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100 Clásicos de la Literatura

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La alta encargada, una figura flaca y perpendicular, soltó la desechada estructura de alambre y malla sobre la mesa de Lily y pasó a la siguiente costurera de la fila.

Trabajaban veinte en el taller: sus cansados perfiles, coronados por exageradas cabelleras, se inclinaban sobre los utensilios de su arte bajo la fuerte luz del norte; aquella creación de variadísimos marcos para el rostro de las mujeres afortunadas era seguramente algo más que una industria. Los suyos estaban pálidos por la acción del aire viciado y el trabajo sedentario más que por cualquier efecto de la necesidad; eran empleadas de una sombrerería de moda e iban bastante bien vestidas y cobraban un buen sueldo, pero las más jóvenes estaban tan encorvadas y pálidas como las de edad mediana. En todo el taller había sólo una tez bajo la cual circulaba la sangre de una forma visible y ahora ardía por la cólera mientras la señorita Bart, bajo la afrenta del comentario de la encargada, procedía a arrancar las lentejuelas del armazón del sombrero.

El espíritu optimista de Gerty Farish había entrevisto una solución cuando recordó la gracia con que Lily sabía adornarse los sombreros. Ejemplos de jóvenes sombrereras que se establecían con una buena clientela y daban a sus «creaciones» aquel toque indefinible que se escapa a la mano profesional, pintaron de color de rosa las visiones de Gerty, que convenció incluso a Lily de que la separación de la señora Norma Hatch no tenía por qué reducirla a la dependencia de sus amistades.

Dicha separación se produjo unas semanas después de la visita de Selden y se habría producido mucho antes de no haber sido por la resistencia que inspiró en Lily su malhadado consejo. La impresión de estar participando en una transacción que no se atrevía a examinar de cerca tomó cuerpo poco después a la luz de una insinuación del señor Stancy, el cual le había dicho que, si «les ayudaba», no tendría ocasión de lamentarlo. El sobreentendido de que semejante lealtad obtendría una recompensa directa había precipitado su huida y su vuelta avergonzada y penitente al regazo comprensivo de Gerty No era su intención, sin embargo, quedarse allí en la ociosidad, y la inspiración de Gerty sobre los sombreros reanimó en seguida sus esperanzas de una actividad provechosa. Existía, después de todo, algo que sus manos delicadas y lánguidas podían hacer; no dudaba de su capacidad para anudar una cinta o colocar con arte una flor. Como era natural, de ella sólo se exigirían los toques finales; otros dedos subordinados, romos, grises y pinchados por alfileres prepararían las hormas y coserían los forros, mientras ella presidiría la encantadora tienda —llena de paneles blancos, espejos y cortinas de color verde musgo— donde sus creaciones terminadas, sombreros, guirnaldas, aigrettes y adornos similares serían exhibidas en sendos soportes como aves a punto de levantar el vuelo.

Sin embargo, en el mismo inicio de la campaña de Gerty, la visión de la tienda blanca y verde se disipó como por ensalmo. Otras jóvenes de la buena sociedad se habían «establecido» de aquel modo y vendido sus sombreros por la simple atracción de un nombre y la merecida fama de saber hacer lazos, pero estas jóvenes privilegiadas eran capaces de inspirar una fe en sus facultades que se traducía materialmente en el pago del alquiler de su tienda y el anticipo de una sustanciosa suma para los gastos inmediatos. ¿Dónde encontraría Lily semejante respaldo? Y, aunque pudiera encontrarlo, ¿cómo inducir a las damas de cuya aprobación dependía a concederle su protección? Gerty se enteró de que el interés que el caso de su amiga podría haber despertado unos meses antes se había visto comprometido, cuando no eliminado, por su asociación con la señora Hatch. Una vez más, Lily había salido de una situación equívoca a tiempo de salvar el amor propio, pero demasiado tarde para la reivindicación pública. Bertie van Osburgh no se casaría con la señora Hatch; había sido rescatado en el último momento —algunos decían que por los esfuerzos de Gus Trenor y Rosedale— y despachado a Europa con Ned van Alstyne; pero el riesgo que había corrido sería siempre atribuido a la complicidad de la señorita Bart, y serviría en cierto modo de resumen y corroboración de la vaga desconfianza general que inspiraba. Fue un alivio para quienes se habían apartado de ella ver justificado su proceder, y en lo sucesivo insistieron un poco en su relación con el caso de la señora Hatch para demostrar que habían tenido razón.

Por una razón u otra, los esfuerzos de Gerty toparon con un sólido muro de resistencia y ni siquiera cuando Carry Fisher, momentáneamente arrepentida de su participación en el asunto Hatch, la secundó en sus gestiones, obtuvieron mejores resultados. Gerty intentó disimular su fracaso con tiernas ambigüedades, pero Carry, siempre la franqueza personificada, expuso con claridad el caso a su amiga.

—Fui directamente a Judy Trenor; tiene menos prejuicios que las otras y además siempre ha odiado a Bertha Dorset. Pero ¿qué le has hecho, Lily? Al oír la primera palabra sobre ayudarte a empezar, estalló y empezó a hablar de una suma de dinero que obtuviste de Gus; nunca la había visto tan furiosa. Ya sabes que se lo deja hacer todo menos gastar dinero con sus amistades; la única razón de que ahora sea decente conmigo es que sabe que no tengo apuros financieros. ¿Dices que especuló por encargo tuyo? Si es así, ¿dónde está el mal? No tenía por qué perder. ¿Que no perdió nada? Entonces, ¿qué diablos…? ¡Nunca he podido comprenderte, Lily!

Al final, después de ansiosas pesquisas y muchas deliberaciones, la señorita Fisher y Gerty, por una vez extrañamente unidas en su esfuerzo por salvar a su amiga, decidieron colocarla en el taller de madame Regina, que poseía una renombrada tienda de sombreros. Ni siquiera esta solución pudo realizarse sin considerables negociaciones, porque madame Regina tenía fuertes prevenciones contra el personal no cualificado, y sólo la convenció el hecho de que debía la protección de la señora Bry y la señora Gormer a la influencia de Carry Fisher. Había estado dispuesta desde el principio a emplear a Lily en la tienda, pues una belleza elegante podía ser muy útil para presentar los sombreros. Pero la señorita Bart rechazó esta sugerencia y Gerty la apoyó con energía, mientras la señora Fisher, nada convencida en su fuero interno, pero resignada a esta última prueba de la insensatez de Lily, convino en que a fin de cuentas quizá fuera más útil que aprendiera un oficio. Así pues, Lily fue enviada por sus amigas al taller de Regina, donde la señora Fisher la dejó con un suspiro de alivio, y Gerty continuó vigilándola a distancia.

Lily había empezado a trabajar a principios de enero; ahora, dos meses después, seguían reprochándole su incapacidad para coser lentejuelas en un ala de sombrero. Cuando volvió a su trabajo, oyó un murmullo entre las mesas. Sabía que era objeto de crítica y burla por parte de las otras obreras. Éstas, naturalmente, conocían su historia —la situación exacta de todas las chicas del taller era conocida y discutida libremente por todas las demás—, pero eso no se traducía en ningún sentido turbador de la diferencia de clases; era una simple explicación de por qué sus dedos inexpertos aún no habían aprendido los rudimentos del oficio. Lily no deseaba en absoluto que reconocieran en ella ninguna diferencia social, pero había esperado ser acogida como una más, y tal vez al cabo de un tiempo demostrar su superioridad por una destreza especial; y era humillante ver que, después de dos meses de trabajar con ahínco, seguía dando muestra de su falta de preparación. Estaba muy lejos el día en que podría aspirar a ejercitar los talentos que confiaba en poseer; sólo a las costureras experimentadas se les encomendaba el delicado arte de dar forma y adornar los sombreros, y la encargada la condenaba todavía, inexorablemente, a la rutina del trabajo preparatorio.

Empezó a arrancar las lentejuelas, escuchando distraída el zumbido de la charla, que se intensificaba o apagaba de acuerdo con las idas y venidas de la activa figura de la señorita Haines. El aire estaba más viciado que nunca porque ésta se había resfriado y había prohibido por ello abrir una ventana durante la pausa del mediodía; a Lily le estallaba la cabeza tras una noche de insomnio y la palabrería de sus compañeras tenía la incoherencia de un sueño.

—Le dije que él no volvería a mirarla más y así fue. Yo habría hecho lo mismo… En mi opinión, le trató muy mal. La llevó al Baile del Arion en coche de alquiler… Se ha tomado diez frascos y sus dolores de cabeza no parecen mejorar… pero ha escrito un certificado en que asegura que el primero la curó y le han dado cinco dólares y su foto ha salido en el periódico… ¿El sombrero de la señora Trenor? ¿El de la pluma de Paraíso de color verde? Aquí está, señorita Haines… lo tendré listo en seguida… La que vino ayer fue una de las hijas de los Trenor, acompañada por la señora de George Dorset. ¿Que cómo lo sé? Pues porque madame me mandó llamar para cambiar la flor de aquel sombrero Virot, el de tul azulado; es alta y esbelta, de cabellos muy huecos… muy parecida a Mamie Leach, sólo que más delgada…

La charla no cesaba, era como una corriente acústica ininteligible de la que de vez en cuando surgía, flotando en la superficie, un nombre conocido. Ésa era la parte más extraña de la extraña experiencia de Lily, oír aquellos nombres, ver la imagen fragmentaria y distorsionada del mundo en que había vivido, reflejada en el espejo de la mente de las obreras. Jamás había sospechado la mezcla de curiosidad insaciable y libertad desdeñosa con que se hablaba de ella y de su clase en aquel mundo de trabajadoras que vivían de su vanidad y derroche. Todas las chicas del taller de madame Regina sabían a quién iba destinado cada sombrero, y tenían su opinión de su futura dueña y un conocimiento certero del lugar que ocupaba en la escala social. El hecho de que Lily fuera una estrella caída de aquel firmamento no aumentó su interés por ella, una vez saciada la primera curiosidad. Había caído, había fracasado y, fieles al ideal de su raza, sólo les impresionaba el éxito: la tosca y tangible imagen de la conquista material. La conciencia de su distinto punto de vista las mantenía simplemente a cierta distancia de ella, como si Lily fuese una extranjera con la que resultara difícil hablar.

 

—Señorita Bart, si no sabe coser esas lentejuelas con más regularidad, será mejor que le dé el sombrero a la señorita Kilroy.

Lily contempló su obra con desaliento. La encargada tenía razón: el cosido de las lentejuelas era francamente malo. ¿Por qué aquella torpeza mayor de lo habitual? ¿Se debería a un creciente desinterés por su trabajo o a una verdadera incapacidad física? Se sentía cansada y confusa; pensar requería un esfuerzo. Se levantó y entregó el sombrero a la señorita Kilroy, que lo recibió reprimiendo una sonrisa.

—Lo siento; creo que no me encuentro bien —le dijo a la encargada.

La señorita Haines no hizo ningún comentario. Se había opuesto desde el principio a que madame Regina consintiera en incluir a una aprendiza de la buena sociedad entre sus obreras. En aquel templo del arte no había sitio para las principiantes, y la señorita Haines no habría sido humana si no hubiera experimentado cierto placer al ver confirmados sus temores.

—Será mejor que vuelva a ribetear bordes —dijo secamente.

Lily salió a la cola del batallón de trabajadoras liberadas. No le preocupaba mezclarse entre el bullicioso tropel, pero una vez en la calle volvía siempre con inercia irresistible a su antiguo modo de ser, a un apartamiento instintivo de todo lo ordinario y promiscuo. En los días —¡qué remotos parecían ahora!— en que visitaba el Club de Muchachas con Gerty Farish había sentido un genuino interés por las clases trabajadoras, pero seguramente porque las observaba desde arriba, desde la feliz altura de su gracia y benevolencia. Ahora que estaba a su mismo nivel, el punto de vista era menos interesante.

Notó que le tocaban el brazo y vio la mirada compungida de la señorita Kilroy.

—Señorita Bart, supongo que, cuando se encuentra bien, sabe coser lentejuelas tan bien como yo. La señorita Haines no ha sido justa con usted.

Esta inesperada muestra de buena voluntad la hizo enrojecer; hacía mucho tiempo que nadie le dirigía una mirada realmente bondadosa, a excepción de Gerty.

—Oh, gracias. No me siento demasiado bien, pero la señorita Haines tiene razón: soy torpe.

—Bueno, es un trabajo pesado cuando se tiene dolor de cabeza. —La señorita Kilroy se interrumpió, indecisa—. Tendría que irse directamente a su casa y acostarse. ¿Ha probado alguna vez la orangina?

—Gracias. —Lily alargó la mano—. Ha sido muy amable… Desde luego, me voy en seguida a casa.

Miró, agradecida, a la señorita Kilroy, pero ninguna de las dos tenía nada más que decir. Lily advirtió que estaba a punto de ofrecerse a acompañarla hasta su casa, pero deseaba estar sola y andar en silencio; incluso la bondad, la clase de bondad que la señorita Kilroy podía dispensar, la habría irritado en aquellos momentos.

—Gracias —repitió, dando media vuelta.

Anduvo en dirección oeste en el triste crepúsculo de marzo, hacia el edificio donde se hallaba su pensión. Había rechazado de plano la oferta de hospitalidad de Gerty. Empezaba a surgir en ella algo de la violenta aversión de su madre a la compasión y la solicitud, y la promiscuidad y estrechez de una vivienda reducida le parecían en general menos soportables que la soledad de un dormitorio en una casa donde podía entrar y salir sin llamar la atención entre los demás asalariados. Durante un tiempo la sostuvo este deseo de intimidad e independencia, pero ahora, quizá a causa de un creciente cansancio físico, de la languidez producida por horas enteras de forzada reclusión, empezaba a notar la fealdad e incomodidad de su entorno. Cuando la tarea cotidiana tocaba a su fin, temía el regreso a su pequeño cuarto con el empapelado lleno de manchas y la pintura desconchada, y odiaba cada paso del recorrido que la conducía a través de la degradación de una calle neoyorquina en las últimas fases de su conversión en una vía comercial.

Pero lo que más temía era tener que pasar por delante de la farmacia que había en la esquina de la Sexta Avenida. Su intención había sido tomar otra calle, como solía hacer últimamente, pero hoy sus pasos se dirigieron irresistiblemente al escaparate abigarrado de la esquina; intentó ir por la acera opuesta, pero un carro cargado la obligó a retroceder y cruzar la calle en diagonal, por lo que fue a parar justo a la puerta de la farmacia.

Delante del mostrador vio la mirada del empleado que ya la había atendido otras veces y le entregó la receta. Sobre ésta no podía haber ninguna discusión: era una copia de una receta de la señora Hatch, extendida amablemente por el farmacéutico de dicha dama. Lily sabía que el empleado la sellaría sin vacilación y, no obstante, el temor nervioso de una negativa o incluso de una expresión de duda hizo temblar sus manos mientras fingía examinar los frascos de perfume expuestos en una caja de cristal.

El empleado leyó la receta sin comentarios, pero en el acto de entregar el frasco, se detuvo un momento.

—Tenga cuidado de no aumentar la dosis —recomendó.

El corazón de Lily se contrajo. ¿Qué significaba aquella extraña mirada?

—Naturalmente —murmuró, tendiendo la mano.

—No lo olvide. Es un fármaco que actúa de forma desconocida. Una o dos gotas de más y sobreviene el fin… Los médicos ignoran por qué.

El temor de que le hiciera preguntas o se quedara con el frasco atascó en su garganta el murmullo de aquiescencia y, cuando por fin salió a salvo del establecimiento, la intensidad del alivio casi la mareó. El simple roce con el paquete estimulaba sus nervios cansados con la deliciosa promesa de una noche de sueño, y en la reacción de momentáneo miedo sintió ya como si la primera oleada de somnolencia empezara a causarle su efecto bienhechor.

En su confusión tropezó con un hombre que bajaba a toda prisa los últimos peldaños de la estación elevada. Retrocedió y Lily oyó su nombre pronunciado con sorpresa. Era Rosedale, con abrigo de piel, lustroso y próspero, pero ¿por qué tenía la impresión de verle tan lejano, como a través de una capa de cristales rotos? Antes de encontrar una explicación del fenómeno, se encontró estrechándole la mano. Se habían despedido la última vez con desprecio por su parte y con cólera por parte de Rosedale, pero cualquier traza de estas emociones pareció desvanecerse con el apretón de manos y Lily sólo fue consciente del confuso deseo de seguir sujetándose a él.

—¡Cómo! ¿Qué ocurre, señorita Lily? ¡No se encuentra bien! —exclamó Rosedale y ella esbozó una tenue sonrisa tranquilizadora.

—Sólo un poco cansada, no tiene importancia. Quédese un momento conmigo, por favor —añadió con voz trémula. ¡Que estuviera pidiendo este servicio a Rosedale!

Él echó una ojeada a la sucia y bulliciosa esquina, donde se mezclaba el alarido del «elevado» con el desagradable tumulto de carros y tranvías.

—No podemos quedarnos aquí, pero permítame llevarla a algún lugar para tomar una taza de té. El Longworth está a pocos metros y a esta hora no habrá nadie.

Una taza de té en un sitio alejado del ruido y la fealdad parecía por el momento el único alivio soportable para Lily. Unos pocos pasos les condujeron a la puerta para señoras del mencionado hotel, y unos instantes después estaba sentada frente a Rosedale y el camarero había depositado entre los dos la bandeja de té.

—¿No desea antes una gota de brandy o whisky? Tiene aspecto de estar agotada, señorita Lily. Bueno, pues tome el té muy cargado. Camarero, traiga un cojín para el respaldo de la señora.

Lily sonrió levemente al oír la recomendación de que tomara el té muy cargado; era la tentación que siempre luchaba por resistir. Su necesidad del fuerte estimulante estaba siempre en conflicto con su otra necesidad del sueño: una necesidad que a medianoche sólo podía satisfacer el pequeño frasco que llevaba en la mano. Hoy, sin embargo, no le importaba que el té fuera demasiado fuerte; lo necesitaba para que llevara a sus venas vacías calor y decisión.

Rosedale, al contemplarla recostada en el respaldo, con los párpados entornados por el cansancio, aunque el primer sorbo caliente ya teñía su rostro con una nueva vida, tuvo una vez más una conmovedora impresión de su belleza. Las ojeras oscuras, la mórbida palidez de las sienes, cruzadas por venitas azules, prestaban relieve al brillo del cabello y los labios, como si su escasa vitalidad radicara en ellos. Contra el apagado fondo color chocolate del restaurante, el puro contorno de su cabeza resaltaba más que en el salón de baile mejor iluminado. La miró con un sentimiento incómodo e inquieto, como si su belleza fuera un enemigo olvidado que había estado al acecho y ahora le atacaba por sorpresa.

Para despejar la atmósfera, intentó hablar en un tono ligero.

—Vaya, señorita Lily, hacía siglos que no la veía. Ignoraba qué había sido de usted.

Aun antes de terminar la frase le turbó la idea de las complicaciones que el encuentro podía acarrear. Aunque no la había visto, había oído hablar de ella y conocía su conexión con la señora Hatch y los chismes que circulaban al respecto. En un tiempo había frecuentado asiduamente el milieu de la señora Hatch, que ahora evitaba por sistema.

Lily, a quien el té había devuelto su acostumbrada claridad mental, leyó sus pensamientos y dijo con una leve sonrisa:

—No era probable que supiera de mí. He pasado a formar parte de la clase trabajadora.

Él se sobresaltó.

—¿No querrá decir…? ¿Por qué? ¿En qué trabaja?

—Aprendo el oficio de sombrerera… Por lo menos, intento aprenderlo —añadió con premura.

Rosedale reprimió un largo silbido de sorpresa.

—Vamos… no habla usted en serio, ¿verdad?

—Totalmente en serio. Me veo obligada a trabajar para ganarme la vida.

—Pero yo tenía entendido… pensé que estaba con Norma Hatch.

—¿Le dijeron que era su secretaria?

—Algo por el estilo, sí. —Se inclinó para llenar de nuevo la taza de Lily. Ésta adivinó la turbación que el tema podía suscitar en él y, mirándole a los ojos, explicó de repente:

—La dejé hace dos meses.

Rosedale continuó manoseando torpemente la tetera y Lily tuvo la seguridad de que había oído lo que se decía de ella. En realidad, ¿había algo que Rosedale no oyera decir?

—¿No era una litera cómoda? —inquirió él, intentando bromear.

—Demasiado blanda… habría podido hundirme en ella. —Lily descansó el brazo en el borde de la mesa y miró a Rosedale más fijamente que nunca. Un impulso irresistible la inducía a exponer su caso delante de este hombre, de cuya curiosidad siempre se había defendido con tanto ahínco—. Supongo que conoce a la señora Hatch… Pues bien, quizá entonces comprenderá que podría haber hecho las cosas demasiado fáciles para mí.

Rosedale expresó perplejidad y ella recordó que no entendía las alusiones.

—De todos modos, no era lugar para usted —convino, tan impregnado e inmerso en la luz de la directa mirada de Lily que se sentía atraído a extrañas profundidades de intimidad. Él, que había tenido que subsistir de simples miradas fugitivas, miradas concedidas al vuelo y perdidas un instante después, vio ahora aquellos ojos pendientes de él con una intensidad deslumbradora.

—La dejé —continuó Lily— para que la gente no dijera que ayudaba a la señora Hatch a casarse con Bertie van Osburgh (que no es ni mucho menos demasiado bueno para ella), pero, en vista de que siguen diciéndolo, veo que podría haberme quedado donde estaba.

—Oh, Bertie… —Rosedale hizo un gesto de desdén por la insignificancia del asunto que hizo intuir a Lily la inmensa perspectiva que había adquirido—. Bertie es lo de menos… pero yo sabía que usted no estaba mezclada en eso. No es su estilo.

Lily se ruborizó un poco, incapaz de negarse que estas palabras la complacían. Le habría gustado seguir sentada allí, bebiendo más té y hablando con Rosedale, pero la vieja costumbre de observar las convenciones le recordó que ya era hora de poner fin al coloquio, e hizo un movimiento para apartar su silla.

Rosedale la detuvo con un gesto de protesta.

—Espere un momento, no se vaya todavía; no se levante y descanse un poco más. Parece exhausta. Y aún no me ha dicho… —Se interrumpió, consciente de estar yendo más lejos de lo que se proponía. Ella vio la lucha y la comprendió, del mismo modo que comprendió la naturaleza del hechizo al que se rendía cuando, mirándola a los ojos, continuó de repente—: ¿Qué ha querido decir antes con eso de aprender a ser sombrerera?

 

—Justamente lo que he dicho. Soy aprendiza en Regina.

—¡Dios mío! ¿Usted? Pero ¿por qué? Sabía que su tía la desheredó, me lo dijo la señora Fisher, pero tenía entendido que le había dejado un legado…

—Sí, diez mil dólares, pero no me los pagarán hasta el verano.

—Bueno, pero… escuche: podría pedir el dinero prestado siempre que quisiera.

Ella negó con la cabeza con gravedad.

—No, porque ya lo debo.

—¿Lo debe? ¿Los diez mil?

—Hasta el último penique. —Calló y en seguida continuó con acento brusco y los ojos fijos en el rostro de él—: Creo que Gus Trenor le habló en una ocasión de que había hecho algún dinero para mí con la compra y venta de acciones.

Esperó y Rosedale, congestionado por la turbación, murmuró que recordaba algo parecido.

—Ganó unos nueve mil dólares —prosiguió Lily, en el mismo tono ávido y comunicativo—. Entonces pensé que estaba especulando con mi propio dinero; fue una estupidez por mi parte, pero no entendía nada de negocios. Después descubrí que no había invertido mi dinero… que las cantidades que, según él, había ganado para mí eran en realidad un regalo. Lo hizo por bondad, naturalmente, pero yo no podía permitir esa clase de deuda. Por desgracia, cuando descubrí mi error ya había gastado el dinero, así que el legado tendrá que servir para devolverlo. Ésta es la razón de que ahora intente aprender un oficio.

Expuso la situación con claridad e intención deliberadas, haciendo pausas entre las frases para que cada una tuviera tiempo de grabarse en la memoria de su interlocutor. Deseaba con locura que alguien conociera la verdad sobre esta transacción y también de que el rumor de su propósito de devolver el dinero llegara a oídos de Judy Trenor. Y de improviso se le ocurrió que Rosedale, la persona que había sorprendido la confianza de Trenor, era el hombre idóneo para recibir y transmitir su versión de los hechos. Sintió incluso un alivio momentáneo ante la idea de librarse así de su odiado secreto, pero la sensación se iba diluyendo mientras hablaba y, al terminar, un profundo rubor cubría sus pálidas mejillas.

Rosedale seguía mirándola, asombrado, pero el asombro tomó el giro que ella menos esperaba.

—Pero, escuche… Si el caso es éste… ¡usted queda exonerada del todo!

Se lo dijo como si ella no hubiera comprendido las consecuencias de sus actos, como si su incorregible ignorancia en materia de negocios estuviera a punto de precipitarla a un nuevo acto de locura.

—Del todo… claro —convino tranquilamente.

Él guardó silencio; tenía las gruesas manos cruzadas sobre la mesa y sus pequeños ojos perplejos exploraban los rincones del restaurante desierto.

—Oiga… esto es magnífico —exclamó de repente.

Lily se levantó con una risa de desprecio.

—Oh, no… más bien un fastidio —observó, recogiendo los extremos de su cuello de plumas.

Rosedale seguía sentado, demasiado absorto en sus pensamientos para advertir que ella ya estaba en pie.

—Señorita Lily, si necesita ayuda… Me gusta el valor… —murmuró con incoherencia.

—Gracias. —Le tendió la mano—. Su té me ha prestado una enorme ayuda. Ya me siento con ánimos para todo.

El ademán parecía indicar una resuelta intención de despedirse; pero su acompañante le había lanzado un billete al camarero y estaba metiendo los brazos en su elegante sobretodo.

—Espere un momento… Debe permitirme que la acompañe hasta su casa —dijo.

Lily no protestó y, después de que él contara el cambio, salieron del hotel y cruzaron de nuevo la Sexta Avenida. Mientras ella le guiaba hacia el oeste, por una larga serie de barrios que revelaban con creciente franqueza, a través de la distorsión de sus barandillas despintadas, los disjecta membra de cenas de otra época, notó que Rosedale tomaba con desdén nota del vecindario, y, ante los escalones frente a los que por fin se detuvieron, le vio echar una ojeada de incredulidad y disgusto.

—¿De veras es aquí? Alguien me dijo que vivía con la señorita Farish.

—No, me hospedo aquí. Ya he vivido demasiado tiempo a costa de mis amigos.

Rosedale siguió observando la desconchada fachada de piedra parda, las ventanas tapadas con encaje descolorido y la decoración pompeyana del sucio vestíbulo; entonces miró a Lily y preguntó con visible esfuerzo:

—¿Me permitirá visitarla algún día?

Ella sonrió, reconociendo el heroísmo del ofrecimiento hasta el punto de sentirse auténticamente emocionada.

—Gracias, me alegrará mucho —respondió, con las primeras palabras sinceras que jamás le había dirigido.

Aquella noche, en su habitación, la señorita Bart —que había huido pronto del denso tufo del comedor del sótano— meditó sobre el impulso que la había llevado a desahogarse con Rosedale. Lo atribuyó a una creciente sensación de soledad, al temor de volver al silencio de su habitación cuando podía estar en cualquier otra parte y en cualquier compañía que no fuera la suya propia. Últimamente las circunstancias se habían confabulado para aislarla cada vez más de las pocas amigas que le quedaban. Por parte de Carry Fisher, el abandono no era tal vez del todo involuntario. Después de realizar un último esfuerzo en su favor, encomendándola al taller de madame Regina, la señora Fisher parecía dispuesta a descansar de sus gestiones y Lily, comprendiendo la razón, no podía condenarla. De hecho, Carry había estado peligrosamente a punto de verse involucrada en el episodio de la señora Norma Hatch, y necesitado bastantes recursos verbales para escabullirse. Confesó con franqueza haber puesto en contacto a Lily y la señora Hatch, pero sin conocer a esta última —hecho que no había dejado de mencionar a Lily— y, además, ella no era el ángel guardián de Lily y ésta tenía la edad suficiente para cuidar de sí misma. Carry no dijo tan brutales palabras, pero permitió que las dijera por ella su última amiga íntima, la esposa de Jack Stepney, quien, aunque temblando por el riesgo que había corrido su único hermano, estaba ansiosa de salvar a la señora Fisher, en cuya casa podía asistir a las «alegres fiestas» que se habían convertido en una necesidad para ella desde que su matrimonio la emancipara de los criterios de los Van Osburgh.

Lily comprendía la situación hasta el punto de sentirse indulgente. Carry había sido una buena amiga en los momentos difíciles y era posible que sólo una amistad como la de Gerty pudiera sobrevivir a una tensión tan considerable. Gerty, desde luego, seguía siendo de una lealtad a toda prueba y, sin embargo, Lily también empezaba a evitarla, porque no podía ir a verla sin arriesgarse a encontrarse con Selden, y eso sería ahora un dolor demasiado intenso. Ya era bastante doloroso incluso pensar en él, tanto en la lucidez de las horas diurnas como sintiendo la obsesión de su presencia en el desasosiego de sus noches atormentadas. Ésta era una de las razones por las que había recurrido de nuevo a la receta de la señora Hatch. En la inquietud de sus sueños naturales le veía volver con su antiguo talante de ternura y compañerismo, y se despertaba de la dulce ilusión burlada y sin ánimos. En cambio, en el sueño que procuraba el contenido del frasco, se sumía en una profundidad mucho mayor que la de las fantasías de su duermevela; caía en abismos de aniquilación sin sueños de los que despertaba todas las mañanas con un pasado desvanecido.