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100 Clásicos de la Literatura

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Estaba al borde del delirio: nunca se había sentido tan cerca del vértigo de lo irreal. Necesitaba dormir… Recordó que había pasado dos noches seguidas en blanco. El pequeño frasco estaba sobre la mesilla, esperando ejercer su hechizo. Se levantó y desnudó rápidamente, con ganas ya de descansar la cabeza sobre la almohada. Estaba tan exhausta que no dudaba de quedarse dormida inmediatamente, pero, en cuanto se hubo acostado, todos sus nervios se pusieron en tensión. Era como si un gran resplandor de luz eléctrica se hubiera encendido en su cabeza y todo su ser pequeño y angustiado se acurrucara, huyendo de la luz, sin saber dónde refugiarse.

No había imaginado que fuera posible una multiplicación tal de la vigilia: todo su pasado desfilaba por cien puntos diferentes de su conciencia. ¿Dónde estaba el medicamento que pudiera apaciguar esa legión de nervios desatados? La sensación de cansancio habría sido dulce en comparación con este ensordecedor latido de actividades, pero el cansancio la había abandonado como si le hubieran inyectado en las venas un cruel estimulante.

Podía soportarlo… Sí, podía soportarlo, pero ¿qué fuerzas le quedarían para el día siguiente? El sentido de la perspectiva desapareció y empezó a acosarla el día siguiente y, pisándole los talones, todos los días sucesivos… apretujándose en torno a ella como una chusma enloquecida. Tenía que alejarlos durante unas pocas horas, tenía que tomar un breve baño de olvido. Alargó la mano y contó las gotas de somnífero mientras las vertía en un vaso, aun sabiendo que serían impotentes contra la lucidez sobrenatural de su cerebro. Hacía mucho tiempo que había aumentado la dosis al límite máximo, pero esta noche sintió que debía incrementarla. Sabía que corría un pequeño riesgo al hacerlo; recordó la advertencia del farmacéutico. Si lograba conciliar el sueño, podía ser un sueño sin despertar. No obstante, había sólo una posibilidad entre cien; el efecto de la droga era incalculable y añadir unas cuantas gotas a la dosis normal no haría probablemente otra cosa que procurarle aquel descanso tan ansiado…

Lo cierto es que no consideró muy de cerca la cuestión; la necesidad física de sueño era su única sensación persistente Huía de la despiadada luz del pensamiento de modo tan instintivo como se contraen los ojos ante un fuerte resplandor; oscuridad, oscuridad era lo que necesitaba a toda costa. Se incorporó y bebió el contenido del vaso; entonces apagó la vela de un soplo y se acostó.

En total quietud, esperó con placer sensual los primeros efectos del soporífero. Sabía por adelantado qué forma adoptarían: el cese gradual del latido interior, el suave acercamiento de la pasividad, como si una mano invisible trazara fórmulas mágicas sobre ella en las tinieblas. La misma lentitud y vacilación del efecto aumentaba su fascinación: era delicioso asomarse y mirar a los sombríos abismos de la inconsciencia. Esta noche la droga parecía funcionar más lentamente que de costumbre: tenía que apaciguar por turno cada pulso desatado y pasó mucho tiempo antes de que sintiera disminuir su ritmo, como centinelas que cayeran dormidos en sus puestos. Poco a poco, sin embargo, se produjo la subyugación completa y Lily se preguntó vagamente qué la hacía sentir tan inquieta y excitada. Vio que no había ninguna razón para excitarse: había recuperado su visión normal de la vida. Mañana no sería un día tan difícil, al fin y al cabo; estaba segura de que tendría fuerzas para afrontarlo. No recordaba bien qué era lo que había temido afrontar, pero la incertidumbre ya no la preocupaba. Había sido desdichada y ahora era feliz: se había sentido sola y ahora había desaparecido toda sensación de soledad.

Se movió una vez, para volverse de lado y, al hacerlo, comprendió de repente por qué no se sentía sola. Era extraño… pero la niña de Nettie Struther yacía en sus brazos: notaba la cabecita apretada contra su hombro. Ignoraba cómo había llegado hasta allí, pero apenas la sorprendía, sólo le inspiraba una emoción suave y penetrante, cálida y placentera. Buscó una posición más cómoda, formando un hueco con el brazo para la redonda cabecita de sedosos cabellos, y contuvo el aliento para que ningún ruido molestara a la niña dormida.

De pronto pensó que tenía que decirle algo a Selden, una palabra recién encontrada que lo aclararía todo entre ambos. Intentó repetir la palabra, que acechaba, vaga y luminosa, en el rincón más lejano de su pensamiento y temió no recordarla cuando se despertara, ya que, si podía recordarla y decírsela, todo iría bien.

La idea de la palabra se desvaneció poco a poco y el sueño empezó a invadirla. Luchó un momento contra él: creía que no debía dormirse a causa de la niña, pero incluso esta sensación se perdió paulatinamente en una vaga impresión de paz y somnolencia, a través de la cual se abría paso de repente un oscuro relámpago de terror y soledad.

Se incorporó de nuevo, fría y temblando del susto, y por un momento le pareció haber soltado a la niña. Pero no —estaba equivocada—, la tierna presión de su cuerpo seguía oprimiendo el suyo; el calor recobrado volvía a fluir por sus venas y Lily cedió, se entregó a él y se quedó dormida.

Capítulo XIV

La mañana siguiente amaneció templada y radiante, con una promesa de verano en el aire. La luz del sol caía alegremente de soslayo en la calle de Lily, suavizaba la deslucida fachada, doraba la barandilla sin pintura de los escalones y arrancaba reflejos prismáticos a los cristales de su ventana oscura.

Cuando un día así coincide con el estado de ánimo de uno, su aliento resulta embriagador y Selden, mientras enfilaba la calle sumida en la sordidez de sus confidencias matutinas, se vio dominado por una juvenil sensación de aventura. Había soltado amarras para alejarse de las familiares orillas de la costumbre y zarpado hacia inexplorados océanos de emoción, dejando atrás todas las viejas pruebas y medidas, decidido a seguir un curso marcado por nuevas estrellas.

Este curso sólo le conducía, de momento, a la pensión de la señorita Bart, pero su mediocre umbral se había convertido de repente en el pórtico de lo desconocido. Al acercarse, levantó la vista hacia la triple hilera de ventanas, haciéndose la pueril pregunta de cuál sería la suya. Eran las nueve y la casa, habitada por trabajadores, mostraba ya una fachada plena de actividad. Después recordaría que sólo había una persiana bajada. También vio una maceta de pensamientos en uno de los alféizares y concluyó inmediatamente que ésa debía ser la ventana de Lily; era inevitable que la relacionara con el único toque de belleza del mísero escenario.

Las nueve es muy pronto para una visita, pero Selden ya había superado todas las convenciones sociales. Sólo sabía que tenía que ver a Lily Bart sin pérdida de tiempo: había encontrado la palabra que quería decirle y no podía esperar un momento más para pronunciarla. Era extraño que no hubiera brotado antes de sus labios, que la hubiera dejado irse la tarde anterior sin ser capaz de decírsela. Pero ¿qué más daba, ahora que había llegado un nuevo día? No era una palabra para el crepúsculo, sino para la mañana.

Selden subió corriendo los escalones y tiró del cordón de la campanilla e incluso en su estado de ensimismamiento le sorprendió que le abrieran la puerta con tanta celeridad. La sorpresa fue mayor cuando, al entrar, vio que la había abierto Gerty Farish… y que detrás de ella otras figuras formaban una masa agitada y ominosa.

—¡Lawrence! —exclamó Gerty con voz extraña—, ¿cómo has podido llegar tan de prisa? —y la mano temblorosa que puso sobre él pareció oprimirle al instante el corazón.

Se fijó en las otras caras, confusas entre el temor y la conjetura, y vio el impresionante bulto de la casera encaminarse hacia él con aire profesional, pero retrocedió, levantando la mano, mientras subía con los ojos las empinadas escaleras de nogal negro por las que su prima hizo en seguida ademán de conducirle.

Una voz del fondo dijo que el médico volvería en cualquier momento y que arriba no había que tocar nada. Otra exclamó: «Menos mal que…» y entonces Selden notó que Gerty le cogía la mano y vio que se les permitía subir solos.

Subieron los tres tramos en silencio y avanzaron por el pasillo hasta una puerta cerrada. Gerty la abrió y Selden entró detrás de ella. Aunque la persiana estaba bajada, los incontenibles rayos del sol entraban en haces dorados en la habitación y bajo su resplandor vio una cama estrecha adosada a la pared y, sobre la cama, con manos inmóviles y un semblante tranquilo y ausente, la figura de Lily Bart.

Todas las fibras de Selden negaban con ardor que fuera ella. La verdadera Lily había palpitado, cálida, contra su corazón hacía sólo unas horas… ¿Qué tenía que ver él con ese rostro tranquilo y extraño que, por primera vez, no palidecía ni se animaba en su presencia?

Gerty también con una calma antinatural, bajo el control constante de la persona que ha mitigado mucho dolor, se acercó al lecho y desde allí, como transmitiendo un último mensaje, dijo suavemente:

—El médico ha encontrado un frasco de cloral: dormía muy mal desde hacía mucho tiempo y ha debido de tomar una sobredosis por error… No cabe la menor duda… ninguna… No se planteará la cuestión… Ha sido muy amable. Le he dicho que tú y yo queríamos estar a solas con ella… ordenar sus cosas antes de que lleguen los demás. Sé que a ella le habría gustado así.

Selden era apenas consciente de lo que decía Gerty; sólo contemplaba el rostro dormido, que parecía cubrir como una máscara delicada e impalpable los rasgos vivos que él había conocido. Creyó que la verdadera Lily seguía estando allí, cerca de él, pero al mismo tiempo invisible e inaccesible, y la tenue barrera que les separaba le procuró una cruel sensación de impotencia. Nunca había habido entre ellos más que una pequeña e impalpable barrera… ¡y no obstante él había permitido que les separase! Y ahora, aunque parecía más ligera y frágil que nunca, se había endurecido de repente y no podría derribarla aunque dejara la vida en el intento.

 

Se había arrodillado al lado de la cama, pero la mano de Gerty le devolvió a la realidad. Se levantó y, al cruzar sus miradas, vio una luz extraordinaria en el rostro de su prima.

—¿Has entendido por qué se ha ido el médico? Ha prometido que no nos crearán problemas… pero, como es natural, hay que cumplir con las formalidades. Y además le he pedido que nos dé tiempo para echar un vistazo a sus cosas…

Él asintió y Gerty miró la habitación pequeña y desnuda.

—No… no necesitaremos mucho tiempo —convino Selden.

Ella retuvo su mano en la suya un momento más y luego, con una última mirada a la cama, se dirigió en silencio hacia la puerta, en cuyo umbral se detuvo para añadir:

—Si me necesitas, estaré abajo.

Selden trató de retenerla.

—¿Por qué te vas? Ella habría querido…

Gerty negó con la cabeza con una sonrisa.

—No… éste habría sido su deseo… —y mientras decía estas palabras, una luz atravesó el sordo sufrimiento de Selden y le permitió ver los profundos arcanos del amor.

Gerty cerró la puerta y él se quedó solo con la inmóvil durmiente. Su primer impulso fue volver a su lado, postrarse de rodillas y descansar su palpitante cabeza contra la apacible mejilla que reposaba sobre la almohada. Nunca habían disfrutado juntos de una paz plena, y ahora le seducían las extrañas y misteriosas profundidades de la tranquilidad de Lily.

Sin embargo, recordó las palabras de advertencia de Gerty; sabía que, aunque el tiempo se hubiera detenido en esta habitación, sus alas corrían implacables hacia la puerta. Gerty le había concedido esta media hora suprema y él debía emplearla como ella quería.

Se volvió y miró a su alrededor, obligándose con severidad a recobrar la conciencia de las cosas externas. Había muy pocos muebles en la habitación. Un trozo de encaje cubría la deteriorada cómoda, sobre la que había varias botellas y cajas de tapa dorada, un acerico de color rosa, una bandejita de cristal llena de horquillas de concha… Selden se apartó de la conmovedora intimidad de estas minucias y de la empañada superficie del espejo que pendía sobre ellas.

Ésos eran los únicos indicios de lujo, de apego al minucioso cuidado del decoro personal que demostraba cuánto habrían costado los demás actos de renuncia. El aposento carecía de cualquier otra muestra de su personalidad, a menos que se considerara tal la escrupulosa limpieza de los escasos muebles: un palanganero, dos sillas, un pequeño escritorio y la mesilla de la cabecera de la cama, sobre la cual estaba el frasco vacío y el vaso, objetos de los que Selden también desvió la vista.

El escritorio estaba cerrado, pero sobre la tapa inclinada había dos cartas. Las cogió. Una iba dirigida a un banco y, como estaba sellada y timbrada, la dejó a un lado después de un momento de vacilación. En el otro sobre leyó el nombre de Gus Trenor y, al darle la vuelta, vio que estaba abierto.

La tentación le asaltó como una cuchillada. Se tambaleó, conmocionado y tuvo que apoyarse en el escritorio. ¿Por qué había escrito a Trenor y, presumiblemente, justo después de separarse de él la tarde anterior? La idea profanó el recuerdo de aquella última hora, se mofó de la palabra que él había ido a pronunciar y manchó incluso el silencio conciliador en que debió pronunciarla. Se vio relanzado de un manotazo contra las odiosas incertidumbres de las que pensaba haberse librado para siempre. En fin de cuentas, ¿qué sabía él de su vida? Sólo lo que ella había querido enseñarle, y ¡qué poco era esto medido por el rasero mundano! ¿Con qué derecho —parecía preguntar la carta que tenía en la mano—, con qué derecho entraba ahora en su intimidad por la puerta que la muerte había dejado entornada? Su corazón replicó a gritos que le asistía el derecho de su última hora juntos, la hora en que ella había puesto la llave en su mano. Sí, pero… ¿y si la carta a Trenor había sido escrita después?

La apartó con súbita repugnancia y, apretando los labios, dirigió su atención al contenido del escritorio. Esta tarea sería más fácil de llevar a cabo ahora que había quedado anulada su implicación personal.

Levantó la tapa del escritorio y vio en su interior un talonario y varios paquetes de facturas y cartas, colocadas con la ordenada precisión que caracterizaba todas sus costumbres. Repasó primero las cartas, porque era la parte más difícil del trabajo. Eran pocas y carecían de importancia, pero entre ellas encontró, con un extraño vuelco del corazón, la nota que él le enviara después de la recepción de los Bry.

«¿Cuándo puedo ir a verte?». Estas palabras le abrumaron, porque por ellas comprendió la cobardía que le había apartado de ella en el preciso momento en que la había conseguido. Sí… siempre había temido a su destino y era demasiado sincero para negar su cobardía ahora, porque… ¿acaso no habían resucitado todas sus antiguas dudas a la simple vista del nombre de Trenor?

Guardó la nota en su cartera, cuidadosamente doblada, como algo precioso por el mero hecho de que ella la considerase así; consciente una vez más del paso del tiempo, continuó examinando los papeles.

Ante su sorpresa, vio que todas las facturas llevaban el recibí correspondiente; no quedaba una sola sin pagar. Abrió el talonario y vio que la noche anterior Lily había registrado en él diez mil dólares enviados por los albaceas de la señora Peniston.

De modo que el legado había sido pagado antes de la fecha que Gerty le indicara. Sin embargo, al hojear el talonario, descubrió con asombro que, pese a la reciente entrada de fondos, el saldo apenas ascendía a unos pocos dólares. Una rápida mirada a las matrices de los últimos talones, todos ellos fechados el día anterior, le reveló que entre cuatrocientos y quinientos dólares del legado habían sido gastados en el pago de facturas, mientras los miles restantes correspondían a un solo talón, extendido, en la misma fecha, a Charles Augustus Trenor. Selden dejó el talonario y se desplomó en la silla del escritorio.

Apoyó los brazos y se tapó la cara con las manos. Las amargas mareas de la vida crecían y le envolvían, dejando en sus labios un sabor estéril. ¿Explicaba el misterio o lo complicaba más el talón extendido a Trenor? Al principio su cabeza se negó a funcionar, pensando sólo en la mancha que suponía semejante transacción entre un hombre como Trenor y una joven como Lily Bart. Luego, poco a poco, su visión confusa se aclaró, recordó antiguos rumores e insinuaciones que hasta aquel momento había temido analizar y con ellos dio con una explicación del misterio. Era cierto, entonces, que había aceptado dinero de Trenor, pero también lo era, como declaraba el contenido del pequeño escritorio, que la deuda había sido intolerable para ella y la había saldado a la primera oportunidad, pese a que este acto la enfrentaba cara a cara con una pobreza sin paliativos.

Esto era todo lo que él sabía y todo cuanto podía esperar dilucidar de la historia. Los labios mudos de la almohada le negaban más que esto… a menos que le hubieran dicho lo que faltaba con el beso que habían estampado sobre su frente. Sí, ahora podía ver en aquella despedida todo cuanto anhelada su corazón; incluso encontrar en ella valor para no acusarse a sí mismo de no haber estado a la altura de su oportunidad.

Vio que todas las circunstancias de la vida habían conspirado para separarles, puesto que su propio desprecio de las influencias externas que agitaban a Lily había incrementado sus exigencias espirituales, dificultándole más vivir y amar espontáneamente. Pero por lo menos la había amado —había estado dispuesto a construir su futuro en la fe que tenía en ella— y, si bien el destino había querido que el momento pasara antes de que ellos pudieran retenerlo, no por ello había dejado de salvarse de la ruina de sus vidas.

Fue este momento de amor, esta efímera victoria sobre sí mismos, lo que les había redimido de la atrofia y la extinción: lo que, en ella, había tendido una mano hacia él en cada batalla contra la influencia de su entorno, y lo que, en él, había conservado viva la fe que ahora le llevaba, penitente y reconciliado, a su lado.

Se arrodilló junto a la cama y se inclinó sobre Lily, apurando hasta las heces su último momento; y en el silencio aleteó entre uno y otro la palabra que lo aclaraba todo.

—FIN—

La Edad de la Inocencia

Por

Edith Wharton

1

Era una tarde de enero de comienzos de los años setenta. Christine Nilsson cantaba Fausto en el teatro de la Academia de Música de Nueva York.

Aunque ya había rumores acerca de la construcción —a distancias metropolitanas bastante remotas, "más allá de la calle Cuarenta"— de un nuevo Teatro de la Opera que competiría en suntuosidad y esplendor con los de las grandes capitales europeas, al público elegante aún le bastaba con llenar todos los inviernos los raídos palcos color rojo y dorado de la vieja y acogedora Academia. Los más tradicionales le tenían cariño precisamente por ser pequeña e incómoda, lo que alejaba a los "nuevos ricos" a quienes Nueva York empezaba a temer, aunque, al mismo tiempo, le simpatizaban. Por su parte, los sentimentales se aferraban a la Academia por sus reminiscencias históricas, y a su vez los melómanos la adoraban por su excelente acústica, una cualidad tan problemática en salas construidas para escuchar música.

Madame Nilsson debutaba allí ese invierno, y lo que la prensa acostumbraba a llamar "un público excepcionalmente conocedor" había acudido a escucharla, atravesando las calles resbaladizas y llenas de nieve en berlinas particulares, espaciosos landós familiares, o en el humilde pero práctico coupé Brown. Ir a la ópera en este último vehículo era casi tan decoroso como hacerlo en carruaje propio; y retirarse de igual manera tenía la inmensa ventaja de permitir (con una alusión jocosa a los principios democráticos) trepar en el primer transporte Brown de la fila, en vez de esperar hasta que apareciera la nariz congelada por el frío y congestionada por el alcohol del cochero particular reluciendo bajo el pórtico del Teatro. Una de las mejores intuiciones del cochero de alquiler fue descubrir que los norteamericanos desean alejarse de sus diversiones aún con mayor prontitud que llegar a ellas.

Cuando Newland Archer abrió la puerta del palco del club, recién subía la cortina en la escena del jardín. No había ningún motivo para que el joven llegara tarde, pues cenó a las siete, solo con su madre y su hermana, y después se quedó un rato fumando un cigarro en la biblioteca gótica con estanterías barnizadas en nogal negro y sillas coronadas de florones, que era la única habitación de la casa donde Mrs. Archer permitía que se fumara. Pero, en primer lugar, Nueva York era una metrópolis perfectamente consciente de que en las grandes capitales no era "bien visto" llegar temprano a la ópera; y lo que era o no era "bien visto" jugaba un rol tan importante en la Nueva York de Newland Archer como los inescrutables y ancestrales seres terroríficos que habían dominado el destino de sus antepasados miles de años atrás.

La segunda razón de su atraso fue de carácter personal. Se le pasó el tiempo fumando su cigarro porque en el fondo era un gozador, y pensar en un placer futuro le daba una satisfacción más sutil que su realización, en especial cuando se trataba de un placer delicado, como lo eran la mayoría de sus placeres. En esta oportunidad el momento que anhelaba era de tan excepcional y exquisita calidad que incluso si hubiera cronometrado su llegada con el director de escena no podría haber entrado en el teatro en un momento más culminante que cuando la prima donna comenzaba a cantar: "Me quiere, no me quiere, ¡me quiere!", dejando caer los pétalos de una margarita entre notas tan diáfanas como el rocío.

Ella decía, por supuesto "¡Mama!" y no "me quiere", ya que una ley inalterable e incuestionable del mundo de la música ordenaba que el texto alemán de las óperas francesas, cantadas por artistas suecas, debía traducirse al italiano para mejor comprensión del público anglo—parlante. Esto le parecía muy natural a Newland Archer, igual que todas las demás convenciones que moldeaban su vida, como tener que usar dos escobillas con mango de plata y su monograma esmaltado en azul para hacer la raya de su cabello, y la de jamás aparecer en sociedad sin una flor en el ojal (de preferencia una gardenia).

 

"Mama... non mama..." cantaba la prima donna, y "¡Mama!" con un estallido final de amor triunfante, en tanto apretaba en sus labios la deshojada margarita y levantaba sus ojos hacia el sofisticado semblante del pequeño y moreno Fausto-Capoul, que trataba en vano, enfundado en su estrecha casaca de terciopelo púrpura y con su sombrero emplumado, de parecer tan puro y verdadero como su ingenua víctima.

Newland Archer, apoyado contra la pared del fondo de su palco, quitó sus ojos del escenario y examinó el otro lado del teatro. Justo frente a él estaba el palco de la anciana Mrs. Manson Mingott, cuya monstruosa obesidad la imposibilitaba, desde hacía tiempo, de asistir a la ópera, pero que en las noches de gala estaba siempre representada por los miembros más jóvenes de la familia. En esa ocasión, el palco estaba ocupado, en primer lugar, por su nuera, Mrs. Lovell Mingott, y su hija, Mrs. Welland; detrás, y un tanto retirada de aquellas matronas vestidas de brocado, se sentaba una joven con traje blanco, que miraba extasiada a los amantes del escenario. Cuando el "¡mama!" de Madame Nilsson hizo vibrar el teatro silencioso (en los palcos siempre se dejaba de hablar durante el aria de la margarita), un cálido color rosa tiñó las mejillas de la joven, que se ruborizó hasta las raíces de sus rubias trenzas; el rubor se extendió por la juvenil curva de su pecho hasta donde se juntaba con un sencillo escote de tul adornado con una sola gardenia. Bajó los ojos hacia el inmenso ramo de lirios silvestres que tenía en su regazo, y Newland Archer vio que las yemas de sus dedos, cubiertos por blancos guantes, tocaban suavemente las flores. Sintiendo su vanidad satisfecha, Archer suspiró y volvió los ojos al escenario.

No se había ahorrado gastos en la escenografía, que fue calificada de bellísima aun por quienes compartían con Archer su familiaridad con la Opera de París y de Viena. El primer plano, hasta las candilejas, estaba cubierto con una tela verde esmeralda. A media distancia, algunos montículos simétricos de un verde musgo de lana cercado por argollas de croquet hacía de base para arbustos que parecían naranjos y estaban salpicados de enormes rosas rosadas y rojas. Gigantescos pensamientos, muchísimo más grandes que las rosas y muy parecidos a los limpiaplumas florales que hacían las señoras de la parroquia para los clérigos elegantes, sobresalían del musgo bajo los rosales; y aquí y allá una margarita injertada en una rama de rosa florecía con la exuberancia profética de los remotos prodigios de Mr. Luther Burbank.

En medio de este jardín encantado, Madame Nilsson, vestida de cachemir blanco con incrustaciones de satín azul pálido, un pequeño bolso que colgaba de un cinturón azul y gruesas trenzas amarillas colocadas cuidadosamente a cada lado de su blusa de muselina, escuchaba con ojos bajos los apasionados galanteos de Mr. Capoul, y asumía un aire de ingenua incomprensión a sus propósitos cuando éste, con palabras o gestos, indicaba persuasivo la ventana del primer piso de la pulcra casa de ladrillo que sobresalía en forma oblicua desde el ala derecha.

"¡Qué adorable!" —pensó Newland Archer, cuya mirada había vuelto a la joven de los lirios silvestres—. "No tiene idea de qué se trata todo esto". Y contempló su absorto rostro juvenil con un estremecimiento de posesión en que se mezclaba el orgullo de su propia iniciación masculina con un tierno respeto por la infinita pureza de la joven. "Leeremos Fausto juntos... a orillas de los lagos italianos...", pensó, confundiendo en una nebulosa el lugar de su planeada luna de miel con las obras maestras de la literatura que sería su privilegio varonil enseñar a su novia. Fue recién esa tarde que May Welland le dejó entender que a ella "le importaba" (la consagrada frase neoyorquina de aceptación que dice una joven soltera), y ya su imaginación, pasando por el anillo de compromiso, el beso en la fiesta y la marcha nupcial de Lohengrin, la ponía a su lado en algún escenario embrujado de la vieja Europa.

No deseaba por ningún motivo que la futura Mrs. Newland Archer fuera una inocentona. Quería que ella (gracias a su esclarecedora compañía) adquiriera tacto social y un ingenio rápido que le permitieran hacer frente a las mujeres casadas más admiradas del "mundo joven", en el que se acostumbraba atraer el homenaje masculino y rechazarlo en medio de bromas. Si hubiera escudriñado hasta el fondo de su vanidad (como casi lo hacía algunas veces), habría descubierto el deseo de que su esposa fuera tan avezada en las cosas mundanas y tan ansiosa de complacer, como aquella dama casada cuyos encantos dominaron su fantasía durante dos años bastante agitados; por supuesto que sin una pizca de la fragilidad que casi echó a perder la vida de ese ser infeliz, y que trastornó sus propios planes durante todo un invierno.

Cómo crear aquel milagro de fuego y hielo y que perdurara en un mundo tan cruel, era algo que nunca se dio el tiempo de pensar; pero se alegraba de mantener este punto de vista sin analizarlo, ya que sabía que era el de todos aquellos caballeros cuidadosamente peinados, de chaleco blanco, flor en el ojal, que se sucedían en el palco del club, que intercambiaban amistosos saludos con él y volvían sus anteojos de teatro para mirar críticamente el círculo de damas. En asuntos intelectuales y artísticos, Newland Archer se sentía claramente superior entre esos escogidos especímenes de la antigua aristocracia neoyorquina; probablemente había leído más, pensado más, e incluso visto mucho más del mundo que cualquiera de los hombres del numeroso grupo. Por separado, éstos dejaban traslucir su inferioridad, pero agrupados representaban a Nueva York, y el hábito de solidaridad masculina hacía que Archer aceptara su doctrina en todos los aspectos llamados morales. Instintivamente sentía que al respecto sería fastidioso —y hasta de mal gusto— correr con colores propios.

—¡Vaya, no puedo creerlo! —exclamó Lawrence Lefferts apartando abruptamente del escenario sus anteojos de teatro.

Lawrence Lefferts era, por sobre todo, la máxima autoridad en cuestiones de "formalidades" de toda Nueva York. Probablemente dedicaba más tiempo que nadie al estudio de esta intrincada y fascinante materia; pero el solo estudio no explicaría su absoluta maestría y facilidad. Bastaba, mirarlo desde la amplia frente y la curva de su hermoso bigote rubio hasta los largos zapatos de charol al otro extremo de su esbelta y elegante silueta, para sentir que el conocimiento de las "formalidades" debía ser congénito en alguien que sabía usar ropa tan buena con tanta soltura y lucir tal estatura con una gracia tan lánguida. Como dijo una vez un joven admirador suyo: "Si hay alguien que pueda decirle a otro cuándo debe usar corbata negra con traje de etiqueta y cuándo no, ese es Larry Lefferts." Y en la controversia que hubo entre el uso de escarpines y zapatos Oxford de charol, su autoridad jamás fue discutida.

—¡Dios mío! —suspiró, y en silencio le pasó los anteojos al anciano Sillerton Jackson. Newland Archer, siguiendo la mirada de Lafferts, vio con sorpresa que su exclamación era ocasionada por la entrada de una nueva persona al palco de Mrs. Mingott. Era una mujer joven y delgada, un poco más baja que May Welland, de cabello castaño peinado en rizos pegados a las sienes y sujeto por una fina banda de diamantes. El estilo de su peinado, que le daba lo que entonces se llamaba "estilo Josefina", se repetía en el corte de su traje de terciopelo azul oscuro que se ceñía en forma bastante teatral bajo el busto con un cinto adornado con una enorme y anticuada hebilla. La mujer que llevaba este inusual vestido, y que parecía absolutamente inconsciente de la atención que atraía, se quedó parada un momento en medio del palco hablando con Mrs. Welland sobre la conveniencia de tomar un lugar en el rincón frontal de la derecha; luego renunció con una sutil sonrisa y se sentó junto a la cuñada de Mrs. Welland, Mrs. Lovell Mingott, instalada al otro extremo del palco.