Medora viniera después de todo. Ellen escribió que ninguna de las dos se sentía bien para el viaje. ¡Hubiera preferido que fuera ella la que se recuperó! ¿Viste el exquisito encaje antiguo que me envió?

Él sabía que el momento llegaría tarde o temprano, pero en cierto modo esperaba que a fuerza de voluntad lo mantendría alejado.

—Sí... yo... no; sí, era precioso —dijo, mirándola sin verla y preguntándose si cada vez que oyera aquellas dos sílabas, todo el mundo que construyera con tanto cuidado se desplomaría como un castillo de naipes.

—¿Estás cansada? Será agradable tomar una taza de té cuando lleguemos. Estoy seguro de que las tías tienen todo muy bien preparado —dijo precipitadamente, tomando su mano entre las suyas.

Y la mente de May voló al instante hacia el magnífico servicio de té y café de plata de Baltimore que les regalaron los Beaufort, y que "iba" a la perfección con las bandejas y platos del tío Lovell Mingott.

El tren arribó a la estación de Rhinebeck cuando comenzaba el crepúsculo primaveral, y se fueron caminando lentamente por el andén hacia el carruaje que los esperaba.

—Qué amables fueron los Van der Luyden al enviarnos a su cochero desde Skuytercliff para recogernos —exclamó Archer, al acercárseles un respetuoso personaje de librea que tomó las maletas de manos de la doncella de May.

—Siento mucho, señor —dijo el emisario—, el pequeño incidente ocurrido en casa de Miss du Lac, una filtración en el estanque de agua. Sucedió ayer, y Mr. van der Luyden, que lo supo esta mañana, envió a una criada en el primer tren para preparar la casa del Protector. Creo que lo encontrará todo a su agrado, señor; y Miss du Lac envió a su cocinero, de modo que será igual que si estuvieran en Rhinebeck.

Archer lo miró tan desconcertado, que el cochero repitió, como excusándose:

—Le aseguro, señor, que será exactamente lo mismo.

Rompiendo el embarazoso silencio que se produjo, May exclamó con impaciencia:

—¿Igual que Rhinebeck? ¿La casa del Protector? Pero si será mil veces mejor, ¿no es verdad, Newland? Mr. van der Luyden ha sido sumamente cariñoso y amable al pensar en esta solución.

Y mientras viajaban en el carruaje, con la doncella sentada al lado del cochero y las relucientes maletas nupciales en el asiento delante de ellos, May continuó hablando con gran agitación.

—Imagínate, nunca he estado allí, ¿y tú? Los Van der Luyden la muestran a poquísima gente. Pero se la abrieron a Ellen, y ella me contó que era una casa preciosa; dijo que era la única casa en toda Norteamérica donde ella creía que podría ser perfectamente feliz.

—Bien, eso es lo que seremos nosotros, ¿no? —exclamó su marido alegremente.

Y ella respondió con su sonrisa infantil:

—¡Ah, este es sólo el comienzo de nuestro futuro, el maravilloso futuro que siempre compartiremos juntos!

20

—Por supuesto que debemos cenar con Mrs. Carfry, querida —dijo Archer.

Con un ceño que denotaba inquietud, su mujer lo miró por encima del monumental servicio Britannia de la mesa de desayuno de la casa de huéspedes. En todo aquel lluvioso desierto que era Londres en otoño, los Archer conocían sólo a dos personas, a quienes habían evitado cuidadosamente siguiendo la antigua tradición neoyorquina de que no era "digno" imponer su presencia a las amistades en países extranjeros. En sus visitas a Europa, Mrs. Archer y Janey habían cumplido en forma tan estricta este principio y despreciaron la amistosa acogida de sus compañeros de viaje con un aire de tan impenetrable reserva, que prácticamente lograron el récord de no haber intercambiado una sola palabra con un "extranjero", fuera de los empleados de los hoteles y estaciones de ferrocarril. Trataban a sus mismos compatriotas, salvo aquellos conocidos de antes o adecuadamente presentados, incluso con más pronunciado desdén, de modo que, a menos que se encontraran con un Chivers, un Dagonet o un Mingott, los meses que pasaban en el exterior transcurrían en un ininterrumpido tète-á-tète. Pero a veces las máximas precauciones resultan infructuosas; y una noche en Botzen una de las dos damas inglesas de la habitación al otro lado del pasillo (cuyos nombres, vestidos y situación social Janey ya conocía al dedillo) llamó a la puerta preguntando si Mrs. Archer tenía una botella de linimento. La hermana de la intrusa, Mrs. Carfry, había sufrido un repentino ataque de bronquitis. Y Mrs. Archer, que nunca viajaba sin una completa farmacia familiar, pudo, afortunadamente, aportar el remedio solicitado.

 

Mrs. Carfry estaba muy enferma, y como ella y su hermana Miss Harle viajaban solas, quedaron profundamente agradecidas de las Archer, que las asistieron con ingeniosos métodos de alivio y cuya eficiente doncella ayudó a cuidar a la enferma hasta su recuperación. Cuando las Archer abandonaron Botzen no pensaban volver a ver a Mrs. Carfry y a Miss Harle. Nada podría ser, para la mentalidad de Mrs. Archer, más "indigno" que imponerle un "extranjero" a alguien al que le hizo un servicio ocasional. Pero Mrs. Carfry y su hermana ignoraban este punto de vista, que hubieran considerado absolutamente incomprensible, y se sintieron ligadas por una eterna gratitud a las "encantadoras norteamericanas" que fueron tan amables con ellas en Botzen. Con conmovedora fidelidad aprovechaban cada oportunidad de encontrarse con Mrs. Archer y Janey durante sus viajes en el continente, y desplegaban una perspicacia sobrenatural para averiguar cuándo pasarían por Londres en su camino hacia o desde los Estados Unidos. La intimidad se hizo indisoluble, y Mrs. Archer y Janey, cada vez que arribaban al Hotel Brown, encontraban dos afectuosas amigas esperándolas, las que, como ellas, cultivaban helechos en grandes macetas, hacían encaje macramé, leían las memorias de la baronesa Bunsen y opinaban acerca de los ocupantes de los principales púlpitos londinenses. Como decía Mrs. Archer, Londres era "otra cosa" después de conocer a Mrs. Carfry y a Miss Harle. Y en la época en que Newland se comprometió, el lazo entre ambas familias estaba tan firmemente establecido que se consideró "lo correcto" enviar una invitación a las dos inglesas, que a su vez enviaron un hermoso ramillete de flores alpinas en caja de vidrio. Y en el muelle, cuando Newland y su esposa zarpaban hacia Inglaterra, el último encargo de Mrs. Archer fue:

—Tienes que llevar a May a conocer a Mrs. Carfry.

Newland y su esposa no tenían la menor intención de obedecer esta orden; pero Mrs. Carfry, con su acostumbrada sagacidad, los localizó y los invitó a cenar. Era a causa de esta invitación que May Archer fruncía el ceño mientras tomaban té con panecillos.

—Está muy bien para ti, Newland, que las conoces. Pero yo me voy a sentir intimidada ante un grupo de gente que no he visto en mi vida. ¿Y qué me voy a poner?

Newland se echó hacia atrás en su silla y la miró sonriendo. Estaba más hermosa y más parecida a una Diana que nunca. El húmedo aire inglés parecía haber profundizado el resplandor de sus mejillas y suavizado la leve dureza de sus virginales facciones. O tal vez era simplemente el brillo interno de la felicidad, que relumbraba como una luz bajo el hielo.

—¿Que qué te vas a poner, querida? Me pareció que la semana pasada llegó un baúl de ropa de París.

—Sí, por supuesto. Quiero decir, cuál vestido debo usar —hizo un pequeño puchero—. Nunca he salido a cenar fuera en Londres, y no quiero hacer el ridículo.

El trató de entender su perplejidad.

—Pero, ¿no se visten las inglesas igual que cualquiera otra?

—¡Newland! ¿Cómo haces una pregunta tan absurda? ¡Ellas van al teatro con vestidos de baile anticuados y sin sombrero!

—Bueno, tal vez usan los vestidos de baile nuevos para estar en casa. En todo caso, no creo que Mrs. Carfry y Miss Harle lo hagan. Usarán sombreros iguales a los de mi madre, y chales; unos chales muy finos.

—Sí, pero ¿cómo irán vestidas las demás mujeres?

—Nunca tan bien como tú, mi amor — replicó Archer, preguntándose qué habría despertado repentinamente en May ese mórbido interés de Janey por la ropa.

Ella corrió hacia atrás su silla con un suspiro.

—Es encantador de tu parte, Newland, pero no me ayuda mucho.

Él tuvo una inspiración.

—¿Por qué no usas tu traje de novia? Ese nunca está mal, ¿verdad?

—¡Oh, querido! ¡Si lo tuviera aquí! Pero quedó en París para transformarlo para el próximo invierno, y Worth todavía no lo devuelve.

—Lástima —dijo Archer, levantándose—. Mira, se está disipando la neblina. Si corremos hasta la National Gallery alcanzaríamos a dar un vistazo a los cuadros.

Los Archer llegaban de vuelta de un viaje de novios de tres meses que May, al escribir a sus amigas, resumió vagamente como "maravilloso". No fueron a los lagos italianos. Pensándolo bien, Archer no pudo imaginar a su mujer en ese particular paisaje. Las inclinaciones de May (después de un mes con los modistos de París) eran subir montañas en julio y hacer natación en agosto. Este plan fue cumplido puntualmente, pasando julio en Interlaken y Grindelwald, y agosto en un pequeño sitio llamado Etretat, en la costa de Normandía, que alguien les recomendó por ser pintoresco y tranquilo. Un par de veces, cuando estaban en la montaña, Archer señaló hacia el sur diciendo: "Allí está Italia"; y May, con los pies sobre una mata de genciana, había sonreído alegremente.

—Sería fantástico ira allá el próximo invierno —replicó—. Siempre que no tengas que quedarte en Nueva York.

Pero en realidad viajar le interesaba menos de lo que él esperaba. Lo consideraba simplemente (una vez que había mandado a hacer sus vestidos) como una buena oportunidad para caminar, montar a caballo, nadar, y probar su mano en el fascinante nuevo juego, el lawn tennis; y cuando finalmente volvieron a Londres (donde pasaron una quincena durante la cual él mandó a hacer su ropa), May casi no podía ocultar las ansias con que esperaba el momento de embarcarse de regreso. En Londres lo único que le interesaba eran los teatros y las tiendas; y los teatros le parecieron menos excitantes que los cafés chantants de París donde, bajo los castaños en flor de los Campos Elíseos, vivió la primera experiencia de observar desde la terraza del restaurant a un público compuesto por cocottes, mientras su marido le traducía lo poco de las canciones que consideraba apropiado a sus oídos de recién casada.

Archer había retomado todas sus viejas ideas heredadas acerca del matrimonio. Vivir conforme a las tradiciones y tratar a May exactamente igual que sus amigos trataban a sus esposas era mucho más cómodo que tratar de poner en práctica las teorías que había elaborado cuando era soltero y plenamente libre. No había motivo para tratar de emancipar a una esposa que no tenía la más remota noción de que no fuera libre; y ya hacía tiempo que había descubierto que el único uso de esa libertad que May suponía poseer sería depositar dicha libertad en el altar de su adoración de esposa. Su innata dignidad siempre le evitaría hacer el don de manera abyecta; e incluso vendría un día (como ya ocurrió una vez) en que encontraría fuerzas para retirarlo si pensaba que lo hacía para el bien de Archer. Pero con una concepción del matrimonio tan poco complicada y tan indiferente como la suya, tal crisis podría provocarla sólo algo visiblemente afrentoso en la conducta de su marido; y la delicadeza de sus sentimientos hacia él lo hacían impensable. Pasara lo que pasara, Archer sabía que ella siempre sería leal, valiente y sin resentimientos. Y eso lo comprometía a practicar las mismas virtudes.

Todo lo cual tendía a llevarlo de vuelta a sus viejos hábitos mentales. Si su simpleza hubiera sido la simplicidad de la mezquindad, se habría enfadado y luego rebelado; pero ya que las líneas de su carácter, aunque tan pocas, eran del mismo fino molde que su rostro, May se convertía en la deidad tutelar de todas las viejas tradiciones y motivos de respeto de su marido. Tales cualidades no eran las más adecuadas para alentar un viaje al extranjero, aunque la hacían una compañera fácil y agradable; pero Archer vio de inmediato cómo encajarían bien una vez en su propio ambiente. No temía ser oprimido por ella, pues su vida artística e intelectual seguiría igual, como siempre fue, fuera del círculo doméstico; y dentro de éste no habría nada pequeño ni rígido; volver a su esposa jamás sería como entrar en una habitación sofocante después de un paseo al aire libre. Y cuando tuvieran hijos, se llenarían los rincones vacíos de ambas vidas. Todas estas cosas desfilaban por su mente durante el largo y lento viaje de Mayfair a South Kensington, donde vivían Mrs. Carfry y su hermana. También Archer hubiera preferido evitar la hospitalidad de sus amigas; de acuerdo con la tradición familiar él había viajado siempre como turista y espectador, fingiendo un altivo desprecio por la presencia de sus congéneres. Sólo una vez, justo después de terminar Harvard, pasó unas pocas semanas alegres en Florencia con un grupo de extraños norteamericanos europeizados, bailando toda la noche en palacios de damas con títulos nobiliarios, y jugando gran parte del día con los libertinos y los petimetres del club de moda. Pero, a pesar de ser lo más entretenido del mundo, todo le había parecido irreal como un carnaval. Esas extrañas mujeres cosmopolitas, sumergidas en complicados asuntos amorosos que al parecer necesitaban relatar al primero que encontraban, y aquellos magníficos oficiales jóvenes y los avejentados caballeros de un ingenio de la peor clase que eran los objetos o los depositarios de sus confidencias, eran demasiado diferentes de la gente entre la cual Archer había crecido y demasiado parecidas a las plantas caras y malolientes de los invernaderos exóticos, como para atraer su imaginación por mucho tiempo. No pretendería jamás introducir a su esposa en semejante sociedad; pero durante sus viajes ninguna otra había demostrado interés en su compañía.

Poco después de su llegada a Londres, Archer se encontró con el duque de St. Austrey, quien lo reconoció al instante y lo saludó con gran cordialidad diciendo:

—Me encantaría que fuera a visitarme.

Pero ningún norteamericano hecho y derecho consideraría aceptar una invitación de esa especie, de modo que el encuentro no tuvo secuela. Habían logrado evitar a la tía inglesa de May, la esposa del banquero, que aún vivía en Yorkshire; en realidad, habían pospuesto a propósito el viaje a Londres hasta el otoño de manera que su llegada en plena temporada no pareciera importuna ni esnob a los ojos de esos parientes desconocidos.

—Es probable que no haya nadie en casa de Mrs. Carfry; Londres es un desierto en esta época, y creo que estás demasiado elegante — dijo Archer a May, sentada a su lado en un cabriolé tan perfecta y espléndida en su capa azul cielo bordeada de plumas de cisne que parecía una maldad exponerla a la suciedad londinense.

—No quiero que crean que nos vestimos como salvajes —replicó ella, con un rencor propio de Pocahontas.

Archer se impresionó una vez más de la religiosa reverencia de las mujeres norteamericanas, hasta las menos mundanas, por las ventajas sociales de un vestido.

"Es su armadura —pensó—, su defensa contra lo desconocido, y es su desafío." Y comprendió por primera vez el ardor con que May, que era incapaz de atar una cinta en su pelo para agradarlo, había realizado el solemne rito de seleccionar y hacer confeccionar su abundantísimo vestuario.

Acertó al pensar que los invitados de Mrs. Carfry serían pocos. Aparte de la anfitriona y su hermana, sólo había en el largo y helado salón otra dama con chal, un afable vicario que resultó ser su marido, un muchacho silencioso a quien Mrs. Carfry presentó como su sobrino, y un caballero moreno, bajo y de ojos vivaces que fue presentado con un nombre francés como su preceptor.

En medio de este grupo cuyas borrosas figuras apenas iluminaba una pálida luz, May Archer flotaba como un cisne a la puesta del sol: se veía más grande, más rubia, y hacía crujir su vestido con un fuerte frufrú como Archer nunca antes la viera hacerlo. Comprendió que su aspecto atractivo y el frufrú eran señales de una extremada e infantil timidez. "¿De qué demonios esperarán ellos que yo hable?", imploraban sus ojos desvalidos clavados en Archer justo en el momento en que su esplendorosa aparición provocaba la misma ansiedad en sus amigas. Pero la belleza, aunque desconfíe de sí misma, despierta confianza en el corazón masculino; y el vicario y el preceptor francés muy pronto manifestaron a May su deseo de que se sintiera cómoda. Sin embargo, a pesar de los grandes esfuerzos de todos, la cena languidecía. Archer notó que la manera que tenía su esposa de mostrarse a gusto entre extranjeros era volverse más intransigentemente localista en sus alusiones, de modo que, a pesar de que su hermosura provocaba admiración, sus réplicas enfriaban la conversación. El vicario pronto abandonó la lucha; pero el preceptor, que hablaba un inglés fluido y perfecto, con gran cortesía prosiguió haciendo gala de él en su honor, hasta que por fin las damas, ante el manifiesto alivio de todos los presentes, subieron al salón.

 

El vicario, después de beber un vaso de oporto, debió retirarse apresuradamente a una reunión, y el tímido sobrino, que parecía ser inválido, fue llevado a su cama. Pero Archer y el preceptor continuaron sentados bebiendo su vino, y de súbito Archer se encontró hablando como no lo hacía desde su última larga conversación con Ned Winsett. Así supo que el sobrino Carfry estuvo al borde de una tuberculosis y debió abandonar Harrow e irse a Suiza, donde pasó dos años gozando del clima templado del lago Leman. Como era un joven estudioso, se encargó su educación a M. Riviére, quien lo llevó de regreso a Inglaterra y se quedaría con él hasta que fuera a Oxford la próxima primavera. Y M. Riviére agregó con sencillez que tendría que buscar otro empleo. A Archer le pareció imposible que tardara en encontrarlo, siendo tan variados sus intereses y tan numerosas sus cualidades. Era un hombre de unos treinta años, de cara delgada y fea (seguramente May habría opinado que era vulgar) a la que la agilidad de su mente daba una intensa expresividad, pero en su viveza no había nada de frívolo ni de mediocre. Su padre había muerto joven; ejerció un puesto diplomático de poca importancia, y pretendía que el hijo siguiera la misma carrera; pero su insaciable gusto por las letras llevó al joven al periodismo, luego al oficio de escritor (al parecer sin éxito), y a la larga, después de otros experimentos y vicisitudes que le ahorró a su interlocutor, a ser preceptor de jóvenes ingleses en Suiza. Pero antes de eso vivió largo tiempo en París, frecuentó el grenier Goncourt, donde Maupassant le aconsejó que no intentara escribir (¡hasta eso le pareció a Archer un deslumbrante honor!), y había conversado muchas veces con Mérimée en casa de su madre. Era evidente que siempre fue extremadamente pobre y que vivió angustiado (por tener que mantener a su madre y a su hermana soltera), y se veía claramente que sus ambiciones literarias habían fracasado. De hecho, su situación parecía, en el aspecto material, tan obscura como la de Ned Winsett; pero había vivido en un mundo en el cual, según dijo, nadie que ama las ideas padece de hambre mental. Como precisamente de aquel mismo amor moría de hambre el pobre Winsett, Archer miró con una especie de envidia por sus penurias a este afanoso joven indigente a quien le había ido magníficamente bien en su pobreza.

—¿No es cierto, monsieur, que el gran valor está en mantener la propia libertad intelectual, en no esclavizar nuestro poder de apreciación, nuestra independencia crítica? Fue por esa razón que abandoné el periodismo y asumí un trabajo mucho más monótono, ser preceptor y secretario privado. Es un trabajo bastante pesado, por supuesto, pero uno conserva su libertad moral, lo que en francés llamamos nuestro quant á soi. Y cuando uno escucha conversaciones interesantes, puede incorporarse a ellas sin comprometer otra opinión que la propia; o bien puede escuchar y responder mentalmente. Ah, una buena conversación, no hay nada mejor, ¿no es cierto? El aire de las ideas es el único aire que merece respirarse. Por eso nunca me arrepentí de abandonar tanto la diplomacia como el periodismo, dos formas diferentes de la misma auto abdicación.

Fijó sus ojos vivaces en Archer mientras encendía otro cigarrillo.

—Voyez-vous, monsieur, para poder mirar la vida de frente bien vale la pena vivir en una buhardilla, ¿no cree? Pero, después de todo, uno debe ganar lo suficiente para pagar la buhardilla; y confieso que la idea de envejecer como preceptor privado, o cualquier otra cosa "privada", es para mí tan espeluznante como ser segundo secretario en Bucarest. A veces pienso que debo aventurarme a dar un paso definitivo, un inmenso paso. Por ejemplo, ¿usted cree que habría posibilidad de algún puesto para mí en Estados Unidos, en Nueva York? Archer lo miró sorprendido. ¡Nueva York, para un joven que ha frecuentado a los Goncourt y a Flaubert, y que piensa que el mundo de las ideas es el único en que se puede vivir!

Siguió mirando fijo a M. Riviére, perplejo, preguntándose cómo decirle que su gran superioridad y sus cualidades eran el obstáculo mayor para el éxito.

—Nueva York, Nueva York, pero ¿tiene que ser precisamente Nueva York? — tartamudeó, absolutamente incapaz de imaginar algún empleo lucrativo que su ciudad nativa pudiera ofrecer a un joven para quien una buena conversación parecía ser su única necesidad. Un repentino rubor tiñó la piel cetrina de M. Riviére.

—Pensé... pensé que era su metrópolis, ¿no es allí más activa la vida intelectual? —replicó; luego, como temiendo dar a su interlocutor la impresión de estar pidiéndole un favor, continuó apresuradamente—: Uno lanza sugerencias al azar, más para sí mismo que para los demás. En realidad, no veo perspectivas inmediatas...

Y levantándose de su asiento, añadió, sin dar muestras de embarazo:

—Pero Mrs. Carfry pensará que es hora de conducirlo al salón.

Mientras regresaban al hotel, Archer meditó profundamente acerca de este episodio. La hora que pasó con M. Riviére llenó de aire nuevo sus pulmones, y su primer impulso fue invitarlo a cenar al día siguiente; pero ya comenzaba a entender por qué los hombres casados no siempre podían ceder a sus primeros impulsos.

—Ese joven preceptor es un tipo interesante; después de la comida tuvimos una conversación sumamente entretenida acerca de libros y otras cosas —dijo, para ver qué pasaba, cuando iban en la berlina.

May despertó de uno de sus soñadores silencios en los que Archer había leído tantos significados antes de que seis meses de matrimonio le dieran la llave de ellos.

—¿El francesito? ¿No te pareció atrozmente vulgar? —preguntó ella con frialdad.

Y él adivinó que May alimentaba un secreto desencanto por haber sido invitada a cenar en Londres sólo para conocer a un clérigo y a un preceptor francés. La desilusión no era causada por el sentimiento que comúnmente se define como esnobismo, sino por el viejo principio neoyorquino sobre el trato que merece un miembro de su sociedad cuando arriesga su dignidad en tierras extranjeras. Si los padres de May hubieran invitado a cenar a las Carfry en la Quinta Avenida, le habrían presentado a alguien más importante que un pastor y un profesor de enseñanza media.

Pero Archer tenía los nervios de punta, y quiso discutir.

—¿Vulgar... vulgar dónde? —inquirió.

Ella replicó con desacostumbrada rapidez: