Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Llevaba una polonesa de terciopelo negro con botones de azabache, y un gracioso manguito verde; nunca la había visto tan bien vestida —prosiguió Janey—. Vino sola el domingo, a principios de la tarde; por suerte el fuego del salón estaba encendido. Tenía uno de esos tarjeteros modernos. Dijo que quería conocernos porque tú habías sido muy bueno con ella.

Newland se echó a reír.

—Madame Olenska siempre dice eso de sus amigos. Está muy contenta de estar otra vez entre su gente.

—Sí, eso nos dijo —repuso Mrs. Archer—. Me pareció que está agradecida de estar aquí.

—Espero que te haya gustado, mamá.

Mrs. Archer frunció los labios.

—Ciertamente hace todo lo posible por agradar, incluso cuando visita a una vieja.

—Mamá no la cree muy sencilla —intercaló Janey, escrutando la cara de su hermano.

—Es sólo mi modo de sentir pasado de moda; mi querida May es mi ideal —dijo Mrs. Archer.

—Ah —dijo su hijo—, no se parecen.

Archer había partido de St. Augustine cargado de mensajes para la anciana Mrs. Mingott, y un par de días después de su regreso a la ciudad fue a visitarla. Lo recibió con desacostumbrada cordialidad; le estaba muy agradecida por haber convencido a la condesa Olenska de que abandonara su idea de divorciarse; y cuando él le contó que había salido de la oficina sin permiso y corrido a St. Augustine simplemente porque quería ver a May, ella lanzó una adiposa risita y le dio palmaditas en la rodilla con su mano regordeta.

—Ajá, así que te rebelaste ¿eh? Y supongo que Augusta y Welland pusieron cara larga y reaccionaron como si se acercara el fin del mundo. Pero la pequeña May lo comprendió, ¿o me equivoco?

—Espero que sí; pero al final no aceptó lo que fui a pedirle.

—¿No aceptó? ¿Y qué era?

—Quería que me prometiera que nos casaríamos en abril. ¿Para qué vamos a derrochar otro año?

Mrs. Manson Mingott torció burlonamente su pequeña boca en una mueca de mojigatería y lo miró parpadeando con ojos maliciosos.

—Pregúntale a mamá, me imagino, la típica historia. ¡Ah, estos Mingott, todos iguales! Nacen en un surco y de ahí no los puedes desarraigar. Cuando construí esta casa, se hubiera dicho que me iba a California. Nunca nadie había construido arriba de la calle Cuarenta; no, les dije, ni más allá de Battery tampoco, antes de que Cristóbal Colón descubriera América. No, no, nadie quiere ser diferente; le tienen tanto miedo a la diferencia como a la viruela. Ah, mi querido Archer, agradezco a mi buena estrella de ser solamente una vulgar Spicer; pero ninguno de mis hijos se me parece, aparte de mi pequeña Ellen. —Se detuvo, todavía mirándolo con ojos brillantes, y le preguntó, en el tono casual que suelen tomar los ancianos—: ¿Y por qué diablos no te casaste con mi pequeña Ellen?

Archer se rio.

—Por una razón: ella no estaba aquí para casarse con nadie.

—No, claro que no; esa es la lástima. Y ahora es demasiado tarde; ella tiene su vida acabada.

Habló con la fría complacencia de los viejos cuando echan tierra en la tumba de las nacientes esperanzas. El joven sintió que se le helaba el corazón, y dijo apresuradamente:

—¿Le puedo rogar que use su influencia con los Welland, Mrs. Mingott? No estoy hecho para noviazgos largos.

La vieja Catherine le sonrió radiante con un gesto de aprobación.

—Sí, ya lo comprendo. ¡Eres bastante vivo! No hay duda de que de niño te gustaba que te sirvieran antes que a nadie. —Echó la cabeza hacia atrás con una risotada que hizo ondular su papada como una ola—. ¡Ah, ahí viene mi Ellen! —exclamó cuando se abrieron las mamparas dándole paso.

Madame Olenska se acercó con una sonrisa. Su semblante se veía vivaz y feliz; tendió su mano alegremente a Archer mientras se inclinaba a besar a su abuela.

—Querida, justamente le preguntaba a este joven por qué no se había casado con mi pequeña Ellen.

Madame Olenska miró a Archer, sonriente.

—¿Y qué respondió?

—¡Oh, querida, eso lo tendrás que descubrir sola! Fue a Florida a visitar a su novia.

—Sí, ya lo sabía —ella seguía mirándolo—. Fui a ver a tu madre, a preguntarle dónde habías ido. Envié una nota que nunca contestaste, y temí que estuvieras enfermo.

El musitó algo acerca de que partió inesperadamente, con mucha prisa, que trató de escribirle desde St. Augustine.

—¡Y, por supuesto, una vez allá no te acordaste nunca más de mí!

No dejaba de sonreírle con una alegría que podía ser una estudiada pose de indiferencia. "Si todavía me necesita, está decidida a no hacérmelo saber", pensó Archer, enojado por su conducta. Quería agradecerle la visita a su madre, pero bajo los maliciosos ojos de la abuela se sintió cohibido e incapaz de hablar.

—¡Míralo —dijo Mrs. Manson—, con tan ardiente prisa por casarse que se fue de la oficina a la francesa y corrió a rogar de rodillas a esa niña tonta! Ese sí que es un amante; así fue como el buen mozo Bob Spicer se llevó a mi pobre madre; y luego se cansó de ella antes de que yo dejara de mamar, ¡aunque sólo faltaban ocho meses! Bueno, pero tú no eres un Spicer, jovencito; una suerte para ti y para May —hizo una breve pausa y luego gritó con desprecio—: Ellen es la única que heredó algo de su perversa sangre; todos los demás son del modelo Mingott.

Archer estaba consciente de que madame Olenska, que se había sentado al lado de su abuela, todavía escrutaba su rostro con aire pensativo. Ya se había desvanecido de sus ojos la alegría que mostró al comienzo, y de pronto dijo con gran suavidad:

—No hay duda, abuela, de que entre las dos podemos obtener lo que él tanto desea.

Archer se levantó para marcharse, y cuando estrechó la mano de madame Olenska presintió que ella esperaba que él hiciera alguna alusión a su carta sin respuesta.

—¿Cuándo puedo verte? —le preguntó mientras ella lo acompañaba hasta la puerta.

—Cuando quieras; pero que sea pronto para que puedas ver la casita otra vez, porque me cambio la próxima semana.

Sintió que una corriente eléctrica recorría todo su cuerpo al rememorar aquellas horas a la luz de la lámpara en el saloncito de techo bajo. Fueron pocas, pero estaban llenas de recuerdos.

—¿Mañana en la noche?

Ella aprobó con un movimiento de cabeza.

—Sí, mañana, pero temprano. Voy a salir.

El día siguiente era domingo, y si iba a salir en la noche no había duda de que era a casa de Mrs. Lemuel Struthers. Archer sintió una cierta molestia, no tanto porque fuera a ese sitio (porque en el fondo le agradaba que fuera donde quisiera sin importarle la opinión de los Van der Luyden), sino porque era justamente el tipo de casa donde tenía la seguridad de que estaría Beaufort, donde debía saber de antemano que se encontraría con él, y donde iba probablemente con ese propósito.

—Muy bien, mañana en la noche —repitió, internamente resuelto a no ir temprano, porque llegando tarde podría impedir que fuera a casa de Mrs. Struthers, o bien llegar cuando ya se hubiera ido, lo que, dentro de todo, sería sin lugar a duda la solución más simple. Eran apenas pasadas las ocho y media cuando hizo sonar la campana bajo la glicinia; media hora antes de lo que pretendía, pero un singular desasosiego lo había llevado a su puerta. Reflexionó, sin embargo, que las fiestas dominicales de Mrs. Struthers no eran como un baile, y que los invitados, como para minimizar su sentido de culpabilidad, llegaban habitualmente temprano.

Pero había algo con lo que no contaba: al entrar al vestíbulo de madame Olenska vio varios sombreros y abrigos. ¿Para qué lo citó temprano si tenía gente a cenar? Al inspeccionar más de cerca aquellas prendas junto a la cual Nastasia colocaba la suya, su resentimiento dio paso a la curiosidad. Los abrigos eran en realidad los más raros que había visto en una casa decente, y de una mirada se convenció de que ninguno pertenecía a Julius Beaufort. Uno era un gabán suelto color amarillo, notoriamente comprado de segunda mano; el otro, una vieja y roñosa capa con esclavina, parecida a lo que los franceses llaman un Macfarlane. Esta prenda, que parecía hecha para alguien de tamaño prodigioso, había resistido evidentemente un uso fuerte y prolongado, y sus pliegues negro verdosos exhalaban un olor húmedo a aserrín que sugería largas sesiones colgada en las paredes de los bares. Encima de éste había una raída bufanda gris y un extraño sombrero de fieltro de forma semiclerical. Archer miró a Nastasia enarcando las cejas; ella alzó a su vez las suyas con un fatalista "¡Giá!" mientras abría de par en par la puerta del salón.

El joven vio de inmediato que la anfitriona no estaba en la habitación; luego descubrió, sorprendido, a otra señora de pie junto al fuego. Esta señora, que era alta, esbelta y desgarbada, llevaba un atavío lleno de intrincados lazos y borlas, con cuadros, franjas y cintas en el mismo color dispuestos en un diseño al que parecía faltarle la idea central. Su pelo, que quiso ser blanco y sólo había logrado un color desvaído, estaba tomado en lo alto con una peineta española y un pañuelo de encaje negro, y unos mitones de seda, con visibles zurcidos, cubrían sus manos reumáticas. A su lado, entre una nube de humo de cigarro, estaban los dueños de los abrigos, ambos en traje de día que evidentemente no se habían cambiado desde aquella mañana. Archer, sorprendido, reconoció a uno de ellos: Ned Winsett; no conocía en cambio al otro, bastante mayor y cuya talla gigantesca lo delataba como el dueño del Macfarlane; tenía una cabeza algo leonina con el pelo gris y mal cortado, movía los brazos con gestos semejantes a zarpazos, como si distribuyera bendiciones a una muchedumbre arrodillada.

Los tres personajes estaban agrupados junto a la chimenea, con los ojos clavados en un ramo de rosas carmesí de increíble tamaño rodeado de una corona de pensamientos colocado sobre el sofá donde madame Olenska acostumbraba sentarse.

 

—¡Lo que habrá costado, en esta época! Aunque, sin duda, lo que a uno le importa es el sentimiento —decía la dama con un suspiro entrecortado en el momento en que entraba Archer.

Los tres se volvieron a mirarlo, sorprendidos, y la dama avanzó hacia él y le tendió la mano.

—¡Querido Mr. Archer, casi mi primo Newland! —dijo—. Soy la marquesa Manson.

Archer la saludó y ella continuó:

—Mi Ellen me acogió por unos pocos días. Vengo de Cuba, donde paso el invierno con algunos amigos españoles. ¡Qué gente tan encantadora y distinguida es la alta nobleza de la vieja Castilla! Cuánto me gustaría que pudiera conocerlos. Pero nuestro queridísimo amigo, el Dr. Carver, me mandó llamar. ¿Conoce al Dr. Agathon Carver, fundador de la comunidad Valle del Amor?

El Dr. Carver inclinó su cabeza leonina, y la marquesa prosiguió:

—¡Ah, Nueva York, Nueva York, cuán poco le ha llegado de la vida del espíritu! Pero veo que conoce a Mr. Winsett.

—Oh, sí, yo llegué a él hace tiempo, pero no por ese camino —dijo Winsett con una seca sonrisa.

La marquesa movió la cabeza en un gesto de desaprobación.

—¿Cómo sabe usted, Mr. Winsett? El espíritu sopla donde le place.

—¡Donde le place, oh sí, donde le place! — exclamó el Dr. Carver en un estentóreo murmullo.

—Pero, por favor siéntese, Mr. Archer. Hemos disfrutado de una deliciosa cena, y ahora mi niña subió a cambiarse vestido; lo está esperando, bajará dentro de un momento. Admirábamos esas maravillosas flores que la sorprenderán cuando vuelva.

Winsett había permanecido de pie.

—Temo que tendré que marcharme. Le ruego decir a madame Olenska que nos sentiremos desolados cuando abandone nuestra calle. Esta casa ha sido un verdadero oasis.

—¡Oh, pero ella no lo abandonará a usted! La poesía y el arte son un soplo de vida para ella. Porque usted escribe poesía, Mr. Winsett, ¿no es así?

—No, pero a veces la leo —repuso Winsett.

Incluyó a todo el grupo en un saludo general y salió de la habitación.

—Un espíritu cáustico, un peu sauvage, pero tan ingenioso. ¿No le parece, Dr. Carver, que Mr. Winsett es muy ingenioso?

—Nunca me preocupo del ingenio —dijo el Dr. Carver en tono severo.

—¡Ah, nunca se preocupa del ingenio! ¡Qué despiadado es con nosotros, pobres mortales!, ¿no es verdad, Mr. Archer? Pero él vive solamente en la vida del espíritu, y esta noche está preparando mentalmente la conferencia que debe presentar en casa de Mrs. Blenker. Dr. Carver, ¿tendrá un tiempo, antes de que se vaya donde Mrs. Blenker, para explicarle a Mr. Archer su iluminador descubrimiento del Contacto Directo? Parece que no; ya veo que son casi las nueve, y no tenemos derecho a detenerlo cuando tanta gente está esperando que les entregue su mensaje.

El Dr. Carver se sintió un tanto desilusionado con esta conclusión, pero, luego de comparar su pesado reloj de oro con el pequeño reloj de viaje de madame Olenska, estiró con evidente fastidio sus vigorosos brazos y piernas preparándose para la partida.

—¿La veré más tarde, querida amiga? — preguntó a la marquesa.

—Iré a reunirme con usted en cuanto llegue el carruaje de Ellen —respondió la marquesa con una sonrisa—. Espero que la conferencia no haya empezado todavía.

El Dr. Carver miró meditabundo a Archer.

—Quizás, si este joven se interese en mis experiencias, Mrs. Blenker le permita llevarlo, marquesa.

—Amigo querido, estoy segura de que a Mrs. Blenker le encantaría, si fuera posible. Pero me temo que Ellen tiene planes con Mr. Archer.

—Es una lástima —dijo el Dr. Carver—, pero aquí tiene mi tarjeta.

Se la pasó a Archer, que leyó lo siguiente, escrito en caracteres góticos:

AGATHON CARVER

EL VALLE DEL AMOR

RITTASQUATTAMN, R.D.

El Dr. Carver se despidió haciendo una reverencia, y Mrs. Manson, con un suspiro que podría haber sido de pesar o de alivio, hizo señas otra vez a Archer para que tomara asiento.

—Ellen bajará en un minuto, y antes de que venga, me alegra tener un momento de tranquilidad a solas con usted.

Archer murmuró lo mucho que le placía estar con ella, y la marquesa continuó, con su voz intercalada de suspiros:

—Lo sé todo, Mr. Archer, mi niña me contó lo que ha hecho por ella. Sus sabios consejos, su valiente firmeza, ¡gracias al cielo que no fue demasiado tarde!

El joven escuchaba bastante turbado. ¿Quedaba alguien, se preguntó, a quien madame Olenska no hubiera contado su intervención en sus asuntos privados?

—Madame Olenska exagera; yo simplemente le di una opinión legal, como ella me lo pidió.

—Sí, pero al hacerlo... al hacerlo, usted fue el instrumento inconsciente de... de... ¿qué palabra tenemos nosotros los modernos para Providencia, Mr. Archer? —exclamó la dama, ladeando la cabeza y dejando caer los párpados con aire misterioso—. ¡Usted no podía saber que en ese mismo momento a mí me llamaban... más bien dicho, tomaban contacto conmigo desde el otro lado del Atlántico!

Lanzó una mirada por encima del hombro, como si temiera que alguien la escuchara, y luego, acercando más su silla, y llevando un pequeño abanico de marfil a sus labios, susurró:

—Era el propio conde, mi pobre, loco, tonto Olenski, que lo único que pide es que vuelva, bajo las condiciones que ella quiera.

—¡Santo Dios! —exclamó Archer, levantándose de un salto.

—¿Está horrorizado? Sí, por supuesto, lo comprendo. No defiendo al pobre Stanislas, aunque siempre me consideró su mejor amiga. Él no se defiende a sí mismo, él se pone a sus pies, a través de mi persona —golpeó su pecho enflaquecido—. Aquí tengo su carta.

—¿Una carta? ¿La vio madame Olenska? — tartamudeó Archer, sintiendo que su cerebro giraba como un torbellino con el sorpresivo anuncio.

La marquesa Manson movió la cabeza suavemente.

—Tiempo, tiempo; necesito tiempo. Conozco a mi Ellen, altanera, huraña, casi diría que algo rencorosa.

—Pero, por el amor del cielo, perdonar es una cosa, volver a ese infierno...

—Ah, sí —asintió la marquesa—. ¡Así lo describe ella, mi niña tan sensitiva! Pero mirándolo por el lado material, Mr. Archer, si uno se detiene a considerar las cosas, ¿sabe usted lo que ella está dejando atrás? Aquellas rosas en el sofá, ¡kilómetros de rosas semejantes, bajo vidrio y al descubierto, en sus inigualables jardines colgantes de Niza! Joyas, alhajas históricas, como las esmeraldas Sobieski, martas cibelinas, pero a ella no le interesa nada de eso. Arte y belleza, eso es lo que le interesa, para eso vive, igual que yo; y también arte y belleza la rodeaban. Cuadros, muebles que no tienen precio, música, conversación brillante... ¡ah, eso, querido joven, si me perdona, es algo de lo que ustedes aquí no tienen idea! Y ella allá lo tenía todo; y el homenaje de los personajes más importantes. Me dijo que en Nueva York no la encontraban hermosa, ¡caramba! Nueve veces han pintado su retrato, los más grandes artistas de Europa imploraron el privilegio de hacerlo. ¿Estas cosas no valen nada? ¿Y el remordimiento de un marido que la adora?

Cuando la marquesa Manson se acercaba a su clímax, su rostro asumió una expresión de extática retrospección que habría provocado la hilaridad de Archer si no estuviera aturdido por el asombro. Se hubiera reído a gritos si alguien le hubiera predicho que su primera imagen de la pobre Medora Manson sería disfrazada de mensajera de Satán. Pero ahora no tenía ganas de reír, y la mujer le pareció salir directamente del infierno del que Ellen Olenska acababa de escapar.

—¿Ella no sabe nada todavía... de todo esto? —preguntó abruptamente.

Mrs. Manson se llevó un dedo violáceo a los labios.

—Nada directo, pero tal vez sospecha. ¿Quién puede saberlo? La verdad, Mr. Archer, es que yo estaba esperando hablar con usted. Desde que supe la firme posición que había tomado, y la influencia que tiene sobre ella, pensé que podía ser posible contar con su apoyo... convencerla...

—¿De que debe volver? ¡Prefiero verla muerta! —gritó el joven con violencia.

—Ah —murmuró la marquesa, sin demostrar resentimiento.

Permaneció sentada un rato en su sillón, abriendo y cerrando el absurdo abanico de marfil entre sus dedos cubiertos por mitones. Pero de súbito levantó la cabeza y pareció escuchar algo.

—Ya viene —dijo en un rápido susurro, y luego señalando el ramo de rosas, agregó—: ¿Debo entender, Mr. Archer, que usted prefiere eso? Después de todo, un matrimonio es un matrimonio... y mi sobrina todavía está casada...

18

—¿Qué están complotando ustedes, tía Medora? —exclamó madame Olenska al entrar en la habitación.

Estaba vestida como para un baile. Todo a su alrededor relucía y brillaba suavemente, como si su vestido estuviera hecho con hebras de luz; tenía la cabeza erguida, como una mujer bonita que entra desafiante a un salón lleno de rivales.

—Comentábamos, querida, que aquí te espera una sorpresa muy hermosa —replicó Mrs. Manson, poniéndose de pie y señalando las flores. Madame Olenska se detuvo bruscamente y miró el ramo. Su cara no cambió de color, pero una especie de blanco resplandor de ira la cubrió como un relámpago estival.

—¡Ah! —exclamó, con una voz estridente que el joven no le había escuchado antes—, ¿quién puede ser tan ridículo para enviarme un ramillete? ¿Por qué un ramillete? ¿Y por qué esta noche, entre todas las noches? Yo no voy a un baile; no soy una novia. ¡Pero hay gente tan ridícula!

Se volvió hacia la puerta, la abrió y llamó:

—¡Nastasia!

La omnipresente criada apareció de inmediato, y Archer escuchó a madame Olenska decirle en un italiano que pronunciaba con intencionada lentitud, al parecer para que él pudiera comprenderlo:

—¡Arroja esto al cubo de basura! — y, como Nastasia la mirara con expresión de protesta, agregó—: Pero no, las flores no tienen la culpa. Dile al muchacho que las vaya a dejar a una casa tres puertas más allá, la casa de Mr. Winsett, el caballero moreno que cenó aquí. Su esposa está enferma, le darán alegría. ¿No está el muchacho, dices? Entonces, querida mía, anda tú misma. Toma, ponte mi capa y corre. ¡Quiero eso fuera de mi casa en el acto! ¡Y, por lo que más quieras, no le digas que se las envío yo!

Colocó su capa de terciopelo sobre los hombros de la criada y regresó al salón, dando un portazo. Su pecho se levantaba bajo el encaje, y por un momento Archer pensó que iba a llorar, pero en vez de llorar se echó reír y, mirando a ambos, les preguntó abruptamente:

—Y ustedes, ¿ya se hicieron amigos?

—Que lo diga Mr. Archer, querida; te ha esperado pacientemente mientras te vestías.

—Sí, les di bastante tiempo; mi cabello se puso difícil —dijo madame Olenska, llevando la mano a los numerosos rizos que adornaban su chignon—. Pero eso me recuerda que vi marcharse al Dr. Carver, y tú vas a llegar tarde a casa de las Blenker. Mr. Archer, ¿puede acompañar a mi tía al coche?

Siguió a la marquesa hasta el vestíbulo, ayudó a ponerse una diversidad de chanclos, chales y esclavinas, y le gritó desde el umbral:

—¡No te olvides, el coche debe volver a buscarme a las diez!

Después volvió al salón; al regresar Archer, la encontró de pie junto a la chimenea, mirándose en el espejo. No era corriente en la sociedad neoyorquina llamar a la criada "querida mía" y enviarla con un mensaje envuelta en su propia capa de noche, y Archer, entre sus más profundos sentimientos, saboreó la placentera excitación de estar en un mundo donde la acción sucedía a la emoción a una velocidad olímpica.

Madame Olenska no se movió cuando él se le acercó por detrás, y por un instante sus ojos se encontraron en el espejo; luego ella se volvió, se dejó caer en un rincón del sofá, y suspiró: Tenemos tiempo para fumar un cigarrillo. Él le pasó el paquete y encendió una astilla en el fuego; y cuando la llama iluminó su cara, Ellen lo miró con ojos alegres y le dijo:

—¿Qué piensas de mí cuando me enojo?

Archer guardó silencio un momento; luego respondió con súbita decisión:

—Me hace entender lo que tu tía me dijo de ti.

—Sabía que estaban hablando de mí. ¿Entonces?

—Dijo que estabas acostumbrada a toda clase de cosas, esplendores, diversiones, emociones que no podíamos soñar en ofrecerte aquí.

 

Madame Olenska esbozó una sonrisa en medio del círculo de humo que rodeaba sus labios.

—Medora es incorregiblemente romántica. ¡Así ha compensado tantas cosas!

Archer vaciló una vez más, y nuevamente se arriesgó:

—¿El romanticismo de tu tía es siempre coherente con la realidad?

—¿Quieres saber si dice la verdad? —y luego de pensar un momento agrego—: Bueno, te lo diré: en todo lo que habla hay algo de verdad y hay algo de mentira. Pero, ¿por qué lo preguntas? ¿Qué te contó?

El miró el fuego, y después volvió los ojos a la radiante figura de la condesa. Se le oprimió el corazón al pensar que esa era su última velada con ella junto al fuego, y que de un momento a otro llegaría el coche a llevársela.

—Dijo... afirma que el conde Olenski le pidió que te convenciera para que vuelvas con él.

Madame Olenska no respondió. Quedó inmóvil, sosteniendo el cigarrillo con una mano semi levantada. La expresión de su rostro no había cambiado, y Archer recordó que ya antes había comprobado su aparente incapacidad de asombro.

—¿Lo sabías, entonces? —exclamó el joven.

Ella permaneció largo rato en silencio, tanto que cayó ceniza de su cigarrillo. La sacudió tirándola al suelo.

—Ha insinuado acerca de una carta, la pobrecita. Las insinuaciones de Medora...

—¿Es a petición de tu, marido que ella ha venido tan repentinamente?

Madame Olenska pareció meditar también esta pregunta.

—En eso tampoco se puede saber bien. Me dijo que tuvo una "convocatoria espiritual", quién sabe lo que es eso, del Dr. Carver. Me temo que va a casarse con el Dr. Carver... pobre Medora, siempre quiere casarse con alguien. ¡Pero tal vez la gente de Cuba se cansó de ella! Creo que estaba con ellos como una especie de acompañante a sueldo. En realidad, no sé por qué vino.

—¿Pero crees que tenga una carta de tu marido?

Nuevamente madame Olenska pareció rumiar la respuesta en silencio; finalmente dijo:

—Después de todo, era de esperar.

El joven se levantó y se acercó otra vez a la chimenea. Una repentina inquietud se apoderaba de él, y sentía su lengua trabada ante la certeza de que tenían los minutos contados, y de que en cualquier momento escucharía el rechinar de las ruedas del vehículo que regresaba.

—¿Sabes que tu tía cree que regresarás?

Madame Olenska levantó vivamente la cabeza. Un profundo rubor tiñó su rostro y se extendió por el cuello y los hombros. Se ruborizaba muy rara vez y le molestaba como el dolor de una quemadura.

—De mí se han creído muchas cosas terribles.

—¡Oh, Ellen, perdóname, soy un idiota y un bruto!

Ella sonrió levemente.

—Estás tremendamente nervioso; tú tienes tus propios problemas. Sé que piensas que los Welland no tienen razón en lo de tu matrimonio, y yo estoy de acuerdo contigo. En Europa la gente no entiende nuestros largos noviazgos, supongo que no tienen tanta paciencia como nosotros.

Pronunció la palabra "nosotros" con un leve énfasis que le dio un tinte irónico. Archer sintió la ironía pero no se atrevió devolverla. Después de todo, era posible que ella hubiera desviado a propósito la conversación de sus asuntos personales, y viendo el dolor que le habían causado sus últimas palabras, decidió que lo único que podía hacer era seguir su ejemplo. Pero lo desesperaba la sensación de la fugacidad de ese momento; no podía soportar el pensamiento de que, una vez más, una barrera de palabras caería entre ellos.

—Sí —dijo abruptamente—; fui al sur a pedirle a May que se case conmigo después de Pascua. No existe razón que impida que nos casemos en esa fecha. Y May te adora, y sin embargo no pudiste convencerla. La creía demasiado inteligente para ser esclava de tan absurdas supersticiones. Es demasiado inteligente; no es su esclava.

Madame Olenska lo miró.

—Entonces, no comprendo.

Archer enrojeció y prosiguió apresuradamente.

—Tuvimos una conversación franca, casi la primera. Ella cree que mi impaciencia es un mal signo.

—¡Santo cielo! ¿Un mal signo?

—Cree que significa que no tengo confianza en que la seguiré queriendo. Cree, para resumir, que quiero casarme con ella lo antes posible para escapar de alguien que... me importa más.

Madame Olenska estudió estas palabras con curiosidad.

—Pero si eso es lo que piensa, ¿por qué no tiene ella la misma prisa?

—Porque no es de ese estilo, es mucho más noble. Insiste en el noviazgo largo principalmente para darme tiempo...

—¿Tiempo para dejarla por la otra mujer?

—Si así lo quiero.

Madame Olenska se inclinó hacia el fuego y lo contempló con los ojos fijos. Por la calle en silencio Archer escuchó acercarse el trote de los caballos.

—Es muy noble —dijo ella, con un ligero quiebre en su voz.

—Sí, pero es ridículo.

—¿Ridículo? ¿Porque no quieres a ninguna otra mujer?

—Porque no pienso casarme con nadie más.

—Ah —hubo otro largo intervalo, al cabo del cual lo miró y le preguntó—: Esa otra mujer, ¿te ama?

—No hay otra mujer; es decir, la persona en quien piensa May es... nunca fue...

—¿Entonces, explícame, por qué tienes tanta prisa?

—Llegó tu coche —dijo Archer.

Ella se levantó a medias y miró a su alrededor con mirada ausente. Tomó mecánicamente su abanico y sus guantes que estaban sobre el sofá a su lado.

—Sí; supongo que debo irme.

—¿Vas donde Mrs. Struthers?

—Sí —sonrió y añadió—: Debo ir donde me invitan, o estaría demasiado sola. ¿Por qué no vienes conmigo?

Archer pensó que, a cualquier costo, debía conservarla a su lado, obligarla a darle el resto de su velada. Pasando por alto su pregunta, siguió recostado contra la chimenea, con los ojos fijos en la mano con que ella tomaba sus guantes y abanico, como si quisiera probar que tenía el poder de hacérselos soltar.

—May adivinó la verdad —dijo—. Hay otra mujer, pero no es la que ella cree.

Ellen Olenska no contestó ni se movió. Pasado un momento, él se sentó a su lado y, tomando su mano, la abrió suavemente y los guantes y el abanico cayeron en el sofá entremedio de ellos. Ella se levantó de un salto, y liberándose de él se paró al otro lado de la chimenea.

—¡Ah, no trates de enamorarme! Demasiados hombres lo han hecho —dijo, con el ceño fruncido.

Archer, cambiando de color, se puso también de pie: era el reproche más amargo que podía hacerle.

—Nunca traté de enamorarte —dijo—, y nunca lo haré. Pero eres la mujer con quien me habría casado de no habernos sido imposible a los dos.

—¿Imposible a los dos? —lo miró con genuino asombro—. ¿Y lo dices tú, que eres el que lo ha hecho imposible?

El la contempló, inseguro en una oscuridad a través de la cual una sola flecha de luz abría su cegador camino.

—¿Yo lo hice imposible...?

—Tú, tú, tú —gritó ella, con los labios temblorosos de un niño al borde de las lágrimas—. ¿No fuiste tú quien me hizo desechar el divorcio, desecharlo porque me mostraste lo egoísta y perverso que era, que uno debe sacrificarse para preservar la dignidad del matrimonio... y librar a su familia de la publicidad, del escándalo? Y porque mi familia iba a ser la tuya, por el bien de May y el tuyo, hice lo que me dijiste, lo que me probaste que debía hacer. ¡Ah — agregó echándose repentinamente a reír—, yo no oculté que lo hice por ti!

Se hundió otra vez en el sofá, hecha un ovillo entre los alegres pliegues de su vestido como un disfrazado a quien se le ha caído la máscara; y el joven permaneció junto a la chimenea y continuó observándola sin moverse.

—¡Dios mío! —gimió Archer—. Cuando pensé...

—¿Qué pensaste?

—¡Ah, no me preguntes lo que pensé!

Sin dejar de mirarla, vio la misma llama que subía de su cuello hasta la cara. Ella se sentó muy derecha, mirándolo con severa dignidad.

—Te lo pregunto.

—Está bien, entonces: hay algunas cosas en esa carta que me pediste que leyera...