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100 Clásicos de la Literatura

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Madame Olenska, quitándose la capa, se sentó en una de las sillas. Archer se apoyó en la chimenea y la miró.

—Ahora te ríes, pero cuando me escribiste estabas triste —dijo.

—Sí —repuso ella e hizo una pausa—. Pero no puedo sentirme triste cuando tú estás aquí.

—No me quedaré mucho rato —replicó Archer, apretando los labios con el esfuerzo de decir sólo lo necesario y nada más.

—No, ya lo sé. Pero yo soy imprevisible, vivo el momento cuando soy feliz.

Las palabras se introdujeron en él como una tentación, y para cerrarle los sentidos se apartó de la chimenea y miró hacia afuera, hacia los troncos de los árboles contra la nieve. Pero fue como si ella también cambiara de lugar porque todavía la veía, entre él y los árboles, inclinada sobre el fuego con su sonrisa indolente. El corazón de Archer latía sin que pudiera dominarlo. ¿Y si era de él de quien ella huía, y había esperado para decírselo hasta que estuvieran solos en este cuarto secreto?

—Ellen, si de veras voy a ayudarte, si de veras querías que viniera, cuéntame qué problema tienes, de qué estás huyendo —insistió.

Habló sin cambiar de posición, sin siquiera volverse a mirarla; si las cosas tenían que pasar, preferible que pasaran de esa manera, con todo el ancho de la habitación entre ellos, y mientras él tuviera los ojos fijos en la nieve de afuera. Ella permaneció callada largo rato; y todo ese tiempo Archer la imaginaba, casi la oía, acercándose furtivamente detrás de él para arrojar sus bellos brazos alrededor de su cuello. Mientras esperaba, cuerpo y alma temblando de emoción por el milagro que iba a ocurrir, sus ojos recibieron mecánicamente la imagen de un hombre enfundado en un grueso abrigo con el cuello de piel levantado que avanzaba por el sendero hacia la casa. Era Julius Beaufort.

—¡Ah! —gritó Archer, echándose a reír a carcajadas. Madame Olenska se había levantado de un salto y corrió a su lado, deslizando sus manos en las suyas; pero después de lanzar una mirada por la ventana se puso pálida y retrocedió.

—¿Así que esto era? —dijo Archer en tono burlón.

—No sabía que estaba aquí —murmuró madame Olenska.

Su mano todavía estaba tomada a la de Archer, pero él la soltó, y atravesando el pasillo abrió la puerta de la casita.

—¡Hola, Beaufort, por aquí! Madame Olenska lo estaba esperando —dijo.

Durante su viaje de regreso a Nueva York la mañana siguiente, Archer revivió con tortuosa claridad sus últimos momentos en Skuytercliff. Beaufort, aunque evidentemente molesto por encontrarlo con madame Olenska, manejó la situación con su acostumbrada altanería. Su manera de ignorar a las personas cuya presencia le molestaba les hacía experimentar, si eran sensibles, una sensación de invisibilidad, de no existencia. Archer, mientras atravesaban el parque los tres juntos, estaba consciente de esta extraña sensación de incorporeidad; y, por humillante que fuera para su vanidad, le dio la espectral ventaja de observar sin ser observado. Beaufort había entrado en la casita con su habitual seguridad en sí mismo; pero no pudo borrar con su sonrisa la línea vertical entre sus ojos. Era absolutamente claro que madame Olenska no sabía que vendría, a pesar de que lo que dijo a Archer dejaba abierta la posibilidad; como sea, ella no le dijo dónde iba cuando abandonó Nueva York, y su inexplicable partida lo exasperó. La razón ostensible de su llegada era el descubrimiento, justo la noche antes, de una "casita perfecta" que no estaba en el mercado inmobiliario, que era la casa indicada para ella, pero podrían arrebatársela en un instante si no la tomaba. Hizo toda una comedia de reproches por los problemas que le había causado al escaparse justo cuando acababa de encontrársela.

—Si este nuevo sistema para hablar por un alambre hubiera estado un poco más cercano a la perfección, habría podido decirle todo desde la ciudad, y estaría calentándome los pies ante la chimenea del club en este momento, en vez de vagar detrás de usted por la nieve — refunfuñó, disfrazando una verdadera irritación bajo un pretendido enfado.

Madame Olenska se aprovechó de la oportunidad para cambiar el rumbo de la conversación hacia la fantástica posibilidad que tendrían algún día de poder conversar de calle a calle, o incluso, lo que parecía un sueño increíble, de una ciudad a otra. Esto suscitó en todos ellos unas cuantas alusiones a Edgar Poe y a Jules Verne, y ese tipo de lugares comunes que se le vienen a los labios en forma natural hasta al más inteligente cuando tiene que hablar contra el tiempo, y tratar el asunto de un nuevo invento en que puede parecer ingenuo creer tan pronto; y el tema del teléfono los condujo sanos y salvos a la mansión.

Mrs. van der Luyden no había regresado todavía. Archer se despidió y salió en busca de su trineo, en tanto Beaufort seguía a la condesa al interior de la casa. Era probable que, con lo poco que le agradaba a los Van der Luyden las visitas inesperadas, lo invitaran a cenar y lo devolvieran a la estación para tomar el tren de nueve; podía estar seguro de que no obtendría más que eso, pues era inconcebible para sus anfitriones que un caballero que viajaba sin equipaje pretendiera pasar allí la noche, y consideraban de mal gusto proponérselo a alguien como Beaufort, con quien tenían lazos de muy limitada cordialidad.

Beaufort sabía todo esto, y debió esperárselo, de modo que hacer aquel largo viaje por tan mínima recompensa daba la medida de su impaciencia. Era indudable que perseguía a la condesa Olenska, y Beaufort tenía un solo objetivo cuando perseguía mujeres hermosas. Hacía tiempo que se había cansado de su aburrido hogar sin hijos; y aparte de otros consuelos más permanentes, siempre estaba a la busca de aventuras amorosas con mujeres de su propio círculo social. Aquél era el hombre de quien madame Olenska reconocía huir: el punto era si había escapado porque sus importunidades le desagradaban, o porque no confiaba enteramente en sí misma para resistirse a él; a menos que, en la realidad, todo su cuento de la huida hubiera sido un pretexto, y que su partida no fuera más que una maniobra.

Archer no lo creía así. Por poco que hubiera visto a madame Olenska, empezaba a creer que podía leer en su rostro, y si no en su rostro, en su voz; y ambos habían translucido molestia, incluso consternación, ante la súbita aparición de Beaufort. Pero, después de todo, si así fuera, ¿no era mejor eso a que ella hubiera abandonado Nueva York con el expreso propósito de encontrarse con él? Si era eso, entonces dejaba de ser una mujer digna de interés, pasaba a ser una de las tantas y vulgares hipócritas: una mujer que tenía un amorío con Beaufort quedaba irremediablemente "clasificada". No, era mil veces peor si, juzgando a Beaufort y probablemente despreciándolo, se sentía atraída por él por todo lo que le daba ventaja sobre los demás hombres que la rodeaban: su conocimiento de dos continentes y dos sociedades, su amistad con artistas y actores y gente conocida por todo el mundo, y su despreocupado desprecio por los prejuicios locales.

Beaufort era vulgar, sin educación, orgulloso de su riqueza; pero las circunstancias de su vida, y una cierta natural astucia, lo hacían más atractivo que otros hombres mejores que él moral y socialmente, pero cuyos horizontes limitaban con The Battery y Central Park. ¿Cómo podría alguien proveniente de un mundo más amplio no notar la diferencia y evitar sentirse atraído? Madame Olenska, en un estallido de enojo, le había dicho a Archer que ellos no hablaban el mismo idioma; y el joven sabía que en cierto punto era verdad. Pero Beaufort comprendía cada giro del dialecto de la condesa, y lo hablaba con fluidez: su visión de la vida, su tono, su actitud, eran simplemente un reflejo más grosero de aquellos revelados en la carta del conde Olenski. Esto podría ser su desventaja ante la esposa del conde Olenski; pero Archer era demasiado inteligente para pensar que una mujer joven como Ellen Olenska rechazara necesariamente todo lo que le recordaba el pasado.

Podía creerse en abierta rebelión contra él; pero lo que la había fascinado antes todavía debía fascinarla ahora, aunque fuera contra su voluntad.

De esta manera, con dolorosa imparcialidad, el joven analizó el caso de Beaufort, y el de su víctima. Ansiaba esclarecerle las ideas, y a veces imaginaba que todo lo que ella pedía era que se las esclareciera.

Esa tarde desembaló sus libros de Londres.

La caja estaba llena de cosas que había esperado impacientemente; una nueva obra de Herbert Spencer, otra colección de los brillantes cuentos del prolífico Alphonse Daudet, y una novela llamada Middlemarch, de las cuales los críticos escribieron recientemente cosas muy interesantes. Rechazó tres invitaciones a cenar en favor de este festín; pero aunque hojeó las páginas con el sensual gozo de un amante de los libros, no sabía lo que leía, y dejó caer de las manos un libro detrás del otro. De súbito tropezó entre ellos con un pequeño volumen de versos que había pedido porque le gustó el título: La casa de la vida. Lo abrió, y se encontró inmerso en una atmósfera distinta a cualquiera otra que hubiera respirado en un libro; tan cálida, tan rica, y sin embargo tan inefablemente tierna, que daba una nueva y obsesionante belleza a la más elemental de las pasiones humanas. Durante toda la noche buscó en esas páginas mágicas la visión de una mujer que tenía la cara de Ellen Olenska; pero cuando despertó a la mañana siguiente y miró las casas de piedra al otro lado de la calle, y pensó en su escritorio en la oficina de Mr. Letterblair, y en el banco familiar en la iglesia de la Gracia, el momento vivido en el parque de Skuytercliff se convirtió en algo tan alejado de los límites de la realidad como sus visiones nocturnas.

—¡Válgame Dios, qué pálido estás, Newland! —comentó Janey mirándolo por encima de las tazas de café del desayuno.

 

Y su madre agregó:

—Newland querido, he notado últimamente que tienes bastante tos. Espero que no estarás trabajando demasiado.

Porque ambas mujeres estaban convencidas de que, bajo el frío despotismo de sus superiores, el joven derrochaba su vida en las más agotadoras labores profesionales, y jamás juzgó necesario desengañarlas.

Los siguientes dos o tres días se arrastraron con pesadez. El gusto de lo cotidiano sabía a cenizas en su boca, y hubo momentos en que se sintió enterrado vivo bajo el peso de su futuro. No supo nada de la condesa Olenska, ni de la casita perfecta, y aunque se encontró con Beaufort en el club solamente se hicieron una venia a través de las mesas de whist. Por fin la cuarta noche encontró una carta esperándolo en su casa. "Ven mañana, lo más tarde posible. Tengo que explicarme. Ellen". Eran las únicas palabras que contenía la nota.

El joven, que debía cenar fuera, hundió hasta el fondo del bolsillo la carta, sonriendo ligeramente con el afrancesamiento del "explicarme". Después de la cena fue a ver una obra de teatro; y sólo al regresar a su casa, pasada la medianoche, sacó de su bolsillo la misiva de madame Olenska y la leyó y releyó lentamente numerosas veces. Había varias maneras de contestarla, y examinó cada una de ellas durante la vigilia de una noche agitada. La que escogió, cuando llegó la mañana, fue poner algo de ropa en un maletín y saltar a bordo de un barco que salía esa misma tarde rumbo a St. Augustine.

16

Cuando Archer bajaba por la arenosa calle principal de St. Augustine hacia la casa que se le había indicado como la de Mr. Welland y vio a May Welland bajo un magnolio con el sol iluminando su cabello, se preguntó por qué había tardado tanto en ir.

Aquí estaba la verdad, aquí estaba la realidad, aquí estaba la vida que le pertenecía. ¡Y él, que creía desdeñar las prohibiciones arbitrarias, había temido faltar a su oficina porque la gente podría pensar que robaba unos días de vacaciones!

—¡Newland! ¿Pasa algo? —fue lo primero que dijo May.

Archer pensó que habría sido más femenino que ella hubiera leído inmediatamente en sus ojos por qué había venido.

—Sí, pasa que tenía que verte —respondió.

Los sonrojos de felicidad que aparecieron en el rostro de May borraron la frialdad de la sorpresa, y Archer comprendió con qué facilidad se le perdonaba, y lo rápido que hasta la tibia reprobación de Mr. Letterblair sería olvidada con una sonrisa por una familia tolerante. Por lo temprano de la hora, la calle principal no era el sitio apropiado para saludos que excedieran la formalidad, y Archer ansiaba estar solo con May y dejar fluir toda su ternura y su impaciencia. Todavía faltaba una hora para el tardío desayuno de los Welland, y en vez de invitarlo a su casa, May le propuso que caminaran hasta un viejo naranjal situado a la salida del pueblo. Acababa de dar un paseo en bote por el río y el sol que cubría con una malla de oro las pequeñas olas parecía tenerla envuelta en sus redes. El viento esparcía su cabello brillante como un alambre de plata sobre sus mejillas bronceadas, y también sus ojos parecían más luminosos, casi descoloridos en su limpieza juvenil. Caminando al lado de Archer con su paso cimbreante, su semblante mostraba la inexpresiva serenidad de una joven atleta de mármol.

Para los tensos nervios de Archer esta imagen era tan sedante como el cielo azul y las lentas aguas del río. Se sentaron en un banco bajo los naranjos y él la rodeó con sus brazos y la besó. Era como beber de una vertiente a la que daba el sol; pero al parecer su abrazo fue más vehemente de lo que pensó, porque May se ruborizó y se echó hacia atrás como si la hubiera asustado.

—¿Qué pasa? —preguntó Archer, sonriendo.

—Nada —repuso ella, mirándolo sorprendida.

Ambos se sintieron algo turbados, y la mano de May se desligó de la de Archer. Era la primera vez que la besaba en los labios fuera de su beso furtivo en el invernadero de Beaufort, y se dio cuenta de que ella estaba inquieta, que había perdido su fría compostura juvenil.

—Cuéntame lo que haces todo el día —dijo él, cruzando los brazos y descansando en ellos la cabeza y echándose el sombrero hacia adelante para protegerse del resplandor del sol. Hacerla hablar de cosas familiares y sencillas le pareció el mejor método para seguir el independiente hilo de sus propios pensamientos; y se instaló a escuchar su trivial crónica de baños en el río, paseos en bote y a caballo, intercalando algunos bailes en la antigua hostería cuando arribaba algún barco de guerra. Había un grupo de gente de Filadelfia y Baltimore, todos muy agradables, alojados en la hostería, y los Selfridge Merry habían venido a pasar tres semanas porque Kate había tenido bronquitis.

Estaban planeando hacer una cancha de tenis en la arena, pero sólo Kate y May tenían raquetas, y la mayoría de los demás jamás había oído hablar de ese juego.

Todas estas actividades la mantenían muy ocupada y no había tenido tiempo más que de mirar el pequeño libro en papel vitela que le enviara Archer la semana anterior (Sonetos portugueses); pero ya se sabía de memoria Cómo llevaron la Buena Nueva de Ghent a Aix, porque fue una de las primeras cosas que él le leyó; y le dijo con deleite que Kate Merry nunca había oído nombrar a un poeta llamado Robert Browning.

De súbito se levantó de un salto del banco, diciendo que llegarían tarde al desayuno; y se apresuraron a regresar a la desvencijada casa con su porche despintado y su cerca de plumbago sin podar y geranios rosados donde los Welland se habían instalado a pasar el invierno. La sensibilidad hogareña de Mr. Welland lo hacía aborrecer las incomodidades del desaseado hotel sureño, por lo que Mrs. Welland se veía obligada, año tras año, a improvisar, con enormes gastos y venciendo dificultades casi insuperables, una servidumbre compuesta en parte por descontentos criados neoyorquinos y en parte por personal negro de la localidad.

—El médico quiere que mi marido esté como en su casa; de otra manera se sentiría tan desdichado que el clima no le haría ningún bien —explicaba todos los inviernos a los compadecidos amigos de Filadelfia y Baltimore.

Y en ese momento Mr. Welland, rebosando alegría ante la mesa de desayuno milagrosamente atestada de las más variadas exquisiteces, decía a Archer:

—Ya ves, querido muchacho, aquí estamos acampando, literalmente acampando. Siempre les digo a mi mujer y a May que así quiero enseñarles a vivir sin tantas comodidades.

La inesperada llegada del joven sorprendió tanto a May como a sus padres; pero él pretextó que se sentía al borde de un molesto resfrío, lo que Mr. Welland consideró una razón suficiente para abandonar cualquier clase de deber.

—Tiene que tener gran cuidado, especialmente al comenzar la primavera —dijo, llenando su plato de pasteles de hojuela de un color pajizo y bañándolos en un jarabe dorado—. Si yo hubiera sido tan prudente a tu edad, May estaría ahora bailando en las fiestas en lugar de pasar sus inviernos en este desierto con un viejo inválido.

—¡Oh, tú sabes que me encanta estar aquí, papá! Y si Newland se pudiera quedar con nosotros, preferiría mil veces estar aquí que en Nueva York.

—Newland debe quedarse hasta que se mejore bien de su resfrío —dijo Mrs. Welland, complaciente.

Y el joven se echó a reír y dijo que recordaba tener algo así como una profesión. Pero logró, después de un intercambio de telegramas con su oficina, que su resfrío durara al menos una semana; y la situación tuvo su ángulo irónico cuando supo que la indulgencia de Mr. Letterblair se debió en gran medida a la brillante manera en que su joven colega llevó el problemático caso del divorcio de los Olenski. Mr. Letterblair hizo saber a Mrs. Welland que Mr. Archer había "prestado un valioso servicio" a toda la familia, que la anciana Mrs. Manson Mingott estaba especialmente contenta. Y un día en que May había salido a pasear con su padre en el único vehículo en plaza, Mrs. Welland aprovechó la ocasión para tocar un tema que siempre eludía en presencia de su hija.

—Me temo que las ideas de Ellen son distintas a las nuestras. Apenas tenía dieciocho años cuando Medora Manson se la llevó de regreso a Europa... ¿Recuerdas el revuelo cuando apareció vestida de negro en su baile de presentación en sociedad? Otro capricho de Medora... ¡y esta vez resultó casi profético! Hace unos doce años de eso, y desde entonces Ellen no vivió nunca en Norteamérica, así que no hay que extrañarse de que esté totalmente europeizada.

—Pero la sociedad europea no es muy proclive al divorcio; la condesa Olenska pensó que actuaba conforme a las ideas norteamericanas al pedir su libertad.

Era la primera vez que el joven pronunciaba su nombre desde que salió de Skuytercliff, y sintió que el rubor subía por sus mejillas.

—Esa es una de las cosas extraordinarias que los extranjeros inventan acerca de nosotros —respondió Mrs. Welland con una sonrisa compasiva—. ¡Creen que comemos a las dos de la tarde y aprobamos el divorcio! Por eso me parece tan tonto festejarlos cuando vienen a Nueva York. Aceptan nuestra hospitalidad y luego se vuelven a casa y repiten las mismas estupideces.

Archer no hizo ningún comentario, y Mrs. Welland continuó:

—Pero apreciamos enormemente que hayas persuadido a Ellen de que olvidara esa idea. Su abuela y su tío Lovell no pudieron conseguirlo; ambos han escrito diciendo que su cambio de decisión se debe enteramente a tu influencia; de hecho, ella misma se lo dijo a su abuela. Te tiene una admiración sin límites. Pobre Ellen, desde niña siempre fue tan voluntariosa. ¿Cuál irá a ser su destino?

"El que todos contribuyamos a forjarle" — hubiera querido responder—. "Si ustedes quieren que sea la amante de Beaufort en vez de casarse con cualquier tipo decente, no hay duda que han tomado el mejor camino." Se preguntaba qué diría Mrs. Welland si hubiera dicho esas palabras en lugar de conformarse con pensarlas. Podía imaginar el súbito cambio en sus serenas facciones, a las que su habitual control ante las pequeñeces otorgaba un aire de artificial autoridad. Todavía tenía su rostro huellas de una fresca belleza semejante a la de su hija, y Archer se preguntó si la cara de May estaba condenada a engordar y convertirse en la misma imagen madura de una invencible inocencia.

¡Ah, no, no quería que May tuviera aquella clase de inocencia, la inocencia que vende la mente contra la imaginación y el corazón contra la experiencia!

—Realmente creo —continuó Mrs. Welland—, que si este horrible asunto hubiera salido en los periódicos, habría sido un golpe mortal para mi esposo. No conozco ningún detalle; lo único que pido es no saber nada, como se lo dije a la pobre Ellen cuando trató de hablar conmigo al respecto. Teniendo que cuidar a un inválido, debo mantener mi mente brillante y alegre. Pero Mr. Welland estuvo sumamente afectado; tuvo un poco de temperatura todas esas mañanas mientras esperábamos saber su decisión. Era el horror de que su hija supiera que tales cosas pueden ocurrir, pero, claro, tú también sentiste lo mismo, querido Newland. Todos sabíamos que estabas pensando en May.

—Siempre estoy pensando en May —replicó el joven, levantándose para cortar la conversación.

Pretendió aprovechar la oportunidad de esta conversación privada con Mrs. Welland para insistirle en que adelantaran la fecha del matrimonio. Pero no encontraba argumentos que pudieran convencerla, y con gran sensación de alivio vio a Mr. Welland y a May que llegaban ante la puerta. Su única esperanza era tratar de convencer a May, y para lograrlo el día antes de su partida salió a caminar con ella por los ruinosos jardines de la misión española. El entorno mismo los llevó a hacer alusiones al panorama europeo, y May, que se veía preciosa bajo un sombrero de ala ancha que le daba una sombra de misterio a sus ojos claros, vibró de impaciencia por conocerlas cuando él habló de Granada y de la Alhambra.

—Podríamos verlas esta primavera, incluso pasar Semana Santa en Sevilla —insistió él, exagerando sus peticiones con la ilusión de una mayor concesión.

—¿Semana Santa en Sevilla? ¡Y la próxima semana empieza la Cuaresma! —exclamó May riendo.

—¿Y por qué no nos podemos casar en Cuaresma? —replicó Archer, pero la vio tan escandalizada que comprendió su error.

—Era una broma, mi amor; pero en cuanto pase Semana Santa, para que podamos embarcarnos a fines de abril. Sé que no tendré problemas en la oficina.

 

Ella sonrió como si soñara con la posibilidad, pero él se dio cuenta de que le bastaba con soñar. Era como escucharlo leer en voz alta en sus libros de poesía cosas hermosas que jamás podrían suceder en la vida real.

—¡Oh, por favor, sigue, Newland! Me encantan tus descripciones.

—¿Pero por qué quedarnos en descripciones? ¿Por qué no las hacemos realidad?

—Las haremos, querido, por supuesto, el próximo año —su voz era lenta.

—¿No quieres que sean reales más pronto? ¿No puedo persuadirte para que huyamos ahora mismo?

Ella inclinó la cabeza, escondiéndose de sus miradas bajo la complicidad del ala de su sombrero.

—¿Por qué seguir soñando un año más? ¡Mírame, mi amor! ¿No entiendes lo mucho que deseo hacerte mi esposa?

Ella se quedó inmóvil por un momento; después le clavó unos ojos de tan desesperada claridad que Archer aflojó el brazo que ceñía su cintura. Pero repentinamente su mirada cambió y se volvió profundamente inescrutable.

—No estoy segura de entender bien —dijo—. ¿Es porque no estás seguro de que seguirás queriéndome?

Archer saltó de su asiento.

—Dios mío... quizás... no sé —exclamó furioso.

May Welland también se puso de pie; cuando se miraron, ella parecía haber crecido en estatura y dignidad femenina. Ambos permanecieron un momento en silencio, como turbados por la inesperada dirección que tomaban sus palabras; luego ella dijo en voz baja:

—¿Hay alguien entre tú y yo?

—¿Alguien entre tú y yo? —repitió Archer lentamente, como si no entendiera bien y quisiera tiempo para repetirse la pregunta a sí mismo.

Ella pareció notar la inseguridad de su voz, pues prosiguió bajando más el tono:

—Hablemos francamente, Newland. A veces siento algo distinto en ti, especialmente desde que anunciamos nuestro compromiso.

—¡Querida, qué locura! —exclamó, ya recuperado.

Ella escuchó su protesta sonriendo.

—Si es así, no te hará daño que lo discutamos —hizo una pausa y agregó, levantando la cabeza con su acostumbrada distinción—: Y aunque sea verdad, ¿por qué no podríamos hablarlo? Es tan fácil que hayas cometido un error.

El bajó la cabeza, fijando la vista en el negro dibujo que formaban las hojas sobre el soleado sendero que tenían bajo sus pies.

—Siempre es fácil equivocarse; pero si hubiera cometido un error como el que sugieres, ¿es lógico que te esté implorando que adelantemos nuestro matrimonio?

Ella también miró hacia abajo, desarmando el dibujo con la punta de su sombrilla mientras luchaba por encontrar las palabras adecuadas.

—Sí —dijo finalmente—. Tal vez quieras, de una vez por todas, resolver el problema: es una manera.

Le sorprendió la serena lucidez de May, pero no se engañó pensando que fuera insensible. Vio bajo el ala de su sombrero la palidez de su perfil, y un tenue temblor de la ventanilla de la nariz sobre sus labios curvados en una mueca de firmeza.

—¿Y bien? —preguntó Archer sentándose en el banco y mirándola con el ceño fruncido que trató de que pareciera alegre.

Ella se dejó caer en su asiento y continuó:

—No pienses que una muchacha sabe tan poco como creen sus padres. Uno escucha y se da cuenta, uno tiene sus sentimientos y sus ideas. Y te aseguro que mucho antes de que me dijeras que me querías yo sabía que había otra que te interesaba; todo el mundo hablaba de eso dos años atrás en Newport. Y una vez los vi sentados juntos en la galería durante un baile, y cuando ella volvió a la casa su cara estaba triste, y sentí pena por ella; lo recordé más tarde, cuando nos comprometimos.

Su voz era casi un susurro y, sentada en el banco, abría y cerraba las manos alrededor del mango de su sombrilla. El joven puso su mano sobre las suyas con tierna presión; su corazón se ensanchó con indecible alivio.

—Mi niña querida... ¿era eso? ¡Si supieras la verdad!

Ella levantó la cabeza rápidamente.

—¿Entonces hay una verdad que yo no conozco?

Archer no quitó sus manos.

—Quiero decir, la verdad acerca de esa vieja historia que mencionaste.

—Pero si es eso lo que quiero saber, Newland... lo que tengo que saber. No puedo fundar mi felicidad en un daño, una injusticia, a otra persona. Y quisiera creer que piensas lo mismo que yo. ¿Qué clase de vida podríamos construir sobre tales bases?

Su rostro había tomado una expresión de valor tan trágico que él hubiera querido inclinarse ante ella hasta el suelo.

—Había querido decírtelo hace tiempo — prosiguió la joven—. Quería decirte que, cuando dos personas se aman realmente, yo comprendo que pueden haber situaciones que permitirían que ellos actuaran... actuaran en contra de la opinión pública. Y si de algún modo te sientes comprometido... comprometido con la persona de que hablamos, y si hay alguna manera... alguna manera en que puedas cumplir tu compromiso... aunque ella deba pedir el divorcio... Newland, ¡no la abandones por mí!

La sorpresa que le produjo descubrir que sus temores se referían a un episodio tan remoto y completamente pasado como fue su romance con Mrs. Thorley Rushworth cedió paso a la admiración que le causó la generosidad de su criterio. Había algo sobrehumano en una actitud tan valientemente poco ortodoxa, y si otros problemas no lo hubieran presionado, se habría perdido en esa maravilla del prodigio de la hija de los Welland insistiéndole que se casara con su anterior amante. Pero todavía estaba mareado con el atisbo del precipicio que habían bordeado, y se sentía lleno de asombro ante el misterio de la juventud. No fue capaz de hablar por un rato; luego dijo:

—No existe compromiso, ni ninguna obligación, de la clase que tú imaginas. Esos casos no siempre se presentan de manera tan simple. Pero no importa, adoro tu generosidad, porque siento lo mismo que tú respecto de estas cosas. Pienso que cada caso debe juzgarse individualmente, de acuerdo con sus propios méritos... sin tomar en cuenta las estúpidas conveniencias... quiero decir, el derecho de cada mujer a su libertad...

Se detuvo, asustado del giro que habían tomado sus pensamientos, y continuó, sonriendo al mirarla:

—Ya que entiendes tantas cosas, querida mía, ¿por qué no vas un poquito más lejos y entiendes la inutilidad de que nos sometamos a otra forma de los mismos estúpidos convencionalismos? Si no hay nadie ni nada entre nosotros, ¿no es un buen motivo para casamos rápidamente, en vez de atrasar tanto nuestro matrimonio?

Ella se sonrojó de dicha y levantó la cara; cuando él se inclinó hacia ella vio sus ojos llenos de lágrimas de felicidad. Pero en un instante May parecía haber descendido de su estatura de mujer para retomar su desamparada y timorata juventud; y él comprendió que tenía valor e iniciativa para defender a otros, y que no tenía nada para defenderse a sí misma. Era evidente que el esfuerzo de hablar había sido mayor de lo que su estudiada compostura traicionaba, y que a la primera palabra tranquilizadora de su novio volvió a ser la de siempre, como cuando un niño que se ha aventurado lejos busca refugio en los brazos de su madre. Archer no tuvo corazón para seguir discutiendo con ella; estaba demasiado desilusionado al ver desvanecerse al nuevo ser que le clavara aquella profunda mirada con sus ojos transparentes. May pareció notar su desilusión, pero no supo cómo mitigarla. Y regresaron caminando en silencio.

17

Tu prima la condesa vino a visitar a mamá cuando estabas fuera —anunció Janey Archer a su hermano la tarde de su regreso. El joven, que estaba comiendo solo con su madre y hermana, miró sorprendido y vio que Mrs. Archer tenía la vista fija en su plato. Mrs. Archer no consideraba su reclusión del mundo como una razón para que la olvidaran, y Newland adivinó que le había molestado un poco su sorpresa por la visita de madame Olenska.