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100 Clásicos de la Literatura

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La condesa Olenska era la única mujer joven en esa cena; sin embargo, al escudriñar Archer las suaves caras rollizas de aquellas damas entradas en años y adornadas con gargantillas de diamantes e imponentes plumas de avestruz, le parecieron curiosamente inmaduras en comparación con Ellen. Le asustó pensar qué sería lo que había causado esa expresión en sus ojos.

El duque de St. Austrey, sentado a la derecha de la anfitriona, era naturalmente la figura principal del evento. Pero si la condesa Olenska lucía menos llamativa de lo que se esperaba, el duque era casi invisible. Como hombre bien educado, no se presentó a la cena (como un reciente visitante ducal) en tenida de montar; pero su traje de noche era tan usado, le quedaba tan suelto y lo llevaba con tal aire de comodidad, que (junto con su manera de sentarse inclinado hacia adelante, y la larga barba que cubría su pechera) difícilmente se podía decir que estaba vestido de etiqueta. Era de baja estatura, encorvado de hombros, tostado por el sol, de nariz ancha, ojos pequeños y sonrisa amistosa; pero hablaba raras veces, y cuando hablaba lo hacía en tono tan bajo que, a pesar de los frecuentes silencios de expectación que se producían en la mesa, sus vecinos eran los únicos que lograban oír sus comentarios. Cuando los caballeros se reunieron con las señoras después de la cena, el duque se dirigió en línea recta hacia la condesa Olenska, y ambos se sentaron en un rincón y se sumergieron en una animada charla. Ninguno de los dos pareció percatarse de que el duque debía primero haber presentado sus respetos a Mrs. Lovell Mingott y a Mrs. Headly Chivers y que la condesa debía haber conversado con aquel simpático hipocondríaco, Mr. Urban Dagonet de Washington Square, quien, por tener el placer de conocerla, rompió su regla fija de no cenar fuera entre enero y abril. Conversaron durante unos veinte minutos; luego la condesa se levantó y atravesó sola el amplio salón para ir a sentarse junto a Newland Archer.

No se acostumbraba en los salones de Nueva York que una dama se alejara de un caballero para buscar la compañía de otro. La etiqueta requería que esperara, inmóvil como un ídolo, a que se le acercaran los hombres que deseaban conversar con ella. Pero, al parecer, la condesa no sabía que estaba quebrantando una regla. Se sentó tranquilamente en un rincón del sofá al lado de Archer, y lo miró con gran cariño.

—Quiero que me hables de May —dijo.

En lugar de contestarle, él preguntó a su vez:

—¿Conocías al duque de antes?

—Oh, sí, solíamos verlo todos los inviernos en Niza. Es muy aficionado al juego, venía frecuentemente a casa —dijo de la manera más simple, como si hubiera dicho que le encantaban las flores silvestres; después de un momento agregó con franqueza—: Creo que es el hombre más insulso del mundo.

Esta opinión agradó tanto a su compañero que olvidó el ligero sobresalto que le produjera su anterior comentario. No había duda de que era excitante encontrar a una mujer que pensara que el duque de los Van der Luyden era aburrido, y que se atreviera a decirlo. Ansiaba interrogarla, saber más de esa vida de la cual, con sus descuidadas palabras, ella le había dado un luminoso atisbo; pero temía remover angustiosos recuerdos, y antes de que alcanzara a pensar en algo que decir, ella volvió a su tema del comienzo.

—May es encantadora; no he visto en Nueva York una muchacha tan bonita y tan inteligente. ¿Estás muy enamorado de ella?

Newland Archer enrojeció y se echó a reír.

—Como puede estarlo un hombre.

Ella seguía mirándolo pensativa, como para no perder ningún matiz de sus palabras.

—¿Piensas, entonces, que hay un límite?

—¿Para estar enamorado? ¡Si lo hay, no lo he encontrado!

Ella irradió comprensión.

—Ah —dijo—, ¿es real y verdaderamente un romance?

—¡El más romántico de los romances!

—¡Qué encantador! ¿Y lo descubrieron ustedes solos?, ¿no fue arreglado por nadie?

Archer la miró con incredulidad, y le preguntó sonriendo:

—¿Te olvidas de que en nuestro país no permitimos que nadie arregle nuestros matrimonios?

Un encendido rubor cubrió las mejillas de la condesa, y Archer lamentó al instante sus palabras.

—Sí —repuso ella—, lo había olvidado. Tienes que perdonarme si a veces cometo estos errores. No siempre me acuerdo de que todo lo que era malo allá donde vivía, aquí es bueno.

Bajó la mirada y la fijó en su abanico vienés de plumas de águila, y él vio que sus labios temblaban.

—Lo siento —le dijo impulsivamente—, pero ahora estás entre amigos, no olvides eso.

—Sí, ya lo sé. Lo advierto en todas partes donde voy. Por eso regresé. Quiero olvidar todo lo demás, ser una verdadera americana otra vez, como los Mingott y los Welland, y tú y tu encantadora madre, y toda esta gente cariñosa que veo aquí esta noche. Ah, allá viene May, y querrás correr a su lado —agregó, pero sin moverse; y sus ojos se apartaron de la puerta y se posaron en el rostro del joven.

Los salones comenzaban a llenarse con la llegada de los invitados a la recepción después de la cena; siguiendo la mirada de madame Olenska, Archer vio entrar a May Welland con su madre. Con su vestido blanco plateado, con una corona de capullos plateados en el pelo, la esbelta muchacha parecía una Diana en el ardor de la cacería.

—Oh —dijo Archer—, tengo demasiados rivales, ya la tienen rodeada. Le están presentando al duque.

—Entonces, quédate conmigo un poquito más —dijo madame Olenska en tono bajo, rozando la rodilla del joven con su abanico de plumas. Fue un roce muy leve, pero lo emocionó como si fuera una caricia.

—Sí, permíteme quedarme —respondió él en el mismo tono, casi sin saber lo que decía. Pero justo en ese momento se acercó Mr. van der Luyden, seguido de Mr. Urban Dagonet. La condesa los acogió con su sonrisa seria, y Archer, sintiendo la mirada admonitoria de su anfitrión clavada en él, se levantó y cedió su asiento. Madame Olenska retuvo su mano como si se despidiera de él.

—Mañana, entonces, después de la cinco, te estaré esperando —dijo, y luego se volvió para hacer lugar a Mr. Dagonet.

—Mañana —se oyó repetir Archer, aunque no había ninguna cita, y durante la charla ella no le dio la menor muestra de que deseaba verlo otra vez. Al retirarse vio a Lawrence Lefferts, alto y resplandeciente, que conducía a su mujer para ser presentados; y escuchó que Gertrude Lefferts decía a la condesa con su sonrisa insensible:

—Pero creo que solíamos ir a clase de baile juntas cuando éramos pequeñas.

Detrás de ella, esperando su turno para presentarse a la condesa, Archer vio a varias de las parejas que de manera más recalcitrante habían declinado la invitación a conocerla en casa de Mrs. Lovell Mingott. Como comentó Mrs. Archer, cuando los van der Luyden querían dar una lección, sabían cómo hacerlo. La lástima era que esto sucedía tan pocas veces. Archer sintió que lo tomaban de un brazo y vio a Mrs. van der Luyden a su lado, con su sencillo traje de terciopelo negro adornado con los diamantes de la familia.

—Fue muy bondadoso de tu parte, querido Newland, dedicarte con tanta generosidad a madame Olenska. Le dije a tu primo Henry que debía rescatarte.

Le pareció haberle sonreído vagamente, y ella agregó, como si comprendiera la natural timidez del joven:

—Nunca vi a May más adorable. El duque dice que es la más bonita del salón.

9

La condesa Olenska había dicho "después de las cinco"; y a las cinco y media Newland Archer llamaba a la puerta de una casa de estuco descascarado con una gigantesca glicina que invadía el débil balcón de hierro fundido, situada muy abajo en la calle Veintitrés Oeste, que Ellen había arrendado a la vagabunda Medora. Era en realidad un barrio bastante extraño para instalarse a vivir. Modistillas, disecadores de pájaros y "gente que escribe" eran sus vecinos más próximos; y un poco más allá de la descuidada calle, en un sendero pavimentado, Archer reconoció una ruinosa casa de madera donde sabía que vivía un escritor y periodista llamado Winsett, con quien solía conversar de vez en cuando. Winsett no invitaba a nadie a su casa; pero una vez se la mostró a Archer durante un paseo nocturno. Al verla, se había preguntado, sintiendo escalofríos, si los seres humanos vivirían tan miserablemente en otras capitales.

La casa de madame Olenska se diferenciaba de esa vivienda sólo porque los marcos de las ventanas estaban mejor pintados. Y pasando revista a la modesta fachada, Archer se dijo que el conde polaco debía haberle robado a Ellen toda su fortuna junto con sus ilusiones. El joven había tenido un día desagradable. Almorzó con los Welland, con la esperanza de llevar después a May a pasear por el parque pues quería estar a solas con ella, decirle lo bonita que se veía la noche anterior y lo orgulloso que se sintió de ella, y presionarla para apresurar su matrimonio. Pero Mrs. Welland le recordó con firmeza que todavía no terminaban la ronda de visitas a la familia y, cuando insinuó adelantar la fecha de la boda, levantó las cejas con aire de reproche y dijo suspirando:

—Doce docenas de todo... bordadas a mano...

Acomodados estrechamente en el landó familiar rodaron de un umbral de la tribu al otro, y cuando terminó el recorrido de la tarde, Archer se despidió de su novia con la sensación de que lo habían exhibido como un animal salvaje atrapado con gran destreza. Supuso que fueron sus lecturas de antropología las que lo motivaron para dar un punto de vista tan truculento a lo que, por último, era sólo la simple y natural demostración de un sentimiento familiar. Pero al recordar que los Welland no querían que la boda se realizara hasta el próximo otoño, e imaginando lo que sería su vida hasta entonces, se sintió profundamente abatido.

 

—Mañana —gritó Mrs. Welland cuando se alejaba— haremos los Chivers y los Dallas.

Advirtió que recorría las dos familias en orden alfabético, y que por lo tanto se hallaban sólo en la cuarta parte de la lista. Tuvo la intención de contarle a May de la invitación de la condesa Olenska —más bien dicho su orden— y que la visitaría esa tarde, pero en los breves momentos que estuvieron solos tenía cosas mucho más urgentes que decirle. Por lo demás, le pareció un poco absurdo hacer alusión al asunto. Sabía que May deseaba que fuera amable con su prima; ¿no fue ese deseo lo que apresuró el anuncio de su compromiso? Sentía una sensación rara al pensar que si no fuera por la llegada de la condesa él sería, si no un hombre totalmente libre, al menos un hombre no tan irrevocablemente comprometido. Pero May lo quiso así, y él también se sintió bastante desligado de responsabilidades y por lo tanto libre, si prefería, de visitar a la prima de su novia sin decírselo.

Mientras esperaba en el umbral de madame Olenska, el principal sentimiento que lo embargaba era la curiosidad. Le intrigaba el tono en que ella lo había convocado y sacó por conclusión que era menos simple de lo que parecía. Le abrió la puerta una doncella de tez morena, aspecto de extranjera y pecho prominente bajo una vistosa pañoleta que Archer asoció vagamente con Sicilia. Le dio la bienvenida mostrando sus dientes blancos y, respondiendo a sus preguntas con movimientos de cabeza que demostraban su desconocimiento del idioma, lo condujo por el estrecho vestíbulo hasta un salón de techo bajo donde ardía el fuego de una chimenea. La habitación estaba vacía y la doncella lo dejó solo durante largo tiempo sin que él pudiera saber si había ido a buscar a su patrona, o si no había entendido por qué estaba allí, o si pensó tal vez que venía a darle cuerda a los relojes, a propósito de lo cual advirtió que el único espécimen visible se había detenido. Archer sabía que las razas sureñas se comunican entre ellas con el lenguaje de la pantomima, y se sentía mortificado ante sus ininteligibles encogimientos de hombros y sonrisas. Al rato regresó con una lámpara y Archer, que en el intervalo había construido una frase tomada de Dante y Petrarca, recibió por fin una respuesta:

—La signora é fuori, ma verrá subito.

Lo que Archer tradujo como:

—La señora salió, pero la verá pronto.

Lo que vio por mientras, con la ayuda de la lámpara, fue el desvanecido y sombrío encanto de una habitación muy distinta a todas las que conocía. Sabía que la condesa Olenska había conservado algunas de sus posesiones — restos del naufragio, las llamaba ella—, las que consistían, supuso, en algunas pequeñas mesas de madera oscura, un delicado bronce griego de formato pequeño sobre la chimenea, y un pedazo de damasco rojo clavado sobre el descolorido papel de la pared detrás de algunos cuadros italianos en marcos antiguos. Newland Archer se enorgullecía de sus conocimientos del arte italiano. Su niñez estuvo saturada de Ruskin, y había leído todos los últimos libros: John Addington Symonds, el Euphorion de Vernon Lee, los ensayos de P. G. Hamerton, y un maravilloso volumen nuevo llamado El Renacimiento de Walter Pater. No tenía problemas para hablar de Botticelli, y opinaba de Fra Angélico con cierta condescendencia. Pero estos cuadros lo embrujaron, porque no eran como los que estaba acostumbrado a mirar (y por tanto capaz de ver) cuando viajaba por Italia; y quizás también su poder de observación resultaba perjudicado por el extravagante hecho de encontrarse en esta rarísima casa vacía, donde aparentemente nadie lo esperaba. Lamentaba no haberle hablado a May Welland de la solicitud de la condesa Olenska, y se sentía también un poco perturbado al pensar que su novia pudiera visitar a su prima en ese momento. ¿Qué pensaría si lo encontraba sentado allí, con la intimidad que implicaba el hecho de esperar solo en la penumbra junto a la chimenea en casa de una dama? Pero ya que había ido, esperaría; se hundió en un sillón y estiró un pie hacia los leños. Era muy raro convocarlo de esa manera, para luego olvidarse de él; pero Archer sentía más curiosidad que enfado. La atmósfera de la sala era tan diferente de cuantas había respirado antes que la timidez dejó paso al ansia de aventuras. Ya había estado antes en salones con colgaduras de damasco rojo, con cuadros de la "escuela italiana"; lo que llamaba su atención era la manera en que la destartalada casa arrendada a Medora Manson, con su ruinoso ambiente de pasto de las pampas y estatuillas de Rogers, se hubiera, por el toque de una mano y la apropiada distribución de algunos muebles, transformado en un lugar íntimo, "extranjero", con sutiles sugerencias de antiguas escenas y sentimientos románticos. Trató de analizar el truco, de descubrir la clave en la manera en que estaban agrupadas mesas y sillas, en el hecho de que en el esbelto florero había sólo dos rosas Jacqueminot (de las que nadie compraba menos de una docena), y en el perfume que impregnaba todo y que no era el que se pone en los pañuelos sino más bien el aroma de algún bazar lejano, el olor a café turco, a ámbar gris y a rosas secas.

Su mente empezó a vagar y a preguntarse a qué se parecería el salón de May. Sabía que Mr. Welland, que se estaba portando con gran generosidad, tenía vista una casa recién construida en la calle Treinta y Nueve Este. El barrio era en realidad bastante alejado, y en la construcción de la casa se había utilizado esa espantosa piedra amarillo—verdosa que los arquitectos jóvenes comenzaban a emplear en protesta contra la piedra parda cuyo matiz uniforme revestía la ciudad como una salsa fría de chocolate; pero la instalación sanitaria estaba perfecta. A Archer le hubiera gustado viajar, aplazar el asunto de la casa; pero, aunque los Welland aprobaban una larga luna de miel en Europa (incluso hasta un invierno en Egipto), estaban firmes en la necesidad de una casa para el regreso de la pareja. El joven sintió que su destino estaba sellado: para el resto de su vida subiría cada noche entre las barandillas de hierro fundido de aquel umbral color amarillo verdoso, atravesaría un recibidor pompeyano y entraría en el vestíbulo con zócalo de madera amarilla barnizada. Pero su imaginación no podía ir más allá. Sabía que el salón de arriba tenía una ventana saliente, pero no podía imaginarse a May decorándolo. Aceptaba feliz el raso púrpura y las borlas amarillas del salón de los Welland, sus copias de mesas Buhl y sus vitrinas doradas llenas de Saxe moderno. No veía razón alguna para suponer que querría tener algo distinto en su propia casa, y su único alivio era pensar que, probablemente, ella lo dejaría arreglar la biblioteca a su gusto, que sería, por supuesto, con "verdaderos" muebles Eastlake, y sencillos estantes modernos, sin puertas de cristal.

La doncella de pecho voluminoso entró en la sala, corrió las cortinas, empujó un tronco, y dijo en tono de consuelo:

—Verrà... verrà.

Cuando salió, Archer se levantó y comenzó a preguntarse qué hacer. ¿Debía seguir esperando? Su situación era bastante ridícula. Tal vez entendió mal y madame Olenska nunca lo invitó a su casa.

Por los adoquines de la tranquila calle resonó un ruido de cascos; se detuvieron delante de la casa y escuchó que se abría la puerta de un carruaje. Apartando las cortinas, miró a través del naciente crepúsculo. Frente a él había un farol, cuya luz iluminó la compacta berlina inglesa de Julius Beaufort tirada por un gran caballo ruano. El banquero descendió y dio su mano a madame Olenska para ayudarla a bajar. Beaufort permaneció a su lado, sombrero en mano, diciendo algo que su compañera pareció rechazar; se dieron la mano y él subió al carruaje mientras ella se dirigía a la escala. Cuando entró en la sala, no demostró sorpresa al ver a Archer allí; la sorpresa era una emoción a la cual era muy poco adicta.

—¿Te gusta mi casa, la encuentras divertida? —le preguntó—. Para mí es el paraíso. Al hablar iba desatando su pequeño gorro de terciopelo, se lo quitó junto con la larga capa, y se quedó mirando a Archer con ojos pensativos.

—La has arreglado con un gusto delicioso — replicó el joven, consciente de la futilidad de las palabras, pero aprisionado en lo convencional por su ardiente deseo de ser simple pero capaz de sorprenderla.

—Oh, es sólo una casita. Mis amigos la desprecian. Pero de todas maneras es menos lóbrega que la de los Van der Luyden.

Estas palabras le hicieron el efecto de un golpe eléctrico, pues eran escasos los espíritus rebeldes que se hubieran atrevido a llamar lóbrega la majestuosa mansión de los Van der Luyden. Aquellos que tenían el privilegio de visitarla sentían escalofríos, y la describían como "una hermosura". Pero de pronto se alegró de que ella hubiera expresado tan bien ese escalofrío generalizado.

—Me encanta lo que has hecho aquí — repitió Archer.

—A mí me gusta esta casita —admitió ella—; pero supongo que lo que me gusta es la felicidad de estar aquí, en mi propio país y en mi propia ciudad; y también de estar sola aquí.

Habló tan suavemente que Archer apenas oyó la última frase; pero en su turbación, no la dejó pasar.

—¿Te gusta mucho estar sola?

—Sí, siempre que tenga amigos que impidan que me sienta sola —dijo Ellen; se sentó junto al fuego y continuó—: Nastasia nos traerá el té dentro de poco —y le indicó que volviera a su sillón, agregando—: Ya veo que escogiste tu rincón.

Echándose hacia atrás, cruzó los brazos detrás de la cabeza y miró el fuego con los párpados semicerrados.

—Esta es mi hora preferida, ¿te gusta a ti también?

Un adecuado sentido de su dignidad lo motivó a contestar:

—Me temo que has olvidado la hora que es. Beaufort debe haber sido muy absorbente.

Al parecer esto la divirtió mucho.

—¿Por qué? —dijo—. ¿Esperaste mucho rato? Mr. Beaufort me llevó a ver una cantidad de casas, ya que parece que no se me permite quedarme en esta —pareció borrar de su mente tanto a Beaufort como a Archer, y prosiguió—: Nunca estuve en una ciudad donde hubiera tanto rechazo a vivir en quartiers excentriques ¿Qué importa dónde viva uno? Me han dicho que esta calle es respetable.

—Pero no está de moda.

—¡De moda! ¿Todos ustedes piensan tanto en la moda? ¿Por qué no hacer cada uno su propia moda? Pero supongo que yo he vivido con demasiada independencia; en todo caso, quiero hacer lo que hacen todos, quisiera sentirme querida y cuidada.

Archer se emocionó, como la noche anterior cuando ella habló de su necesidad de que la aconsejaran.

—Eso es lo que tus amigos quieren que sientas. Nueva York es un lugar espantosamente seguro —agregó con un dejo de sarcasmo.

—Sí, ¿no es cierto? Y uno lo siente —repuso ella, sin entender la burla—. Estar aquí es como... como... que te lleven de vacaciones porque has sido una niña buena y porque hiciste todas tus tareas.

La analogía era acertada, pero a él no le gustó demasiado. No le importaba hablar de Nueva York con impertinencia, pero no le agradaba que los demás usaran el mismo tono. Se preguntaba si acaso ella no empezaba a ver qué poderosa máquina era esa ciudad, y lo cerca que estuvo de aplastarla. La cena de los Lovell Mingott, arreglada in extremis con toda clase de cachivaches sociales, debió enseñarle la estrechez de su escapada; pero o bien nunca se dio cuenta de que había bordeado el desastre, o bien lo olvidó, deslumbrada por el triunfo de la noche en casa de los Van der Luyden. Archer se inclinó por la primera teoría; se imaginaba que para ella Nueva York todavía era algo completamente indiferenciado, y esta conjetura le dio bastante rabia.

—Anoche —dijo—, Nueva York se te dio entera. Los Van der Luyden no hacen las cosas a medias. Así es, ¡qué cariñosos son! Fue una fiesta muy simpática. Me pareció que todos los estiman mucho.

No eran las palabras más apropiadas; se adecuaban más a la descripción de un té en casa de la anciana Miss Lannings.

—Los Van der Luyden —dijo Archer, sintiendo que usaba un tono pomposo al hablar—, son la más poderosa influencia en la sociedad de Nueva York. Desgraciadamente, debido a la mala salud de Mrs. van der Luyden, reciben en muy raras ocasiones.

Ella descruzó los brazos detrás de su cabeza y lo miró con expresión meditativa.

—¿No será esa la razón?

—¿La razón...?

—De su gran influencia; porque se hacen tanto de rogar.

Él se sonrojó un poco, la miró con atención, y de pronto comprendió la profundidad de su observación. De un golpe Ellen dio un picotazo a los Van der Luyden y los hizo derrumbarse. Archer se rio, y los sacrificó. Nastasia llevó el té, en tazas japonesas sin asas y pequeños platillos, y colocó la bandeja en una mesa baja.

 

—Pero tú me explicarás estas cosas, me dirás todo lo que debo saber —continuó madame Olenska, inclinándose para darle su taza.

—Eres tú la que debe enseñarme a mí, abrirme los ojos a cosas que están delante de mí desde hace tanto tiempo que ya no las veo.

Ellen sacó una pequeña cigarrera de oro desde una de sus pulseras, le ofreció un cigarrillo y tomó otro para ella. En la chimenea había largas astillas para encenderlos.

—Bien, entonces podemos ayudamos mutuamente. Pero yo quiero mucha ayuda. Tienes que decirme lo que debo hacer.

Archer tuvo en la punta de la lengua la respuesta: "Que no te vean por las calles paseando en coche con Beaufort", pero estaba demasiado atrapado en la atmósfera de la habitación, que era la atmósfera de ella, y darle un consejo de esa clase era como decirle a alguien que está regateando para comprar aceite de rosas en Samarkanda que siempre hay que proveerse de botas de goma para el invierno neoyorquino. Nueva York se encontraba muy lejos de Samarkanda, y si decidían realmente ayudarse uno al otro, ella ya aportaba lo que podría ser la primera prueba de su servicio mutuo al hacerlo mirar su ciudad natal con objetividad. Vista de este modo, como por el revés de un telescopio, parecía desconcertantemente pequeña y distante; pero era normal, si se mira desde Samarkanda.

Estalló una llamarada en los troncos y ella se inclinó hacia el fuego, acercando tanto sus delgadas manos que un tenue halo brilló alrededor de sus uñas ovaladas. La luz dio un color bermejo a los rizos oscuros que escapaban de sus trenzas, y empalideció aún más su pálido rostro.

—Hay muchas personas que pueden decirte qué hacer —replicó Archer, sintiendo una oscura envidia de ellas.

—¿Mis tías? ¿Y mi querida abuela? — consideró la idea con imparcialidad—. Están un poco enojadas conmigo por haberme venido a vivir sola, especialmente mi pobre abuela. Ella quiso que me quedara en su casa, pero yo necesitaba libertad.

Archer estaba impresionado con esa manera tan ligera de hablar de la formidable Catherine y, al mismo tiempo, compadecido al imaginar lo que le había causado a madame Olenska esta sed por la más solitaria clase de libertad. Pero el recuerdo de Beaufort lo torturaba.

—Entiendo lo que sientes —dijo—. Sin embargo, tu familia puede aconsejarte, explicarte las diferencias, mostrarte el camino.

Ella levantó sus delgadas cejas negras.

—¿Entonces Nueva York es un verdadero laberinto? Me parecía tan sencilla y recta, como la Quinta Avenida. ¡Y con todas las calles transversales numeradas! —Pareció entrever una leve desaprobación de su parte, y agregó, con esa sonrisa poco común que iluminaba todo su rostro—: Si supieras cuánto me gusta precisamente por eso, por lo vertical que es, y por esas enormes etiquetas que honestamente le ponen a todo.

Vio ante él su oportunidad.

—Puede que las cosas estén etiquetadas dijo—, pero no así las personas.

—Puede ser. Tal vez yo simplifique demasiado, pero tú tienes que advertirme cuando lo haga —se alejó del fuego para mirar a Archer—. Aquí hay sólo dos personas que siento que comprenden lo que quiero decir y que me pueden explicar algunas cosas: tú y Mr. Beaufort.

Archer puso mala cara al oír los dos nombres juntos, pero luego con una rápida vuelta a la serenidad, comprendió, confraternizó y se apiadó.

Ella debió vivir tan cerca de los poderes del demonio que aún respiraba con mayor libertad en aquel aire. Pero ya que creía que él también la entendía, su estrategia consistiría en mostrarle a Beaufort tal como era, con todo lo que representaba, y que lo aborreciera. Le contestó amablemente:

—Comprendo, pero no te alejes de las manos de tus viejos amigos; me refiero a las mujeres mayores, tu abuela Mingott, Mrs. Welland, Mrs. van der Luyden. Ellas te quieren y te admiran, y desean ayudarte.

Ella movió la cabeza y suspiró.

—Oh, ya lo sé, ya lo sé. Pero a condición de que no diga nada que les disguste. La tía Welland me lo dijo claramente cuando traté... ¿Nadie quiere saber la verdad aquí, Mr. Archer? ¡La verdadera soledad es vivir entre esta bondadosa gente que sólo invita a alguien para lucirse!

Se tomó la cabeza con las manos, y Archer vio que sus delgados hombros se estremecían en un sollozo.

—¡Madame Olenska! ¡No llores, Ellen! — gritó, saltando de su asiento e inclinándose hacia ella. Desligó una de sus manos, estrechándola y frotándola como si fuera la de un niño, y murmuró palabras tranquilizadoras. Pero de súbito ella retiró la mano, y lo miró con los ojos húmedos.

—¿Nadie llora aquí tampoco? Supongo que no lo necesitan en este paraíso —dijo enderezando entre risas sus trenzas sueltas, y luego se inclinó hacia la tetera. A Archer le daba mucha rabia recordar que la llamó "Ellen" dos veces y que ella no se dio cuenta. Muy a lo lejos vio en el telescopio invertido la tenue silueta de May Welland, allá en Nueva York.

De súbito Anastasia asomó la cabeza y dijo algo en su sonoro italiano.

Madame Olenska, llevando otra vez una mano a su pelo, profirió una exclamación de asentimiento, un vivo Giá, giá, y entró en la habitación el duque de St. Austrey, guiando a una enorme dama de peluca negra y plumas rojas, cubierta de desbordantes pieles.

—Querida condesa, he venido a verla con esta vieja amiga mía, Mrs. Struthers. No fue invitada a la fiesta de anoche y desea conocerla.

El duque sonrió al grupo, y madame Olenska se acercó murmurando palabras de bienvenida a la singular pareja. Parecía no tener idea de lo absolutamente diferentes que eran, ni de la libertad que se había tomado el duque al traer a tal compañera; y para hacerle justicia al duque, Archer comprendió que éste tampoco parecía darse cuenta.

—Por supuesto que quiero conocerla, querida —exclamó Mrs. Struthers con una redonda voz vibrante que se adecuaba a sus atrevidas plumas y a su descarada peluca—. Quiero conocer a toda persona joven, interesante y encantadora. Y el duque me ha dicho que le gusta la música. Es pianista, ¿no es así? Bien, ¿quiere venir a mi casa mañana en la noche a oír tocar a Sarasate? Ya debe saber que organizo algo todos los domingos en la noche, porque es el día cuando nadie en Nueva York sabe qué hacer consigo mismo, y entonces yo les digo: Vengan a entretenerse. Y el duque pensó que tal vez usted se tentaría con Sarasate. Se encontrará con varios de sus amigos.

La cara de madame Olenska relució de placer.

—¡Qué amable! ¡Qué cariñoso de parte del duque pensar en mí! —acercó un sillón a la mesa del té, donde Mrs. Struthers se zambulló con deleite—. Tendré el mayor placer en asistir.

—Me alegro, querida. Y traiga con usted a su joven caballero —Mrs. Struthers extendió una mano cordial a Archer—. No logro ponerle nombre, pero estoy segura de conocerlo, conozco a todo el mundo, aquí o en París o Londres. ¿Es diplomático? Todos los diplomáticos vienen a mi casa. ¿Le gusta la música también? Duque, tiene que asegurarse de llevarlo mañana.

El duque dijo "sí, cómo no" desde las profundidades de su barba, y Archer se retiró con una rígida reverencia circular que lo hizo sentirse tan ridículo como un cohibido escolar entre la indiferencia de gente mayor que ni lo mira.

No lamentó el dénouement de su visita; únicamente sintió que no hubiera sucedido antes evitándole cierto despilfarro de emoción. Cuando se adentraba en la noche invernal, Nueva York volvió a ser para él inmensa e inminente, y May Welland la mujer más adorable de la ciudad. Se dirigió donde su florista para encargar la diaria caja de lirios silvestres que, para su vergüenza, había olvidado mandar esa mañana.