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100 Clásicos de la Literatura

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Mientras escribía unas líneas en la tarjeta y esperaba que envolvieran el ramo, lanzó una mirada alrededor de la tienda escondida entre las flores y ramas, y sus ojos descubrieron un ramillete de rosas amarillas. Nunca había visto unas tan doradas como el sol, y su primer impulso fue enviárselas a May en lugar de los lirios. Pero no se parecían a ella, tenían algo demasiado vivo, demasiado fuerte en su ardiente belleza. En un súbito cambio de humor, y casi sin saber lo que hacía, le indicó a la florista que pusiera las rosas en otra caja larga, y deslizó adentro su tarjeta en un segundo sobre, en el que escribió el nombre de la condesa Olenska. Pero cuando ya se retiraba, sacó la tarjeta y dejó el sobre vacío en la caja.

—¿Saldrán de inmediato? —preguntó, señalando las rosas.

La florista le aseguró que sí.

10

Al día siguiente persuadió a May de hacer una escapada al parque para dar un paseo después de almuerzo. Como era costumbre en la anticuada Nueva York episcopal, ella solía acompañar a sus padres a la iglesia los sábados por la tarde; pero Mrs. Welland permitió que hiciera la cimarra, ya que esa mañana la había convencido de la necesidad de un noviazgo largo, con tiempo para preparar un trousseau bordado a mano con el número apropiado de docenas.

El día estaba delicioso. La bóveda de árboles desnudos a lo largo de la alameda estaba revestida de lapislázuli y formaba un arco sobre la nieve que brillaba como astillas de cristal. Era el tiempo que más resaltaba la radiante belleza de May, que estaba encendida como un arce nuevo en la escarcha. Archer se enorgullecía de las miradas que se volvían hacia ella, y la simple dicha de ser su dueño disipó sus anteriores perplejidades.

—¡Es tan delicioso despertar cada mañana y aspirar el perfume de los lirios silvestres dentro del dormitorio! —dijo May.

—Ayer llegaron tarde. No tuve tiempo en la mañana...

—Pero que te acuerdes cada día de enviarlas me hace amarlas mucho más que si hubieras ordenado mandarlas y que llegaran todas las mañanas a la misma hora, como el profesor de música; como supe que le pasaba a Gertrude Lefferts, por ejemplo, cuando ella y Lawrence estaban de novios.

—¡Ah, qué tontería! —dijo Archer riendo, divertido con su mordacidad.

Miró de soslayo sus mejillas frescas como una fruta y se sintió suficientemente contento y seguro como para agregar:

—Cuando te mandé tus lirios ayer por la tarde, vi unas maravillosas rosas amarillas y se las hice enviar a madame Olenska. ¿Hice bien?

—¡Qué adorable eres! Esa clase de cosas le encantan. Qué raro que no lo haya mencionado; almorzó con nosotros y contó que Mr. Beaufort le había mandado unas fantásticas orquídeas, y el primo Henry van der Luyden una cesta enorme de claveles de Skuytercliff. Le sorprende tanto recibir flores. ¿Los europeos no lo hacen? Ella dice que es una linda costumbre.

—Oh, bueno, no es raro que las mías fueran eclipsadas por las de Beaufort —dijo Archer, irritado.

Entonces recordó que no puso tarjeta junto con las flores, y se sintió vejado por haber hablado de ellas. Quiso decir: "Visité a tu prima ayer", pero dudaba. Si madame Olenska no habló de su visita sería raro que él lo hiciera. Sin embargo, no hacerlo le daba al asunto un aire de misterio que no le gustaba. Para cambiar sus ideas, empezó a hablar de sus planes, de su futuro, y de la insistencia de Mrs. Welland de alargar el noviazgo.

—¡Tú lo encuentras largo! Isabel Chivers y Reggie estuvieron comprometidos durante dos años; Grace y Thorley casi año y medio. ¿No estamos bien tal como estamos?

Era la tradicional pregunta femenina, y se sintió avergonzado de sí mismo por encontrarla singularmente infantil. No cabía duda de que ella simplemente hacía eco de lo que le dijeron; pero ya se acercaba su cumpleaños número veintidós, y Archer se preguntó a qué edad las mujeres "decentes" comenzaban a hablar por sí mismas. "Nunca, si no las dejamos, supongo" reflexionó, y recordó su loco arrebato ante Mr. Sillerton Jackson: "Las mujeres debieran ser tan libres como nosotros".

En el futuro sería su tarea quitar la venda de los ojos de esa muchacha, y hacerla mirar el mundo de frente. ¿Pero cómo tantas generaciones de mujeres entre sus ancestros habían descendido vendadas a la cripta familiar? Se estremeció al recordar algunas de las nuevas ideas en sus libros científicos, y el ejemplo tan citado del pez de la caverna de Kentuky, que dejó de desarrollar ojos porque no los usaba. ¿Qué pasaría si cuando él ordenara a May Welland que abriera los suyos, éstos solamente pudieran dirigir una mirada vacía hacia la nada?

—Seríamos mucho más felices. Estaríamos siempre juntos, podríamos viajar.

El rostro de May se iluminó.

—Sería fantástico —admitió. Le encantaría viajar. Pero su madre no entendería que quisieran hacer cosas tan diferentes.

—¡Como si el solo hecho de ser "diferentes" no las justificara! —insistió el novio.

—¡Newland, eres tan original! —exclamó ella, alborozada.

El joven sintió que se le iba el alma, a los pies, pues estaba diciendo todas las cosas que los jóvenes en su situación debían decir, y ella daba las respuestas aprendidas por instinto o por tradición, hasta el punto de llamarlo original.

—¡Original! Somos todos iguales como esas muñecas cortadas del mismo papel doblado. Somos como moldes multicopiados y pegados en una pared. ¿No podemos tú y yo tomar nuestros propios caminos, May?

Se detuvo en plena excitación de la discusión y la miró. Los ojos de May seguían clavados en él con una radiante admiración en que no había una sola nube.

—Pero por Dios... ¿me pides que nos escapemos? —dijo riendo.

—Si quieres...

—¡Entonces me amas de verdad, Newland! ¡Soy tan feliz! Y entonces, ¿por qué no ser más felices?

—Pero no podemos conducirnos como personajes de novela, ¿no es cierto?

—¿Por qué no, por qué no, por qué no?

Pareció un poco molesta con su insistencia. Sabía muy bien que no podían, pero era cansador tener que elaborar una explicación.

—No soy lo suficientemente inteligente como para discutir contigo. Pero este tipo de cosas son algo...vulgar, ¿no crees? —sugirió, aliviada por haber dado con una palabra que, con toda seguridad, iba a dar por terminado el asunto.

—¿Tanto miedo tienes, entonces, de ser vulgar?

Se sintió evidentemente desconcertada por esta pregunta.

—Naturalmente que me parece pésimo, igual que a ti —replicó, algo irritada. El guardó silencio, golpeando nervioso su bastón contra la parte alta de su bota. Ella, pensando que había encontrado finalmente la manera correcta de cerrar la discusión, dijo alegremente:

—¿Te conté que le mostré mi anillo a Ellen? Dijo que era el engaste más hermoso que había visto. No hay nada parecido en la rue de la Paix, dijo. ¡Te adoro, Newland, por ser tan artista!

Al día siguiente en la tarde, antes de la cena, cuando Archer fumaba taciturno en su estudio, Janey llegó a visitarlo. El joven no pasó a su club al regresar de la oficina donde ejercía la profesión de abogado con toda la calma que correspondía a un acaudalado neoyorquino de su clase. Estaba desanimado y de mal genio, y lo acosaba el horror de hacer todos los días lo mismo a la misma hora.

—¡Monotonía, monotonía! —murmuró y la palabra recorría su mente como una melodía agobiadora mientras recordaba las familiares siluetas de sombrero alto vagando perezosas detrás de la luna del espejo; y porque habitualmente pasaba al club a esa hora, se fue a su casa esa tarde. No sólo sabía los temas acerca de los que probablemente conversarían, sino el partido que cada cual tomaría en la discusión. El duque sería, por supuesto, el tema principal; aunque la aparición en la Quinta Avenida de una dama de cabello rubio dorado en una pequeña berlina color amarillo canario tirado por dos potros negros (de lo que todo el mundo hacía responsable a Beaufort) sería sin duda ampliamente comentado. "Esas mujeres" (como se las llamaba) eran escasas en Nueva York, más aún las que conducían su propio carruaje, de modo que la aparición de Miss Fanny Ring en la Quinta Avenida a la hora de moda había remecido profundamente a la sociedad. Sólo el día anterior su carruaje había pasado por delante del de Mrs. Lovell Mingott, la que de inmediato hizo sonar la campanilla que estaba al alcance de su mano y ordenó al cochero que la condujera a casa. "¿Qué habría sucedido si esto le hubiera pasado a Mrs. van der Luyden?", se preguntaba la gente, estremecida. En ese mismo momento, a Archer le parecía oír a Lawrence Lefferts perorando acerca de la desintegración de la sociedad.

Levantó irritado la cabeza cuando su hermana Janey entró, y luego se sumergió en el libro que leía (Chastelard de Swinburne, recién publicado) como si no la hubiera visto. Ella miró el escritorio repleto de libros, abrió un volumen de los Contes Drolatiques, hizo una mueca de disgusto ante el francés arcaico, y suspiró:

—¡Qué libros tan cultos lees tú!

—¿Qué pasa? —preguntó al verla revolotear como Casandra a su alrededor.

—Mamá está furiosa.

—¿Furiosa? ¿Con quién? ¿Por qué motivo?

—Miss Sophy Jackson acaba de estar aquí. Nos dijo que su hermano vendrá después de comida; no pudo decir mucho porque él se lo prohibió; quiere dar él personalmente todos los detalles. Ahora está con la prima Louisa van der Luyden.

—Por Dios santo, querida mía, empieza de nuevo. Sólo una deidad omnisciente entendería de qué estás hablando.

—No seas profano, Newland. Mamá ya sufre bastante con que no vayas a la iglesia...

Con un gruñido, Archer volvió a su libro.

—¡Newland! Escúchame. Tu amiga madame Olenska fue a la fiesta de Mrs. Lemuel Struthers anoche, con el duque y Mr. Beaufort.

 

Al oír las últimas palabras del informe, Archer sintió que una insensata rabia estallaba en su pecho. Para sofocarla, lanzó una risotada.

—Bueno, ¿y qué? Yo sabía que ella pensaba ir.

Janey palideció y casi se le salieron los ojos.

—¿Quieres decir que sabías, y no se lo impediste? ¿No se lo advertiste?

—¿Impedirle? ¿Advertirle? —se rio otra vez— ¡No estoy comprometido para casarme con la condesa Olenska!

Las palabras adquirieron un sonido fantástico en sus propios oídos.

—Te casas con alguien de su familia

—¡Oh, la familia, la familia! —exclamó en tono burlón.

—Newland, ¿no te importa la familia?

—Ni un comino.

—¿Ni lo que pueda pensar la prima Louisa van der Luyden?

—Ni medio comino, si piensa estos disparates de vieja solterona.

—Mamá no es una solterona —dijo su virginal hermana, con los labios apretados. Tuvo ganas de gritarle: "Sí, es una solterona, igual que los Van der Luyden, y que todos nosotros, cuando por casualidad nos roza la punta del ala de la Realidad." Pero vio su cara alargada y dulce contraerse en un sollozo, y se sintió avergonzado por la inútil pena que le estaba infligiendo.

—¡Al diablo la condesa Olenska! No seas boba, Janey, yo no soy su guardián.

—No, pero le pediste a los Welland que anunciaran tu compromiso antes para que tuviéramos que darle nuestro respaldo a ella. Y si no hubiera sido por eso la prima Louisa nunca la habría invitado a la cena en honor del duque.

—Bueno, ¿qué mal había en invitarla? Era la más hermosa del comedor; gracias a ella esa cena fue un poco menos fúnebre de lo que acostumbran ser los banquetes de los van der Luyden.

—Sabes de más que el primo Henry la invitó por hacerte un favor; él convenció a la prima Louisa. Y ahora están tan enfadados que decidieron regresar a Skuytercliff mañana. Creo, Newland, que es mejor que bajes ahora. Pareces no comprender lo que sufre mamá.

Newland encontró a su madre en el salón. Levantó la vista de su costura y lo miró con expresión de preocupación.

—¿Janey te lo dijo? —preguntó.

—Sí —Newland trató que su tono fuera tan mesurado como el de ella—. Pero no me lo puedo tomar tan en serio.

—¿No tomas en serio el hecho de haber ofendido a la prima Louisa y al primo Henry?

—No tomo en serio el hecho de que ellos se ofendan por algo tan trivial como que la condesa Olenska vaya a la casa de una mujer que ellos consideran vulgar.

—¡Consideran!

—Bueno, que es vulgar; pero que tiene buena música y entretiene a la gente en las noches del domingo, cuando toda Nueva York se muere de aburrimiento.

—¿Buena música? Lo que yo sé es que una mujer se subió arriba de una mesa y cantó las canciones que cantan en los lugares que tú visitas en París. Y se fumaba y se bebía champagne.

—Bueno, esas cosas pasan en otros lugares también, y el mundo sigue girando.

—Supongo, querido, que no estarás realmente defendiendo el domingo francés. Te he oído mil veces, mamá, quejarte del domingo inglés cuando estábamos en Londres.

—Nueva York no es ni París ni Londres.

—¡Oh, no, no lo es! —gimió su hijo. ¿Quieres decir que aquí la sociedad no es tan brillante? Puede que tengas razón; pero pertenecemos a este medio, y la gente debería respetar nuestras costumbres cuando viene acá. Especialmente Ellen Olenska. Ella ha vuelto para alejarse de esa clase de vida que la gente lleva en las sociedades brillantes.

Newland no le contestó, y pasado un momento su madre se atrevió a decir:

—Iba justo a ponerme el sombrero y pedirte que me llevaras a ver a la prima Louisa unos minutos antes de la cena.

El frunció el ceño y ella continuó:

—Pensé que podrías explicarle lo que me acabas de decir: que la sociedad es diferente en el extranjero, que allá no es tan exigente, y que madame Olenska tal vez no conoce nuestra opinión ante ciertas cosas. Tú comprendes, querido —añadió haciéndose la inocente—, que lo harías por el bien de madame Olenska.

—Madre querida, no entiendo qué tenemos que ver nosotros en este asunto. Fue el duque quien llevó a madame Olenska a casa de Mrs. Struthers; en realidad, él fue a su casa con Mrs. Struthers a invitarla. Yo estaba allí cuando llegaron. Si los Van der Luyden quieren pelear con alguien, el verdadero culpable está bajo su propio techo.

—¿Pelear? Newland, ¿alguna vez supiste que el primo Henry se haya peleado con alguien? Por otra parte, el duque es su huésped; y además es extranjero. Los extranjeros no discriminan, ¿cómo podrían discriminar? La condesa Olenska es neoyorquina, y debería respetar el sentir de Nueva York.

—Bueno, si quieren una víctima, tienes mi autorización para lanzarles a madame Olenska —exclamó su hijo, exasperado—. No me veo a mí mismo, ni a ti tampoco, ofreciéndonos para expiar sus crímenes.

—Oh, claro que tú ves sólo el lado Mingott —repuso su madre, en el tono dolido que era su mejor arma en momentos de ira.

El pálido mayordomo abrió la mampara de la sala de estar y anunció:

—El hecho es —continuó Mr. van der Luyden acariciando su larga pierna gris con una mano exangüe doblada bajo el peso del enorme anillo de sello del protectorado holandés— que pasé a visitarla para agradecerle la hermosa nota que me escribió por las flores; y también (pero esto es entre nosotros nada más, por supuesto) para advertirle amigablemente que no permita al duque llevarla con él a ciertas fiestas. No sé si ustedes saben...

Mrs. Archer le dedicó una sonrisa indulgente.

—¿El duque la ha llevado a algunas fiestas?—dijo.

—Tú sabes lo que son estos nobles ingleses. Son todos iguales. Louisa y yo queremos mucho a nuestro primo, pero es inútil esperar que gente que está acostumbrada a las cortes europeas se preocupe de nuestras pequeñas distinciones republicanas. El duque va a donde se entretiene. —Mr. van der Luyden hizo una pausa, pero nadie habló—. Sí, parece que la llevó anoche a casa de Mrs. Lemuel Struthers. Sillerton Jackson acaba de venir a contamos esta tonta historia, y Louisa se perturbó muchísimo. De modo que pensé que lo más corto era ir derechamente donde la condesa Olenksa y explicarle, como una mera insinuación, por supuesto, lo que pensamos en Nueva York sobre ciertas cosas. Pensé que podría hacerlo, con toda delicadeza, porque la noche que cenó con nosotros ella sugirió, más bien me dejó entrever que agradecería que la aconsejáramos un poco. Y me lo agradeció.

La mirada de Mr. van der Luyden recorrió la habitación con lo que, en facciones menos desprovistas de las vulgares pasiones, podría ser una gran satisfacción personal; en su cara se convirtió en una ligera expresión de benevolencia, que se reflejó amablemente en el semblante de Mrs. Archer.

—¡Qué gentiles son siempre ustedes, querido Henry! Newland les agradecerá en el alma lo que han hecho por nuestra querida May y su familia.

Lanzó una mirada de advertencia a su hijo, que murmuró:

—Estoy inmensamente agradecido, señor. Pero estaba seguro de que le gustaría madame Olenska. Mr. van der Luyden lo miró con extrema bondad.

—Nunca invito a mi casa, mi querido Newland —dijo— a nadie que me disguste. Y así se lo dije recién a Sillerton Jackson.

Con una mirada al reloj, se levantó y añadió:

—Louisa está esperándome. Vamos a cenar temprano para llevar al duque a la ópera.

Una vez que la mampara se cerró solemnemente tras el visitante, el silencio cayó sobre la familia Archer.

—¡Por Dios, qué romántico! —explotó por fin Janey, como una bomba de tiempo. Nadie supo qué fue exactamente lo que inspiró sus elípticos comentarios, y hacía mucho tiempo que su familia había desistido de tratar de interpretarlos.

Mrs. Archer movió la cabeza suspirando.

—Siempre que todo salga para bien —dijo, con el tono de alguien que está seguro de que no será así—. Newland, tienes que quedarte para cuando Sillerton Jackson venga esta noche: temo que yo no sabría qué decirle.

—¡Pobre mamá! Pero no vendrá —dijo su hijo, inclinándose a besarla para suavizar su ceño adusto.

11

Unas dos semanas después, Newland Archer se hallaba sentado en abstracta ociosidad en su despacho privado de la oficina de los abogados Letterblair, Lamson y Low, cuando fue convocado por el director de la firma. El anciano Mr. Letterblair, acreditado asesor jurídico de tres generaciones de la aristocracia neoyorquina, estaba entronizado tras su escritorio de caoba, en evidente estado de perplejidad. Cuando acarició sus blancos bigotes recortados y pasó su mano por los despeinados mechones grises que caían sobre su frente abombada, su irrespetuoso y joven colega pensó que se parecía al médico de familia enojado con un paciente cuyos síntomas no puede clasificar.

—Mi querido señor —siempre se dirigía a Archer llamándolo "señor"—, lo mandé llamar para tratar un pequeño asunto con usted; un asunto que, por el momento, prefiero no mencionar ni a Mr. Skipworth ni a Mr. Redwood.

Los caballeros de que hablaba eran otros socios mayores de la firma; porque, como sucedía siempre en el caso de sociedades jurídicas de gran categoría en Nueva York, todos los socios que daban su nombre a la oficina habían muerto hacía mucho tiempo; y Mr. Letterblair, por ejemplo, era, profesionalmente hablando, su propio nieto.

Se reclinó en su silla con el ceño fruncido.

—Por razones familiares... —continuó. Archer levantó los ojos.

—La familia Mingott —dijo Mr. Letterblair, con una sonrisa explicativa y una reverencia—. Mrs. Manson Mingott me citó ayer a su casa. Su nieta, la condesa Olenska, desea entablar juicio de divorcio contra su marido. Me han entregado algunos documentos—. Hizo una pausa y tamborileó sobre el escritorio—. En vista de su proyectada alianza con la familia, quisiera consultar con usted, estudiar el caso juntos, antes de dar nuevos pasos.

Archer sintió que la sangre se agolpaba a sus sienes. Había visto a la condesa Olenska una sola vez después de su visita, y luego en la ópera, en el palco de los Mingott. En ese intervalo, su imagen fue menos vívida e importuna, retirándose del primer plano que él le diera, mientras May Welland recuperaba su legítimo lugar. No oyó hablar de su divorcio desde la alusión hecha al azar por Janey, y había descartado el tema como un chisme sin fundamento. En teoría, la idea de un divorcio era casi de tan mal gusto para él como para su madre, y le molestaba que Mr. Letterblair (sin duda empujado por la anciana Catherine Mingott) planeara de manera tan evidente obligarlo a entrar en el juicio. Después de todo había muchos hombres de apellido Mingott para tales menesteres, y todavía él no era Mingott ni siquiera por lazos matrimoniales.

Esperó que el socio mayoritario continuara.

Mr. Letterblair abrió un cajón con llave y sacó un paquete.

—Le agradeceré dar una mirada a estos papeles.

Archer frunció el ceño.

—Perdóneme, señor, pero precisamente por la futura relación, preferiría que usted consultara el caso con Mr. Skipworth o con Mr. Redwood.

Mr. Letterblair pareció sorprendido y ligeramente ofendido. No era habitual que un profesional nuevo rechazara una oportunidad semejante. Inclinó la cabeza y dijo:

—Respeto sus escrúpulos, señor; pero en este caso creo que la verdadera delicadeza requiere que haga lo que le pido. En realidad la solicitud no es mía sino de Mrs. Manson Mingott y de su hijo. He hablado con Lovell Mingott, y también con Mr. Welland y todos ellos me han dado su nombre.

Archer sintió que aumentaba su rabia. Durante la última quincena lo único que había hecho era dejarse llevar por los acontecimientos, y permitir que la belleza de May y su radiante naturalidad suavizaran la molesta presión de las peticiones de los Mingott. Pero este mandato de la vieja Mrs. Mingott le hizo ver claramente lo que el clan creía que tenía el derecho de exigir a su futuro yerno; y tal rol le produjo una profunda irritación.

—Sus tíos deben encargarse de esto —dijo.

—Ya lo hicieron. El asunto ha sido examinado por la familia. Ellos se oponen a la idea de la condesa; pero ella está firme e insiste en tener asesoría jurídica.

El joven guardó silencio. No había abierto el paquete que tenía en sus manos.

—¿Desea volver a casarse?

—Creo que lo han sugerido, pero ella lo niega.

—Entonces...

 

—¿Me haría el favor, Mr. Archer, de mirar primero esos documentos? Después, cuando hayamos discutido el caso, le daré mi opinión.

Archer se retiró de mala gana con los indeseados documentos. Desde su último encuentro había inconscientemente colaborado con los acontecimientos para liberarse de la carga que representaba la condesa Olenska. La hora que pasó solo con ella junto al fuego los había colocado en una momentánea intimidad que fue providencialmente rota por la intrusión del duque de St. Austrey con Mrs. Lemuel Struthers, y la alegre acogida que la condesa les tributara. Dos días después Archer asistió a la comedia de su rehabilitación respaldada por los van der Luyden, y se había dicho, con un toque de acritud, que una dama que sabía, con tan buenos resultados, agradecer un ramo de flores a influyentes caballeros de edad madura, no necesitaba los consuelos privados o el quijotismo público de un joven tan insignificante como él. Mirar las cosas desde ese punto de vista simplificaba su propio caso y, de manera sorprendente, sacaba lustre a todas las opacadas virtudes domésticas. No podía imaginarse a May Welland, en cualquier emergencia, pregonando sus problemas personales ni prodigando sus confidencias a hombres desconocidos; y nunca le pareció más fina ni más hermosa que en esos días. Hasta se rindió a su deseo de tener un noviazgo más largo, porque ella opuso a su petición de adelantar la boda la única razón que lo podía desarmar.

—Tú sabes que, llegado el caso, tus padres siempre te dan el gusto, desde que eras una niña pequeña —había argumentado. Y ella le respondió, mirándolo con sus ojos límpidos:

—Sí, y por eso me es tan difícil rehusarles la última cosa que me piden como su hija.

Esa era la marca de la vieja Nueva York; era la clase de respuesta que siempre quisiera estar seguro de escucharle a su mujer. Si uno está habituado a respirar el aire de Nueva York, a veces parece que cualquier otro menos cristalino se hace sofocante.

Los papeles que llevara para leer en realidad no le dijeron mucho; pero lo sumergieron en una atmósfera que lo hizo sentirse asfixiado y atragantado. Consistían principalmente en un intercambio de cartas entre los abogados del conde Olenski y una firma jurídica francesa a quien la condesa acudiera para aclarar su situación financiera. También había una corta carta del conde a su esposa; después de leerla, Newland Archer se levantó de su asiento, puso desordenadamente los documentos dentro de su sobre, y volvió a entrar en la oficina de Mr. Letterblair.

—Aquí tiene las cartas, señor. Si lo desea, hablaré con madame Olenksa —dijo con voz forzada.

—Gracias, muchas gracias, Mr. Archer. Venga a cenar conmigo esta noche si está libre, y después examinaremos el asunto, en caso que quiera visitar a nuestra cliente mañana.

Esa tarde Newland Archer se fue otra vez directamente a su casa. Era un atardecer invernal de transparente claridad, con una inocente luna nueva que asomaba por encima de los tejados. Quería llenar los pulmones de su alma con ese puro resplandor, y no hablar con nadie hasta que se encerrara con Mr. Letterblair después de la cena. No podía haber tomado otra decisión: debía ver a madame Olenska para evitar que revelara sus secretos a otros ojos. Una ola de compasión barrió su indiferencia y su impaciencia; la veía ante él como una figura desprotegida y digna de lástima, a la que debería salvar a cualquier costo para que no siguiera hiriéndose a sí misma en sus desatinadas luchas contra el destino.

Recordaba lo que ella le dijera sobre la solicitud de Mrs. Welland de que se eliminara todo lo que fuera "desagradable" en su historia, y con temor pensó que tal vez era esa actitud mental la que mantenía tan puro el aire de Nueva York. "¿No seremos más que unos fariseos, al final de cuentas?" se preguntó, desconcertado en su esfuerzo de reconciliar su instintivo disgusto por la vileza humana con su igualmente instintiva piedad por la fragilidad humana.

Por primera vez se daba cuenta de que sus principios habían sido siempre muy elementales. Aparentaba ser un joven que no temía arriesgarse, y sabía que su secreto amorío con la pobre tontuela de Mrs. Thorley Rushworth no había sido tan discreto como para no darle un cierto aire de aventura. Pero Mrs. Rushworth era de "esa clase de mujeres", alocada, vana, aficionada por naturaleza a lo clandestino, y se sentía mucho más atraída por el secreto y el peligro de la relación amorosa que por los encantos y cualidades de Archer. Cuando lo comprendió, casi se le rompió el corazón, pero ahora le parecía el factor redentor del caso. La relación, en resumen, fue igual a la que todos los jóvenes han vivido a esa edad, y de la cual emergen con la conciencia en paz y una serena creencia en la abismal distinción entre las mujeres que uno ama y respeta y aquellas de las cuales uno disfruta... y compadece. En este sentido, fueron diligentemente incitados .por sus madres, tías y otras mujeres mayores de la familia, pues todas compartían el convencimiento de Mrs. Archer de que cuando "tales cosas suceden", sin ninguna duda el hombre ha cometido una tontería, pero la mujer siempre ha cometido un crimen. Todas las señoras de edad que Archer conocía consideraban que una mujer que se entrega con imprudencia al amor es necesariamente inescrupulosa y malintencionada, y que es un pobre ingenuo el hombre que cae impotente en sus garras. Lo único que había que hacer con un joven era convencerlo de que se casara, lo antes posible, con una niña buena a quien confiárselo para que lo cuidara. Archer empezó a adivinar que en las antiguas y complicadas comunidades europeas los problemas amorosos eran menos simples y no tan fáciles de clasificar. Las sociedades ricas, ociosas y ornamentales pueden producir muchas más situaciones de esta índole; y posiblemente hay alguna donde una mujer de naturaleza sensitiva y reservada puede, por la fuerza de las circunstancias, y por absoluta indefensión y soledad, ser atraída a una relación inaceptable para los criterios convencionales.

Al llegar a su casa escribió una nota a la condesa Olenska, preguntándole qué hora del día siguiente podría recibirlo, y la despachó con un mensajero, que retornó al poco rato con unas líneas en que le decía que iría a Skuytercliff la mañana siguiente a pasar el domingo con los van der Luyden, pero que la encontraría sola esa misma tarde después de cenar. Escribió la nota en una media hoja de papel bastante arrugada, sin fecha ni dirección, pero su escritura era firme y libre. Le divirtió la idea de aquel fin de semana en la total soledad de Skuytercliff, pero de inmediato sintió que allí, entre todos los lugares, ella iba a sentir la frialdad de esas mentes rigurosamente ajenas a lo "desagradable".

Llegó a casa de Mr. Letterblair a las siete en punto, contento de tener una excusa para retirarse temprano después de la comida. Se había formado su propia opinión acerca de los documentos que le confiaran, y no tenía especial interés en discutir el asunto con su superior. Mr. Letterblair era viudo, y cenaron solos, copiosa y lentamente, en una amplia habitación oscura decorada con amarillentos grabados de "La muerte de Chatham" y "La coronación de Napoleón". Sobre el aparador, entre alargados estuches de cuchillería Sheraton, había una garrafa de Haut Brion, y otra del viejo oporto Lanning (obsequio de un cliente), que el despilfarrador Tom Lanning había vendido en su totalidad un par de años antes de su misteriosa y vergonzosa muerte en San Francisco, un incidente menos humillante públicamente para su familia que la venta de la bodega. Luego de una suave sopa de ostras, ofrecieron sábalo con pepinos, seguido de un pavo tierno a la parrilla con maíz frito, y de un pato silvestre con gelatina de grosella y mayonesa al apio. Mr. Letterblair, que sólo comía un sándwich al almuerzo y té, cenaba pausadamente y en abundancia, e insistió en que su huésped hiciera lo mismo. Finalmente, una vez cumplidos los últimos ritos, se retiró el mantel, se encendieron los cigarros, y Mr. Letterblair, echándose atrás en su silla y dejando a su lado el oporto, sintió en su espalda el agradable calor del carbón en la chimenea.