Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¿La carta de mi marido?

—Sí.

—¡No tenía nada que temer de esa carta, absolutamente nada! Lo único que temía era acarrear notoriedad, escándalo a la familia, a ti y May.

—¡Dios mío! —gimió nuevamente Archer, enterrando la cara entre sus manos.

El silencio que siguió cayó sobre ellos con el peso de algo final e irrevocable. A Archer le pareció que bajaba sobre él como su propia lápida; nada veía en todo su futuro que pudiera alivianar aquel peso en su corazón. No se movió de su sitio, ni levantó la cabeza de entre las manos; sus ocultas pupilas siguieron mirando fijo hacia la absoluta oscuridad.

—Yo, al menos, te amaba —argumentó. Al otro extremo de la chimenea, desde el rincón del sofá donde la suponía todavía acurrucada, escuchó un leve llanto ahogado semejante al de un niño. De un salto llegó a su lado.

—¡Ellen! ¡Qué locura! ¿Por qué lloras? No se ha hecho nada que no pueda deshacerse. Yo todavía soy libre, y tú vas a estarlo.

La tenía en sus brazos, su rostro era como una flor empapada bajo sus labios, y todos sus vanos terrores se consumían como fantasmas al amanecer. Lo único que lo sorprendía ahora era que hubiera pasado cinco minutos discutiendo con ella al otro lado de la habitación, cuando bastó tocarla para que todo fuera tan sencillo. Ella le devolvió todos sus besos, pero al cabo de un momento la sintió tensa en sus brazos, y de pronto lo alejó y se levantó.

—Ah, mi pobre Newland, supongo que esto tenía que suceder. Pero no cambia para nada las cosas —dijo, mirándolo a su vez desde la chimenea.

—A mí me cambia toda la vida.

—No, no, no debe ser así, no es posible. Estás comprometido con May Welland y yo estoy casada.

Él se puso de pie a su vez, encendido y resuelto.

—¡Tonterías! Es demasiado tarde para eso. No tenemos derecho a mentirle a los demás ni a nosotros mismos. No hablaremos de tu matrimonio, pero, ¿me ves a mí casándome con May después de esto?

Ella guardó silencio, apoyando sus finos codos en la repisa de la chimenea, su perfil reflejado en el espejo que había tras ella. Se le había soltado uno de los rizos de su chignon y colgaba a lo largo del cuello; se veía ojerosa y casi vieja.

—No te veo —dijo finalmente— haciéndole esa pregunta a May. ¿Y tú?

—Es muy tarde para hacer algo —respondió Archer encogiéndose de hombros con indiferencia.

—Lo dices porque es lo más fácil que se puede decir en este momento, no porque sea verdad. En realidad es demasiado tarde para hacer algo que no sea lo que ambos ya decidimos.

—¡No te entiendo!

Ella forzó una lastimosa sonrisa que endureció su cara en vez de suavizarla.

—No entiendes porque todavía no adivinas cuánto has hecho cambiar las cosas para mí. Sí, desde el comienzo, mucho antes de saber todo lo que has hecho.

—¿Todo lo que he hecho?

—Sí. Yo no me daba cuenta al comienzo de que la gente de aquí me tenía miedo, que pensaba que yo era alguien temible. Parece que incluso rehusaron encontrarse conmigo en las fiestas. Lo descubrí más adelante; y también supe que tú llevaste a tu madre a hablar con los Van der Luyden; y que insististe en anunciar tu compromiso en el baile de Beaufort, para que yo tuviera dos familias que me protegieran en lugar de una sola...

Al oírla él rompió en carcajadas.

—Imagínate —prosiguió ella—, lo estúpida y poco observadora que fui. No supe nada de todo esto hasta que un día mi abuela lo soltó sin pensar. Para mí Nueva York sencillamente significaba paz y libertad; yo venía a mi casa. Y estaba tan feliz de estar entre mi propia gente que cada uno que conocía me parecía cariñoso y bueno, y alegre de verme. Pero desde el principio —continuó—, nadie me pareció tan bondadoso como tú; nadie que me diera razones que yo podía entender para hacer lo que a primera vista me parecía tan difícil e innecesario. Los muy buenos no me convencieron; me pareció que nunca habían tenido tentaciones. Pero tú sabías; tú comprendías; tú habías sentido el mundo exterior arrastrarte con sus manos doradas, y sin embargo tú odiabas las cosas que exige a su vez; odiabas esa felicidad comprada con deslealtad y crueldad e indiferencia. Eso era algo que yo nunca había conocido, y es lo mejor de cuanto he conocido.

Hablaba en voz baja y pareja, sin lágrimas ni una visible agitación; y cada palabra que pronunciaba caía en el corazón de Archer como plomo ardiente. El joven estaba sentado con la cabeza entre las manos, mirando fijo la alfombra y la punta del zapato de raso que asomaba bajo el traje de la condesa. De súbito se arrodilló y besó el zapato.

Ella se inclinó hacia él, puso las manos sobre sus hombros y clavó en él una mirada tan profunda que lo inmovilizó.

—¡Ah, no deshagamos lo que has hecho! —gritó la condesa—. No puedo cambiar ahora de forma de pensar. No puedo amarte a menos que renuncie a ti.

Los brazos del joven se tendían ansiosos hacia ella, pero ella se alejó, y quedaron frente a frente, separados por la distancia creada por las palabras de Ellen. Luego, en forma abrupta, Archer dejó estallar su furia.

—¿Y Beaufort? ¿Es él quien me reemplazará?

Al dejar escapar estas palabras estaba preparado para un arrebato de ira, y lo necesitaba para alimentar la suya. Pero madame Olenska se limitó a palidecer un poco más y se quedó con los brazos colgando y la cabeza ligeramente inclinada, como acostumbraba cada vez que meditaba una pregunta que se le hacía.

—Te está esperando en casa de Mrs. Struthers, ¿por qué no te vas a la cita? —exclamó Archer lleno de despecho.

Ella se volvió para hacer sonar la campanilla.

—No saldré esta noche; dile al cochero que vaya a recoger a la signora marchesa —dijo cuando apareció la criada.

Se cerró nuevamente la puerta y Archer seguía mirándola con ojos llenos de amargura.

—¿Por qué este sacrificio? Ya que dices que te sientes sola, no tengo derecho a alejarte de tus amigos.

Ella sonrió levemente bajo sus pestañas húmedas.

—Ya no estaré sola. Estaba sola, tenía miedo. Pero desaparecieron el vacío y la oscuridad. Cuando vuelvo a mí misma ahora soy como una niña que va en la noche al cuarto donde siempre hay luz.

Su tono y su aspecto todavía la envolvían en una suave inaccesibilidad, y Archer murmuró otra vez:

—¡No te entiendo!

—¡Y sin embargo entiendes a May!

El enrojeció ante esta réplica, pero no dejó de mirarla.

—May está dispuesta a renunciar a mí.

—¡Qué dices! ¿Tres días después de que le has implorado de rodillas que adelante el matrimonio?

—Ella se negó; eso me da derecho... Ah, tú mismo me enseñaste que esa es una palabra muy fea —repuso ella.

Archer apartó la mirada con una sensación de extremo cansancio, como si llevara varias horas luchando por trepar un escarpado precipicio, y ahora, cuando conseguía hacerse camino hacia la cima, se había soltado y caía de cabeza al abismo. Si la tuviera en sus brazos nuevamente podría barrer todos sus argumentos; pero todavía lo mantenía a distancia algo inescrutablemente lejano en su mirada y en su actitud, y también la admiración que despertaba en él su sinceridad. Finalmente, comenzó otra vez a rogar.

—Si hacemos esto ahora será peor después, peor para ti y para mí.

—¡No, no, no! —dijo ella casi gritando, como si Archer la asustara.

En ese momento la campanilla llenó la casa con un largo sonido. No se había oído ningún carruaje detenerse ante la puerta; se quedaron inmóviles, mirándose con ojos sorprendidos. Afuera, los pasos de Nastasia cruzaron el vestíbulo, se abrió la puerta de calle, y momentos después entraba llevando un telegrama que entregó a la condesa Olenska.

—La señora estaba feliz con las flores —dijo Nastasia, alisando su delantal—. Creyó que su signor marito se las enviaba, y lloró un poco y dijo que era una locura.

Su patrona sonrió y tomó el sobre amarillo. Lo abrió y se acercó a la luz de la lámpara; luego, cuando se cerró nuevamente la puerta, le pasó el telegrama a Archer. Procedía de St. Augustine, dirigido a la condesa Olenska. Decía:

"Telegrama de abuela tuvo éxito. Papá y mamá aceptan matrimonio después Semana Santa. Telegrafiando a Newland. No tengo palabras para expresar mi felicidad y te quiero mucho. Tu agradecida May".

Media hora más tarde, cuando Archer abría la puerta de su casa, encontró otro sobre similar en la mesa del vestíbulo, encima de un montón de notas y cartas. El mensaje también era de May Welland y decía lo siguiente:

“Padres consienten matrimonio después Semana Santa a las doce Iglesia de la Gracia ocho damas honor favor hablar Rector. Soy feliz te ama May".

Archer arrugó la hoja amarilla como si ese gesto destruyera las noticias que contenía. Luego sacó de su bolsillo una pequeña libreta y volvió las páginas con dedos temblorosos; pero no encontró lo que quería, y, metiéndose el arrugado telegrama al fondo del bolsillo, subió las escaleras. Brillaba una luz bajo la puerta de la salita que servía a Janey de vestidor y boudoir, y Archer golpeó impaciente. Se abrió la puerta y su hermana apareció ante él envuelta en su inmemorial bata de franela púrpura, con el pelo lleno de horquillas. Estaba pálida e inquieta.

—¡Newland! Espero que ese telegrama no traiga malas noticias. Te esperé a propósito, por si...

Ningún asunto de la correspondencia de Archer estaba a salvo de Janey. El ignoró su pregunta.

—¿Qué día cae Semana Santa este año?

Ella se escandalizó ante tan poco cristiana ignorancia.

—¿Semana Santa? ¡Newland! Por supuesto que la primera semana de abril. ¿Por qué?

—¿La primera semana? —revisó las páginas de la agenda, calculando rápido, casi sin aliento—. ¿La primera semana, dijiste? —echó la cabeza atrás lanzando una sonora carcajada.

 

—¿Quieres decirme qué es lo que pasa?

—No pasa nada, salvo que me casaré dentro de un mes.

Janey se le lanzó al cuello y lo apretó contra su pecho de franela violeta.

—¡Oh, Newland, es maravilloso! ¡Estoy tan contenta! Pero, hermano querido, ¿por qué sigues riéndote? Cállate o despertarás a mamá.

19

E1 día estaba fresco, con un juguetón viento primaveral que levantaba polvo. Las damas de edad de ambas familias habían sacado sus ajadas martas cibelinas y sus armiños amarillentos, y el olor a alcanfor que salía de los primeros bancos casi cubría el tenue aroma de las azucenas que colmaban el altar. Newland Archer, a una señal del sacristán, salió de la sacristía y se situó con su padrino en los peldaños del presbiterio de la iglesia de la Gracia.

La señal anunciaba que ya se divisaba la berlina que traía a la novia y a su padre; pero seguramente habría un largo intervalo de arreglos y consultas en el vestíbulo, donde ya las damas de honor revoloteaban como un ramo de flores de Pascua. Durante este inevitable lapso se suponía que el novio, presa de ansiedad, se mostraba solo a las miradas de los asistentes; y Archer había seguido resignadamente esta formalidad así como todas las demás que hacían de una boda de fines del siglo XIX en Nueva York un rito que parecía pertenecer al alba de la historia. Todo era igualmente fácil —o igualmente doloroso, según el criterio de cada cual— en el camino que se había comprometido a seguir, y había obedecido las instrucciones de su nervioso padrino con la misma mansedumbre que otros novios obedecieron al suyo en el día en que lo había guiado por el mismo laberinto. Hasta aquí estaba razonablemente convencido de haber cumplido todas sus obligaciones. Los ocho ramilletes de lilas y blancos lirios del valle fueron enviados a tiempo, así como los gemelos de oro y zafiro de los ocho pajes de honor y el alfiler de corbata de ojo de gato del padrino. Archer había pasado la mitad de la noche tratando de variar el texto de su agradecimiento para la última partida de regalos recibida de amigos y ex—amores; los honorarios del obispo y del rector se encontraban a salvo en el bolsillo de su padrino; su equipaje ya estaba listo en casa de Mrs. Manson Mingott, donde se realizaría el desayuno de boda, y también lo estaban el traje de viaje que se pondría para partir; y se había reservado un compartimento privado en el tren que llevaría a la joven pareja a su desconocido destino. El secreto sobre el lugar donde pasarían la noche de bodas era uno de los más sagrados tabúes del prehistórico ritual.

—¿Tienes el anillo? —susurró el joven Van der Luyden Newland, que no tenía experiencia en los deberes de un padrino, y estaba agobiado por el peso de su responsabilidad.

Archer hizo el gesto que vio hacer a tantos novios: con su mano derecha desenguantada palpó el bolsillo de su chaqueta gris oscuro, y se aseguró de que la pequeña argolla de oro (grabada en su interior: Newland a May, abril..., 187...) estuviera en su lugar; luego, retomó su actitud anterior, sosteniendo en su mano izquierda el sombrero de copa y los guantes gris perla con puntadas negras, y mirando hacia la puerta de la iglesia. Arriba, la Marcha de Handel subía pomposamente por la bóveda que imitaba la piedra, llevando en sus notas el descolorido ímpetu de las tantas bodas a las que, con alegre indiferencia, asistió desde esa misma escalinata mirando flotar por la nave otras novias hacia otros novios. "¡Qué parecido a una noche de gala en la ópera!", pensó, reconociendo las mismas caras en los mismo palcos (no, bancos), y preguntándose si, cuando sonara la última trompeta, Mrs. Selfridge Merry estaría allí con las mismas inmensas plumas de avestruz en su sombrero, y Mrs. Beaufort con los mismos aros de diamante y la misma sonrisa, y si ya habría asientos de proscenio debidamente preparados para ellas en otro mundo.

Después de eso todavía hubo tiempo para revistar, uno por uno, los semblantes familiares de las primeras filas; el de las mujeres perspicaz, curioso y excitado; el de los hombres malhumorado por la obligación de tener que ponerse sus levitas antes del almuerzo y pelear por la comida en el desayuno de boda. "Lástima que el banquete sea en casa de la vieja Catherine —se imaginaba el novio oír decir a Reggie Chivers—. Pero dicen que Lovell Mingott insistió en que lo cocinara su propio chef, de modo que tendrá que ser bueno si es que uno logra llegar a él."

Y se imaginaba a Sillerton Jackson agregando con autoridad: "Querido muchacho, ¿no supiste? Va a ser servido en pequeñas mesas, a la nueva moda inglesa."

La mirada de Archer se paseó un momento por los bancos de la izquierda, donde su madre, que había entrado a la iglesia del brazo de Mr. Henry van der Luyden, estaba sentada llorando calladamente bajo su velo Chantilly, con las manos dentro del manguito de armiño de su abuela.

—¡Pobre Janey! —pensó, mirando a su hermana—, aunque tuerza la cabeza para todos lados sólo puede ver a la gente de los primeros bancos; y son en su mayoría desaliñados Newland y Dagonet.

Dentro del recinto de la cinta blanca que dividía los asientos reservados a la familia, vio a Beaufort, alto y rubicundo, examinando a las mujeres con su mirada arrogante. A su lado se sentaba su esposa, toda en chinchilla plateada y violetas; y al otro lado de la cinta, la cabeza cuidadosamente cepillada de Lawrence Lefferts parecía montarle guardia a la invisible deidad de las "formalidades" que presidía la ceremonia. Archer se preguntaba cuántos defectos podían descubrir los agudos ojos de Lefferts en el ritual de su divinidad; luego se acordó súbitamente de que él también una vez pensó que tales cosas tenían importancia. Las cosas que habían llenado sus días le parecían ahora como una parodia infantil de la vida, o como esas discusiones de eruditos medievales sobre términos metafísicos que jamás nadie entendió. Una tormentosa disputa acerca de si los regalos de matrimonio deben o no ser "exhibidos" había ensombrecido las últimas horas antes de la boda; a Archer le parecía inconcebible que personas maduras se agitaran de tal manera por esa clase de fruslerías, y que el asunto hubiera sido decidido (negativamente) por Mrs. Welland, diciendo entre lágrimas de indignación: "Antes prefiero soltar a los reporteros por toda mi casa". Y sin embargo, hubo una época en que Archer tuvo una opinión definida y casi agresiva acerca de estos problemas, cuando todo lo que concernía a los modales y costumbres de su pequeña tribu le parecía cargado de un significado de carácter universal.

"Y mientras tanto —pensó—, supongo que en alguna parte vive gente real, y que le suceden cosas reales..."

—¡Ahí vienen! —susurró el padrino muy excitado.

Pero el novio sabía más que él.

La cuidadosa apertura de la puerta de la iglesia significaba solamente que Mr. Brown, el cuidador de la caballeriza (en tenida negra para su transitorio papel de sacristán), hacía una revisión preliminar de la escena antes de formar sus fuerzas. La puerta se cerró con suavidad; luego de un nuevo intervalo fue abierta majestuosamente de par en par, y un murmullo corrió por toda la iglesia:

—¡La familia!

Primero venía Mrs. Welland, del brazo de su hijo mayor. Su ancha cara sonrosada tenía la apropiada solemnidad, y su vestido de raso color ciruela con azul pálido en los costados, y plumas de avestruz azules en su pequeño sombrero de raso, recibieron la aprobación general; pero antes de que se instalara con un majestuoso crujir de sedas en el banco al frente de Mrs. Archer, los espectadores volvían sus cuellos para ver quién venía detrás de ella. El día anterior corrieron fuertes rumores de que Mrs. Manson Mingott, a pesar de su invalidez física, había resuelto estar presente en la ceremonia; y la idea calzaba tan bien con su alegre carácter que en los clubes se cruzaban apuestas de que sería capaz de caminar por la nave y acomodarse en un asiento. Se sabía que había insistido en mandar a su propio carpintero a estudiar la posibilidad de quitar el panel lateral del banco frontal, y a medir el espacio entre el asiento y el frente; pero los resultados fueron desilusionantes, y durante todo un día de expectación, la familia la vio meditar un plan que consistía en que la llevaran sobre ruedas por la nave en su enorme silla Bath, donde se quedaría sentada como en un trono al pie del presbiterio. La idea de que exhibiera su persona de manera tan monstruosa fue a tal grado dolorosa para sus amistades que habrían cubierto de oro al ingenioso personaje que de repente descubrió que la silla era demasiado ancha para pasar entre los hierros que mantenían extendido el toldo desde la puerta de la iglesia hasta la calzada. La idea de quitar el toldo y exponer a la novia a la vista de la muchedumbre de modistillas y reporteros de los periódicos que permanecían afuera luchando por acercarse, excedió incluso el valor de la vieja Catherine, a pesar de que por un momento meditó la posibilidad.

—¡Oh, no, van a tomar fotografías de mi hija y las publicarán en sus periódicos! — exclamó Mrs. Welland cuando le insinuaron el último plan de su madre, y todo el clan retrocedió con un escalofrío ante esta impensable indecencia.

La anciana tuvo que abandonar su proyecto; pero lo aceptó sólo con la promesa de que el banquete matrimonial se realizaría bajo su techo, aunque (como manifestó la parentela de Washington Square) estando la casa de los Welland tan cerca resultaba molesto tener que fijar un precio especial con Brown para que los condujera hasta los quintos infiernos. Aunque los Jackson informaron ampliamente de todos estos incidentes, una minoría todavía apostaba a que la anciana Catherine aparecería en la iglesia, y hubo una clara baja de los ánimos cuando se supo que sería reemplazada por su nuera. Mrs. Lovell Mingott tenía el rostro encendido y la mirada vidriosa que produce en las damas de su edad y costumbres el esfuerzo de caber en un vestido nuevo. Pero una vez que se aplacó el desencanto ocasionado por la ausencia de su suegra, todos estuvieron de acuerdo en que su Chantilly negro sobre el raso lila, con un sombrero de violetas de Parma, formaba el mejor contraste con el colorido azul y ciruela de Mrs. Welland. Muy diferente fue la impresión causada por la macilenta y remilgosa dama que la seguía del brazo de Mr. Mingott, en un salvaje desorden de bandas y orlas y pañuelos flotantes. Y cuando apareció aquella última pareja, el corazón de Archer se contrajo y cesó de latir.

Contaba con que la marquesa Manson estaba todavía en Washington, a donde se dirigió cuatro semanas atrás con su sobrina, madame Olenska. Todos creían que su abrupta partida se debía a que madame Olenska deseaba salvar a su tía de la perniciosa elocuencia del Dr. Agathon Carver, que casi logró reclutarla para el Valle del Amor; y en esas circunstancias nadie esperaba que las damas regresaran por una boda.

Por un momento Archer fijó los ojos en la fantástica figura de Medora, esforzándose por ver quién venía tras ella; pero la pequeña procesión había terminado, pues todos los miembros menores de la familia habían tomado sus puestos, y los ocho pajes, reunidos como aves o insectos que preparan una maniobra migratoria, ya se deslizaban por las puertas laterales hacia el vestíbulo.

—¡Newland, ya está aquí! —murmuró su padrino.

Archer volvió en sí sobresaltado. Aparentemente había pasado bastante tiempo desde que su corazón cesara de latir, pues la procesión blanca y rosa ya estaba en realidad a medio camino de la nave, el obispo, el rector y dos asistentes de uniforme blanco rondaban alrededor del altar, y los primeros acordes de la sinfonía de Spohr esparcían sus notas floridas ante la novia.

Archer abrió los ojos (¿era realmente posible que los hubiera cerrado, como imaginaba?), y sintió que su corazón recuperaba su ritmo habitual. La música, el aroma de los lirios sobre el altar, la nube de tules y flores de azahar que flotaban acercándose cada vez más, el rostro de Mrs. Archer súbitamente convulsionado por sollozos de felicidad, el bajo murmullo de la voz del rector dando sus bendiciones, las ordenadas evoluciones de las ocho damas de honor vestidas de rosado y de los ocho pajes de negro: todas aquellas visiones, sonidos y sensaciones, tan familiares en el fondo, tan profundamente extrañas y sin sentido en su nueva relación con ellos, se mezclaban de manera confusa en su mente.