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100 Clásicos de la Literatura

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—Toda la familia se opone al divorcio —dijo—. Y yo creo que tiene razón.

Archer se situó de inmediato al lado opuesto de la discusión.

—¿Pero por qué, señor? Si alguna vez hubo un caso...

—Bueno, ¿de qué sirve? Ella está aquí, él está allá; el Atlántico los separa. Ella no recuperará ni un dólar más de su dinero que lo que él ya le ha devuelto voluntariamente: las malditas cláusulas paganas de su matrimonio se cuidan bien de ello. Como van las cosas, Olenski ha actuado con generosidad: podía haberla dejado sin un centavo.

El joven lo sabía y guardó silencio.

—Entiendo, sin embargo —continuó Mr. Letterblair—, que ella no da ninguna importancia al dinero. Por lo tanto, como dice la familia, ¿por qué no dejar las cosas como están?

Archer llegó una hora antes a esa casa plenamente de acuerdo con el punto de vista de Letterblair; pero esta opinión expresada por aquel anciano egoísta, bien alimentado y supremamente indiferente se transformó súbitamente en la voz farisea de una sociedad totalmente absorta en defenderse contra lo que no le agrada.

—Pienso que es ella quien debe decidir.

—Mmmm, ¿ha pensado en las consecuencias si decide divorciarse?

—¿Se refiere a la amenaza en la carta de su marido? ¿Qué peso puede tener? No es más que el vago descargo de un sinvergüenza enojado.

—Sí, pero daría pie a desagradables comentarios si él decide seriamente defender el pleito.

—¡Desagradables...! —explotó Archer.

Mr. Letterblair lo miró por debajo de sus inquisitivas cejas, y el joven, consciente de lo inútil que era tratar de explicarle lo que tenía en su mente, se inclinó asintiendo mientras su superior proseguía:

—El divorcio es siempre desagradable. ¿No está de acuerdo conmigo? —añadió, después de esperar en silencio una respuesta.

—Naturalmente —dijo Archer.

—Bien, ¿entonces puedo contar con usted, los Mingott pueden contar con usted, para que influya contra tal idea?

Archer titubeó.

—No puedo comprometerme antes de ver a la condesa Olenska —dijo finalmente.

—Mr. Archer, no lo entiendo. ¿Desea entrar por su matrimonio en una familia vinculada a un escandaloso proceso de divorcio?

—No creo que eso tenga nada que ver con el caso.

Mr. Letterblair dejó en la mesa su copa de oporto y fijó en su joven colega una mirada cautelosa y aprensiva. Archer comprendió que corría el riesgo de que le retiraran el mandato, y por alguna oscura razón no le gustó la perspectiva. Ahora que le habían asignado el caso, no se proponía renunciar a él; y, para evitar dicha posibilidad, pensó que debía dar seguridad a ese anciano falto de imaginación que era la conciencia legal de los Mingott.

—Puede estar seguro, señor, de que no me comprometeré antes de consultarlo con usted.

Lo que quería decir era que prefiero no opinar hasta escuchar lo que madame Olenska tenga que decir. Mr. Letterblair aprobó con la cabeza aquel exceso de cautela digna de la mejor tradición neoyorquina, y el joven, después de consultar su reloj, se excusó por tener que retirarse debido a un compromiso anterior, y se marchó.

12

En la anticuada Nueva York se cenaba a las siete, y la costumbre de hacer visitas después de comida, aunque en el círculo de Archer se la ridiculizaba, aún prevalecía. Mientras el joven subía caminando por la Quinta Avenida desde Waverley Place, la larga calle se veía totalmente abandonada, salvo por un grupo de carruajes detenidos frente a la casa de Reggie Chivers (donde se ofrecía una cena en honor del duque), y la silueta ocasional de algún caballero mayor de abrigo grueso y bufanda que subía una escalera de piedra color pardo y desaparecía dentro de un vestíbulo iluminado con luz de gas. Cuando cruzaba Washington Square, Archer divisó al anciano Mr. du Lac que llegaba a visitar a sus primos los Dagonet, y doblando la esquina de la Calle Diez Oeste vio a Mr. Skipworth, de su misma firma, que seguramente iba a visitar a Miss Lannings. Un poco más arriba por la Quinta Avenida apareció Beaufort en el umbral de su casa proyectando su sombra contra un resplandor de luz, subió en su berlina privada, y se alejó hacia un destino misterioso y probablemente innombrable. No era una noche de ópera, y nadie ofrecía fiesta, de modo que la salida de Beaufort era sin lugar a dudas de naturaleza clandestina. Archer la asoció en su mente con una casita más allá de Lexington Avenue en la que aparecieron recientemente jardineras y cortinas engalanadas con cintas en las ventanas y donde se veía con frecuencia estacionado en la puerta la berlina color canario de Miss Fanny Ring. Más allá de la pequeña y resbaladiza pirámide que componía el mundo de Mrs. Archer, existía un barrio que casi no estaba en los planos, habitado por artistas, músicos y "gente que escribe." Estos dispersos fragmentos de la humanidad nunca mostraron el menor deseo de amalgamarse con la estructura social. A pesar de sus poco usuales costumbres se decía que eran, para la mayoría, muy respetables; pero preferían vivir a su manera. Medora Manson, en sus días de prosperidad, había inaugurado un "salón literario", que pronto fracasó debido a que los literatos se mostraron renuentes a acudir a él.

Otros hicieron la misma tentativa, y hubo toda una familia Blenker, una madre intensa y voluble y tres hijas de aspecto desaliñado que la imitaban, donde solía verse a Edwin Booth y Patti y William Winter, y al nuevo actor shakespeariano George Rignold, y algunos editores de revistas y críticos de música y literatura. Tanto Mrs. Archer como sus amistades sentían algo de timidez respecto a esas personas. Eran raras, inconstantes, tenían en el fondo de sus vidas y de sus mentes cosas que uno no conocía. En el círculo que rodeaba a Archer existía gran respeto por el arte y la literatura, y Mrs. Archer se daba el trabajo de enseñar a sus hijos lo infinitamente más agradable y culta que había sido la sociedad en tiempos de personajes como Washington Irving, Fitz-Greene Halleck y el poeta de The Culprit Fay. Los autores más celebrados de aquella generación eran "caballeros"; quizás los desconocidos que los sucedieron tenían sentimientos caballerosos, pero su origen, su apariencia, su cabello, su intimidad con el teatro y la ópera, no permitía aplicarles los antiguos criterios neoyorquinos.

—Cuando yo era niña —decía siempre Mrs. Archer—, conocíamos a todo el mundo entre la Battery y Canal Street; y sólo la gente conocida tenía carruaje. Era facilísimo identificar a cualquier persona; ahora es imposible, y prefiero ni siquiera tratar.

Sólo la anciana Catherine Mingott, con su falta de prejuicios morales y su indiferencia casi advenediza ante las distinciones más sutiles, podía haber abierto un puente al abismo; pero nunca abrió un libro ni miró un cuadro, y sólo le gustaba la música que le recordaba sus noches de gala en Les Italiens, en sus días triunfales en las Tullerías. Probablemente Beaufort, que la igualaba en osadía, habría logrado la fusión, pero su elegante mansión y sus criados en medias de seda eran un obstáculo a la sociabilidad informal. Además, era tan iletrado como Mrs. Mingott, y consideraba a los "tipos que escriben" unos simples proveedores pagados de placeres para ricos; y jamás nadie lo suficientemente rico como para influenciar su opinión se lo había discutido.

Newland Archer tuvo conciencia de todo esto desde sus primeros recuerdos, y los aceptó como parte de la estructura de su universo. Sabía que había sociedades donde pintores y poetas y novelistas y científicos, e incluso grandes actores, eran tan solicitados como los duques; a menudo se planteaba cómo hubiera sido vivir en la intimidad de salones dominados por la conversación de Mérimée (cuyo libro Lettres ú une inconnue era uno de sus inseparables), de Thackeray, Browning o William Morris. Pero tales cosas eran inconcebibles en Nueva York, y perturbaba el solo pensar en ellas. Archer conocía a gran parte de las "personas que escriben", los músicos y pintores; los conoció en el Century, o en los pequeños clubes musicales y teatrales que empezaban a aparecer. Se entretuvo con ellos allí, y se aburrió con ellos en casa de las Blenker, donde se mezclaban con mujeres ardientes y desaseadas que se los pasaban de mano en mano como curiosidades; e incluso después de sus más fascinantes conversaciones con Ned Winsett, siempre se iba con la sensación de que si su mundo era reducido, también lo era el de ellos, y que el único modo de ampliar ambos mundos era alcanzar un nivel de cultura donde pudieran fusionarse en forma natural.

Se acordó de estas cosas al tratar de imaginarse la sociedad en la cual había vivido y sufrido la condesa Olenska, y también, por qué no, probado misteriosos placeres. Recordó con qué regocijo le contó que su abuela Mingott y los Welland se opusieron a que viviera en un barrio bohemio entregado a "los que escriben". Lo que disgustaba a su familia no era el peligro sino la pobreza; pero ella no captaba esa sutileza, y suponía que consideraban comprometedora la literatura.

Ella no le temía, y los libros esparcidos por su salón (un lugar dentro de una casa donde habitualmente se supone que los libros están "fuera de sitio"), aunque eran principalmente obras de ficción, habían despertado el interés de Archer con nombres tan nuevos como Paul Bourget, Huysman, y los hermanos Goncourt. Rumiando esto al acercarse a la puerta de la condesa, una vez más tuvo conciencia del curioso modo con que ella revertía sus valores, y de que necesitaba tener seguridad en sí mismo para enfrentar condiciones increíblemente distintas a las que conocía si quería serle de utilidad en la dificultad que actualmente enfrentaba. Nastasia abrió la puerta, sonriendo misteriosamente. Sobre el banco del vestíbulo vio un abrigo forrado en marta cibelina, un sombrero de noche con las iniciales J.B. doradas en el forro de seda, y una bufanda de seda blanca; no cabía la menor duda de que aquellos artículos pertenecían a Julius Beaufort.

 

Archer se puso furioso, tan furioso que estuvo a punto de garabatear unas palabras en su tarjeta y marcharse. Pero recordó que en su nota a madame Olenska había tenido el exceso de discreción de no decirle que deseaba verla en privado. Era absolutamente suya la culpa si ella recibía otros visitantes; entró, por tanto, en el salón con la tenaz determinación de hacer que Beaufort se sintiera incómodo, y quedarse más tiempo que él.

El banquero estaba de pie junto a la chimenea, cubierta por un antiguo encaje sujeto por candelabros de bronce con cirios de iglesia de cera amarillenta. Sacaba pecho con los hombros apoyados en la repisa, descansando el peso del cuerpo en sus grandes pies calzados con zapatos de charol. Al entrar Archer sonreía mirando a su anfitriona, que estaba sentada en un sofá a la derecha de la chimenea. Una mesa atiborrada de flores formaba una especie de pantalla detrás del sofá, y con ese marco de orquídeas y azaleas, en las que el joven reconoció una ofrenda de los invernaderos de Beaufort, madame Olenska se reclinaba con la cabeza apoyada en una mano y la amplia manga mostraba el brazo desnudo hasta el codo. Era costumbre entre las señoras que recibían de noche usar lo que se llamaba un "sencillo vestido de cena", que era una apretada armadura de seda color hueso de ballena, ligeramente rebajada en el cuello, con volantes de encaje que cubrían ese pequeño escote, y mangas estrechas con el mismo adorno de volantes en la abertura que apenas dejaba ver la muñeca para mostrar una pulsera etrusca de oro o una cinta de terciopelo. Pero madame Olenska, que hacía caso omiso de las tradiciones, llevaba una larga túnica de terciopelo rojo adornada alrededor de la barbilla y abajo en el ruedo con una brillante piel negra. Archer recordó que en su última visita a París vio un retrato hecho por Carolus Duran, un nuevo pintor cuyos cuadros eran la sensación del Salón, en el cual la dama usaba una de esas atrevidas túnicas que semejaban fundas y con esa piel que parecía un nido donde apoyar el mentón. Había algo perverso y provocador en la idea de usar pieles en la noche dentro de una sala calefaccionada, al igual que en la combinación de un cuello abrigado y brazos desnudos; sin embargo, el efecto era, sin duda alguna, muy agradable.

—¡Cielo santo, tres días enteros en Skuytercliff! —decía Beaufort con su voz fuerte y sarcástica en el momento en que entraba Archer—. Tendrá que llevar todas sus pieles, y una botella de agua caliente.

—¿Por qué? ¿Es muy helada la casa? — preguntó ella, tendiendo su mano izquierda a Archer con un ademán que sugería encubiertamente que esperaba que se la besara.

—No, pero la dueña de la casa sí — respondió Beaufort, saludando al joven con una venia indiferente.

—Pero a mí me pareció muy amable. Vino en persona a invitarme. Mi abuela dice que debo ir.

—Es lo que dice su abuela. Pero yo digo que es una lástima que se pierda la sopa de ostra que le tengo preparada en el Delmónico el próximo domingo, con Campanini y Scalchi y un numeroso grupo de gente alegre.

Ella miró titubeante al banquero y luego a Archer.

—¡Ah, qué tentación! Fuera de esa noche donde Mrs. Struthers, no he conocido un solo artista desde que llegué.

—¿Qué clase de artistas? Conozco uno o dos pintores, muy buenos amigos, que podría traerle si me lo permite —intervino Archer, desafiante.

—¿Pintores? ¿Hay pintores en Nueva York? —preguntó Beaufort en un tono que implicaba que no podía haber ninguno ya que él no compraba sus cuadros.

—Me encantaría —dijo madame Olenska, dirigiendo una seria sonrisa a Archer—. Pero en realidad estaba pensando en artistas dramáticos, cantantes, actores, músicos. Siempre acudían muchos a la casa de mi marido.

Ella dijo "mi marido" como si no existiera ninguna asociación siniestra entre ellos, en un tono que parecía añorar las perdidas delicias de su vida matrimonial. Archer la miró perplejo, preguntándose si era por ligereza o disimulo que tocaba de manera tan fácil un pasado que justo en ese momento trataba de romper poniendo en riesgo su reputación.

—Pienso —continuó la condesa dirigiéndose a ambos—, que un imprévu ayuda a la diversión. Tal vez sea un error ver todos los días a la misma gente.

—Es lo más aburrido del mundo —se quejó Beaufort—; Nueva York se muere de aburrimiento. Y cuando trato de darle un poco de vida, usted me vuelve la espalda. ¡Vamos, piénselo bien! Este domingo es su última oportunidad, porque Campanini se marcha la semana próxima a Baltimore y Filadelfia. Tengo reservado un salón privado, y un Steinway, y cantarán para mí toda la noche.

—¡Qué maravilla! ¿Puedo pensarlo más y enviarle mi respuesta mañana temprano?

Lo dijo amablemente, aunque con una mínima insinuación de rechazo en su voz. Evidentemente, Beaufort lo captó y, como no estaba acostumbrado a los rechazos, la siguió mirando fijo con una expresión obstinada en sus ojos.

—¿Por qué no ahora?

—Es algo muy serio para decidirlo a estas horas de la noche.

—¿Le parece que es tarde?

Ella le devolvió con frialdad su mirada.

—Sí, porque todavía tengo que hablar un rato de negocios con Mr. Archer.

—¡Ah! —exclamó Beaufort, irritado.

Su voz ya no rogaba; con un estremecimiento recobró su compostura, tomó la mano de la condesa, la besó como hombre experimentado, y agregó desde el umbral:

—Newland, si la convence para que se quede en la ciudad, lo invitaré también a la comida.

Abandonó la habitación con su pesado paso arrogante.

Por un instante, Archer pensó que Mr. Letterblair la había informado de su venida, pero la irrelevancia de su siguiente comentario lo hizo cambiar de idea.

—¿Así que conoces a algunos pintores? ¿Vives en su milieu? —le preguntó con ojos rebosantes de interés.

—Bueno, no exactamente. No sabía que el arte tuviera un milieu aquí, ninguna forma de arte; son más bien una marginalidad apenas establecida.

—Pero, ¿eres aficionado a esas cosas?

—Muy aficionado. Cuando voy a París o a Londres no me pierdo ninguna exposición. Me gusta estar al día.

La condesa miró la punta de su pequeño botín de raso que asomaba bajo sus largos ropajes.

—A mí me gustaba muchísimo también, mi vida estaba llena de esas cosas. Pero ahora prefiero no involucrarme en ellas.

—¿Prefieres no involucrarte?

—Sí, quiero borrar mi antigua vida, ser igual que cualquiera otra aquí.

Archer enrojeció.

—Nunca serás semejante a cualquiera otra persona.

Ella levantó un poco sus cejas rectas.

—¡No me lo digas! ¡Supieras lo que odio ser diferente!

Su semblante se obscureció como una máscara trágica. Se inclinó hacia adelante, abrazando las rodillas con sus manos delgadas, y desvió la mira da que tenía posada en el joven para fijarla en algún lugar remoto y sombrío.

—Quiero huir de todo —insistió.

El esperó un momento, y luego dijo, aclarando la voz:

—Ya lo sé. Me lo dijo Mr. Letterblair.

—¿Ah, sí?

—Por eso estoy aquí. Me pidió que..., bueno, tú sabes que trabajo en la firma.

Ella pareció un tanto sorprendida, pero luego sus ojos brillaron.

—¿Quieres decir que puedes manejar todo esto por mí? ¿Que puedo hablar contigo en vez de Mr. Letterblair? ¡Oh, será mucho más fácil!

El tono de su voz lo emocionó, y su confianza acrecentó su confianza en sí mismo.

Comprendió que había mencionado un asunto de negocios simplemente para deshacerse de Beaufort; y derrotar a Beaufort fue un verdadero triunfo.

—Para eso estoy aquí —repitió.

Ella se sentó en silencio y apoyó la cabeza en el brazo que descansaba en la parte de atrás del sofá. Su cara estaba pálida y apagada, como disminuida por el fuerte color rojo de su traje. Archer se impresionó al verla repentinamente como una figura patética y hasta digna de compasión.

"Ahora debemos enfrentamos a hechos dolorosos", pensó, consciente de sentir la misma instintiva repugnancia que a menudo había criticado en su madre y en sus contemporáneos. ¡Qué poca práctica tenía para tratar situaciones tan inusuales! Hasta su mismo vocabulario le era desconocido, y parecía pertenecer a la ficción y al escenario. Se sintió torpe y confundido como un niño ante lo que venía.

Luego de una pausa, madame Olenska estalló con inesperada violencia, exclamando:

—¡Quiero ser libre, quiero limpiar todo el pasado!

—Lo comprendo.

Su rostro se alegró.

—¿Entonces me vas a ayudar?

—Primero —dijo él vacilando— tal vez deba saber algo más.

Ella pareció sorprendida.

—¿Sabes de mi marido, de mi vida con él? —Archer hizo una señal de asentimiento. —Bueno, entonces, ¿qué más quieres? ¿Se toleran esas cosas en este país? Soy protestante, nuestra iglesia no prohíbe el divorcio en tales casos.

— Por supuesto que no.

Ambos guardaron silencio nuevamente, y Archer sintió que el espectro de la carta del conde Olenski se interponía entre ellos haciendo espantosas muecas. La carta constaba de una sola página, y era precisamente lo que el joven describió al hablar de ella con Mr. Letterblair: la vaga acometida de un sinvergüenza poseído por la ira. ¿Pero qué había de verdad detrás de ella? Sólo la esposa del conde Olenski podía decirlo.

—Estuve hojeando los papeles que le diste a Mr. Letterblair —dijo Archer finalmente.

—¿Y crees que pueda haber algo más abominable?

—No.

Ella varió ligeramente su postura, protegiendo sus ojos con la mano que tenía levantada.

—Sin duda sabes —continuó Archer— que si tu marido elige pelear el caso, como amenaza hacerlo...

—¿Entonces?

—Puede decir cosas... cosas que puede ser des... que puede ser molesto para ti que se dijeran en público para que se propalaran por todos lados, y que te dañaran incluso si...

—¿Incluso si...?

—Quiero decir que te pueden dañar aun cuando fueran infundadas.

Ella permaneció largo rato en silencio; tan largo rato que, como no quería fijar los ojos en su cara sombría, el joven tuvo tiempo para grabar en su mente la forma exacta de su otra mano, la que estaba sobre la rodilla, y cada detalle de los tres anillos de sus dedos anular y meñique, entre los cuales notó que no había ningún anillo de matrimonio.

—¿Qué daño me podrían hacer aquí tales acusaciones, aun si se hicieran públicamente?

Tuvo en la punta de la lengua exclamar: "¡Pobre inocente, mucho más daño que en cualquier otra parte!" Pero en lugar de eso respondió con una voz que a sus oídos sonó parecida a la de Mr. Letterblair:

—La sociedad de Nueva York es un mundo muy pequeño comparado con el mundo en que tú viviste. Y está gobernada, a pesar de las apariencias, por un pequeño grupo de personas con ideas... diremos, bastante anticuadas.

Ella no dijo nada, y él prosiguió.

—Nuestras ideas acerca del matrimonio y el divorcio son particularmente anticuadas. Nuestra legislación favorece el divorcio, pero las costumbres de nuestra sociedad no lo aceptan.

—¿En ningún caso?

—Bueno, no cuando la mujer, aunque haya sido ultrajada y por irreprochable que sea, tiene en su contra la mínima apariencia de culpabilidad al haberse expuesto por alguna acción inconveniente a... a insinuaciones ofensivas...

Ella inclinó un poco más la cabeza, y él esperó otra vez, con intensa esperanza, un estallido de indignación o, al menos, un grito de protesta. No hubo ninguno de los dos. El zumbido de un pequeño reloj de viaje marcaba los minutos junto al codo de la condesa, y un tronco se partió en dos y lanzó una lluvia de chispas. Todo ese ambiente quieto y melancólico parecía esperar en silencio junto con Archer.

—Sí —murmuró ella finalmente—, eso es lo que me dice mi familia.

Él puso mala cara.

—Es lo natural...

—Nuestra familia —se corrigió ella, y Archer se ruborizó—. Porque pronto serás mi primo — agregó ella suavemente.

—Así lo espero.

—¿Y estás de acuerdo con ellos?

Ante esta pregunta, él se levantó, se paseó por la sala, miró con ojos vacíos uno de los cuadros colgados en el viejo damasco rojo, y volvió indeciso a su lado. ¿Cómo podía decirle: "Sí, si lo que tu marido insinúa es cierto, o si no tienes cómo probar lo contrario"?

 

—Sinceramente —dijo ella cuando él iba a hablar. Archer miró el fuego.

—Sinceramente, entonces, ¿qué ganarías que compensara la posibilidad, más bien la certeza, de un montón de murmuraciones asquerosas?

—Pero mi libertad, ¿no vale nada?

Cruzó por la mente de Archer en ese instante la idea de que los cargos en la carta eran verdaderos, y que ella quería casarse con su compañero de delito. ¿Cómo podía decirle que, si realmente había urdido tal plan, las leyes del Estado le eran inexorablemente adversas? La sola sospecha de que tuviera aquella idea en su mente lo hizo endurecerse e impacientarse.

—¿Pero no eres libre como el aire? —le replicó— ¿Quién te puede tocar? Mr. Letterblair me dijo que tu situación financiera había sido arreglada.

—Ah, sí —dijo ella con indiferencia.

—Bueno, entonces, ¿vale la pena arriesgarte a algo que puede ser infinitamente desagradable y doloroso? ¡Piensa en la prensa, en su villanía! Todo es estúpido y estrecho e injusto, pero no podemos rehacer la sociedad.

—No —admitió ella.

Lo dijo en un tono tan apagado y desolado que Archer se arrepintió de inmediato de la dureza de sus propios pensamientos.

—El individuo, en tales casos, es casi siempre sacrificado a lo que se supone ser el interés colectivo; la gente se apega a cualquier convención que mantenga unida la familia, que proteja los hijos, si los hay —divagó Archer, dejando salir en tropel todo el caudal de frases que se agolpaban a sus labios en su intenso deseo de cubrir la fea realidad que su silencio parecía dejar al desnudo.

Ya que ella no quería o no podía decir la única palabra que hubiera limpiado el aire, no deseaba que sintiera que él trataba de investigar sus secretos. Mejor quedarse en la superficie, al prudente estilo neoyorquino, que arriesgarse a abrir una herida que no pudiera sanar.

—Mi deber, ya sabes —prosiguió—, es ayudarte a ver estas cosas como las ve la gente que más te quiere. Los Mingott, los Welland, los Van der Luyden, todos tus amigos y conocidos. Si no te mostrara honestamente cómo juzgan ellos tales cuestiones, no sería correcto de mi parte, ¿no crees?

Habló con insistencia, casi suplicándole en sus ansias por llenar ese silencio abrumador.

—No; no sería correcto —dijo ella lentamente.

El fuego se había ido reduciendo a cenizas grisáceas, y una de las lámparas titilaba como un llamado de atención. Madame Olenska se levantó, la apagó y volvió al lado del fuego, pero sin retomar su asiento. El quedarse de pie significaba que no quedaba nada más que decir, y Archer también se levantó de su sillón.

—Muy bien, haré lo que tú quieras que haga —dijo la condesa abruptamente.

La sangre coloreó el rostro de Archer y, sorprendido por la súbita rendición de la condesa, tomó torpemente sus manos entre las suyas.

—Lo único que quiero es ayudarte —dijo.

Se inclinó y apoyó sus labios en las manos de ella, que estaban frías e inertes. La condesa las retiró, y él se dirigió hacia la puerta, encontró su abrigo y su sombrero a la mortecina luz de la lámpara de gas del vestíbulo, y se sumergió en la noche invernal, estallando en la tardía elocuencia de los seres incapaces de expresarse en el momento oportuno.

13

El teatro Wallack estaba repleto esa noche. Se daba la obra The Shaughraun, con Dion Boucicault como protagonista y Harry Montague y Ada Dyas como los amantes. La popularidad de la excelente compañía inglesa estaba en su cúspide, y El Shaughraun siempre llenaba la sala. Las galerías explotaban de entusiasmo; en la platea y en los palcos, la gente sonreía discretamente con los trillados diálogos y las inverosímiles situaciones, pero disfrutaba de la obra tanto como la galería.

Había especialmente un episodio que mantenía en ascuas al público; era aquel en que Harry Montague, luego de una triste y casi monosilábica escena de despedida con Miss Dyas, decía adiós y se volvía hacia la puerta. La actriz, que se encontraba de pie cerca de la chimenea mirando hacia el fuego, usaba un vestido de casimir gris sin los lazos ni adornos que estaban de moda, moldeado a su alta figura y que caía pesadamente hasta sus pies. Alrededor del cuello llevaba una estrecha cinta de terciopelo negro, cuyas puntas le caían por la espalda. Cuando el galán se alejaba, ella ponía los brazos sobre la repisa de la chimenea y escondía la cara entre sus manos. Al llegar al umbral, él se detenía y se volvía para mirarla; luego regresaba en puntillas a su lado, levantaba una de las cintas de terciopelo negro, lo besaba, y abandonaba la habitación sin que ella lo oyera ni cambiara de postura. Y en medio de esta silenciosa despedida, caía la cortina. Era por esa escena en particular que Newland Archer iba siempre a ver The Shaughraun. La escena de la despedida de Montague y Ada Dyas le parecía muy superior a la que le viera a Croisette y Bressant en París, o a Madge Robertson y Kendal en Londres; por su reticencia, por su mudo dolor, lo emocionaban más que las efusiones histriónicas más famosas.

Esa noche la corta escena adquirió un efecto más conmovedor porque le recordaba, no podía decir por qué, su despedida de madame Olenska al término de su conversación confidencial unos siete o diez días atrás. Sería igualmente difícil descubrir alguna semejanza entre las dos situaciones y la apariencia física de los personajes. Newland Archer no podía pretender acercarse a la romántica apostura del actor inglés, y Miss Dyas era una pelirroja alta de figura monumental cuya cara pálida y simpáticamente fea era por completo diferente del expresivo semblante de Ellen Olenska. Tampoco eran Archer y madame Olenska dos amantes que se separaban en acongojado silencio; ellos eran un abogado y su cliente que se despedían tras una conversación que le había dado al abogado la peor impresión sobre el caso de su cliente. ¿Dónde estaba, entonces, la semejanza que hacía que el corazón del joven latiera con una especie de excitación retrospectiva? Parecía estar en la misteriosa facultad de madame Olenska para sugerir posibilidades trágicas y emotivas, ajenas a la experiencia del diario vivir.

No había dicho una sola palabra que produjera aquella impresión, pero era parte de ella, una proyección del ambiente misterioso y extravagante en que vivió, o bien de algo dramático, apasionado y distinto inherente a su personalidad. Archer generalmente se inclinaba a pensar que la suerte y las circunstancias juegan un pequeño papel al momento de moldear el destino de la gente en comparación con su innata tendencia a permitir que le pasen cosas. Esta tendencia la vio desde un principio en madame Olenska. La serena y casi pasiva joven lo impresionó por ser exactamente la clase de persona a quien le pasaban cosas, por mucho que ella se echara atrás y se apartara de su camino para evitarlas. Lo apasionante era que ella había vivido en una atmósfera tan cargada de dramatismo que su propia tendencia a provocarlo había pasado inadvertida. Era precisamente su extraña falta de capacidad de asombro lo que le daba a Archer la sensación de que la habían arrancado de un torbellino: las cosas que ella daba por sentadas proporcionaban la medida de aquéllas contra las cuales se había rebelado.

Archer había salido de su casa con la convicción de que la acusación del conde Olenski no era infundada. El misterioso ser que figuraba en el pasado de su esposa como "el secretario" probablemente había sido recompensado por su colaboración en la huida. Las condiciones de las que escapaba eran intolerables, increíbles, indescriptibles; ella era joven, estaba asustada, estaba desesperada, ¿qué cosa más natural que agradecerle a su salvador? La lástima era que su gratitud la había puesto, ante los ojos de la ley del mundo, a la par con su abominable esposo. Archer se lo hizo entender, como era su deber hacerlo; también le hizo entender lo que la bondadosa e ingenua Nueva York, con cuya inagotable caridad ella parecía haber contado, era precisamente el sitio donde menos podía esperar indulgencia.