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100 Clásicos de la Literatura

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Fue extremadamente doloroso para Archer tener que dejar este hecho bien en claro para Ellen, así como ser testigo de su resignada aceptación. Se sentía atraído hacia ella por oscuros sentimientos de celos y compasión, como si el error confesado sin palabras la hubiera puesto a su merced, humillándola y sin embargo haciéndosela más querida. Se alegraba de que le hubiera revelado su secreto a él y no ante el frío escrutinio de Mr. Letterblair, ni ante la mirada avergonzada de su familia. Se impuso a sí mismo el deber inmediato de asegurar a ambos que Ellen abandonaba la idea del divorcio, basando su decisión en el hecho de que había entendido la inutilidad de tal procedimiento; y todos, con infinito alivio, volvieron la espalda a "aquello tan desagradable" que la condesa acababa de evitarles.

—Estaba seguro de que Newland sabría manejarlo —dijo Mrs. Welland, orgullosa de su futuro yerno.

Y la anciana Mrs. Mingott, que lo había convocado para una entrevista confidencial, lo felicitó por su habilidad, y agregó con impaciencia:

—¡Grandísima tonta! Yo misma le dije que era un disparate. ¡Pretendía figurar como Ellen Mingott y como solterona, cuando tiene la suerte de ser una mujer casada y además condesa!

Estos comentarios recordaron a Archer con tal fuerza su última conversación con madame Olenska, que cuando cayó la cortina en la despedida de los dos actores, sus ojos se llenaron de lágrimas, y se levantó para abandonar el teatro.

Al hacerlo, se volvió hacia el lado opuesto de la sala, y vio a la dama en quien pensaba sentada en un palco con los Beaufort, Lawrence Lefferts, y un par de caballeros más. No había vuelto a hablar con ella desde aquella noche que estuvieron juntos, y había evitado que lo vieran en su compañía; pero ahora sus ojos se encontraron y como también lo reconocía Mrs. Beaufort y le hacía un lánguido gesto para que se acercara, le fue imposible no entrar en el palco. Beaufort y Lefferts le dejaron su asiento y, después de unas pocas palabras con Mrs. Beaufort, que siempre prefería ser hermosa y no hablar, Archer se sentó detrás de madame Olenska. No había nadie más que Mr. Sillerton Jackson en el palco, que le contaba a Mrs. Beaufort en tono confidencial acerca de la recepción ofrecida el último domingo por Mrs. Lemuel Struthers (de la cual algunas personas informaron que hubo baile). Al abrigo de esta narrativa circunstancial, que Mrs. Beaufort escuchaba con su sonrisa perfecta y su cabeza en el ángulo preciso para que la vieran de perfil desde la platea, madame Olenska se volvió y habló en voz baja.

—¿No crees —le preguntó, con una mirada hacia el escenario—, que él le mandará a ella un ramo de rosas amarillas mañana muy temprano?

Archer enrojeció, y su sorprendido corazón dio un vuelco. Había visitado sólo dos veces a madame Olenska, y cada vez le había enviado una caja con rosas amarillas, y siempre sin una nota. Nunca antes había hecho alusión a las flores, y él suponía que jamás pensó que era él quien las enviaba. Este súbito reconocimiento del obsequio, y su asociación con la tierna despedida sobre el escenario, lo llenó de emocionado placer.

—Yo también pensaba en eso; me marchaba del teatro para llevarme esa imagen conmigo —dijo.

Se asombró de ver que su rostro se teñía de rubor, y que se acentuaba sin poderlo remediar. Ella miró los gemelos de madreperla que sostenía en sus suaves manos enguantadas y, después de una pausa, dijo:

—¿Qué haces cuando no está May?

—Me dedico a mi trabajo —respondió Archer, un tanto molesto por la pregunta.

Respetando una costumbre establecida hacía mucho tiempo, los Welland habían partido la semana anterior a St. Augustine, donde, por la supuesta susceptibilidad de los bronquios de Mr. Welland, se instalaban a pasar el final del invierno. Mr. Welland era un hombre bondadoso y callado, que no tenía grandes opiniones pero sí muchos hábitos, en los que nadie podía interferir; y uno de ellos era exigir que su esposa y su hija lo acompañaran en su viaje anual al sur. Era imprescindible para su paz mental conservar una absoluta dependencia doméstica, pues no sabía nunca dónde estaban sus cepillos, o cómo comprar estampillas para sus cartas si no estaba allí Mrs. Welland para decírselo.

Archer no tenía posibilidad de discutir la necesidad de que May acompañara a su padre. La reputación del médico de la familia Mingott se basaba especialmente en un ataque de neumonía que Mr. Welland jamás sufrió; por lo tanto, su insistencia en St. Augustine era inflexible. En un comienzo se decidió que el compromiso de May no se anunciara hasta que regresara de Florida, y el hecho de que se hubiera adelantado no podía por ningún motivo alterar los planes de Mr. Welland. A Archer le hubiera gustado acompañar a los viajeros y gozar de unas pocas semanas de sol y paseos en barco con su novia; pero estaba demasiado atado a las costumbres y convenciones. Por livianos que fueran sus deberes profesionales, el clan Mingott en masa lo habría culpado de frivolidad si hubiera sugerido tomar vacaciones a mitad de invierno. Tuvo que aceptar la partida de May con la resignación que ya imaginaba sería uno de los principales componentes de su vida de casado.

Estaba consciente de que madame Olenska lo miraba por debajo de sus párpados.

—Hice lo que deseabas, lo que me aconsejaste —dijo ella abruptamente.

—Ah, me alegro —respondió Archer, avergonzado de que ella tocara el tema en un momento como ese.

—Comprendo que tienes razón —prosiguió ella, jadeando un poco—; pero a veces la vida es tan complicada... tan poco clara...

—Lo sé.

—Y quería decirte que me doy cuenta de que tenías razón, y que te lo agradezco — terminó, llevando los gemelos rápidamente a sus ojos al instante en que se abría la puerta del palco y se escuchaba detrás de ellos la resonante voz de Beaufort.

Archer se levantó de su asiento, salió del palco y abandonó el teatro.

El día antes solamente había recibido una carta de May Welland en la que, con su característico candor, le pedía que fuera "amable con la prima Ellen" en su ausencia. "Le agradas y te admira mucho, y tú sabes que, aunque no lo demuestre, todavía está muy sola. No creo que la abuela la entienda, ni el tío Lovell Mingott; ellos la creen mucho más mundana y aficionada a la vida social de lo que realmente es. Y yo entiendo que Nueva York debe parecerle sumamente aburrida, a pesar de que la familia no lo admita. Creo que está acostumbrada a muchas cosas que nosotros no tenemos: linda música, y espectáculos, y celebridades, artistas y autores y toda esa gente inteligente que tú admiras. La abuela no entiende que ella quiera otras cosas que no sean fiestas y vestidos, pero estoy segura de que tú eres la única persona en Nueva York que puede hablarle de lo que realmente le interesa."

¡Qué sabia era su May, cuánto la amó por esa carta! Pero no tenía la menor intención de involucrarse en el asunto. Para comenzar, estaba demasiado ocupado y, además, por estar comprometido, no le interesaba representar con demasiado entusiasmo el papel de defensor de madame Olenska. Le parecía que ella sabía cuidarse sola mucho mejor de lo que la ingenua May imaginaba. Tenía a Beaufort a sus pies, a Mr. van der Luyden rondándola como una deidad protectora, y numerosos candidatos (entre ellos Lawrence Lefferts) esperando su oportunidad a media distancia. Y no obstante, cada vez que la veía o conversaba con ella sentía que, después de todo, la ingenuidad de May era casi un don de adivinación. Ellen Olenska estaba sola y no era feliz.

14

Al salir al pasillo Archer se encontró con su amigo Ned Winsett, el único entre los que Janey llamaba "su gente inteligente" con quien le interesaba conversar temas de mayor profundidad que las típicas chanzas en el club y en los restaurantes.

Lo había divisado, al otro lado de la sala, con su espalda encorvada y su traje raído, y vio que en un momento sus ojos se volvieron en dirección al palco de los Beaufort. Ambos jóvenes se estrecharon la mano, y Winsett propuso ir a beber una cerveza a un pequeño restaurant alemán a la vuelta de la esquina. Como Archer no estaba de humor para la clase de conversación que seguramente sostendrían allí, declinó la invitación pretextando que tenía trabajo que hacer en casa.

—Bueno, yo también debo trabajar; entonces jugaré a ser un aprendiz laborioso como tú.

Siguieron caminando juntos, y de pronto Winsett dijo:

—Mira, lo que me interesa es el nombre de la señora morena que estaba en tu elegante palco, me pareció que con los Beaufort. Esa que tiene tan enamorado a tu amigo Lefferts.

Archer, sin saber por qué, se sintió un poco molesto. ¿Para qué demonios quería Winsett saber el nombre de Ellen Olenska? Y encima de todo, ¿por qué la emparejaba con Lefferts? No era propio de Winsett manifestar esa clase de curiosidad; pero, no había que olvidar que era periodista.

—Espero que no será para entrevistarla— dijo riendo.

—Bueno, no para la prensa, sino para mí — replicó Winsett —. Lo que pasa es que es vecina mía, ¡curioso barrio para que tal belleza viva en él!, y ha sido tremendamente cariñosa con mi hijo, que se cayó dentro de su sitio persiguiendo a su gatito y se hizo una herida fea. Ella corrió a mi casa, sin sombrero, llevando al niño en brazos y con su rodilla perfectamente vendada. Se mostró tan compasiva y era tan hermosa que mi esposa se deslumbró y no atinó a preguntarle su nombre.

Un calor agradable dilató el corazón de Archer. No había nada de extraordinario en la historia; cualquier mujer habría hecho lo mismo por el hijo del vecino. Pero le pareció que era tan propio de Ellen eso de correr con la cabeza descubierta, llevando al niño en sus brazos, y era natural que la pobre Mrs. Winsett se deslumbrara y hubiera olvidado preguntarle quién era.

 

—Es la condesa Olenska, nieta de la anciana Mrs. Mingott.

—¡Pfuu, una condesa! —silbó Ned Winsett—. Bueno, no sabía que las condesas eran tan buenas vecinas. Porque los Mingott no son nada de amables.

—Serían amables, si los dejas.

—Ah, bueno.

Era su vieja e interminable discusión sobre la obstinada resistencia de los "inteligentes" a frecuentar a los elegantes, y ambos sabían que era inútil prolongarla.

—Quisiera saber —prorrumpió Winsett, por qué a una condesa se le ocurre vivir en nuestros tugurios.

—Porque a ella no le importa ni un comino donde vive, ni ninguno de nuestros pequeños hitos sociales —dijo Archer, con un secreto orgullo por el cuadro que pintaba de ella.

—Hmmm, habrá estado en lugares más grandes, supongo —comentó el otro—. Bueno, esta es mi esquina.

Echó a andar por Broadway, con los hombros caídos y arrastrando los pies, y Archer se quedó parado mirándolo y reflexionando en sus últimas palabras.

Ned Winsett tenía esos relumbrones de sagacidad; eran lo más interesante de su personalidad, y siempre obligaban a Archer a preguntarse cómo le permitieron aceptar el fracaso con tanta impasibilidad a una edad en que la mayoría de los hombres todavía se esforzaba por triunfar.

Archer sabía que Winsett tenía esposa y un hijo, pero no los conocía. Se encontraban siempre en el Century, o en alguna guarida de periodistas y gente de teatro, como el restaurant donde Winsett le había propuesto ir a beber una cerveza. Le había dado a entender que su esposa era inválida, lo que podía ser verdad, o podía simplemente significar que carecía de los dones sociales o de vestidos de noche, o de ambos. El propio Winsett sentía un odio salvaje por las prácticas sociales. Archer, que se cambiaba traje para la noche porque pensaba que era más limpio y cómodo, y que nunca se detuvo a pensar que la limpieza y la comodidad eran dos de los más costosos gastos en un presupuesto modesto, consideraba la actitud de Winsett como parte de esa aburrida pose bohemia que hacía que la gente de sociedad, que cambia de ropa sin siquiera mencionarlo y que no habla todo el tiempo de la cantidad de criados que tiene, parezca mucho más sencilla y menos tímida que los demás.

Como sea, Winsett siempre lo estimulaba, y dondequiera que divisara el magro rostro barbudo y los ojos melancólicos del periodista, lo hacía salir de su rincón y se lo llevaba a otra parte para conversar con él durante largas horas.

Winsett no era periodista por su gusto. Era realmente un hombre de letras, nacido a destiempo en un mundo que no tenía necesidad de literatura; pero después de publicar un volumen con breves y exquisitas apreciaciones literarias, del que se vendieron ciento veinte ejemplares, se regalaron treinta, y el resto fue seguramente destruido por los editores (de acuerdo con el contrato) para dejar espacio a material más comercial, abandonó su verdadera vocación y aceptó un empleo como subeditor en un semanario femenino, donde los guisos de moda y los moldes de papel alternaban con historias sentimentales de Nueva Inglaterra y avisos de bebidas sin alcohol.

Su aporte al Hearthfires (que era el nombre del periódico) era inagotablemente entretenido. Pero bajo sus bromas acechaba la estéril amargura de un hombre, todavía joven, que luchó y se había dado por vencido. Su conversación le daba siempre a Archer la dimensión de su propia vida y lo hacía sentir lo poco que contenía; pero el contenido de Winsett era, después de todo, mucho menos, y a pesar de que el fondo común de sus intereses intelectuales y sus curiosidades hacía que sus largas charlas fueran alegres y les levantaran el ánimo, el intercambio de opiniones habitualmente permanecía dentro de los límites de una meditación de aficionados.

—Lo que pasa es que la vida no ha sido justa con ninguno de los dos —dijo en una ocasión Winsett—. Yo estoy sin un centavo, y no lo puedo remediar. Tengo un único producto que ofrecer, y aquí no hay mercado para él, y nunca lo habrá. Pero tú eres libre y eres rico. ¿Por qué no das la pelea? Hay un solo camino para lograr éxito: la política.

Archer echó atrás la cabeza y se rio. Al instante se hizo notoria la infranqueable diferencia entre hombres como Winsett y los de la clase de Archer. En los círculos políticos todo el mundo sabía que, en Estados Unidos, "un caballero no puede meterse en política". Pero como no podía explicárselo a Winsett en esos términos, le dio una respuesta evasiva.

—¡Mira la carrera de los hombres honrados en la política norteamericana! No nos quieren allí, Winsett.

—¿Quiénes son ellos? ¿Por qué no se unen todos ustedes y pasan a ser "ellos"?

La risa de Archer se convirtió en una sonrisa de condescendencia. Era inútil prolongar la discusión; todos conocían el triste destino de los pocos caballeros que arriesgaron su buen nombre en la política estatal o municipal de Nueva York. Había pasado la época en que era posible hacer tales cosas; en el país el poder era para los dirigentes y los emigrantes, la gente decente debía conformarse con los deportes o la cultura.

—¡Cultura! ¡Sí, si la tuviéramos! Pero no hay más que unos pequeños parches locales, muriéndose a nuestro alrededor por falta de... bueno, de cultivo y fecundación cruzada; son los restos que quedan de la antigua tradición europea que trajeron tus antepasados. Pero ustedes son una penosa minoría; no tienen centro, ni competencia, ni audiencia. Son como los cuadros colgados en las paredes de una casa vacía: El retrato de un caballero. Nunca llegarán a ser algo que valga la pena, ninguno de ustedes, hasta que se arremanguen las mangas y se metan en la mugre. Eso, o emigrar... ¡Dios mío! ¡Si yo pudiera emigrar!

Mentalmente Archer se encogió de hombros y retomó la conversación sobre libros, donde Winsett, aunque no supiera mucho, era siempre interesante. ¡Emigrar! ¡Como si un caballero pudiera abandonar su patria! No podía emigrar ni tampoco arremangarse las mangas y revolcarse en el estiércol. Un caballero sencillamente se quedaba en su casa y se abstenía. Pero no se podía pretender que un hombre como Winsett lo comprendiera. Y era por eso que esa Nueva York de clubes literarios y restaurantes exóticos, aunque a la primera mirada pareciera un caleidoscopio, en el fondo era nada más que una caja más pequeña y con dibujos más monótonos que la congregación de átomos de la Quinta Avenida.

A la mañana siguiente, Archer aplanó las calles de la ciudad buscando en vano otro ramo de rosas amarillas. Por este motivo llegó tarde a la oficina, comprobando que su tardanza no le importaba un ardite a nadie, y lo invadió una súbita exasperación contra la complicada futilidad de su vida. ¿Por qué no podía estar en ese momento tendido en la arena en St. Augustine con May Welland? No engañó a nadie con su fingida actividad profesional. En las anticuadas oficinas legales como la que presidía Mr. Letterblair, y que se dedicaban principalmente a la administración de grandes complejos de bienes raíces con inversiones "conservadoras", siempre había dos o tres jóvenes adinerados y sin ambiciones profesionales que, durante algunas horas al día se sentaban en sus escritorios y cumplían tareas triviales, o simplemente leían los periódicos. Aunque se estimaba correcto que tuvieran un empleo, el crudo hecho de ganar dinero aún se miraba despectivamente, y como las leyes eran una profesión, se las consideraba una ocupación más apropiada que los negocios para un caballero. Pero ninguno de estos jóvenes tenía esperanzas de avanzar realmente en su carrera, ni tampoco un serio deseo de lograrlo; y ya se percibía que sobre la mayoría de ellos se cernía el verde espectro de la rutina.

Archer se estremeció al pensar que pudiera extenderse sobre él también. Tenía, naturalmente, otros gustos e intereses; pasaba sus vacaciones viajando por Europa, cultivaba la amistad de los "inteligentes" como los llamaba May, y generalmente trataba de "mantenerse al día", como se lo dijera con cierta añoranza a madame Olenska. Pero cuando se casara, ¿qué pasaría con este estrecho margen de vida en que vivía sus reales experiencias? Había visto a demasiados jóvenes que soñaron el mismo sueño suyo, tal vez con menos ardor, y que gradualmente se sumergieron en la plácida y fastuosa rutina de sus mayores.

Desde la oficina mandó un mensajero con una nota para madame Olenska, preguntándole si podía visitarla esa tarde, y rogándole que le permitiera encontrar su respuesta en el club; pero en el club no encontró nada, ni recibió ninguna carta al día siguiente. Este inesperado silencio lo mortificó irracionalmente, y cuando a la mañana siguiente vio un glorioso ramo de rosas amarillas en el escaparate de la florista, lo dejó ahí. Recién durante la tercera mañana recibió unas líneas por correo de la condesa Olenska. Para su sorpresa procedían de Skuytercliff, donde se había refugiado rápidamente luego de dejar al duque a bordo de su barco. "Me escapé —comenzaba la nota abruptamente, sin los habituales preliminares— al día siguiente que nos vimos en el teatro, y estos amigos tan cariñosos me trajeron aquí. Quería estar tranquila para pensar. Tenías razón cuando me dijiste lo bondadosos que son; me siento tan segura aquí. Me encantaría que estuvieras con nosotros." Terminaba con un convencional "atentamente", sin hacer la menor alusión a la fecha de su regreso.

El tono de la carta lo sorprendió. ¿De qué huía madame Olenska, y por qué necesitaba sentirse segura? La primera idea que se le vino a la mente fue alguna oscura amenaza del extranjero; luego pensó que él no conocía su estilo epistolar, y que podría ser exageradamente gráfico. Las mujeres siempre exageran; más aún ella que no dominaba enteramente el inglés y lo hablaba frecuentemente como si tradujera del francés. Je me suis évadé, entonces, era una frase que sugería de inmediato la posibilidad de que simplemente hubiera querido escapar de algunos compromisos tediosos, lo que se acercaba mucho a la verdad, pues él la juzgaba una mujer caprichosa que se cansaba pronto del placer del momento.

Le hacía gracia pensar que los Van der Luyden la llevaran a Skuytercliff por segunda vez, y ahora por tiempo indefinido. Las puertas de Skuytercliff se abrían rara vez, y a regañadientes, para recibir visitas, y como gran cosa se ofrecía un gélido fin de semana a unos pocos privilegiados. Pero Archer había visto en su último viaje a París la deliciosa obra de Labiche Le voyage de M. Perricbon, y recordó el obstinado y tenaz cariño de M. Perrichon por el joven a quien había rescatado del glaciar. Los Van der Luyden habían rescatado a madame Olenska de una suerte casi igualmente gélida; y aunque había muchas otras razones para que se sintieran atraídos por ella, Archer sabía que debajo de aquéllas latía la cortés y empecinada determinación de seguir rescatándola. Sintió una clara desilusión al saber que estaba lejos; y casi al instante recordó que, sólo un día antes, había rechazado una invitación de los Reggie Chivers a pasar el domingo siguiente en su casa a orillas del Hudson, a pocas millas de Skuytercliff.

Hacía mucho tiempo que Archer se había hartado de las ruidosas fiestas de sus amistades en Highbank, del patinaje en hielo, los paseos en trineo, las largas caminatas en la nieve, todo sazonado con insustanciales flirteos y bromas mucho más insustanciales aún.

Acababa de recibir de su librero en Londres una caja de libros recién publicados, y prefería el panorama de un tranquilo domingo en casa con su tesoro. Pero de pronto se dirigió al escritorio del club, escribió un telegrama urgente, y pidió al empleado que lo enviara de inmediato. Sabía que Mrs. Reggie no se molestaba por el repentino cambio de idea de sus invitados, y que siempre había una habitación disponible en esa casa elástica.

15

Newland Archer llegó a casa de los Chivers el viernes al atardecer, y el sábado cumplió a conciencia todos los rituales correspondientes a un fin de semana en Highbank.

En la mañana dio un paseo en trineo con la dueña de casa y algunas de las más arriesgadas invitadas; en la tarde "recorrió la finca" con Reggie, y escuchó, en los establos cuidadosamente instalados, sus largas e impresionantes disquisiciones acerca del caballo; después del té conversó en un rincón del calefaccionado salón con una joven que el día del anuncio de su compromiso había declarado que su corazón estaba destrozado, y que ahora ansiaba hablarle de sus propias esperanzas matrimoniales; y finalmente, cerca de medianoche, ayudó a colocar un pez de colores dentro de la cama de uno de los alojados, se disfrazó de ladrón en la sala de baño de una asustada tía, y vio llegar el amanecer participando en una guerra de almohadones que abarcó desde las habitaciones de los niños hasta el sótano. Pero el domingo después del almuerzo pidió prestado un trineo, y se dirigió a Skuytercliff.

 

Siempre se dijo que la casa de Skuytercliff era una villa italiana. La gente que no había estado nunca en Italia lo creía; también algunos que habían estado allí. Mr. van der Luyden la había hecho construir en su juventud, al regresar del grand tour y anticipándose a su próximo matrimonio con Miss Louisa Dagonet. Era una ancha estructura cuadrada con murallas de madera machihembrada pintadas de verde pálido y de blanco, pórtico corintio, y pilastras acanaladas entre las ventanas. Desde el elevado terreno donde se encontraba la casa descendían una serie de terrazas bordeadas por balaustradas y jarrones al estilo de los grabados en acero hasta un pequeño lago de forma irregular con un borde de asfalto donde colgaban las ramas de unas rarísimas coníferas lloronas. A derecha e izquierda, los famosos céspedes sin maleza tachonados de ejemplares de árboles (cada uno de diferente variedad) se alejaban hacia largos espacios de pasto coronados de elaborados ornamentos de hierro forjado; y abajo, en una hondonada, se situaba la casa de piedra de cuatro habitaciones que construyera el primer Protector en la tierra que recibió en encomienda en 1612.

Teniendo como fondo la capa de nieve y el grisáceo cielo invernal, la villa italiana surgía con un aspecto bastante tétrico; hasta en verano guardaba sus distancias, y los más osados arbustos jamás se aventuraron a acercarse a más de treinta pies de su siniestra fachada. En ese momento, cuando Archer hizo sonar la campana, su largo sonido pareció correr como un eco a través de un mausoleo; y la sorpresa del mayordomo que respondió a la llamada al cabo de un buen rato fue tan profunda como si lo hubieran sacado de su sueño eterno. Afortunadamente, Archer era de la familia y por lo tanto pudo, a pesar de lo irregular de su llegada, informarse de que la condesa Olenska había salido en coche con Mrs. van der Luyden para asistir al servicio religioso de la tarde hacía exactamente tres cuartos de hora.

—Mr. van der Luyden —continuó el mayordomo— está en casa, señor; pero tengo la impresión de que está tomando su siesta o bien leyendo el Evening Post de ayer. Le oí decir, señor, cuando volvió de la iglesia esta mañana, que pensaba hojear el Evening Post después del almuerzo; si usted desea, señor, puedo acercarme a la puerta de la biblioteca y escuchar...

Pero Archer le agradeció y dijo que iría al encuentro de las señoras; y el mayordomo, obviamente aliviado, le cerró la puerta majestuosamente. Un mozo llevó el trineo a los establos, y Archer se fue cruzando el parque hacia la carretera. El pueblo de Skuytercliff estaba sólo a milla y media de distancia, pero él sabía que Mrs. van der Luyden nunca caminaba, y que debía ir por el camino para encontrarse con el carruaje. Sin embargo, de pronto vio acercarse por un sendero que atravesaba la carretera una esbelta figura bajo una capa roja, con un perro grande que corría adelante. Apresuró el paso, y madame Olenska se detuvo en seco con una sonrisa de bienvenida.

—¡Ah, viniste! —dijo, sacando una mano de dentro de su manguito.

La capa roja la hacía ver alegre y vivaz, como la Ellen Mingott de los viejos tiempos; y Archer tomó su mano, riendo.

—Vine a ver de qué huías.

Su rostro se obscureció, pero contestó:

—Ah, está bien, ahora lo verás.

La respuesta lo confundió.

—¿Quieres decir que te atraparon?

Ella se encogió de hombros, como hacía Nastasia, y replicó en tono más liviano:

—¿Quieres que caminemos? Me dio mucho frío después del sermón. ¿Y qué importa, ahora que estás aquí para protegerme?

La sangre subió a las sienes del joven, que asió un pliegue de su capa roja.

—Ellen, ¿qué pasa? Tienes que decírmelo.

—Oh, por ahora mejor corramos una carrera: se me están congelando los pies —gritó ella.

Y levantando su capa se fue corriendo por la nieve, mientras el perro saltaba a su alrededor con ladridos desafiantes. Archer se quedó un instante contemplándola, fascinado por el centellear del meteoro rojo contra la nieve; luego partió tras ella y se encontraron, jadeando y riendo, en la portezuela que conducía al parque.

Ella lo miró sonriendo.

—¡Sabía que vendrías!

—Eso prueba que querías que viniera — replicó él, con una desproporcionada alegría por los disparates que hacían.

El resplandor blanco de los árboles llenaba el aire con su propio brillo misterioso, y a medida que caminaban sobre la nieve el suelo parecía cantar bajo sus pies.

—¿De dónde vienes? preguntó madame Olenska. Él se lo dijo y agregó:

—Vine porque recibí tu nota.

Luego de una pausa ella dijo, con un imperceptible temblor en la voz:

—May te pidió que me cuidaras.

—No necesitaba pedírmelo.

—¿Piensas que es tan evidente que estoy desvalida e indefensa? ¡Todos me considerarán poca cosa! Pero las mujeres de aquí no parecen... no parecen sentir nunca la necesidad, como los santos en el cielo.

—¿Qué clase de necesidad? —preguntó él bajando la voz.

—¡Ah, no me preguntes nada! Yo no hablo tu idioma —replicó ella en tono petulante.

La respuesta lo aturdió como un golpe, y se detuvo en el sendero mirándola.

—¿Para qué vine, si no hablo tu idioma?

—¡Oh, amigo mío! —suspiró ella y puso delicadamente su mano en el brazo de Archer.

—Ellen, ¿por qué no quieres contarme lo que pasó? —rogó él directamente.

Ella se estremeció otra vez.

—¿Sucede algo alguna vez en el cielo?

El guardó silencio, y siguieron caminando unos pasos sin cambiar palabra, hasta que finalmente ella habló.

—Te lo diré, pero ¿dónde, dónde, dónde? ¡No se puede estar ni un minuto a solas en esta casa que parece un enorme seminario, con todas las puertas abiertas de par en par, y donde siempre revolotea una criada ofreciendo el té, o llevando un leño para el fuego, o el periódico! ¿Existe algún lugar en una casa norteamericana donde uno pueda estar sola? Son tan tímidos, y sin embargo tan públicos. Siempre siento como si hubiera vuelto al convento, o como si estuviera en un proscenio ante un público tan tremendamente educado que jamás aplaude.

—¡Ah, no nos quieres! —exclamó Archer.

Caminaban frente a la casa del antiguo Protector, con sus murallas chatas y sus ventanillas cuadradas agrupadas en forma compacta alrededor de una chimenea central. Las persianas estaban abiertas, y a través de una de las ventanas recién lavadas, Archer alcanzó a ver la luz de un fuego.

—¡Mira, la casa está abierta! — dijo. Ella no se movió.

—No —dijo—, es sólo por hoy. Yo quería verla, y Mr. van der Luyden hizo encender el fuego y abrir las ventanas para que pudiéramos entrar esta mañana al regresar de la iglesia — subió los peldaños y trató de abrir la puerta—. ¡Qué suerte, todavía está sin llave! Entra, aquí podemos conversar tranquilos. Mrs. van der Luyden fue en el coche a visitar a sus tías viejas en Rhinebeck, y nadie nos echará de menos en la casa hasta una hora más.

Archer la siguió por el estrecho pasillo. Su ánimo, decaído con sus últimas palabras, remontó con un ímpetu irracional. La acogedora casita, con sus maderas y sus bronces brillantes a la luz del fuego, parecía creada en forma mágica para recibirlos. Un buen montón de brasas ardía todavía en la chimenea de la cocina, bajo una olla de hierro colgada de un viejo soporte. Algunas sillas enjuncadas colocadas frente a frente rodeaban el hogar de baldosas, y en repisas pegadas a la pared había varias hileras de platos Delft. Archer se inclinó y arrojó un leño sobre las brasas.