Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Archer trató de consolarse pensando que no era tan demasiado necio como Larry Lefferts, ni May tan tontona como la pobre Gertrude; pero finalmente la diferencia era sólo de inteligencia y no de normas morales. En realidad, todos vivían en una especie de mundo de acertijos, donde lo verdadero nunca se decía ni se hacía ni se pensaba. Mrs. Welland, que sabía perfectamente por qué Archer la había presionado para que anunciara el compromiso con su hija en el baile de los Beaufort (y en realidad esperaba que así lo hiciera), se sintió obligada no obstante a simular desaprobación y a fingir que le habían torcido la mano, tal como la novia salvaje es arrastrada entre alaridos de la tienda de sus padres en los libros sobre el hombre primitivo, que la gente de mayor cultura ya empezaba a leer en esa época.

Naturalmente, el resultado de todo esto era que la joven que constituía el centro de su elaborado sistema de mistificación, seguía siendo la más inescrutable por su misma franqueza y seguridad. La pobrecita era franca porque no tenía nada que esconder, y era segura porque no sabía que hubiera algo que la amenazara; y sin otra preparación iba a sumergirse de la noche a la mañana en lo que la gente llamaba en tono vago "las cosas de la vida".

Archer estaba enamorado sinceramente, pero con gran placidez. Le encantaba la radiante belleza de su novia, su buena salud, sus dotes de equitadora, su gracia y viveza en los juegos, y el tímido interés en libros e ideas que comenzaba a desarrollar guiada por él. (Había avanzado bastante como para ridiculizar juntos los Idilios del Rey, pero no tanto como para captar la belleza de Ulises y los Indolentes.) Era sincera, leal y valiente; tenía sentido del humor (como lo probaba al reírse con los chistes de su novio). El joven entreveía en las profundidades de su alma cándida un fervor emocional que sería una delicia despertar. Pero al término de este breve examen se sintió decepcionado pensando que tanta franqueza e inocencia eran sólo un producto artificial. La inexperta naturaleza humana no era franca ni inocente; estaba llena de dobleces y defensas de una instintiva astucia. Se sintió oprimido por esta creación de pureza ficticia, elaborada con tanta habilidad por madres, tías, abuelas y antepasadas enterradas hacía muchos años, porque se suponía que era lo que él deseaba y a lo que tenía derecho para que pudiera darse el señorial gusto de destruirla como a un muñeco de nieve.

Había algo de frivolidad en estas reflexiones, que eran las que se hacían habitualmente los jóvenes al acercarse el día de su boda. Pero generalmente iban acompañadas por un sentimiento de arrepentimiento y humillación totalmente desconocido para Newland Archer. No podía lamentarse (como hacían los héroes de Thackeray que tanto lo exasperaban) por no tener una página en blanco que ofrecer a su novia a cambio de la hoja inmaculada que ella le entregaría. No ponía en duda el hecho de que si lo hubieran educado como a ella no estarían en mejores condiciones para encontrar su camino cual Hansel y Gretel perdidos en el bosque. Tampoco encontraba —en todas sus ansiosas meditaciones— ninguna razón legítima (ninguna, claro está, que no estuviera ligada a su propio placer momentáneo y la pasión de la vanidad masculina) por la que su novia no tuviera derecho a la misma libertad que él gozaba. Era lógico que en su interior surgieran este tipo de interrogantes; pero tenía plena conciencia de que su incómoda persistencia y precisión eran debidas a la inoportuna llegada de la condesa Olenska. Allí estaba él, en el momento mismo de su compromiso una instancia de pensamientos puros y esperanzas sin nubes envuelto en un bullado escándalo que hacía emerger todos los problemas personales que habría preferido dejar en el olvido.

—¡Maldita Ellen Olenska! —gruñó apagando el fuego y comenzó a desvestirse.

No entendía por qué el destino de la condesa debiera tener alguna relación con el suyo. Sin embargo, intuyó vagamente que recién ahora empezaba a medir los riesgos de la posición de paladín que su compromiso con May lo obligara a asumir.

Pocos días más tarde estalló la bomba. Los Lovell Mingott habían enviado invitaciones para lo que se conocía como una "cena formal" (o sea, tres sirvientes más de lo normal, dos platos para cada guiso y, entremedio, ponche a la romana), y encabezaron las tarjetas con las palabras: "Para presentar a la condesa Olenska", según la usanza de hospitalidad norteamericana, que trata a los extranjeros como si fueran reyes, o al menos sus embajadores. Se seleccionó a los invitados con una osadía y discriminación en que los entendidos reconocieron la mano firme de Catherine la Grande. Al lado de aquellos con que siempre se contaba, como los Selfridge Merry que eran invitados a todas partes porque siempre lo fueron, los Beaufort, que podían ser considerados de la familia, y Mr. Sillerton Jackson y su hermana Sophy (que iba donde su hermano le ordenara), estaban algunos de los más elegantes e incluso los más irreprochables dentro del destacado grupo de los "jóvenes casados": los Lawrence Lefferts, Mrs. Lefferts Rushworth (la encantadora viuda), los Harry Thorley, los Reggie Chivers y el joven Morris Dagonet y su mujer (que era una Van der Luyden). Los asistentes fueron perfectamente bien elegidos, ya que todos pertenecían al pequeño grupo íntimo que la larga temporada social neoyorquina obligaba a divertirse juntos día y noche, aparentemente con inalterable entusiasmo.

Cuarenta y ocho horas más tarde lo increíble había sucedido; todos, excepto los Beaufort y Mr. Jackson y su hermana, rehusaron la invitación. Este intencional acto de descortesía se vio enfatizado por el hecho de que hasta los Reggie Chivers, que pertenecían al clan Mingott, se contaran entre los demás, y que fuera exactamente igual la redacción de las notas, en las que todos "lamentaban no poder aceptar", sin agregar la típica disculpa que la mínima educación prescribía: "por tener un compromiso anterior".

La sociedad neoyorquina era en aquellos días muy reducida y no habían tantos eventos como para que sus integrantes (incluidos los mozos de la caballeriza, mayordomos y cocineros) no supieran con precisión qué noches libres había. Por lo tanto, los invitados de Mrs. Lovell Mingott pudieron, con gran crueldad, dejar en claro su determinación de no conocer a la condesa Olenska.

El golpe fue inesperado, pero los Mingott, como era su hábito, lo tomaron con señorío. Mrs. Lovell Mingott habló en privado con Mrs. Welland, que a su vez habló con Newland Archer, quien, indignado por el ultraje, apeló con apasionamiento y autoridad a su madre. Esta, después de un penoso proceso de resistencia interna y de un intento externo por contemporizar, sucumbió ante la insistencia de su hijo (como siempre), y, venciendo su previa vacilación, abrazó con redoblada energía su causa, se puso su sombrero de terciopelo verde y dijo: Voy a ver a Louisa van der Luyden.

Nueva York en los tiempos de Newland Archer era una pequeña y resbaladiza pirámide a la que, hasta entonces, nunca se le hizo una fisura ni se le puso el pie encima. Su base era el firme cimiento que Mrs. Archer llamaba "la gente común", una honorable pero oscura mayoría de familias respetables que (como en el caso de los Spicer o de los Lefferts o de los Jackson) había elevado sus niveles de clase casándose con alguien de las clases dominantes. La gente, decía siempre Mrs. Archer, ya no era tan exigente como antes; y con la anciana Catherine Spicer reinando en un extremo de la Quinta Avenida, y Julius Beaufort en el otro, no se podía esperar que las viejas tradiciones duraran mucho más.

Subiendo estrecha y firmemente desde su subestrato adinerado pero discreto, se encontraba el grupo compacto y dominante representado activamente por los Mingott, Newland, Chivers y Manson. Muchos los veían como el ápice mismo de la pirámide; pero ellos (al menos la generación de Mrs. Archer) tenían plena conciencia de que, a ojos de los genealogistas, sólo un pequeñísimo número de familias podían apelar a tal distinción.

—No me den —decía Mrs. Archer a sus hijos— esa basura de los periódicos modernos acerca de la aristocracia neoyorquina. Si existe, ni los Mingott ni los Manson pertenecen a ella. No, ni siquiera los Newland o los Chivers. Nuestros abuelos y bisabuelos fueron sólo respetables comerciantes ingleses y holandeses venidos de las colonias a hacer fortuna y se quedaron por lo bien que les fue. Uno de tus bisabuelos firmó la Declaración, y otro fue general del Estado Mayor de Washington y recibió la espada del general Burgoyne después de la batalla de Saratoga. Son cosas que nos enorgullecen, pero no tienen nada que ver con rango o clase. Nueva York ha sido siempre una comunidad comercial, y no hay más de tres familias de origen aristocrático en el verdadero sentido de la palabra.

Mrs. Archer y sus hijos, como cualquiera en Nueva York, sabían quiénes eran esos seres privilegiados: los Dagonet de Washington Square, procedentes de una antigua familia de un condado inglés emparentada con los Pitt y los Fox; los Lanning, que se casaron con descendientes del conde de Grasse, y los Van der Luyden, descendientes directos del primer gobernador holandés de Manhattan, y relacionados antes de la Revolución, por medio de matrimonios, con varios miembros de la aristocracia francesa y británica.

Los Lanning sobrevivían en la persona de las dos Miss Lanning, muy ancianas pero llenas de vivacidad, que vivían alegremente en medio de sus reminiscencias y rodeadas de los retratos de familia y los muebles Chippendale. Los Dagonet eran un clan muy numeroso, relacionado con los mejores nombres de Baltimore y Filadelfia. Pero los Van der Luyden, que estaban por encima de todos los demás, habían caído en una especie de crepúsculo subterrenal, del que emergían solamente dos figuras impresionantes: las de Mr. y Mrs. Henry van der Luyden. Mrs. Henry van der Luyden se llamó de soltera Louisa Dagonet, y su madre fue la bisnieta del coronel du Lac, de una antigua familia de Channel Island, que combatió bajo Cornwallis y se estableció en Maryland después de la guerra con su novia, Lady Angélica Trevenna, quinta hija del conde de St. Austrey. El lazo entre los Dagonet, los du Lac de Maryland, y su aristocrática parentela, los Trevenna, fue siempre estrecho y cordial. Mr. y Mrs. van der Luyden más de una vez hicieron largas visitas a quien era en la actualidad la cabeza de la casa Trevenna, el duque de St. Austrey, en su propiedad campestre en Cornwall y en St. Austrey en Gloucestershire. Y su Gracia había anunciado varias veces su intención de devolver algún día dichas visitas (sin la duquesa, que le temía al viaje por el Atlántico).

 

Mr. y Mrs. van der Luyden repartían su tiempo entre Trevenna, su casa en Maryland, y Skuytercliff, la enorme propiedad junto al Hudson que fuera una de las concesiones coloniales del gobierno holandés al famoso primer gobernador, y del cual Mr. van der Luyden todavía era "Protector". Su elegante gran residencia en Madison Avenue se abría rara vez, y cuando llegaban a la ciudad recibían allí sólo a sus amigos más íntimos.

—Me gustaría que vinieras conmigo, Newland —dijo su madre, deteniéndose de pronto ante la puerta del coupé Brown—. Louisa te quiere mucho.

Es por mi querida May que doy este paso, y también porque, si no permanecemos unidos, no quedará nada de lo que llamamos sociedad.

7

Mrs. van der Luyden escuchó en silencio el relato de su prima Mrs. Archer.

Es conveniente recordar de antemano que Mrs. van der Luyden era siempre muy callada, y que, aunque reservada por naturaleza y educación, era muy cariñosa con la gente que de veras le gustaba. Pero ni siquiera la experiencia personal de esta realidad era siempre una buena protección contra el frío que parecía envolver al visitante en el salón de techo alto y paredes blancas de la mansión de Madison Square, con los sillones tapizados en pálido brocado que obviamente habían sido desenfundados para la ocasión, y la gasa que aún cubría los adornos de bronce dorado encima de la repisa de la chimenea y el hermoso antiguo marco tallado de "Lady Angélica du Lac" pintado por Gainsborough.

El retrato de Mrs. van der Luyden hecho por Huntington (vestida de terciopelo negro y encaje veneciano) estaba colocado frente al de su hermosa antepasada. Se le consideraba generalmente "tan excelente como un Cabanel" y, aunque habían transcurrido veinte años desde su ejecución, todavía tenía "un parecido perfecto". En realidad, la Mrs. van der Luyden que se sentaba debajo del retrato a escuchar a Mrs. Archer podría ser la hermana gemela de la mujer de cabellos rubios y aire juvenil reclinada en lánguida postura en un sillón dorado junto a una cortina de reps verde. Mrs. van der Luyden todavía usaba terciopelo negro y encaje veneciano cuando salía a algún evento social, o más bien (ya que nunca cenaba fuera) cuando abría sus puertas para recibir amistades. Peinaba su pelo rubio, que se descoloraba sin encanecer, dividido en dos mitades lisas entrecruzadas sobre la frente; y la nariz recta que separaba sus ojos azul pálido tenía apenas unas pocas líneas más alrededor de los orificios nasales que cuando se pintó el retrato. A Newland Archer siempre le daba la impresión de alguien horrendamente conservado en la atmósfera sin aire de una existencia perfectamente irreprochable, como los cadáveres atrapados en los glaciares guardan por años una sonrosada vida-en-la-muerte.

Como toda su familia, estimaba y admiraba a Mrs. van der Luyden, pero su gentil y sumisa dulzura le parecía menos accesible que la severidad de algunas de las viejas tías de su madre, solteronas rabiosas que decían no, como principio, antes de saber qué se les iba a pedir. La actitud de Mrs. van der Luyden no era negativa ni afirmativa, pero siempre parecía inclinarse por la clemencia hasta que sus finos labios, esbozando una sonrisa vacilante, daban la casi invariable respuesta: Tendré que hablar con mi marido primero.

Era tan exactamente parecida a Mr. van der Luyden que Archer a menudo se admiraba de ver cómo, después de cuarenta años de estrecha vida conyugal, dos identidades tan amalgamadas jamás disentían en algo tan controversial como era la discusión de un asunto. Pero como ninguno tomaba una decisión sin realizar el misterioso cónclave, Mrs. Archer y su hijo, habiendo presentado su caso, esperaron resignadamente la frase acostumbrada.

Sin embargo, Mrs. van der Luyden, que raras veces sorprendía a alguien, ahora los sorprendió a ellos al extender su larga mano hacia el tirador de la campana.

—Creo que me gustaría que Henry escuchara lo que acabas de decirme.

Apareció un lacayo, al que ordenó:

—Si Mr. van der Luyden ha terminado de leer el periódico, por favor pídale que tenga la bondad de venir.

Dijo "leer el periódico" en el mismo tono en que la esposa de un ministro diría "presidir una reunión de gabinete", no por arrogancia sino porque el hábito de una vida y la actitud de sus amistades y relaciones le habían llevado a adjudicar al más mínimo gesto de Mr. van der Luyden una importancia casi sacerdotal. La rapidez de esta acción demostró que daba al caso la misma urgencia que Mrs. Archer; pero, temiendo que se pensara que se había comprometido de antemano, agregó, con su mirada más dulce: A Henry le encanta verte, querida Adeline; y también querrá felicitar a Newland.

Las puertas dobles se abrieron solemnemente y por ellas apareció Mr. Henry van der Luyden, alto, parsimonioso, vistiendo levita, de cabello claro y descolorido, nariz recta como la de su mujer y la misma mirada de fría gentileza en sus ojos gris pálido en lugar de azul pálido. Saludó a Mrs. Archer con familiaridad, dio en voz baja sus felicitaciones a Newland, expresadas en el mismo lenguaje de su mujer, y se sentó en uno de los sillones de brocado con la sencillez de un soberano reinante.

—Recién terminé de leer el Times —dijo, uniendo las yemas de sus largos dedos—. Mis mañanas son tan ocupadas en la ciudad que prefiero leer el periódico después del almuerzo.

—Hay buenos argumentos para adoptar ese sistema —replicó Mrs. Archer—. Recuerdo que mi tío

Egmont decía siempre que encontraba más tranquilizante leer los diarios de la mañana después de almuerzo.

—Así es, mi padre aborrecía la prisa. Pero ahora vivimos en constante movimiento —dijo Mr. van der Luyden en tono mesurado, mirando con complacida lentitud la enorme y tenebrosa sala que a Archer le parecía la perfecta imagen de sus dueños.

—Espero que ya habrás terminado tu lectura, Henry —interrumpió su esposa.

—Totalmente, totalmente —la tranquilizó su marido.

—Entonces me gustaría que Adeline te dijera...

—Oh, en realidad es cosa de Newland —dijo la madre de éste sonriendo; y procedió a repetir el grotesco relato del oprobio infligido a Mrs. Lovell Mingott.

—Y por supuesto —terminó diciendo—. Augusta Welland y Mary Mingott piensan, especialmente teniendo en cuenta el compromiso de Newland, que tú y Henry debían saberlo.

—Ah —dijo Mr. van der Luyden, exhalando un profundo suspiro.

Hubo un silencio durante el cual el tictac del monumental reloj de bronce sobre la chimenea de mármol resonó como una salva de cañonazos. Archer contempló con espanto las dos delgadas figuras descoloridas, sentadas una junto a la otra con una especie de rigidez virreinal, portavoces de alguna remota autoridad ancestral que el destino los obligaba a ejercer, cuando preferirían mil veces vivir en simplicidad y aislamiento, arrancando invisibles malezas en los perfectos céspedes de Skuytercliff, y jugando solitarios por las tardes. Mr. van der Luyden fue el primero en hablar.

—¿Crees realmente que esto se debe a alguna... interferencia personal de Lawrence Lefferts? —preguntó volviéndose hacia Archer.

—Estoy seguro, señor. A Larry se le ha pasado la mano últimamente, con el perdón de prima Louisa por mencionar el asunto, al mantener una relación bastante seria con la esposa del administrador de correos en su pueblo, o alguien por el estilo. Y cada vez que la pobre Gertrude Lefferts empieza a sospechar algo y él teme que haya problemas, suscita una alharaca de esta clase, para hacer ver cuán inmensamente moralista es, habla a voz en cuello acerca de la impertinencia que es invitar a su mujer con gente que no desea que ella conozca. Simplemente está usando a madame Olenska como pararrayos. Varias veces lo he visto hacer lo mismo.

—¡Los Lefferts! —exclamó Mrs. van der Luyden.

—¡Los Lefferts! —repitió como un eco Mrs. Archer—. ¿Qué habría dicho el tío Egmont al oír a Lawrence Lefferts opinando sobre la posición social de alguien? Esto demuestra a lo que ha llegado la sociedad.

—Esperemos que no haya llegado a tanto — dijo Mr. van der Luyden con firmeza.

—¡Ah, si tú y Louisa salieran un poco más! —suspiró Mrs. Archer.

Pero al instante se dio cuenta de su error.

Los Van der Luyden eran enfermizamente sensibles a cualquiera crítica que se hiciera a su enclaustrada existencia. Eran los árbitros de la moda, el tribunal de última instancia, y ellos lo sabían, y se rendían a su sino, pero como eran personas tímidas y retraídas y no sentían una inclinación personal a desempeñar tal papel, vivían el mayor tiempo posible en la silvestre soledad de Skuytercliff, y cuando se trasladaban a la ciudad, rechazaban todas las invitaciones con la disculpa de la mala salud de Mrs. van der Luyden.

Newland Archer fue en rescate de su madre.

—En Nueva York todo el mundo sabe lo que usted y prima Louisa representan. Por eso a Mrs. Mingott le pareció que no podía dejar pasar este desaire a la condesa Olenska sin consultar con ustedes.

Mrs. van der Luyden miró a su marido, quien la miró a su vez.

—Lo que me desagrada es el principio —dijo Mr. van der Luyden—. Si un miembro de una conocida familia es respaldado por ella, no hay nada más que hablar.

—Yo pienso lo mismo —dijo su esposa, como si propusiera una opinión nueva.

—No tenía idea —continuó Mr. van der Luyden de que las cosas hubieran llegado a tal punto. —Hizo una pausa y volvió a mirar a su esposa—. Me parece, querida, que la condesa Olenska es algo pariente nuestra, por el primer marido de Medora Manson. De todas formas, lo será cuando Newland se case. —Se volvió hacia el joven—. ¿Leíste el Times esta mañana, Newland?

—Sí, señor —contestó Archer, que comúnmente devoraba media docena de periódicos con su desayuno.

Marido y mujer se miraron otra vez. Sus pálidos ojos mantuvieron la mirada como en una prolongada y seria consulta; luego una leve sonrisa revoloteó en el rostro de ella. Era evidente que había adivinado y estaba de acuerdo. Mr. van der Luyden se dirigió a Mrs. Archer.

—Me gustaría que le dijeras a Mrs. Lovell Mingott que, si la salud de Louisa le permite cenar fuera, estaremos encantados de... ocupar el lugar de Lawrence Lefferts en su comida. —Se detuvo un momento para que la ironía calara profundo—. Como ustedes bien lo saben, eso es imposible.

Mrs. Archer expresó su asentimiento con una sonrisa de comprensión.

—Pero Newland me dice que ha leído el Times esta mañana; por lo tanto es probable que viera que un pariente de Louisa, el duque de St. Austrey, llega la próxima semana en el Rusia. Viene a participar con su nuevo balandro, el Guinevere, en la regata de la Copa Internacional del próximo verano; y también a cazar algunos patos silvestres en Trevenna —Mr. van der Luyden hizo una nueva pausa, y continuó con creciente benevolencia—: Antes de llevarlo a Maryland hemos invitado a algunos amigos a reunirse con él aquí, una cena sencilla seguida de una recepción. Estoy seguro de que Louisa tendría un gran placer, igual que yo, si la condesa Olenska nos permitiera incluirla entre nuestros invitados.

Se levantó de su asiento, inclinó con fría amabilidad su larga silueta hacia su prima, y agregó: —Creo tener la autorización de Louisa para decir que ella misma llevará la invitación a la cena cuando salga en el coche dentro de poco; con nuestras tarjetas, por supuesto, con nuestras tarjetas. Mrs. Archer, que comprendió la insinuación de que los caballos de gran alzada que no estaban acostumbrados a esperar estaban ya a la puerta, se levantó a su vez murmurando unas rápidas palabras de agradecimiento. Mrs. van der Luyden le sonrió con la sonrisa de Ester intercediendo ante Asuero; pero el marido levantó una mano en señal de protesta.

 

—No tienes nada que agradecer, querida Adeline, absolutamente nada. Esta clase de cosas no deben suceder en Nueva York; no sucederán mientras yo pueda evitarlo —dijo con soberana gentileza acompañando a su prima hasta la puerta.

Dos horas después, todo el mundo sabía que el mullido y enorme birlocho en que Mrs. van der Luyden tomaba aire en todas las estaciones, había sido visto frente a la puerta de Mrs. Mingott, donde se entregó un ancho sobre cuadrado; y esa noche en la ópera, Mr. Sillerton Jackson pudo afirmar que el sobre contenía una tarjeta invitando a la condesa Olenska a una cena que los van der Luyden ofrecían la semana venidera en honor de su primo, el duque de St. Austrey.

Algunos de los miembros más jóvenes del palco del club intercambiaron sonrisas ante esta noticia, y miraron de reojo a Lawrence Lefferts, sentado negligentemente en la primera fila del palco. Alisando su largo mostacho rubio, éste aprovechó una pausa de la soprano para comentar, con el tono de una autoridad en la materia:

—Nadie más que la Patti debería atreverse a cantar La Sonámbula.

8

Toda Nueva York concordaba en que la condesa Olenska había perdido gran parte de su belleza. La primera vez que apareció en la ciudad, durante la infancia de Newland Archer, era una preciosa niña de nueve o diez años de quien la gente decía que "debía pintársele un retrato". Sus padres habían vagado por toda Europa continental y, después de una niñez errante, ellos murieron y Ellen quedó a cargo de su tía, Medora Manson, otra gran viajera, que volvía a Nueva York para "echar raíces". La pobre Medora, varias veces viuda, siempre regresaba para radicarse (cada vez a una casa más económica), acompañada de un nuevo marido o de un niño adoptado. Pero al cabo de algunos meses, abandonaba invariablemente al marido o se querellaba con su pupilo y, deshaciéndose de la casa con una considerable pérdida, recomenzaba sus vagabundeos. Como su madre fue una Rushworth y su último matrimonio la había relacionado con uno de los locos Chivers, Nueva York tomaba con indulgencia todas sus excentricidades. Pero cuando volvió con su pequeña sobrina huérfana, cuyos padres fueron muy queridos a pesar de su lamentable afición a los viajes, la gente se condolió de que la linda niña estuviera en tales manos.

Todos estaban dispuestos a ser bondadosos con la pequeña Ellen Mingott, aunque sus sonrojadas mejillas morenas y sus apretados rizos le daban un aspecto tan alegre que parecía inapropiado para una niña que debía llevar luto por sus padres. Esta fue una de las muchas erradas peculiaridades de Medora: se mofó de las inalterables leyes que regulaban el duelo americano; y, cuando descendió del barco, su familia se escandalizó al ver que el velo negro que usaba por su hermano era siete pulgadas más corto que los de sus cuñadas, en tanto la pequeña Ellen estaba vestida de lana roja adornada de mostacillas de ámbar, como una gitanilla abandonada.

Pero hacía tanto tiempo que Nueva York se había resignado a Medora, que sólo algunas señoras de edad movieron la cabeza por la llamativa vestimenta de Ellen, mientras los demás parientes se rendían ante el encanto de su color moreno y su alegría. Era una niña intrépida y sencilla, que hacía preguntas desconcertantes y comentarios precoces, y que sabía cosas tan extravagantes como bailar la danza española del mantón y cantar canciones napolitanas de amor acompañada de una guitarra. Dirigida por su tía (cuyo verdadero nombre era Mrs. Thorley Chivers pero que, como recibiera un título papal, retomó al apellido de su primer marido y se hacía llamar marquesa Manson, porque en Italia lo podía transformar en Manzoni) la niña recibió una educación muy costosa pero bastante incoherente, que incluyó "dibujo con modelo vivo", algo que jamás se había soñado antes, y tocar el piano en quintetos con músicos profesionales.

Es evidente que de esto no podía salir ningún bien; y cuando pocos años después el pobre Chivers murió finalmente en un asilo de locos, su viuda (en extraño ropaje de luto) hizo nuevamente sus maletas y partió con Ellen, que había crecido convirtiéndose en una niña alta y huesuda de preciosos ojos. No se supo de ellas durante algún tiempo. Luego llegó la noticia del matrimonio de Ellen con un noble polaco inmensamente rico y de legendario renombre, al que conoció en un baile en las Tullerías, y de quien se decía que tenía residencias principescas en París, Niza y Florencia, un yate en Cowes, y muchas millas cuadradas de terrenos de caza en Transilvania. Ellen desapareció en una especie de apoteosis infernal. Y cuando pocos años más tarde Medora volvió otra vez a Nueva York, deprimida, empobrecida, vistiendo luto por un tercer marido, y buscando una casa aún más pequeña, la gente se extrañó de que su adinerada sobrina no hubiera hecho algo por ella. Después llegaron noticias de que el matrimonio de Ellen también había terminado en un desastre, y que ella regresaría igualmente en busca de reposo y olvido entre sus parientes.

Todas estas cosas pasaban por la mente de Newland Archer una semana más tarde, mirando a la condesa Olenska entrar en el salón de los van der Luyden la noche de la trascendental cena. La ocasión era solemne, y se preguntaba un poco nervioso si Ellen saldría airosa. Ella llegó un poco tarde, una mano todavía sin guante, y abrochando un brazalete en su muñeca; sin embargo entró sin aparentar prisa ni turbación en un salón en que se había reunido sumisamente el grupo más selecto de Nueva York.

Se detuvo en la mitad de la sala, miró a su alrededor con la boca seria y los ojos sonrientes; y en aquel instante Newland Archer rechazó el veredicto general acerca de su belleza. Era cierto que había perdido su esplendor de antaño. Las sonrosadas mejillas habían palidecido; estaba delgada, cansada, envejecida para su edad, unos treinta años. Pero tenía la misteriosa autoridad de la belleza, una seguridad en la postura de la cabeza y el movimiento de los ojos que, sin ser para nada teatral, le llamó la atención por ser extremadamente diestro y consciente de su poder. Al mismo tiempo, sus modales eran más sencillos que los de la mayoría de las señoras presentes, y mucha gente (según le oyó decir después a Janey) se desilusionó de que su apariencia no tuviera más "estilo" —pues el estilo era lo que Nueva York más valoraba. Era quizás, reflexionó Archer, porque había desaparecido su vivacidad de la infancia; porque era tan serena, en sus movimientos, en las tonalidades de su voz baja. Nueva York esperaba algo muchísimo más resonante en una mujer joven con semejante historia.

La cena fue algo formidable. Cenar con los van der Luyden no era algo que se pudiera tomar a la ligera, y además cenar allí con un duque, su primo, era casi una solemnidad religiosa. Archer se entretenía pensando que sólo un viejo neoyorquino podía percibir la sutil diferencia (para Nueva York) entre ser simplemente un duque y ser el duque de los van der Luyden. Nueva York aceptaba sin inmutarse a los nobles descarriados, e incluso (excepto en el grupo de los Struthers) con cierta desconfiada hauteur, pero cuando presentaban credenciales como éstas, los recibían con una cordialidad tan pasada de moda que ellos cometerían un grave error si la atribuían únicamente a su categoría social en Debrett. Justamente por estas distinciones, Archer adoraba su vieja Nueva York, aunque se riera de ella.

Los Van der Luyden se habían esforzado por dar la máxima importancia a la ocasión. Salieron a relucir sus Sévres de los Du Lac y la vajilla George II de los Trevenna; también el servicio Lowestoft de los Van der Luyden (East India Company) y el Crown Derby de los Dagonet. Mrs. van der Luyden parecía más que nunca una Cabanel, y Mrs. Archer, luciendo las perlas y esmeraldas de su abuela, le recordó a su hijo una miniatura de Isabey. Todas las damas se habían puesto sus mejores joyas, pero era una característica de la casa y de la ocasión que dichas joyas fueran en su mayoría de engaste pesado y anticuado. La anciana Miss Lanning, a quien convencieron para que asistiera, llevaba el camafeo de su madre y un chal de blonda español.