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100 Clásicos de la Literatura

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Mr. Sillerton Jackson había devuelto los anteojos a Lawrence Lefferts. Todos los miembros del grupo se volvieron instintivamente a él, esperando escuchar lo que el anciano diría, pues Mr. Jackson era toda una autoridad en "familias", así como Lawrence Lefferts lo era en "formalidades". Conocía todas las ramificaciones de los parentescos neoyorquinos, y no sólo podía esclarecer cuestiones tan complicadas como los lazos entre los Mingott (por los Thorley) con los Dallas de Carolina del Sur, y la relación de la rama mayor de los Thorley de Filadelfia con los Chivers de Albany (que jamás deben confundirse con los Manson Chivers de University Place), sino que también podía enumerar las características principales de cada familia, como, por ejemplo, la fabulosa mezquindad de los descendientes más jóvenes de los Lefferts (los de Long Island); o la fatal tendencia de los Rushworth a los matrimonios disparatados; o la locura recurrente que sufrían cada dos generaciones los Chivers de Albany, con los cuales sus primos de Nueva York siempre rehusaron casarse, con la desastrosa excepción de la pobre Medora Manson, quien, como todos saben..., bueno, pero su madre era una Rushworth.

Además de esta selva de árboles genealógicos, Mr. Sillerton Jackson mantenía entre sus estrechas y cóncavas sienes, y bajo la suave pelusa de sus canas, un registro de la mayoría de los escándalos y misterios que ardieron bajo la superficie inalterable de la sociedad neoyorquina durante los últimos cincuenta años.

Realmente, su información era tan amplia y su memoria tan perfectamente retentiva, que pasaba por ser el único hombre que podía decir quién era realmente Julius Beaufort, el banquero, y qué fue del distinguido Bob Spicer, padre de la anciana Mrs. Manson Mingott, que desapareció misteriosamente (con una gruesa cantidad de dinero en fideicomiso) apenas un año después de su matrimonio, el mismo día que una hermosa bailarina española, que había deleitado a inmensas multitudes en el viejo Teatro de la Opera en Battery, se embarcaba rumbo a Cuba. Pero tales misterios, así como muchos otros, permanecían guardados bajo llave en el pecho de Mr. Jackson; pues no sólo su alto sentido del honor le prohibía repetir cosas tan privadas, sino que estaba perfectamente consciente de que la reputación de su discreción le daba mayores oportunidades de enterarse de lo que quería saber.

Por eso, el grupo del palco esperaba con visible suspenso mientras Mr. Sillerton Jackson devolvía los anteojos de teatro a Lawrence Lefferts. Por un segundo escrutó al atento grupo con sus diáfanos ojos azules casi tapados por los párpados venosos; luego, retorciendo cuidadosamente su bigote, dijo simplemente:

Jamás pensé que los Mingott se atrevieran a pretender hacernos tragar el anzuelo.

2

Durante este breve incidente, Newland Archer cayó en un curioso estado de turbación. Era muy incómodo que el palco que atraía la compacta atención masculina de Nueva York fuera justo aquel en que se sentaba su novia entre su madre y su tía. Además, hasta ahora no identificaba a la dama del traje Imperio, ni menos podía imaginar por qué su presencia creaba tal conmoción entre los miembros del club. De pronto lo comprendió todo, y sintió una momentánea acometida de indignación. No, realmente, nadie habría pensado que los Mingott pretendieran hacerlos tragar el anzuelo. Pero lo hicieron; no había la menor duda de que lo hicieron, pues los comentarios en voz baja que se hacían a su espalda le dieron la certidumbre de que aquella joven era la prima de May Welland, a la que la familia siempre se refería como la "pobre Ellen Olenska". Archer sabía que había llegado sorpresivamente de Europa hacía un par de días; oyó decir incluso a Miss Welland (y no lo desaprobaba) que había ido a visitar a la pobre Ellen, que estaba alojada en casa de la anciana Mrs. Mingott. Archer aplaudió de corazón aquella solidaridad familiar, y una de las cualidades que más admiraba en los Mingott era su resuelta campaña en favor de las pocas ovejas negras que su intachable linaje había producido. No había una gota de mezquindad ni avaricia en el corazón del joven y se alegraba de que su futura esposa no se sintiera impedida, por falsas prudencias, de ser bondadosa (en privado) con su desgraciada prima; pero recibir a la condesa Olenska en el círculo familiar era algo muy diferente a presentarla en público, nada menos que en la Opera, y en el mismo palco con la joven cuyo compromiso con él, Newland Archer, se anunciaría dentro de pocas semanas.

No, sintió lo mismo que el viejo Sillerton Jackson: ¡jamás pensó que los Mingott se atrevieran a pretender hacerlos tragar el anzuelo! Sabía, por supuesto, que Mrs. Manson Mingott, la matriarca de la familia, tenía la osadía del varón más atrevido (dentro de los límites de la Quinta Avenida). Siempre admiró a esa anciana arrogante que, a pesar de haber sido sólo Catherine Spicer de Staten Island, con un padre misteriosamente desprestigiado y sin dinero ni posición suficiente para lograr que la gente lo olvidara, se unió en matrimonio con quien era la cabeza de la acaudalada familia Mingott, casó a dos de sus hijas con "extranjeros" (un marqués italiano y un banquero inglés), y coronó sus audacias construyendo una enorme casa de piedra color crema pálido (cuando el pardo arena parecía ser el único color que se podía usar, al igual que la levita por la tarde) en una inaccesible tierra virgen cercana a Central Park.

Las hijas extranjeras de Mrs. Mingott se convirtieron en una leyenda. Nunca volvieron a visitar a su madre, y como ella era —al igual que muchas personas dominantes y de mente activa— corpulenta y de hábitos sedentarios, con gran filosofía se quedó en su casa. Pero la casa color crema (supuestamente copiada de mansiones privadas de la aristocracia parisina) era una prueba visible de su valentía moral; y en ella reinó, plácidamente, entre muebles de antes de la Revolución y recuerdos de las Tullerías de tiempos de Luis Napoleón (donde brillara en su edad madura) como si no hubiera nada de peculiar en vivir más allá de la Calle Treinta y Cuatro, o en tener ventanas francesas que se abrían como puertas en lugar de las que se abrían hacia arriba.

Todos (incluso Mr. Sillerton Jackson) coincidían en que la anciana Catherine nunca fue una beldad, un don que a ojos de Nueva York justificaba cualquier éxito y excusaba algunos defectos. La gente menos condescendiente decía que, como su tocaya imperial, había ganado su camino al éxito con fuerza de voluntad y dureza de corazón, y con una especie de altanera insolencia que en cierta medida se justificaba por la extremada decencia y dignidad de su vida privada. Mr. Manson Mingott murió cuando ella tenía sólo veintiocho años, y tuvo "amarrado" el dinero con la cautela nacida de la desconfianza general que provocaban los Spicer. Pero su intrépida viuda siguió su camino sin vacilar, se mezcló libremente con la sociedad extranjera, casó a sus hijas en Dios sabe qué círculos corruptos y mundanos, se codeó con duques y embajadores, se asoció familiarmente con papistas, recibió a cantantes de ópera, y fue íntima amiga de Mme. Taglioni. Y sin embargo (Sillerton Jackson fue el primero en proclamarlo) jamás hubo el menor rumor sobre su reputación; el único aspecto, agregaba siempre Jackson, en que difería de la anterior Catherine. Mrs. Manson Mingott hacía tiempo que había logrado "desamarrar" la fortuna de su marido, y vivió en la opulencia durante medio siglo. No obstante, el recuerdo de sus pasadas penurias económicas la volvieron excesivamente ahorrativa y, aunque cuando compraba un vestido o un mueble procuraba que fuera de la mejor calidad, no se permitía gastar mucho en los transitorios placeres de la mesa. En consecuencia, y por razones totalmente diferentes, su comida era tan pobre como la de Mrs. Archer, y sus vinos dejaban mucho que desear. Sus amistades consideraban que la penuria de su mesa desacreditaba el nombre de los Mingott, que siempre estuvo asociado con el buen vivir; pero la gente seguía visitándola a pesar de los platos tan poco atractivos y del pésimo champagne. En respuesta a las reprimendas de su hijo Lovell (que trataba de recuperar el honor familiar contratando al mejor chef de Nueva York), acostumbraba decirle, riendo: "¿De qué sirve tener dos buenos cocineros para una sola familia, cuando ya casé a las niñas y no puedo comer salsas?"

Mientras reflexionaba en estas cosas, Newland Archer volvió otra vez la mirada al palco de los Mingott. Advirtió que Mrs. Welland y su cuñada enfrentaban su semicírculo de críticos con el aplomo Mingottiano que Catherine inculcara a su tribu. Notó que sólo May Welland dejaba entrever, por un intenso color en sus mejillas (tal vez debido a la conciencia de que él la estaba observando), que resentía la gravedad de la situación. En cuanto a la causante de la conmoción, estaba sentada graciosamente en el rincón del palco, con los ojos fijos en el escenario, y mostraba al inclinarse hacia adelante un poco más de hombro y pecho que lo que Nueva York solía ver, al menos en damas que tenían razones para desear pasar inadvertidas. Pocas cosas importaban tanto a Newland Archer como una ofensa al "buen gusto", aquella distante divinidad de la que las "formalidades" eran meros representantes y delegados visibles. El semblante pálido y serio de madame Olenska llamó su atención y le pareció adecuado a la ocasión y a su triste situación, pero le chocó y lo perturbó bastante que su traje (de amplio escote) dejara ver sus hombros. Le molestaba profundamente que May Welland estuviera expuesta a la influencia de una mujer que no acataba los dictados del buen gusto.

—Pero después de todo —oyó decir a uno de los jóvenes que estaban detrás de él (todo el mundo conversaba durante las escenas de Mefistófeles y Marta) —, ¿qué fue exactamente lo que sucedió?

—Bueno, ella lo abandonó, nadie pretende negarlo.

 

—Él es una bestia espantosa, ¿no es así? — continuó el joven de las preguntas, un Thorley cándido que evidentemente se aprestaba a engrosar las filas de los defensores de la dama.

—El peor animal; lo conocí en Niza —dijo Lawrence Lefferts con la autoridad del conocedor—. Un tipo casi paralítico, canoso y burlesco, bien parecido, con ojos de tupidas pestañas. Les diré la clase de hombre que era: cuando no estaba con mujeres, coleccionaba porcelana. Pagaba el precio que fuera por cualquiera de las dos, según dicen.

Hubo una carcajada general, y el joven paladín preguntó:

—¿Y qué pasó entonces?

—Entonces, ella se escapó con su secretario.

—Ah, entiendo —dijo el joven, demudado.

—Pero tampoco duró mucho; supe pocos meses después que ella estaba viviendo sola en Venecia. Creo que Lovell Mingott fue a buscarla; dijo que sufría mucho. Eso está muy bien, pero exhibirla en la ópera es cosa muy diferente.

—Tal vez estaba demasiado desconsolada para dejarla sola —se atrevió a insistir Thorley.

Su argumento recibió una irreverente risotada.

El joven se ruborizó intensamente y trató de hacer creer que había pretendido insinuar lo que la gente instruida llama double entendre.

—Bueno, en todo caso es raro que hayan traído a Miss Welland —dijo alguien en voz baja, lanzando una mirada de soslayo a Archer.

—Oh, eso es parte de la campaña; sin duda son órdenes de la abuela —repuso riendo Lefferts—. Cuando la anciana hace algo, lo hace a la perfección.

El acto terminaba y se produjo un alboroto generalizado en el palco. Newland Archer se sintió súbitamente impulsado a actuar con decisión. El deseo de ser el primero en entrar al palco de Mrs. Mingott, de proclamar al mundo expectante su compromiso con May Welland, y de acompañarla en cualquiera dificultad en que la anómala situación de su prima la pusiera, fue el impulso que borró en forma abrupta todos sus escrúpulos y vacilaciones y lo hizo precipitarse por los rojos pasillos hasta el otro extremo del teatro.

Al entrar al palco, su mirada se cruzó con la de Miss Welland y supo que ella había comprendido al instante los motivos que lo hicieron ir allá, aunque la dignidad familiar, que ambos consideraban la mayor virtud, no le permitiera decírselo. La gente de su mundo vivía en una atmósfera de vagas complicidades y tenues susceptibilidades, y el hecho de que ellos se entendieran sin palabras le pareció al joven que los acercaba mejor que la más clara de las explicaciones. Los ojos de May Welland decían: "Ya ves por qué mamá me hizo venir". Y los de Archer contestaron: "Por nada en el mundo habría evitado yo que vinieras".

—¿Conoce a mi sobrina, la condesa Olenska? preguntó Mrs. Welland al saludar a su futuro yerno. Archer se inclinó sin extender la mano, como se acostumbraba al ser presentado a una dama. Y Ellen Olenska inclinó ligeramente su cabeza, apretando entre las manos enguantadas su enorme abanico de plumas de águila. Después de saludar a Mrs. Lovell Mingott, una robusta rubia vestida de crujiente raso, se sentó al lado de su prometida, y le dijo en voz baja:

—¿Le dijiste a madame Olenska que estamos comprometidos? Quiero que todo el mundo lo sepa. Me gustaría que me permitieras anunciarlo esta noche en el baile.

El rostro de Miss Welland se sonrojó como una aurora, y lo miró con ojos radiantes.

—Si logras persuadir a mamá —dijo—. Pero, ¿por qué cambiar lo que está ya fijado?

El respondió sólo con los ojos, y ella agregó, con una sonrisa confiada:

—Dilo tú mismo a mi prima, te doy permiso. Dice que jugaba contigo cuando eran niños.

Le hizo lugar retirando hacia atrás su silla, y de inmediato y con cierta ostentación, deseando que todo el teatro viera lo que hacía, Archer se sentó junto a la condesa Olenska.

—¿Te acuerdas que jugábamos juntos? — preguntó ella volviendo hacia él sus ojos serios—. Eras un niño espantoso, y una vez me besaste detrás de una puerta. Pero yo estaba enamorada de tu primo Vandie Newland, que nunca me miró —su mirada recorrió la herradura de palcos—. ¡Cuántos recuerdos me trae todo esto! Los veo a todos de pantalón corto los niños y calzones largos las niñas —murmuró con su acento arrastrado y ligeramente extranjero, mientras sus ojos volvían a posarse en la cara de Archer.

Por muy agradable que fuera la expresión de aquellos ojos, el joven se escandalizó de que reflejaran una imagen tan impropia del augusto tribunal ante el cual, en ese mismo momento, se juzgaba su caso. No había nada de peor gusto que la impertinencia fuera de lugar. Respondió en tono bastante seco:

—Así es, has estado ausente mucho tiempo. Siglos y siglos; tanto tiempo— dijo ella —que me parece estar muerta y enterrada y que este viejo y querido teatro es el cielo.

Por razones que no logró definir, a Newland Archer le chocaron estas palabras; le parecieron un modo aún más irrespetuoso de describir a la sociedad neoyorquina.

3

Siempre era igual.

La noche de su baile anual, Mrs. Julius Beaufort jamás dejaba de asistir a la ópera. En realidad, daba su baile en una noche de ópera para demostrar que estaba absolutamente por encima de las preocupaciones domésticas, y que poseía un equipo de sirvientes competentes que atendían todos los detalles en su ausencia. La casa de los Beaufort era una de las pocas en Nueva York que tenía un salón de baile (anterior incluso a la de Mrs. Manson Mingott y a la de los Headly Chivers). Y en una época en que se comenzaba a pensar que era de provincianos poner un tapete protector encima del piso del salón y llevar todos los muebles al piso alto, el hecho de tener una sala de baile que se usara para ese solo propósito y que pasara los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año cerrado en la oscuridad, con sus sillas doradas apiladas en un rincón y la araña de luces cubierta por una bolsa, daba a los Beaufort una indudable superioridad que compensaba cualquiera situación deplorable en su pasado.

A Mrs. Archer le gustaba vaciar su filosofía social en axiomas. Una vez dijo: "Todos tenemos nuestros preferidos en la clase baja", y aunque la frase era atrevida, su veracidad fue secretamente admitida en el fondo del corazón por gran parte de lo más distinguido de la sociedad. Pero los Beaufort no eran exactamente clase baja; algunos decían que eran bastante peor. Mrs. Beaufort pertenecía realmente a una de las familias más consideradas de Norteamérica. De soltera fue la encantadora Regina Dallas (de la rama de Carolina del Sur), una beldad sin un centavo presentada a la sociedad neoyorquina por su prima, la desatinada Medora Manson, que siempre hacía lo indebido con buenas intenciones. Cuando alguien está emparentado con los Manson y los Rushworth tiene un droit de cité en la sociedad neoyorquina (como decía Mr. Sillerton Jackson, que había frecuentado las Tullerías); pero, ¿no pierde el derecho al casarse con un Julius Beaufort? Había un problema: ¿quién era Mr. Beaufort? Se le tenía por inglés, era agradable, bien parecido, cascarrabias, sociable e ingenioso. Llegó a Estados Unidos premunido de cartas de recomendación del banquero inglés yerno de la anciana Mrs. Manson Mingott, y con rapidez se hizo una buena posición en el mundo de los negocios; pero sus costumbres eran libertinas, su lengua mordaz, sus antecedentes misteriosos, y cuando Medora Manson anunció el compromiso de su prima con él, pareció ser una nueva locura en la larga lista de desatinos de la pobre Medora.

Pero con el tiempo el producto de la locura es a menudo considerado sabiduría, y dos años después del matrimonio de la joven Mrs. Beaufort, todos admitían que su casa era la más distinguida de Nueva York. Nadie sabía exactamente cómo se había operado el milagro. Ella era indolente, pasiva, los cáusticos la consideraban incluso aburrida. Pero vestida como un ídolo, llena de collares de perlas, viéndose cada año más joven, más rubia y hermosa, reinaba en el recargado palacio de piedra color pardo de Mr. Beaufort, y atraía a su alrededor a todo el mundo sin mover su enjoyado dedo meñique. Los perspicaces decían que era Mr. Beaufort quien entrenaba a la servidumbre, enseñaba nuevos platos al chef, decía al jardinero qué flores debía cultivar en el invernadero para adornar la mesa del comedor y los salones, seleccionaba a los invitados, preparaba el ponche para después de la cena, y dictaba las notas que su esposa escribía a sus amigos. Sí, era verdad que lo hacía. Cumplía estas actividades domésticas en privado y ante el mundo aparentaba ser un millonario despreocupado y amable paseándose por sus salones con la indiferencia de un invitado más, y decía:

—¿No es cierto que las gloxíneas de mi mujer son una maravilla? Creo que las trae de Kew.

Todos coincidían en que el secreto de Mr. Beaufort era la manera de llevar tan bien las cosas. Qué importaba que se rumoreara que había sido "ayudado" a salir de Inglaterra por la institución bancaria donde trabajaba; llevaba a cuestas ese rumor con la misma facilidad que muchos otros, a pesar de que la conciencia neoyorquina en cuanto a los negocios no era menos sensible que su código moral. Vencía todos los obstáculos, tenía a todo Nueva York en sus salones, y por más de veinte años la gente decía que iba donde los Beaufort con la misma tranquilidad que si dijera que iba donde Mrs. Manson Mingott, y además con la satisfacción de saber que comería pato silvestre y bebería los mejores vinos, en vez del Veuve Clicquot tibio de menos de un año y croquetas de Filadelfia recalentadas.

Como de costumbre, Mrs. Beaufort apareció en su palco justo antes del aria de las joyas; y cuando, también según su costumbre, se levantó al finalizar el tercer acto, se puso su capa de noche alrededor de sus lindos hombros y desapareció, Nueva York supo que eso significaba que dentro de media hora más comenzaría el baile.

La casa de los Beaufort era la que los neoyorquinos se enorgullecían de mostrar a los extranjeros, especialmente la noche del baile anual. Ellos fueron de los primeros en tener su propia alfombra de terciopelo rojo y sus propios lacayos para colocarla, bajo su propio toldo en vez de alquilarlo junto con la cena y las sillas del salón de baile. También iniciaron la costumbre de permitir que las damas se quitaran las capas en el vestíbulo, en lugar de que subieran arrastrándolas hasta el dormitorio de la dueña de casa y se encresparan el cabello con ayuda del mechero de gas. Se rumoreaba que Beaufort había dicho que él suponía que todas las amigas de su mujer tenían doncellas que se preocupaban de que salieran de casa adecuadamente coiffées.

Por tanto la casa entera fue diseñada audazmente con una sala de baile de modo que, en vez de apretujarse a través de un estrecho pasillo de acceso (como en casa de los Chivers) se caminara hacia aquélla con toda comodidad entre una doble hilera de salones (el verde mar, el carmesí y el bouton d'or, desde donde se vislumbraba a la distancia el resplandor de las luces de la araña de numerosas velas reflejado en el pulido parquet, y más allá la penumbra de un jardín de invierno donde las camelias y los helechos arqueaban su suntuoso follaje sobre bancos de bambú negro y dorado.

Newland Archer, como convenía a un joven de su posición, hizo su entrada algo tarde.

Dejó su abrigo con el lacayo de medias de seda (una de las pocas necedades de Beaufort), se entretuvo un rato en la biblioteca tapizada en cuero español y amueblada con Buhl y malaquita, donde algunos caballeros charlaban mientras se ponían los guantes de baile; finalmente se unió a la fila de invitados que Mrs. Beaufort recibía en el umbral del salón carmesí. Archer estaba notoriamente nervioso. No había vuelto a su club después de la ópera (como solían hacerlo los jóvenes elegantes como él) sino que, como hacía una hermosa noche, había caminado bastantes cuadras por la Quinta Avenida antes de dirigirse a casa de los Beaufort. La verdad era que temía que los Mingott fueran demasiado lejos, y que, en realidad, hubieran recibido orden de la abuela Mingott de llevar a la condesa Olenska al baile. Por el tono usado en el palco del club se daba cuenta del grave error que eso sería; y, aunque estaba más decidido que nunca a "ir hasta el final", ya no se sentía tan quijotescamente ansioso por declararse defensor de la prima de su prometida como antes de su breve conversación en la ópera.

Paseando por el salón "bouton d'or" (donde Beaufort tuvo la osadía de colgar el discutido desnudo de Bouguereau llamado "Amor victorioso"), Archer se encontró con Mrs. Welland y su hija cerca de la puerta del salón de baile. Ya había parejas bailando en la pista; la luz de las velas de cera caía sobre faldas de tul que revoloteaban, sobre cabezas juveniles adornadas con simples capullos de flores, sobre vistosos aigrettes y adornos en las coiffures de las jóvenes casadas, y sobre el brillo de pecheras perfectamente planchadas y guantes recién almidonados.

 

Miss Welland, sin duda ansiosa por unirse a los bailarines, permanecía en el umbral, con sus lirios silvestres en la mano (no llevaba otro ramo), el rostro algo pálido, los ojos brillantes de ingenua emoción. La rodeaba un numeroso grupo de jóvenes y muchachas, y se escuchaban muchos aplausos, risas y bromas que Mrs. Welland, ligeramente apartada de ellos, aprobaba ocultando un destello de alegría. Era evidente que Miss Welland anunciaba en ese momento su compromiso, mientras su madre adoptaba la actitud de paternal oposición que se consideraba apropiada a ese momento. Archer se detuvo. Era su expreso deseo que se hiciera el anuncio, y sin embargo no era ese el modo en que hubiera querido que se diera a conocer su dicha. Proclamarla en medio del calor y ruido de un repleto salón de baile era restarle la delicada frescura de la privacidad que debe enmarcar los asuntos sentimentales. Su felicidad era tan profunda que esta mancha superficial no tocó su esencia; pero le habría gustado mantener la superficie igualmente pura. Fue una gran satisfacción para él comprobar que May Welland compartía sus sentimientos. Los ojos de la joven volaron suplicantes en busca de los suyos, con una mirada que parecía decir: "Recuerda que hacemos esto porque es lo que hay que hacer".

Ningún otro mensaje hubiera tenido una respuesta más inmediata en el corazón de Archer; pero prefería que el motivo de su decisión hubiera sido inspirado por alguna razón sublime y no simplemente por la pobre Ellen Olenska. El grupo que rodeaba a Miss Welland le abrió camino en medio de sonrisas maliciosas y después de recibir su cuota de felicitaciones, condujo a su novia al medio del salón de baile y la tomó por la cintura.

—Ahora no tendremos que hablar —dijo con una sonrisa que se reflejaba en los ingenuos ojos de May, mientras bailaban entre las suaves olas del Danubio Azul.

Ella no contestó. Sus labios temblaron al sonreír, pero sus ojos permanecieron distantes y graves, como si contemplaran una visión maravillosa.

"Querida", susurró Archer, estrechándola contra su pecho. Comprendió que las primeras horas del compromiso, aunque se vivieran en un salón de baile, tenían algo muy solemne y sacramental. ¡Qué nueva vida se abría a sus ojos, con aquella pureza, resplandor, bondad a su lado!

Al terminar la pieza, como verdaderos novios, se fueron a pasear al invernadero. Sentados tras un alto abanico de helechos y camelias, Newland besó la enguantada mano de Miss Welland.

—Ya ves que hice lo que me pediste —dijo ella.

—Sí, ya no podía esperar —respondió él sonriendo, y al cabo de un instante agregó—: Pero me habría gustado que no tuviera que ser en un baile.

—Ya sé —dijo May con una mirada comprensiva—. Pero después de todo, aquí podemos estar juntos y solos, ¿no es cierto?

—¡Sí, querida mía, para siempre! —gritó Archer.

Estaba claro que ella siempre lo entendería; siempre diría lo correcto. Este descubrimiento rebalsó la copa de su dicha, y añadió alegremente:

—Lo peor de todo es que quiero besarte y no puedo.

Mientras decía esto lanzó una rápida mirada por el invernadero, se aseguró de su momentánea intimidad, y acercándola a él puso un fugitivo beso en sus labios. Para contrapesar la audacia de su proceder la condujo a un sofá de bambú situado en una parte menos apartada del jardín de invierno, y al sentarse a su lado rompió uno de los lirios de su ramo. Ella se quedó en silencio, y el mundo se tendió a los pies de los novios como un valle soleado.

—¿Se lo dijiste a mi prima Ellen? —preguntó ella de pronto, como si hablara en sueños.

El pareció despertar, y recordó que no lo había hecho. La invencible repugnancia que sentía ante la idea de decírselo a la extraña desconocida había frenado las palabras en su boca.

—No, no tuve ocasión de hacerlo —dijo, inventando rápidamente una mentira.

—Ah —May estaba desilusionada, pero resuelta a salir con la suya del modo más dulce—. Entonces tienes que hacerlo, porque yo tampoco se lo dije. Y no me gustaría que ella pensara...

—Claro que no. Pero, ¿no eres tú más bien la persona adecuada para decírselo?

Ella reflexionó.

—Si lo hubiera hecho de inmediato, sí; pero ahora que han pasado unas horas, creo que eres tú quien debe explicarle que te pedí que se lo dijeras en la ópera, antes de que lo supiera nadie más. De otra forma podría pensar que me olvidé de ella. Lo que pasa es que ella es parte de la familia pero ha estado ausente tanto tiempo que está un poco... sensible.

Archer la miró deslumbrado.

—¡Ángel mío adorado! Por supuesto que se lo diré —miró con cierta aprensión hacia el atestado salón de baile—. Pero todavía no la he visto. ¿Habrá venido?

—No, a último minuto decidió no venir.

—¿A último minuto? —repitió él como en un eco, traicionando su sorpresa de que May pensara que podía venir.

—Sí. A ella le encanta bailar —contestó la joven con sencillez—. Pero de súbito decidió que su vestido no era lo suficientemente elegante para un baile, aunque todos opinamos que era precioso, y entonces mi tía tuvo que llevarla de vuelta a casa.

—Entonces... —dijo Archer con indiferencia, pero muy complacido.

Nada le gustaba más en su novia que su resuelta determinación a llevar hasta su límite aquel ritual en que ambos habían sido educados: ignorar lo "desagradable".

"Ella sabe tan bien como yo —reflexionó para sí— la verdadera razón de la ausencia de su prima; pero jamás le mostraré el menor signo de que estoy perfectamente consciente de que hay una sombra de mancha en la reputación de la pobre Ellen Olenska."

4

Al día siguiente se intercambiaron las acostumbradas visitas de compromiso. En Nueva York el ritual era preciso e inflexible en dicha materia. Por tanto, Newland Archer fue primero con su madre y hermana a visitar a Mrs. Welland, después de lo cual él y Mrs. Welland y May se dirigieron a casa de la anciana Mrs. Manson Mingott para recibir la bendición de aquel venerable miembro de la familia. A Newland le resultaba siempre muy entretenido visitar a Mrs. Manson Mingott. La casa en sí ya era un documento histórico, aunque no tan venerable, por supuesto, como algunas otras antiguas casas familiares en University Place y en la parte baja de la Quinta Avenida. Aquellas eran del más puro estilo 1830, con la severa armonía de las alfombras bordadas con guirnaldas y rosetones de coles, consolas de palo de rosa, chimeneas de arco redondeado con repisas de mármol negro, e inmensas y lustrosas estanterías de caoba. En cambio, la anciana Mrs. Mingott, que construyó su casa más tarde, eliminó enteramente los pesados muebles de su juventud y mezcló las reliquias heredadas por los Mingott con la frívola tapicería del Segundo Imperio.

Acostumbraba sentarse frente a la ventana de su salita del primer piso, como si esperara plácidamente que la vida y la moda fluyeran hacia el norte, hacia sus puertas solitarias. Parecía no tener prisa de que llegaran, pues su paciencia igualaba a su confianza. Estaba segura de que dentro de poco las cercas divisorias, las canteras, las cantinas de un piso, los invernaderos de madera en jardines mal cuidados, y las rocas desde las cuales las cabras inspeccionan el panorama, desaparecerían ante el avance de residencias tan majestuosas como la suya; tal vez (era una mujer imparcial) incluso más majestuosas. Y pensaba que los adoquines sobre los cuales corrían ruidosos los viejos buses serían reemplazados por un suave asfalto, como mucha gente decía haber visto en París. Por ahora, como todos los que ella quería ver la visitaban (y podía llenar sus salones con la misma facilidad que los Beaufort, y sin tener que añadir un solo elemento al menú de la cena), no sufría en absoluto por su aislamiento geográfico.