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100 Clásicos de la Literatura

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En su madurez, el descomunal aumento de carnes que la arrollaba como un río de lava sobre una ciudad condenada, la hizo cambiar y de ser una gorda activa con pie y tobillo bien torneados se transformó en una cosa tan enorme e imponente como un fenómeno natural. Aceptó este aluvión con la misma filosofía con que enfrentó otras pruebas, y ahora, en su extrema ancianidad, recibía el premio de presentar al espejo una extensión casi sin arrugas de carne firme, sonrosada y blanca, en medio de la cual sobrevivían las huellas de una cara pequeña que parecía esperar la excavación. Una cascada de blandas papadas caía en las tambaleantes profundidades de un pecho todavía blanco, velado por albas muselinas que sujetaba una miniatura con el retrato del difunto Mr. Mingott; y, tanto a su alrededor como bajo ella, olas tras olas de seda negra rebasaban los bordes de un amplio sillón, a la vez que dos pequeñas manos blancas se posaban como gaviotas en la superficie del oleaje.

Hacía tiempo que el peso de la carne impedía a Mrs. Manson Mingott subir y bajar escaleras, por lo cual, con su característica independencia, habilitó en el piso alto sus salas de recepción y ella se instaló en el piso bajo de la casa (en flagrante violación a los cánones sociales neoyorquinos). Por esta razón, si uno se sentaba con ella junto a la ventana de su salita, podía gozar (a través de una puerta permanentemente abierta y de una cortina de damasco amarillo sujeta por una lazada) del inesperado espectáculo que ofrecía un dormitorio con una inmensa cama baja tapizada como un sofá, y una mesa de tocador adornada con frívolos volantes de encaje y un espejo en marco dorado. Sus visitantes se sorprendían y a la vez se fascinaban con lo exótico de esta decoración, que les recordaba escenas de novelas francesas e inmorales incentivos arquitectónicos que los ingenuos norteamericanos jamás soñaron. Era la forma en que vivían las mujeres con sus amantes en las antiguas sociedades pervertidas, en departamentos con todas las habitaciones en un piso, y con todas las indecentes promiscuidades que se describían en sus novelas. Newland Archer (que en su interior situaba las escenas amorosas de Monsieur de Camors en el dormitorio de Mrs. Mingott) se divertía pensando cómo transcurría su intachable vida en aquel escenario de adulterio; pero se decía, con gran admiración, que si algún amante hubiera sido lo que ella aspiraba, la intrépida mujer no habría dudado en aceptarlo.

Para alivio de todos, la condesa Olenska no se presentó en el salón de su abuela durante la visita de los novios. Mrs. Mingott dijo que había salido, lo cual en un día de mucho sol y a la "hora de las compras" parecía algo poco recomendable para una mujer de discutida reputación. Como fuera, les evitó el desagrado de su presencia y ahuyentó la leve sombra que su triste pasado pudiera hacer caer en el radiante futuro de la pareja. La visita fue muy agradable, como era de esperarse. Mrs. Mingott estaba encantada con el futuro matrimonio que, previsto hacía largo tiempo por los parientes más observadores, había sido cuidadosamente discutido en consejo de familia. También el anillo de compromiso, un enorme y grueso zafiro engastado en garfios invisibles, le produjo una profunda admiración.

—Es un engaste moderno —explicó Mrs. Welland, con una indulgente mirada de soslayo hacia su futuro yerno—. Es cierto que realza maravillosamente la piedra, pero puede parecer un tanto desnuda a los ojos acostumbrados a los anillos pasados de moda.

—¿Pasados de moda? Espero que no te referirás a los míos, querida. Me encantan todas las novedades —exclamó la anciana, acercando la piedra a sus pequeñas pupilas brillantes, que ningún lente había afeado—. Preciosa —añadió, devolviendo la joya—, magnífica. En mi época nos bastaba con un camafeo rodeado de perlas. Pero es la mano la que embellece el anillo, ¿no es así, mi querido Mr. Archer? —e hizo un ademán con una de sus pequeñas manos de uñas puntiagudas y rollos de grasa que la edad colocara rodeando la muñeca cual brazaletes de marfil—. El mío fue modelado en Roma por el gran Ferrigiani. Debería encomendarle el de May; sin duda se lo hará, querido. Mi nieta tiene la mano grande por esos deportes que ensanchan las coyunturas, pero su piel es blanca. Y, ¿cuándo es la boda? —dijo abruptamente, interrumpiéndose y fijando los ojos en el rostro de Archer.

—Oh... —murmuró Mrs. Welland.

Pero el joven, dedicando una sonrisa a su novia, respondió:

—Lo más pronto posible, si usted me apoya, Mrs. Mingott.

—Debemos darles tiempo para que se conozcan un poco más, mamá —intercaló Mrs. Welland, fingiendo la debida oposición.

—¿Conocerse más? —repitió la anciana—. ¡Qué tontería! En Nueva York todos nos conocemos desde siempre. Deja que este joven haga las cosas a su manera, querida; no esperen hasta que el vino pierda sus burbujas. Que se casen antes de Cuaresma; cualquier invierno me pesco una neumonía, y quiero ofrecerles el desayuno de bodas.

Los sucesivos argumentos fueron recibidos con discretas expresiones de hilaridad, incredulidad y agradecimiento. La visita concluía en un ambiente de suave alegría cuando se abrió la puerta para dar paso a la condesa Olenska, que entró con sombrero y capa, seguida de la inesperada figura de Julius Beaufort. Hubo un murmullo de alborozo entre las mujeres, y Mrs. Mingott extendió el modelo de Ferrigiani hacia el banquero.

—¡Ah, Beaufort, éste es un acontecimiento único! Seguía la curiosa costumbre extranjera de tratar a los hombres por sus apellidos.

—Gracias. Me gustaría que sucediera más a menudo —dijo el visitante con su arrogante aire de sencillez—. Estoy tan ocupado por lo general; pero me encontré con la condesa Ellen en Madison Square y ella tuvo la gentileza de permitirme acompañarla en su camino a casa.

—¡Espero que la casa sea más alegre ahora que Ellen está aquí! —exclamó Mrs. Mingott con increíble desfachatez—. Siéntese, siéntese, Beaufort, acerque el sillón amarillo. Ahora que lo tengo aquí, quiero que me cuente los últimos chismes. Supe que su baile fue magnífico, y escuché que había invitado a Mrs. Lemuel Struthers. Tengo una gran curiosidad por ver a esa mujer con mis propios ojos.

Se había olvidado de sus parientes, que salían al vestíbulo guiados por Ellen Olenska. La anciana Mrs. Mingott siempre profesó gran admiración a Julius Beaufort, y había una especie de similitud en el frío tono dominante de ambos y en su manera de salirse de las convenciones por cualquier atajo. Ahora moría de curiosidad de saber qué impulsó a los Beaufort a invitar (por primera vez) a Mrs. Lemuel Struthers, la viuda del "Betún Struthers", que había regresado el año anterior de un largo viaje de iniciación por Europa para poner sitio a la cerrada y pequeña ciudadela de Nueva York.

—Claro que si usted y Regina la invitan, se da por terminado el asunto. Bien, necesitamos sangre nueva y dinero nuevo, y se dice que ella sigue siempre muy hermosa —declaró la implacable anciana.

En el vestíbulo, mientras Mrs. Welland y May se colocaban sus abrigos de piel, Archer notó que la condesa Olenska lo miraba con una sonrisa un tanto inquisitiva.

—Ya veo que sabes acerca de May y yo — dijo respondiendo a su mirada con una sonrisa tímida—. Me reprendió por no haberte dado la noticia anoche en la ópera; tenía órdenes suyas de contarte que estábamos comprometidos, pero no pude hacerlo en medio del gentío.

La sonrisa de la condesa Olenska pasó de sus ojos a sus labios, lo que la hizo verse más joven, más parecida a la audaz y morena Ellen Mingott de su infancia.

—Sí, ya lo sé, y me alegro mucho. Pero, claro, uno no da tales noticias entre tanta gente. —Tendió la mano a las dos mujeres paradas en el umbral. —Adiós, vengan a verme uno de estos días —dijo, con los ojos clavados en Archer.

En el carruaje, mientras bajaba por la Quinta Avenida, conversaron con entusiasmo acerca de Mrs. Mingott, de su edad, su ánimo y todos sus maravillosos atributos. Nadie hizo alusión a Ellen Olenska; pero Archer sabía lo que Mrs. Welland estaba pensando: "Es un error que Ellen se muestre al día siguiente de su llegada, paseándose por la Quinta Avenida, a la hora más concurrida, y en compañía de Julius Beaufort". Y el joven agregaba mentalmente por su parte: "Y debería saber que un hombre que acaba de comprometerse no gasta su tiempo en visitar a mujeres casadas. Pero sabemos que en el medio en que ha vivido todos lo hacen, más bien no hacen otra cosa".

Y a pesar de que se enorgullecía tanto de sus opiniones cosmopolitas, Archer dio gracias al cielo de ser neoyorkino, y de estar a punto de unirse a alguien de sus mismas ideas.

5

La noche siguiente, Mr. Sillerton Jackson fue a cenar con los Archer.

Mrs. Archer era una mujer tímida que vivía apartada de la sociedad, pero le gustaba estar enterada de todo lo que pasaba. Su viejo amigo Sillerton Jackson dedicaba al afán de investigar los asuntos de sus amigos la paciencia de un coleccionista y la ciencia de un naturalista; y su hermana, Miss Sophy Jackson, que vivía con él y era agasajada por todos los que no podían lograr la presencia de su demasiado solicitado hermano, aportaba algunos chismes menos importantes que completaban espléndidamente los vacíos del informe de Sillerton.

Entonces, cuando sucedía algo que Mrs. Archer quería saber, invitaba a Mr. Jackson a cenar; y como favorecía a muy poca gente con sus invitaciones y como ella y su hija Janey eran un excelente auditorio, Mr. Jackson concurría por lo general en persona en lugar de enviar a su hermana. Si hubiera podido poner sus condiciones, elegiría las noches en que Newland no estaba en casa; no por no congeniar con el joven (tenían una magnífica relación en el club) sino porque el anciano reseñador de anécdotas intuía a veces en Newland una tendencia a dudar de sus datos, lo que las mujeres de la familia jamás hacían.

 

Si fuera posible alcanzar la perfección en la tierra, Mr. Jackson también pediría que la comida que ofrecía Mrs. Archer fuera un poquito mejor. Pero Nueva York, hasta donde la mente de un hombre podía recordar, se dividía entre los dos grandes grupos fundamentales de los Mingott y los Manson y sus clanes aficionados a comer y vestir bien y a tener dinero, y la tribu de los Archer—Newland—van—der—Luyden, que amaban los viajes, la horticultura y las buenas novelas, pero que despreciaban los demás placeres vulgares.

Pero desgraciadamente no se puede tener todo. Si se cena en casa de los Lovell Mingott habrá pato y tortuga marina y vinos de buenas cosechas; en casa de Adeline Archer se hablará del paisaje alpino y de "El Fauno de Mármol"; y, con suerte, su Madeira alcanzará para todos. Por lo tanto, cuando recibía una amable invitación de Mrs. Archer, Mr. Jackson, que era realmente ecléctico, decía a su hermana:

—La última comida en casa de los Lovell Mingott me ha dejado bastante gotoso, me hará mucho bien ayunar donde Adeline.

Mrs. Archer era viuda desde hacía muchos años y vivía con su hijo y su hija en la calle Veintiocho Oeste. El piso alto era ocupado por Newland, y las dos mujeres se apretujaban en las estrechas habitaciones de la planta baja. En medio de una serena armonía de gustos e intereses, madre e hija cultivaban helechos en macetas, hacían encaje macramé y bordados de lana en lino, coleccionaban loza vidriada de la época de la revolución americana, estaban suscritas a Good Words, y leían las novelas de Ouida por su ambiente italiano. (Preferían aquellas sobre la vida campesina, por sus descripciones del paisaje y la calidad de los sentimientos, aunque generalmente les gustaban las novelas acerca de la gente de sociedad, cuyas motivaciones y costumbres les eran más comprensibles; criticaban severamente a Dickens, que "nunca describió a un caballero", y consideraban que Thackeray estaba fuera de su elemento entre el gran mundo en comparación con Bulwer, a quien, sin embargo, se empezaba a considerar pasado de moda.)

Mrs. Archer y su hija eran amantes del paisaje. Era lo que más buscaban y admiraban en sus ocasionales viajes al extranjero; consideraban la arquitectura y la pintura más apropiadas para hombres, especialmente para personas letradas que leían a Ruskin. El apellido de soltera de Mrs. Archer era Newland, y madre e hija, que parecían hermanas, eran, como decía la gente, "verdaderas Newland": altas, pálidas, de hombros ligeramente encorvados, nariz larga, sonrisa dulce y una cierta distinción lánguida como en algunos descoloridos retratos de Reynolds. El parecido físico sería completo si no fuera que la embonpoint propio de la edad que hacía estirarse el brocado negro de Mrs. Archer, mientras que las popelinas café y púrpura colgaban cada vez con mayor soltura del cuerpo virginal de Miss Archer a medida que pasaban los años.

Pero Newland estaba convencido de que, mentalmente, la similitud entre ambas era menor de lo que a menudo sus idénticos amaneramientos permitían creer. El largo hábito de vivir juntas en una intimidad de mutua dependencia les dio el mismo vocabulario y la misma costumbre de empezar las frases diciendo: "mamá piensa" o "Janey piensa", según una u otra quería dar una opinión propia. Pero en realidad, en tanto que la serena falta de imaginación de Mrs. Archer se atenía con facilidad a lo aceptable y conocido, Janey era propensa a sobresaltos y extravíos de la fantasía que surgía de fuentes de reprimido romanticismo. Madre e hija se adoraban entre ellas y veneraban a su hijo y hermano. Y Archer las amaba con una ternura incondicional y llena de remordimientos a causa de la exagerada admiración de ellas, y de la íntima satisfacción que ésta le hacía sentir. Después de todo, pensaba que era bueno para un hombre que su autoridad fuera respetada en su propia casa, aun cuando a veces su sentido del humor le hacía cuestionarse la fuerza de tal autoridad. En esta oportunidad, el joven estaba totalmente seguro de que Mr. Jackson prefería que él cenara fuera; pero tenía buenos motivos para no hacerlo.

Naturalmente, Jackson quería hablar de Ellen Olenska, y naturalmente Mrs. Archer y Janey querían escuchar lo que iba a decir. Los tres se sentían un poco molestos por la presencia de Newland, ahora que se conocía su futura relación con el clan Mingott; y el joven esperaba, con curiosidad y ganas de divertirse, ver cómo soslayarían la dificultad. Empezaron en forma indirecta hablando de Mrs. Lemuel Struthers.

—Fue una lástima que los Beaufort la invitaran —dijo suavemente Mrs. Archer—. Lo malo es que Regina hace siempre lo que él dice; y Beaufort...

—A Beaufort se le escapan algunos nuances —dijo Mr. Jackson, inspeccionando cautelosamente el sábalo a la parrilla, mientras se preguntaba por enésima vez por qué el cocinero de Mrs. Archer siempre quemaba los huevos de pescado en las cenizas. (Newland, que compartía por años esta incógnita, pudo detectarla en la melancólica desaprobación que se retrataba en el rostro del anciano.)

—Cierto, no hay duda de que Beaufort es un hombre vulgar —dijo Mrs. Archer—. Mi abuelo Newland siempre le decía a mi madre: "Por ningún motivo permitas que le presenten a ese tal Beaufort a las niñas." Pero al menos ha tenido la suerte de asociarse con caballeros; en Inglaterra también, dicen. Todo es muy misterioso.

Miró a Janey e hizo una pausa. Ambas conocían hasta el último resquicio del misterio Beaufort, pero en público Mrs. Archer seguía aparentando que el tema no era conveniente para una soltera.

—Pero esta Mrs. Struthers —prosiguió Mrs. Archer—, ¿qué dijo usted que era, Sillerton?

—Salió de una mina, o más bien de la cantina cercana a la cantera. Después hizo un tour por Nueva Inglaterra con un espectáculo de figuras de cera en vivo. Cuando la policía acabó con eso, dicen que vivió...

Mr. Jackson miró a su vez a Janey, cuyos ojos parecían saltar bajo sus prominentes párpados. Todavía había sorpresas para ella en el pasado de Mrs. Struthers.

—Luego —continuó Mr. Jackson (y Archer supo que se preguntaba por qué nadie dijo al mayordomo que no cortara los pepinos con un cuchillo de acero) —, apareció Lemuel Struthers. Dicen que su publicista utilizaba la cabeza de la joven para la propaganda del betún de zapatos, por su pelo intensamente negro, como ustedes saben, al estilo egipcio. Lo cierto es que..., finalmente..., se casó con ella.

Había una fuerte insinuación maliciosa en esa manera de espaciar la palabra "finalmente", recalcando la importancia de cada sílaba.

—Bueno, pero al paso que vamos hoy día, eso ya no importa —dijo Mrs. Archer con tono indiferente.

A las damas no les interesaba en realidad Mrs. Struthers; el tema de Ellen Olenska era demasiado novedoso y demasiado absorbente para ellas. A decir verdad, Mrs. Archer mencionó el nombre de Mrs. Struthers sólo para permitirse decir:

—¿Y la nueva prima de Newland, la condesa Olenska? ¿También fue al baile?

Había un leve toque de sarcasmo en la referencia a su hijo, y Archer lo advirtió, y lo esperaba. Hasta Mrs. Archer, que rara vez se interesaba gran cosa en los eventos humanos, se había alegrado enormemente con el compromiso de su hijo. ("Sobre todo después del estúpido asunto con Mrs. Rushworth", había comentado con Janey, aludiendo a lo que fuera para Newland una tragedia de la cual creyó que su alma guardaría por siempre las cicatrices.) No había mejor partido en Nueva York que May Welland, desde todo punto de vista. Por supuesto que tal matrimonio era lo que se merecía Newland, pero los jóvenes son tan tontos e impredecibles —y algunas mujeres tienden tan bien sus trampas y son tan inescrupulosas— que era casi un milagro ver a su único hijo pasar sin sucumbir frente a la Isla de las Sirenas e instalarse en el paraíso de una inocente vida doméstica. Era lo que sentía Mrs. Archer y su hijo lo sabía; pero también sabía que estaba perturbada por el apresurado anuncio de su compromiso, o más bien por su causa; y por ese motivo — pues en el fondo era un amo tierno e indulgente— se quedó en casa esa noche.

—No es que desapruebe el esprit de corps de los Mingott, pero no entiendo por qué el compromiso de Newland tiene que mezclarse con las idas y venidas de la Olenska —refunfuñó al oído de Janey, único testigo de esas leves caídas en su perfecta dulzura. Se había comportado a la perfección —y en cuanto a buen comportamiento nadie la sobrepasaba— durante la visita a Mrs. Welland; pero Newland sabía (y su novia sin duda lo adivinaba) que durante toda la visita ella y Janey estuvieron nerviosas temiendo una posible intrusión de madame Olenska. Y cuando salieron de la casa, se permitió decir a su hijo:

—Me alegro de que Augusta Welland nos haya recibido a solas.

Estos indicios de trastornos internos influyeron más aún para que Archer también pensara que los Mingott habían ido un tanto demasiado lejos. Pero como atentaba contra todas las reglas del código familiar que madre e hijo hicieran alusión a sus más íntimos pensamientos, sólo replicó:

—Bueno, siempre cuando uno se compromete hay que pasar por una serie de reuniones familiares, y cuanto más pronto se haga, mejor.

A lo que su madre respondió con un simple fruncimiento de labios bajo el velo de encaje que caía de su sombrero de terciopelo gris bordeado de frutas artificiales.

Archer presintió que aquella noche la venganza de su madre, su legítima venganza, sería "arrastrar" a Mr. Jackson al tema de la condesa Olenska. Y, como ya había cumplido públicamente su deber de futuro miembro del clan Mingott, el joven no tuvo objeción a que se hablara de la dama en privado, aunque el tema ya comenzaba a aburrirlo.

Mr. Jackson se había servido una rebanada del filete tibio que le presentara el taciturno mayordomo con una mirada tan escéptica como la suya, pero rechazó la salsa de callampas después de olerla en forma imperceptible. Se sentía frustrado y hambriento, y Archer pensó que probablemente terminaría por comerse a Ellen Olenska.

Mr. Jackson se echó atrás en su silla, y miró hacia los Archer, Newland y Van der Luyden iluminados por candelabros que colgaban dentro de oscuros marcos sobre las oscuras paredes.

—¡Cuánto le gustaba la buena comida a tu abuelo Archer, mi querido Newland! —dijo fijando los ojos en el retrato de un hombre joven y regordete de alzacuello y chaqueta azul, frente a una casa de campo con columnas blancas—. ¡Vaya, vaya, vaya, me pregunto qué habría dicho de estos matrimonios con extranjeros!

Mrs. Archer pasó por alto la alusión a la ancestral cuisine y Mr. Jackson continuó, enfatizando sus palabras:

—No, ella no estaba en el baile.

—Ah —murmuró Mrs. Archer, en un tono que quería decir: "Por lo menos tuvo la decencia de no ir".

—Tal vez los Beaufort no la conocen — sugirió Janey, con su ingenua malicia.

Mr. Jackson hizo un vago ademán de beber, como si probara un invisible Madeira.

—Puede que Regina no —dijo—, pero Beaufort sí la conoce, porque toda Nueva York la vio esta tarde paseando con él por la Quinta Avenida.

—¡Dios mío! —gimió Mrs. Archer, que evidentemente percibía la inutilidad de tratar de atribuir a un sentido de delicadeza las actitudes de los extranjeros.

—No sé si usa sombrero o capota por la tarde —especuló Janey—. Sé que a la ópera fue de terciopelo azul oscuro, totalmente simple y liso, como una camisa de dormir.

—¡Janey! —exclamó su madre ruborizada y, tratando de adoptar una actitud de audacia, agregó—: En todo caso, fue de mejor gusto no ir al baile.

Un espíritu perverso indujo a su hijo a replicar:

—No creo que haya sido cuestión de buen gusto de su parte. May dijo que pensaba ir, pero después decidió que su vestido no era lo suficientemente elegante.

Mrs. Archer acogió con una sonrisa esta confirmación de sus deducciones.

—Pobre Ellen —dijo con sencillez, y agregó compasiva—: No debemos olvidar la excéntrica educación que le dio Medora Manson. ¿Qué se puede esperar de una muchacha a la que se permite usar raso negro en su baile de estreno en sociedad?

—¡Ah, no voy a recordarla con ese vestido! —dijo Mr. Jackson, y agregó—: ¡Pobrecita! —en el tono de quien, disfrutando con el recuerdo, en su momento había entendido perfectamente lo que aquel espectáculo auguraba.

—Es raro —hizo notar Janey— que haya conservado un nombre tan feo como Ellen. Yo lo habría cambiado por Elaine —recorrió la mesa con la vista para ver el efecto de su opinión.

 

—¿Por qué Elaine? —preguntó su hermano, riendo.

—No sé, suena mejor, más polaco —repuso Janey, enrojeciendo.

—Suena más llamativo, y no es eso lo que ella desea —dijo Mrs. Archer en tono distraído.

—¿Por qué no? —atacó su hijo, con un súbito impulso discutidor—. ¿Por qué no puede ser llamativa si quiere? ¿Por qué tiene que vivir ocultándose como si fuera ella la que se deshonró? Es la "pobre Ellen", de acuerdo, porque tuvo la mala suerte de hacer un mal matrimonio; pero no veo razón para que esconda la cabeza como si fuera la culpable.

—Supongo que esa es la línea que piensan tomar los Mingott —comentó Mr. Jackson, pensativo.

El joven se sonrojó.

—No tuve que esperar su veredicto, si es lo que quiere decir, señor. Madame Olenska ha tenido una vida desgraciada, lo que no la hace una descastada.

—Hay rumores... —empezó a decir Mr. Jackson, lanzando una mirada a Janey.

—Ya sé, el secretario —le interrumpió Archer—. Qué importa, madre, Janey ya está grande. Dicen, ¿no es cierto? —continuó—, que el secretario la ayudó a escapar de aquella bestia de marido que la tenía prácticamente prisionera. Bueno, ¿y qué importa que lo hiciera? Espero que no haya entre nosotros un hombre que no hubiera hecho lo mismo en ese caso.

Mr. Jackson se dirigió al mayordomo por encima del hombro:

—Después de todo, tomaría tal vez un poco de esa salsa, sólo un poco y después de servirse, añadió—: Me dijeron que ella está buscando una casa. Entonces, se queda a vivir aquí.

—Yo escuché que piensa obtener el divorcio —dijo Janey con gran audacia.

—¡Espero que lo logre! —exclamó Archer.

La palabra cayó como una bomba en la pura y serena atmósfera del comedor de los Archer. Mrs. Archer arqueó sus finas cejas con ese particular movimiento que significa: "Está el mayordomo...". Y el joven, también consciente del mal gusto de discutir asuntos tan íntimos en público, rápidamente cambió el tema iniciando un relato de su visita a la anciana Mrs. Mingott.

Acabada la cena, siguiendo una costumbre inmemorial, Mrs. Archer y Janey subieron al salón arrastrando sus largos drapeados de seda, y, mientras los caballeros se quedaban fumando en la planta baja, se sentaron junto a una lámpara Carcel con globo grabado al buril, una frente a otra separadas por una mesa de trabajo de palo de rosa, debajo de la cual había una bolsa de seda verde, y comenzaron a bordar en ambos extremos de una tapicería floreada destinada a adornar alguna "silla para casos de necesidad" en el salón de la joven Mrs. Newland Archer.

Mientras se realizaba este ritual arriba, Archer instaló a Mr. Jackson en un sillón junto al fuego en la biblioteca gótica y le pasó un cigarro. Mr. Jackson se hundió con satisfacción en el asiento, encendió su cigarro con toda confianza (porque los había comprado Newland), y estirando sus viejos y delgados tobillos hacia las brasas, dijo:

—¿Dices que el secretario sólo la ayudó a escapar, querido muchacho? Bueno, entonces quiere decir que seguía ayudándola un año después, pues alguien se encontró con ellos cuando vivían juntos en Lausanne.

Newland enrojeció.

—¿Vivían juntos? Bueno, ¿y por qué no? ¿Quién más que ella tenía derecho a rehacer su vida? Estoy harto de la hipocresía que enterraría viva a una mujer de su edad si su marido prefiere vivir con rameras.

Se detuvo y se volvió furioso a encender su cigarro.

—Las mujeres deben ser libres, tan libres como lo somos nosotros declaró, descubriendo que estaba demasiado irritado para medir sus terribles consecuencias.

Mr. Sillerton Jackson acercó más a las brasas sus piernas y emitió un sardónico silbido.

—Bueno —dijo después de una pausa—, aparentemente el conde Olenski era de tu misma opinión, pues jamás escuché que moviera un dedo para llevarse a su mujer de vuelta.

6

Aquella noche, una vez que Mr. Jackson hubo partido y que las mujeres se retiraron a su dormitorio con cortinas de chinz, Newland Archer subió pensativo a su estudio. Una mano solícita había, como de costumbre, mantenido encendido el fuego y nivelada la mecha de la lámpara; y la habitación, con sus hileras e hileras de libros, las estatuillas de bronce y acero de "Los Espadachines" encima de la chimenea y las numerosas fotografías de cuadros famosos, era singularmente agradable y acogedora. Al arrellanarse en el sillón junto al fuego, sus ojos se fijaron en una gran fotografía de May Welland que la joven le regalara el primer día de su romance, y que había desplazado todos los demás retratos de la mesa. Con renovada sensación de admiración contempló la amplia frente, los ojos serios y la alegre boca inocente de la joven de cuya alma él iba a ser el guardián. Aquel aterrador producto del sistema social al cual pertenecía y en el que creía, la jovencita que no sabía nada y lo esperaba todo, le devolvía la mirada de una desconocida en las facciones familiares 'de May Welland; y una vez más tuvo que aceptar que el matrimonio no era un anclaje en puerto seguro, como le habían enseñado, sino un viaje por mares que no figuran en los mapas.

El caso de la condesa Olenska removió viejas convicciones establecidas y las dejó navegando a la deriva entre sus pensamientos. Su propia exclamación: "las mujeres deben ser libres, tan libres como nosotros", tocaba la raíz de un problema que su propio mundo había decidido considerar inexistente. Una mujer "decente", aunque hubiera sido agraviada, jamás podría reclamar la clase de libertad de que él hablaba, y los hombres de corazón generoso como el suyo estarían caballerosamente dispuestos —en el calor de la discusión— a concedérsela. Tales generosidades verbales no eran de hecho más que un engañoso disfraz de las inexorables convenciones que ataban una cosa con otra y encerraban a todos dentro de los viejos moldes. Pero en este caso se veía comprometido a defender, por la prima de su novia, una conducta que, si se tratara de su propia esposa, lo obligaría a invocar contra ella todo el rigor de la Iglesia y del estado.

Claro que se trataba de un dilema meramente hipotético; al no ser él no era un noble polaco y sinvergüenza, era absurdo especular acerca de cuáles serían los derechos de su esposa, si lo hubiera sido. Pero Newland Archer tenía demasiada imaginación como para no pensar que, en el caso suyo con May, la cuerda se cortaría por razones muchísimo menos vulgares y evidentes. ¿Qué podían saber uno del otro, si era su deber de muchacho "decente" ocultarle su pasado, y el de ella, como joven casadera, no tener pasado que esconder? ¿Qué pasaría si, por cualquiera de las razones más sutiles, se cansaban uno del otro, no se comprendían o se irritaban mutuamente? Pasó revista a los matrimonios de sus amigos —a los supuestamente más felices— y no vio ninguno que respondiera, ni remotamente, a la apasionada y tierna camaradería que él soñaba como relación permanente con May Welland. Se daba cuenta de que tal imagen presuponía en ella la experiencia, versatilidad, libertad de juicio que la educación recibida se había empeñado cuidadosamente en negarle; y con un escalofriante presentimiento vio su matrimonio igual al de la mayoría de los que lo rodeaban: una monótona asociación de intereses materiales y sociales que se mantenía por la ignorancia de una de las partes y la hipocresía de la otra.

Le pareció que Lawrence Lefferts era el marido que mejor había hecho realidad este envidiable ideal. Como llegó a ser el sumo sacerdote de las formalidades, formó a su esposa tan a su exclusiva conveniencia que, en los momentos más evidentes de sus frecuentes amoríos con las esposas de otros hombres, ella demostraba su sonriente ignorancia diciendo: "Lawrence es tremendamente estricto"; y se la vio ruborizarse indignada y bajar la mirada cuando alguien mencionaba en su presencia el hecho de que Julius Beaufort (como todo "extranjero" de origen dudoso) tuviera lo que se llamó en Nueva York "otra residencia".